El calor del frío invierno En el cine de Franca González Serra hay un denominador común y es el frío invierno. Azar o coincidencia, la nieve forma parte de su filmografía. En Al fin del mundo (2014) instala su cámara observadora en Tolhuin, un pequeño pueblo en el extremo sur azotado por vientos de más de 120 km por hora donde todo el año es invierno. En Tolhuin, situado en la parte más austral del continente americano, el frío intenso abriga una ciudad habitada transitoriamente por seres que, pese haber viajado cientos de kilómetros para instalarse, no resistirán más de una temporada debido a las condiciones climáticas y la falta de actividades recreativas. Un hombre intentará evitar ese éxodo humano a través de un carnaval de invierno. De la misma manera que Lucas Riselli mostraba Pozuelos en el film En la Puna (2013), Franca González Serra lo hará con Tolhuin. Será a partir de la observación y el registro de lo que suceda que la cineasta documentará en imágenes la vida del lugar, como también la forma de actuar de su pequeña masa poblacional. Para eso filma incansablemente el eterno invierno, que de por sí es tan cinematográfico como el mismo paisaje natural, para contar una historia sobre migraciones, desarraigos y el misterio de un hombre que quiere evitar que la gente abandone el lugar. Al fin del mundo se destaca por su enorme trabajo fotográfico, en donde cada plano es digno de admiración, pero también por la forma de captar un sonido ambiente de extrema naturalidad. González Serra filma desde las entrañas y los sentimientos, y eso se nota cuando cada plano que traspasa la pantalla pone al espectador ante la sensación de estar en el mismo lugar de los hechos.
La cineasta que llegó del frío Al fin del mundo es el desmenuzamiento de los mecanismos urbanos de algo que difícilmente podría reconocerse como tal. Es que la pequeña localidad de Tolhuin, ubicada a 60 kilómetros de Ushuaia, se caracteriza por un frío prácticamente eterno que la convierte no sólo en una geografía inhóspita sino también poco bondadosa para la vida diaria. Franca González construye un documental de observación que retrata a un grupo de pobladores atravesado por el desarraigo, la soledad y la distancia, mostrándolo en acciones tan extraordinarias para los ojos foráneos como normales para quienes viven justo donde la Tierra parece acabarse en una inmensidad infinita. Bello e inicialmente riguroso, con una inequívoca planificación de los encuadres que da como resultado una sucesión de planos con un grado de expresividad notables, Al fin del mundo pierde parte de sus logros adosándole una anécdota argumental que de tan mínima (la realización de un “carnaval de invierno” para alegrar a sus habitantes) termina entrando con fórceps. Con la belleza natural y una cámara siempre pródiga a la hora de hacerle justicia era ya más que suficiente.
