A casi 6 años de su presentación en la Competencia Argentina del BAFICI, finalmente se estrena un acercamiento inteligente, riguroso, sencillo y pudoroso a la historia y al fenómeno socioeconómico y religioso del Gauchito a cargo de esta egresada de la ENERC. Lía Dansker siguió durante más de una década (desde 2001 y hasta 2010) las procesiones que, cada 8 de enero, miles (ahora decenas de miles) de personas hacen hasta el santuario del Gauchito Gil en Mercedes, Corrientes. Lo hizo siempre con el mismo dispositivo: largos travellings laterales que muestran en toda su extensión y dimensión las largas filas de seguidores, de acampantes, de puestos y de vendedores que se juntan para venerar al santo del pueblo o para sacar provecho comercial del evento. La otra idea rectora es ir hacia atrás en el tiempo: en 2010 ya eran multitudes las que llegaban en auto, ómnibus o a caballo, mientras que en las primeras imágenes de 2001 el fenómeno era todavía incipiente. Y la tercera propuesta es combinar el sonido directo con voces en off de los testimonios de gente del lugar (con ese “decir” tan particular del litoral mesopotámico), que dan a conocer sus -muy distintas, muchas veces antagónicas- miradas sobre la historia de Antonio Gil, héroe, mártir, desertor, prófugo, borracho y/o ladrón a la Robin Hood, según la leyenda que cada uno exponga. El misterio del Gauchito nunca será develado (se sabe que fue asesinado -para algunos, incluso degollado- el 8 de enero de 1878, a los 38 años) y Dansker juega, precisamente, con esa incógnita, con las múltiples versiones que se han tejido (e inventado) con el correr del tiempo. Tampoco intenta dar respuestas intelectuales sobre el fenómeno socioeconómico y religioso (son contundentes las imágenes de cómo la Iglesia, que en principio rechazó de plano la movida popular, luego intentó apropiarse de ella), pero se acerca al mismo con pudor, respeto, sensibilidad, simpleza y rigor.
¿Cómo se pude filmar la devoción? Lía Dansker ha decidido hacerlo con travellings y testimonios en off de aquellos que todos los ocho de enero se acercan al santuario del santo pagano Antonio Gil, más conocido como “el gauchito Gil”. Cada imagen revela una apuesta por distanciarse en parte desde la asincronía del sonido. Y tal vez esa búsqueda es el principal inconveniente de este documental que en la reiteración del recurso termina cansando, pero no por eso le resta méritos como testimonio.
Antonio Gil nació en 1840 y murió asesinado el 8 de enero de 1878 en Mercedes, provincia de Corrientes. Su figura religiosa, conocida como el Gauchito Gil, es objeto de devoción popular, el cual tiene la mayor cantidad de devotos en Argentina, quienes todos los años se reúnen durante el día de su muerte para hacerle honor y agradecerle por los milagros cumplidos. Existen muchos mitos alrededor de la imagen de Gil. Se cree que era un trabajador rural que tuvo un romance con una viuda adinerada y que tuvo que escapar del lugar por el odio que despertó, alistándose para pelear en la Guerra de la Triple Alianza. Al volver fue reclutado por el Partido Autonomista para luchar en la guerra civil correntina contra el Partido Liberal, pero él desertó, cometiendo un delito. Antes de ser ejecutado le dijo a su verdugo que debía rezar en su nombre por la vida de su hijo que estaba enfermo. Así lo hizo y el niño sanó milagrosamente. Es por eso que le dio un entierro apropiado, convirtiéndose su tumba en un santuario. Pero también existen otros rumores sobre su persona y eso es lo que aborda el documental “Antonio Gil” de Lía Dansker. “Antonio Gil” sigue el viaje durante 10 años de estos peregrinos y devotos que llegan cada 8 de enero a Mercedes, Corrientes, para visitar la tumba del Gauchito Gil. No solo le rezan y le agradecen, sino que también celebran con bailes y comidas. Tal vez lo más atractivo del documental es la forma original en la que está filmado. Es un retrato observacional que, a través de largos travellings del predio donde está la tumba de Gil, podemos ver el comportamiento de aquellos que llegan a verlo. Acompañando a las imágenes podemos escuchar el relato de distintos lugareños que exponen sus puntos de vistas, experiencias y testimonios sobre quién fue este personaje y cómo murió. Las anécdotas varían según la persona y hasta nos encontramos con historias contradictorias, pero, al fin y al cabo, válidas porque nos cuentan su propia visión sobre los hechos. Hay tantos mitos como habitantes. Es entonces como, por un lado, vemos