Luego de Tótem, Franca González cambia el oeste canadiense por el extremo sur de la Argentina y se interna en Tierra del Fuego, en el pueblo de Tolhuin, en donde las temperaturas, las heladas y las nevadas -además de una infraestructura no demasiado robusta- hacen la vida difícil, áspera, complicada. Además, en invierno -o cuando es más invierno, cuando oscurece muy temprano- la gente del pueblo suele recluirse aún más. Aquí los personajes retratados son más que en Tótem, y vamos pasando de uno a otro de forma alternada. El eje principal -o centro magnético al menos- es Roberto, un señor de bigotes que tiene el empuje, la bonhomía y el entusiasmo como banderas. Y decide proponer un Carnaval invernal como un modo de hacer salir un poco a la gente de sus casas. Pero ese vector narrativo recién se establece luego de un rato, en el cual Franca González pivotea sobre diferentes habitantes, muestra sus actividades, con muy buenos hallazgos de observación: revelador momento el de cocinar con agua congelada, casi de aventura el del camión rescatado, hermoso el registro de la diversión con los diversos trineos sui géneris. Luego viene la propuesta del Carnaval con sus repercusiones. A partir de ese momento, toda deriva desde ese eje principal hace que se desajuste parcialmente la lógica narrativa, que la película experimente cierta laxitud, un poco de pérdida de tensión. Justo antes del Carnaval se dispone una espera -tal vez un estiramiento- que impide mayor y mejor cohesión a este documental. De todos modos, Al fin del mundo es una experiencia fuerte -y más en una sala de cine- en términos visuales, sonoros y también en cuanto a los retratos -en varias ocasiones con especial cercanía- de los protagonistas. En ese aspecto, nos deja con ganas de saber más de ellos. González mantiene su estilo, su sobriedad, su rigor. Así, dispone una base segura para observar y propiciar los hallazgos, aunque a veces ese rigor endurece las formas y limita algunas posibilidades, como la de extraer -o compartir- más información de los retratados. Pero esas carencias se ven notoriamente superadas por los buenos momentos y también por los asombrosos (que a veces consisten en una conversación creíble, genuina), que se producen con frecuencia, y para mejor en un ambiente alucinante. No hay muchos documentales argentinos contemporáneos que trabajen con tanta meticulosidad y seriedad temas que se vayan más allá de los tres o cuatro asuntos histórico-políticos que se repiten sin cesar para agradar a los funcionarios de turno.
Un elogio de la contemplación La mirada de la joven realizadora Franca González muestra un documental exigente, contemplativo y luminoso . En cualquier película, entre otras cuestiones, interesa el lugar que ocupa el director desde la cámara, es decir, su mirada en relación a aquello que muestra. Se trate de un documental, de una ficción, o de una simbiosis entre ambos términos, los dos films de Franca González respetan esa condición indispensable para que se aborde un tema determinado. En Al fin del mundo se describe una rutina pueblerina bien al sur argentino donde el paisaje cobra protagonismo desde las primeras imágenes. Ocurre que en Tolhuin, a puro invierno, nieve, viento y frío atroz, vive un hombre que desea alterar el contexto al preparar un carnaval que altere la parsimonia y las ganas por irse de los habitantes del lugar. González contempla con su cámara las mínimas acciones y palabras de un sitio que parece detenido en el tiempo, donde el audio procedente de la radio cobra mayor énfasis que las voces de los lugareños. Por su parte, Tótem trabaja sobre los mismos tempos narrativos, inclinando sus propósitos en la descripción de otro pueblo, ubicado en la isla de Vancouver, cerca de Alaska. Allí se destaca Stan Hunt, un tallador de cedros que trabaja de manera obstinada en la conformación de un figura de piedra que deberá viajar en barco para arribar a estas playas. La mirada de la cineasta, otra vez, profundiza el rigor de la puesta en escena, dejando que el relato fluya desde lo mínimo para llegar a lo trascendente, en este caso, fusionando la labor de Hunt a las referencias milenarias de su objeto en construcción. Como sucede en algunos de los mejores exponentes del documental de las últimas décadas (por ejemplo, El sol del membrillo de Víctor Erice y En construcción de José Luis Guerín), las dos películas de Franca González reúnen en un mismo punto la obsecuencia de un personaje por llegar al final de su objetivo con su triunfo personal, al fin y al cabo, una victoria democrática que a través de las imágenes se pone al alcance de todos. Cine exigente y contemplativo, pero también luminoso.
La directora Franca Gonzalez estrena dos películas esta semana. Un documental que contó con la participación de todos los habitantes de Tolhuin, un pueblo perdido en el sur, donde casi siempre es invierno y con personajes entrañables, más músicos invitados.