imágenes de multitudes o de paisajes y escuchamos relatos individuales y personales. Sin dudas no estamos frente a un documental clásico, algo novedoso e interesante, pero que también puede resultar un poco tedioso y con un ritmo pausado, ya que el espectador tiene que prestarle atención a dos situaciones paralelas que no coinciden del todo entre sí; lo que se ve y lo que se escucha. Por otro lado, predomina el sonido ambiente, sin agregarle ningún tipo de música adicional al film. La directora estuvo diez años filmando la celebración del 8 de enero y lo expone en una historia que va desde el presente (2010) hacia el pasado (2001) para mostrar la evolución tanto de la figura del Gauchito Gil como también de su conmemoración. No se trata solo de un agradecimiento, sino que la gente pasa todo el día en aquel lugar y que incluso algunos sacan provecho económico al respecto. Si bien no se mete tanto en cuestiones religiosas, sí podemos ver cómo la institución no abrazaba la idea de venerar a este santo y, con el correr del tiempo, se fue acercando cada vez más a su imagen. En síntesis, “Antonio Gil” no solo busca recrear la figura del Gauchito Gil a través de distintos testimonios y rumores, sino mostrar la gran cantidad de devotos que año a año se presentan en Corrientes para homenajear al santo milagroso. Es un documental poco convencional cuyos relatos aparecen en forma de voces de lugareños pero cuyas imágenes corresponden al paisaje y a multitudes indistintas. Un retrato original aunque puede volverse un poco pesado en el tiempo.
La figura del Gauchito Gil ha crecido a lo largo de los años y este personaje adorado como un santo tiene seguidores fieles y apasionados y otros tanto que lo ven como una figura pintoresca más atractiva visualmente que por su discurso o su historia. Un documental sobre su figura podría haber caído en diferentes trampas de facilismo cinematográfico. Mientras que la televisión suele explotar estos fenómenos sin discutirlos ni analizarlos, llegando incluso a festejarlos y promoverlos, el cine muchas veces se burla de estas situaciones dejando en evidencia a los fieles y mirando con cinismo todo el espectáculo alrededor. El cine independiente y los intelectuales tienden a burlarse de las grandes iglesias pero con estas cosas muchas veces se fascinan desde un lugar banal, como si fuera un objeto de diseño más que un culto. Desde el momento que la película se llama Antonio Gil queda descartada la mirada complaciente por parte de la directora. Queda claro que lo que plantea es una mirada sobre los hechos más que sobre la fe. Aun así, tampoco se burla de la fe, de hecho ni opina sobre ese tema, salvo por lo que uno deduce de las imágenes. No hay otra opinión en la película más que la visual. Por suerte la directora muestra, nos hace ver como es el santuario al Gauchito Gil sin parodia pero tampoco sin hacer apología. Algunos planos son espectacular, en particular los travellings en la ruta con los caballos avanzando. Sin embargo el recurso que quedará fijado en la memoria del espectador son los muchos travellings laterales con los cuales el santuario es recorrido durante varios minutos. Estos planos que son un leitmotiv dentro de la película, dicen mucho y exponen mucho. Es un recurso que se repite tal vez demasiado, pero a la vez es el centro de la película. La directora filmo durante casi una década el lugar. Pasando de un fenómeno pequeño a un multitudinario, dejando en claro que el crecimiento fue cambiando también muchas cosas. En esos largos planos mencionados hay imágenes que nos movilizan, nos enojan, nos invitan a reflexionar, pero la directora al hacer ese movimiento los iguala. No corta para detalles, muestra el todo. Un montaje veloz o muchos planos estáticos no reemplazan la sensación perfecta de totalidad que aquí se manifiesta. Todo esto se completa con la voz en off de personas de lugar que cuentan como nación el mito y cómo surgió el santuario. Casi somos testigos de cómo se construye una leyenda. Los testimonios se contradicen, muestran ausencias en la historia, exponen que hay algo de invento en la historia de Antonio Gil y muchísimo de especulación en la construcción de su santuario. Ni por un segundo la película nos dice lo que tenemos que pensar. Qué alguien haya estudiado tanto un tema y no subestime al espectador que recién comienza a presenciarlo es un acto de respeto muy grande y la demostración de una directora inteligente que confía en la libertad de las imágenes y de las ideas.