Doble programa de buenos documentales Doble programa de estreno: "Al fin del mundo" y "Totem", documentales de una hora y pico cada uno, y de la misma autora, Franca González. Cada uno luce preciosa fotografía, está hecho en una isla del extremo del continente (Tierra del Fuego, Vancouver), muestra a sus respectivos habitantes en labores cotidianas vinculadas con la madera, incorpora lenguas nativas (guaraní de Corrientes, kwakiutl de la Columbia Británica), y adhiere al "documental de observación", una escuela que deliberadamente priva de información al espectador. A veces, ver una obra de esas es como pararse en un lugar desconocido sin que le expliquen ni confirmen nada de lo que está viendo. Por suerte González matiza un poco dichas pautas. Así, dentro de su estilo, "Totem" es bastante informativo. Pero hay una historia previa. Para el Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, 1960, Canadá nos regaló un auténtico totem de 22 metros de cedro rojo, tallado por indígenas. Burócratas locales tardaron en disponer del lugar adecuado, y el regalo pudo instalarse recién en 1964. Durante años lo vimos en la Plaza Canadá, de Retiro. Acá lo vemos lozano en fotos de 1978 y años posteriores. Lo sacaron en 2011 por falta de mantenimiento. El gobierno porteño pidió un reemplazo, y el encargado de hacerlo fue el hijo del primer tallador. "El trabajo más importante de mi vida", dice con voz grave, calma y orgullosa en su taller muy bien instalado. Interesante, ver algunos detalles de la tarea, las amplias casas de los isleños, la preparación del salmón dorado en "cruz" de madera, viejos fragmentos documentales, la conservación de la lengua y las creencias pese a una larga etapa de prohibiciones, la coexistencia de totems, lápidas y cruces en una leve colina, el esfuerzo de empleados locales para colocar esa mole de 4 toneladas en el lugar que corresponde y que pocos miran. "Al fin del mundo" propone algo distinto. Acá vemos cómo se banca el invierno la gente de Tolhuin, con viento fuerte de veras, nieve por donde quiera se mire y se hunda bajo las botas, pocas horas de luz, gente que saca bloques de hielo cortando con motosierra la capa congelada del agua, y que para otras tareas se las arregla en instalaciones precarias, obreros madereros trabajando a la intemperie sin quejarse ni perder la buena predisposición, niños que se deslizan en gomón, en vez de trineo, mujeres que manejan camiones o van al colegio nocturno, y hasta un entusiasta que propone hacer carnavales de invierno, sin amedrentarse por el frío reinante ni la baja convocatoria. Por lo menos van cuatro locos, varios niños con sus madres y perros, y hasta dos o tres lanzallamas. El paisaje es amplio, imponente (se lo aprecia muy bien en una sala calefaccionada), y el final es decididamente agradable, a puro e inesperado chamamé. Los Lengueros, se llama el dúo de intérpretes, en referencia a los árboles de lenga predominante en la zona. Son inmigrantes "venidos y quedados", como se dice. Sus hijos serán "nacidos y criados", otra categoría de poblador, para la cual hay que tener la piel curtida desde chicos. El trabajo anterior de Franca González era "Liniers, el trazo simple de las cosas", retrato del dibujante durante su estadía en un invierno canadiense. A esta mujer no le tiembla el pulso.