Antonio Gil (2013) es un documental abocado al conocido lugar cerca de Mercedes donde miles de personas van todos los meses de enero a rezar y a pedir milagros al santuario de Antonio “el gauchito” Gil. Un santuario junto a un árbol. Un gaucho con una cruz. Ahí se dice que fue asesinado y que, antes de morir, auguró un milagro que luego se cumplió. Pero no estamos frente a la historia del Gauchito Gil ni a la recreación de las leyendas que se tejen alrededor de su simbología religiosa. En este caso se trata de un lugar, de un espacio a campo abierto donde llegan los peregrinos y habitan para luego, cuando terminan de rezar y de cargar la cruz, deciden marcharse. Y todo viene desde la leyenda, más difundida, que cuenta de cómo Antonio “el gauchito” Gil, nacido en la provincia de Corrientes, un día tuvo un romance con una mujer que le generó enemigos de quienes tuvo que huir, y que en esa huida, de alguna manera imprecisa, termina envuelto en una guerra contra el Paraguay. Después, al regresar, es llamado a enfilarse a un partido político para combatir en una guerra civil y que al negarse a eso, es perseguido capturado y asesinado. Lo cuelgan de un árbol, pero antes de morir anunció el milagro de la sanación de un niño a partir de los rezos que se hicieran en su nombre. Y desde que el niño se sanó, entonces todos sus creyentes, por años incontables, viajan hasta ahí. Y así como la leyenda del árbol existen otras más, pero todas confluyen en esa zona donde está el santuario y también se dice deambula el fantasma de Antonio Gil listo para acuchillar en las noches. Lo interesante es que la película recurre a procedimientos muy sencillos. Las leyendas y todo lo que sucedió con Antonio Gil son testimonios que se oyen. Uno tras otro, las voces hablan de los milagros cumplidos, de los rezos, de las ofrendas traídas y de lo que se dice que fue la razón del asesinato. Conjeturas dichas por la gente que llega pero nunca se ve a la persona que habla. La imagen, por su lado, consta de innumerables travellings laterales, que se extienden, mostrando a todos los peregrinos que arriban y hacen fila esperando su turno. El tiempo avanza y continúan los travellings, y luego se ve a la gente comiendo y disfrutando de la estancia en ese lugar. Pero en reiteradas y alternadas veces sobre la imagen se escuchan testimonios. Voces y travellings, nada más. Y si al principio puede parecer tedioso, después el espectador se deja envolver, pues comienza a tener un juego entre lo particular y lo general. Un testimonio frente al total de la gente dispersa. Esa voz que cuenta algo frente a la masa indefinida que saluda a cámara. Pero con ese procedimiento se percibe tangiblemente la idea de totalidad, de un número descomunal de gente que se encuentra ahí. Como se puede deducir, los travellings de por sí son como una mirada un tanto alejada y en perspectiva, distante y descriptiva. Sin embargo, esa imagen (producida por los travellings) tiene encima a una voz que da un testimonio preciso y subjetivo, pero que no tiene rostro, y en ese caso, se uniformiza con los otros rostros desconocidos que ríen y saludan. Entonces surge aún más la sensación de una totalidad imposible de determinar. Con elementos precisos (travellings, voz en off y cámaras fijas mínimas) se logra eso y más cuando se aprecia que la directora del film, ha seguido este evento por años. Entonces la masa ya se vuelve inmensa. Es sin duda un documental extraño y atípico que de a poco se va volviendo atrapante. Y además porque se trata de un retrato espacial y no de un documental histórico de Antonio Gil, quien por estar siempre ausente -aunque si constantemente mencionado por las voces o por las figuras religiosas- asciende. Pero es el lugar lo que más importa. Aún con la gente presente este documental es sobre la multitud en un determinado espacio uniforme que no tiene mayor transcendencia geográfica, pero que cambia y muta cuando llega enero y todos van a rezarle al Gauchito Gil.