La mirada fría. Tolhuin es un pequeño y joven pueblo de Tierra del Fuego, ubicado en el corazón de la provincia y declarado hace menos de dos años como municipio. Sus condiciones climáticas de nevadas, heladas y frío permanente hacen que la vida sea una aventura diaria no buscada. La acumulación de días arduos hace que muchos se planteen la continuidad en un escenario involuntariamente hostil. Franca González, la directora del maravilloso documental sobre el historietista Liniers (El Trazo Simple de las Cosas), posa su mirada neutra, sin intervenciones, en la cotidianeidad del pueblo, específicamente sobre un puñado de personajes. Uno de ellos, para que la gente no se vaya, tiene la intención de organizar un carnaval en invierno. Este hombre, Roberto, un señor bigotón y de empuje espiritual, es el motor de este pueblo frío -climáticamente- pero que emana calidez desde sus habitantes. La directora mantiene el pulso observacional hasta el final pero trastabilla en la pérdida de tensión -que el documental acumula a pesar de su progresión casi silente e imperceptible- sobre el único objetivo (de los personajes y de la propia historia), que es el carnaval. En el camino, priman los largos planos fijos, el tiempo estirado y una sensación de repetición del contexto blanco y frío que viven los pobladores de Tolhuin. Los pocos diálogos pertenecen a lo terrenal; no hay un exceso que se traslade a una dimensión enunciativa en la búsqueda de transmitir de manera digerida algún mensaje (una recurrencia algo rancia ya en el cine argentino documental, remarcada en la última década). El cine de González es un cine de contemplación, un rasgo que se detectaba en algunos fragmentos del mencionado documental sobre Liniers, que comienza a convertirse gradualmente en un motivo temático de su obra. El frío y sus elementos más característicos, por otra parte, también aparecen en casi todos sus trabajos como elementos retóricos, como en Tótem, la segunda película que conforma el díptico que se estrena en conjunto con este film, Al Fin del Mundo, una propuesta que no se sonroja por solo mirar y transmitir esa mirada sin posicionarse forzosamente en un casillero ideológico prefabricado.
Es tiempo de ponerle imágenes al frío Así como para hacer Tótem viajó al Pacífico canadiense, para Al fin del mundo eligió el otro lado del mundo: Tolhuin, un pueblo ubicado en Tierra del Fuego. En este documental se ocupa de temas cotidianos y muestra al hombre en contraste con la inmensa naturaleza. Si bien la directora Franca González nació en General Pico (La Pampa), siente fascinación por el frío y los paisajes nevados. Así lo demuestra en Tótem (ver crítica aparte), que la llevó a viajar al norte de la isla de Vancouver, sobre el Pacífico canadiense. Y el mismo día que Tótem también se estrena en la pantalla grande su más reciente documental, Al fin del mundo, para el que González volvió a elegir el frío, en este caso, del otro lado del mundo: el pueblo Tolhuin, ubicado en Tierra del Fuego, donde las condiciones climáticas son muy adversas, los vientos soplan a más de 120 kilómetros por hora. Y tiene la siguiente particularidad: la mayoría de sus habitantes nacieron fuera de la isla. Al fin del mundo muestra la rutina de pobladores de Tolhuin: desde una señora mayor cuyo marido se suicidó y ella decidió construir la tumba en el fondo de la casa para llevarle flores periódicamente, pasando por otra mujer que maneja un camión que transporta leña (allí para los trabajos pesados no se distingue por género), hasta un hachero que vive prácticamente aislado y que tiene un método especial para trabajar la madera. Son todos seres silenciosos y solitarios. Porque si hay algo que distingue la caracterización de este pueblo que realiza González es el tema de la soledad, el hombre frente a la inmensa naturaleza sintiéndose un poco insignificante. Por eso no resulta llamativa la incorporación de Roberto, un personaje pintoresco que tiene pensado organizar un carnaval de invierno porque en esa estación del año “la gente se entristece”. Que apenas termine de bañarse Roberto llame al intendente del pueblo desde su celular para comentarle la idea de este evento permite entender que las relaciones humanas –y de poder– no tienen nada que ver con lo que sucede en pueblos más grandes. Ni qué decir si se trata de ciudades. Y hablando de ciudad, Al fin del mundo es un documental pensado para el mundo urbano: allí donde los habitantes de Tolhuin verían solamente rutinas típicas de sus modos de vivir, el ser urbano podrá descubrir que esos paisajes dominados por el