La directora Lía Dankser, define a su película como “una ofrenda” hacia el descubrimiento de uno de los mitos populares mas arraigados en el pueblo argentino. Basta con transitar las rutas de nuestro país para constatar que los lugares con altares y banderas rojas que honran al “gauchito Gil” se multiplican con insistencia, hasta convertirse en parte ineludible del paisaje. La película presentada en el Bafici 2013 ahora se estrena en el Gaumont y es una muy buena oportunidad de apreciar este trabajo minucioso. Son tomas realizadas durante mas de una década, en Mercedes, provincia de Corrientes. Es como dice la realizadora “una mirada sostenida de la construcción del mito”. Largos travellings que muestran lo que ocurre, y cada cosa persona, animal, detalle, la misma oportunidad envolvente, con distintos climas, distintas posibilidades técnicas. Los fanáticos, las marchas, algún ex combatiente de Malvinas, los chicos, las mujeres, los creyentes, los que lucran con el acontecimiento, el rojo en las ventas de souvenirs, en las vestimentas, en las capas, en el disfraz. La inteligencia de Dakser es darle también la oportunidad a los relatos anónimos que mezclan creencias, santos, prevenciones, instrucciones, vivencias, recuerdos, historias que pueden ser reales o inventadas. Todo ese mundo fascinante y único que ocurre con estos fenómenos populares difíciles de entender imposibles de no sentir.
La figura del Gauchito Gil (Antonio Gil, más precisamente) ha dado lugar a diversos enfoques dentro del cine e inclusive, recientemente se ha estrenado un film de ficción, “Gracias Gauchito” de Cristian Jure, que mostraba en forma de historia novelada, la vida de este personaje. Mientras que el filme de Jure se tomaba ciertas “licencias” en la presentación de la historia y por sobre todo planteaba una figura erotizada más cercana a la construcción de un mito que a la precisión histórica, en “ANTONIO GIL” el documental de Lía Daskel, pasa absolutamente lo contrario. En este caso, Daskel se para en las antípodas del registro de Jure y de otros anteriores, para despegarse de lo meramente informativo y adentrarse con una puesta estética muy particular, al fenómeno que se genera alrededor del milagroso gauchito Gil. Nacido en 1840 y degollado cerca de la localidad de Mercedes, Corrientes en 1878, un 8 de Enero; su tumba se ha convertido en un santuario y a partir de esto, el objetivo fundamental del documental es el de registrar, durante un periodo de diez años y siempre en este mismo día icónico para sus fieles, lo que sucede cerca de esta tumba. Una fiesta que es a su vez un ritual, una peregrinación, un movimiento que conmemora la muerte de este santo popular, que es quien tiene el mayor número de devotos en la República Argentina. Por fuera de las grandes urbes y las enormes ciudades, suceden estos movimientos multitudinarios que la cámara de Daskel va retratando en un registro fuertemente observacional, haciéndonos partícipes de estas celebraciones sin tomar partido ni postura alguna sobre las diferentes versiones que circulan alrededor de quién fue Antonio Gil, ni tampoco plantea una postura unívoca sobre la fe o las cuestiones religiosas. El punto de vista de Daskel parece tener como único objetivo mostrarnos mediante largos travellings el fenómeno que se despierta cada 8 de Enero en el lugar, y meter su ojo dentro de las celebraciones que ocurren a su alrededor, la geografía y el paisaje en el que deviene la tumba del Gauchito Gil con todos los devotos que la visitan. Una coreografía de caballos, autos, camionetas, peregrinos, fieles, vendedores ambulantes, lugareños y devotos que viajan desde todos los puntos del país a rendirle un homenaje y agradecer por los milagros cumplidos, registrados minuciosamente durante toda una década visitando el lugar. Este registro sistemático y pormenorizado habla por sí mismo y da fiel testimonio del crecimiento que fue logrando este ritual a través del tiempo. El pulso lo van manejando los relatos, las voces en off que completan las imágenes de ese paisaje tan particular y a través de ellos vamos conociendo lo que Antonio Gil significa para cada uno de ellos, y cómo la suma de toda esa fe individual, genera un movimiento impactante y único. Así como la fuerza de las imágenes es el verdadero motor del documental sin tomar demasiado partido, también la directora deja abierto el espacio para aquellos testimonios que se contradicen, que ponen en duda las versiones más oficiales para abrir paso a las especulaciones y las diferentes teorías, todas ellas incluidas en la propuesta de Daskel. Lo interesante del planteo es que en ningún momento ella pretende direccionar la mirada del espectador, o entregar un punto de vista único al que atenerse. Todo por el contrario, abre el juego en la diversidad de miradas y ahí radica una de sus mayores virtudes. Quizás justamente este abordaje puede ser novedoso para una figura tan conocida y revisitada en los documentales como es el Gauchito Gil, pero la arista observacional y el ritmo pausado que le imprime a la propuesta, pueda hacer que promediando el documental se sienta algo complejo poder atravesarlo. Pero rápidamente aparecen otros aspectos que captan la atención (la postura de la Iglesia, algunos testimonios que ponen en discusión la historia) y a pesar de su ritmo demasiado pausado, la potencia de las imágenes habla por sí sola. Una propuesta diferente alrededor del gaucho, del hombre, de la leyenda, del mito.
Retrato de una pieza clave de la fe popular argentina y del fenómeno de múltiples aristas que se genera alrededor de ella, el documental Antonio Gil sorprende en su búsqueda de acercarse a un mito no desde lo informativo, sino a través del uso artístico de los recursos cinematográficos. Los relatos construidos en torno del Gauchito Gil se presentan en forma de narraciones en off de distintas personas que tienen alguna relación con su figura. Tan importante como lo que dicen es la forma en la que lo hacen, con los tonos y las palabras propios del Litoral argentino. La cadencia de sus relatos se transforma en una música que produce un estado casi hipnótico al combinarse con imágenes independientes de las narraciones, pero que completan su sentido. La directora Lía Dansker hace largos travellings que evocan a un viaje para presentar los paisajes en los que se desarrolla la conmemoración al Gauchito Gil, cada 8 de enero, en Mercedes, Corrientes (filmados durante varios años). Así se puede ver la mezcla de la celebración de corte religioso con el comercio oportunista, y la comunión de la religión católica con una fe nacida del fervor popular por una figura considerada por muchos como un santo que hace milagros. Contenida de forma convincente en esas imágenes y relatos en off está la complejidad de la construcción del mito y la forma en la que lo social, económico y religioso se funden en él.