color blanco y tan soñados a la hora de pensar las vacaciones, tienen sus riesgos, sus problemáticas para quienes viven allí. Es un punto a favor de González que Tolhuin sea descripto en toda su dimensión: no sólo por su belleza (esto sólo sería un registro cuasi turístico), sino por las limitaciones que les impone a sus pobladores. Pero así como hay momentos de tensión también hay espacio para la diversión: el mismo lugar les permite a los chicos divertirse tirándose en gomones por una ladera nevada. Es fácil intuir que Al fin del mundo fue un documento difícil de concretar por las condiciones climáticas. Sin embargo, a juzgar por las imágenes, la directora “puso el cuerpo” en el lugar, incluso en una fuerte tormenta de nieve que muestra los problemas que acarrea en el exterior de algunas viviendas. González también metió la cámara en el interior de algunas casas para conocer, por ejemplo, cómo cocinan las mujeres, cómo se abastecen de madera para prender los hogares a leña, cómo consiguen el hielo para hervir agua e, incluso, cómo se vive una clase de matemática en un colegio que funciona casi de noche y al que asisten jóvenes y personas mayores. Tanto adentro como afuera la cámara de González parece imperceptible para sus personajes, otro de los méritos de la directora, que no les hace sentir el peso de la imagen. Así logra registrar, sin filtro, cuando los pobladores hablan entre ellos: por ejemplo, el momento en que dos hombres conversan sobre la enfermedad de uno de ellos, o cuando dialogan sobre una severa nevada que afectó la vivienda, o que llegó la nafta al pueblo y que el barrio estuvo sin luz. Se trata de un documental de observación, donde no hay preguntas ni respuestas, mucho menos voz en off, sino descripciones de un mundo ajeno al bicho de ciudad. Al fin del mundo es también un documento valioso de una geografía de difícil acceso. Termina dándole brillo y colores al predominante blanco del paisaje con la concreción del Carnaval de invierno del que participan los vecinos de Tolhuin.
Un año después de terminar “Tótem” (2013), Franca González avanza en su carrera como documentalista. Si la anterior miraba hacia atrás en el tiempo para desandar el viaje de un objeto, en “Al fin del mundo” hay una intención de registro como para mirar el futuro con cierto tono optimista. Todo documental tiene su génesis en la inquietud. En el espíritu de la curiosidad provocadora, en el deseo de investigar. A veces funciona como disparador para hacer registros lúdicos sobre la vida humana. La directora presenta, en esta suerte de díptico caprichoso por la distribución del cine vernáculo, a un personaje de singular carácter. Un voluntario “salvador” del pueblo donde vive. Roberto vive en Tolhuin, Tierra del fuego. Un lugar en el cual la nieve, el frío, y las consecuencias en el ánimo de los habitantes, forman casi un paisaje del sentir colectivo en una pequeña comunidad que convive con las inclemencias del tiempo. El formato elegido ésta vez, a diferencia de cierto convencionalismo de “Tótem”, está más emparentado con el reality show de cámara oculta como recurso estético, aunque está claro que el género es documental. El seguimiento a este hombre por parte de la cámara obedece a una impronta optimista en su personalidad. Dadas las condiciones en las cuales vive, lo mejor que se le ocurre es organizar un carnaval en el lugar. Casi como un homenaje no velado a las utopías la idea es seguirlo en esta empresa, ver si se presenta alguna dificultad en el camino y si eventualmente logra el objetivo. Tal vez lo más interesante no sea la organización per sé, pues ya dijimos que parece una metáfora de la utopía. Lo más jugoso consiste en ir conociendo otros personajes en su cotidianeidad, cada uno con su propio universo, unidos a su vez por las imponentes y bellísimas imágenes exteriores que, sin escapar a la postal, se encargan de establecer un marco tan cerrado que sería difícil imaginar esta película sin ellas. Es decir, el pueblo de Tolhuin también participa activamente en “Al fin del mundo”. Dejando de lado alguna situación donde se nota una intención de intervenir el realismo con indicaciones necesarias para que la narración funcione como tal, y cierta extensión innecesaria cuando ya la imagen contó lo que tenía y podía contar, se aprecia el amor por el detalle que la autora impregna a los encuadres. Una producción coherente que se amalgama con su anterior filmografía, pero sobre todo una obra que permite ver un ejemplo de cómo plasmar una temática abstracta, en este caso el optimismo, en algo mucho mas tangible.