A lo largo de 10 años la montajista Lía Dansker, correntina, fue registrando las procesiones a caballo y las fiestas del 8 de enero en memoria del Gauchito Gil, cerca de Mercedes. Lo hizo siempre del mismo modo, con largos travellings que permiten apreciar la enorme variedad de gentes y actividades que hay en ese día, el basural de bolsas de polietileno que dejan, y los hermosos cielos de esa tierra. Y mientras vemos esto, la banda sonora nos entrega riquísimos comentarios, a veces contrapuestos, de diversas personas. Así escuchamos distintas versiones de la historia del santo, y de qué facción política habrán sido sus asesinos. Dansker no toma partido. Por algo su obra se titula seca y objetivamente solo con el nombre de la persona. Escuchamos también los relatos de quienes vivieron o presenciaron algún milagro, y lo cuentan con la segura y simple sencillez del verdadero creyente. Peones, curas, estancieros, vecinas, un exintendente que ya en su momento alertó contra el comercio, todas personas grandes, que saben cómo era aquello cuando sólo había una cruz (de color azul, recuerda una vieja) y un jarro que los fieles iban llenando de monedas. Quien necesitaba, prendía una vela y rezaba en agradecimiento al gauchito. “Y siempre volvía a estar lleno. Y nadie, nadie, nadie administraba”. Muy buen documental, muy bien hecho. Se ignora por qué tardó siete años para estrenarse.
El intento fallido de narrar una leyenda Un 8 de enero –según algunos de 1848, según otros de 1890–, un vecino de lo que es actualmente Mercedes, Corrientes, llamado Antonio Mamerto Gil Nuñez, fue ejecutado en un cruce de caminos por una partida militar, cuando se dirigían a los tribunales de Goya, a juzgar al prisionero. Allí terminan unos hechos de por sí imprecisos y comienza lo que sobrevendría hasta el día de hoy: la leyenda. Ésta se inicia ahí mismo, en ese cruce de caminos, cuando el hombre al que están por ejecutar hace una profecía al sargento que conducía la partida. Al llegar a su casa, el sargento la verifica, le pide un milagro al hombre al que le había quitado la vida, y el milagro se produce. Al día de hoy, todos los 8 de enero peregrinan al santuario del Gauchito Gil cientos de miles de personas. La realizadora Lía Dansker también lo hizo, a su manera, durante diez años, filmando el fenómeno. El resultado es Antonio Gil, que tras presentarse en la Competencia Argentina del Bafici 2013 se estrena hoy en el cine Gaumont. En este documental de observación, todo lo que hace Dansker es registrar. No hay narración en off, ni comentario alguno, ni preguntas, ni entrevistados, ni datos al margen. Nada. Lo que sí hay es un dispositivo narrativo absolutamente sistemático. Mientras la cámara registra el culto en largos planos secuencia (muchos de ellos, travellings laterales, tanto de derecha a izquierda como de izquierda a derecha), en off se escucha a los creyentes, que hablan sobre el “santo” (ésa es la categoría a la que popularmente ha sido ascendido Gil). La idea es clara: el mito narrado, comentado, reconstruido por sus fieles. Que son la casi entera población correntina, con el agregado de unos cuantos pobladores de otras provincias. Debe decirse que esta idea, central a la película, falla. Entrecortados, los relatos no llegan a ser tales, sino apenas comentarios de carácter impresionista. No hay reflexión sobre el mito sino creencia monolítica. Lo expresa un cartel: “La fuerza más grande del mundo es la fe”. El tema es que la fe puede hacer, lo que no puede es hablar. Y acá se pide a miles de “promeseros” que hablen. Relatos hay dos o tres, y son muy interesantes: la presunta locura de un terrateniente, que alucinaba a Gil por las noches, y la amistad de éste con Santa Catalina, apodada “La Virgen Mala”. En términos visuales, el género documental de observación no es selectivo sino indiscriminado. Filma, filma y filma, y de ese volumen se espera que surja alguna epifanía, algún sentido, algún detalle. Frente a las procesiones de Antonio Gil, el espectador ve bloques, arracimamientos, yuxtaposiciones que tienden a reproducirse. El color rojo encarnado que distingue al Gaucho y que es el del Partido Autonomista, que lo habría contratado. Rojo todo: pancartas, pañuelos, camisas, autos, la cruz que distingue al santo, en referencia al cruce de caminos (y a la que algunos paisanos llaman “crucito”). El gesto de tocar al santo, los ojos cerrados del que pide algo. El ingreso al santuario, con los ingresantes pasando a cuentagotas. Y sobre todo imágenes de camping, con sus carpas, sus autos y colectivos, sus juegos de cartas, sus parrillas humeantes, algún chamamé al paso, la imagen del Gaucho, las velas rojas. Y la gente saludando a cámara. Se diría que si hay algún ritual que rige el culto es ése: saludar a cámara.