Contar una historia Cuando quiere, nuestra Melody es dura, y una prueba es su crítica de Al fin del mundo, la cual puede verse acá, donde despliega una cantidad de argumentos atendibles, en donde justifica una sensación subjetiva, propia, que es el aburrimiento, a partir de un análisis formal donde su foco son las imágenes, o más bien, la falta de sentido de ellas. Creo que como crítica es pertinente, aunque se sostiene desde una recepción con la que discrepo. Creo que la forma en que se va concibiendo Al fin del mundo, de la misma forma que Tótem -la otra película estrenada esta última semana por Franca González, sobre la cual escribo acá-, a partir de la observación, del registro, puede ser expulsiva o cautivadora, dependiendo del espectador. Y es ahí donde mi visión se aparta de la de Melody. Mientras ella vio vacío, vacuidad -lo cual es totalmente válido-, yo vi (y sentí) unas cuantas cosas que me fueron impactando. González repite los méritos de sus anteriores obras, que van a dos puntas pero siempre vinculados al uso de la cámara como instrumento de observación: si por un lado sabe manejar los tiempos y la profundidad de campo para que los paisajes adquieran un peso específico, delineando un espacio-tiempo sustancial (casi que puede sentirse el frío, lo abismal, el aislamiento del lugar); por otro es capaz de darle un carácter casi invisible al dispositivo, lo que permite que los habitantes del pueblo de Tolhuin se desempeñen con una normalidad y soltura apabullantes, con lo que no sólo surgen rutinas, ritos, códigos, sino principalmente personajes. Al fin del mundo, al igual que Tótem, consigue a partir de la observación adquirir valor narrativo. Cuenta una historia, pequeña, es cierto, pero también valiosa, con numerosos matices. Quizás se vaya un poco por las ramas y se extienda en demasía, pero confirma la posibilidad que tiene el género documental para crear sus propias ficciones de lo real.
Al SIN fin Si hay algo que llama la atención en este documental es la fotografía. Pero los paisajes hermosos que aparecen quedan vaciados a medida que va avanzando la “trama”, que no se sabe muy bien de qué trata. Si hay algo que uno termina entendiendo cuando mira Al fin del mundo es que a la directora le interesa mostrar la vida de un pueblo en Tierra del Fuego. Y si aparece el énfasis en estas primeras líneas de ese “hay algo” es porque la mayor parte del tiempo uno siente que no hay nada. El documental de Franca González cuenta en unos interminables 80 minutos la vida de las personas del pueblo Tolhuin. El film se esfuerza por mostrar las diferentes actividades y el ritmo de vida de la gente del lugar, pero se queda con la simple foto de lo que pasa y no intenta profundizar en algo en específico. Durante todo el documental aparece la sensación de que hay algo más que lo dicho, esa idea de que el lugar de por sí, y sin más, es película por el sólo hecho de ser plasmado en una cámara. Esta es una idea que lleva a la quietud de ideas y que vacía de todo sentido a una producción cinematográfica. Las imágenes que aparecen son atractivas pero están “secas” de poesía, les falta alma. No hay nada para decir además de lo que se ve y eso hace que le resulte al espectador, lejano del lugar, algo poco atractivo. Tampoco, desde la realización, se suplanta el vacío. Hay películas que no necesitan tener un solo qué para ser hermosas, pero en esas está muy subrayado el cómo. Aquí no encontramos ni qué ni cómo. Es la filmación de la gente de un lugar, sin más. Es lo mismo que usted señora o señor podría hacer filmando la fiesta de 15 de su hija, que por cierto le resulta hermosa al igual que a Franca le parece Tolhuin.
Publicada en la edición digital #264 de la revista.