La imagen de un muerto es muy poderosa La devoción es una reverencia en gran medida invisible. Imaginamos por mucho tiempo que creer consistía en acudir a la misa dominical para escuchar el sermón del párroco y persignarse frente al ritual de la comunión, en medio de los feligreses. Pero Antonio Gil está apuntando a un vínculo más profundo con los santos, como si la fe se hubiese gestado inicialmente en los hogares. Aunque la pregunta ¿quién es Antonio Gil? recorre todo el documental, la búsqueda de Lía Dansker elide la respuesta fácil. Más bien aprovecha para hermanar ese interrogante con la inquietud por la manera en que el ser humano cree a partir de la palabra. Las narraciones de cada entrevistado tienden más hacia experiencias personales con el santo antes que a un acercamiento histórico Y la directora no opta por mostrar los altares de estos creyentes o sus casas, sino que construye una propuesta audiovisual para aludir a esta devoción íntima e invisible. Por una parte, sólo conocemos a los entrevistados por su voz. Escuchamos fragmentos de las que, imaginamos, fueron conversaciones sobre la experiencia de cada creyente con el Gauchito Gil. En cada voz intuimos una edad, un ritmo y una perspectiva precisas; pero prevalece la parsimonia acompasada con leves descubrimientos visuales. Hay voces que escuchamos mientras la pantalla está a oscuras. Son las experiencias más fervorosas frente al santo. De pronto uno siente que estas palabras son dichas en medio de una sala a oscuras, como si se tratase de una fe a ciegas que pronuncia un salmo. Probablemente asemejar la experiencia cinéfila con la fe pueda ser sacrílego para algunos, pero ya las posibilidades asomadas por estos incisos a oscuras, como paréntesis para remarcar la voz del creyente, son prueba fehaciente de que arte y religión están íntimamente ligados a la concepción de un ritual. Creer va más allá de ver. Es escuchar atentamente también. De hecho nunca vemos una imagen del Gauchito Gil, pero cómo no imaginarlo con cada una de las narraciones. Y ya que estamos ante la evocación de un santo, tenemos que verlo de una manera, o siquiera intuirlo. Para esto, Dansker propone un vaivén visual. Cada pasaje de voces está acompañado por travellings hechos en el pueblo de Mercedes, en la provincia de Corrientes. Algunos de estos movimientos van hacia la derecha. Otros van hacia la izquierda. Y unos pocos, los de las procesiones, van hacia el espectador. Así pareciera de pronto que estamos en una embarcación en medio de un oleaje persistente y donde hay una escultura del Gauchito Gil que se bambolea con las olas. No es una imagen fortuita ya que es un ritual muy frecuente en los pueblos religiosos situados cerca de las costas. Lo paradójico en el caso del documental es que deje esta sensación con rituales de tierra firme. Al final, la edición contribuye a esta idea de movimiento cíclico. Si bien la recurrencia demanda mucha paciencia, a medida que transcurre el documental se va manifestando una suerte de inconsciente colectivo en torno al santo Antonio Gil. Entre saludos a la cámara, el paso de carros, las procesiones y los eventos conmemorativos del gauchito; surge una complicidad de leves descubrimientos como si la rutina manifestara, entre la dinámica cotidiana, un vínculo con la manera de acercarse a esta figura. Algunas reflexiones de los creyentes, además, aprovechan para abordar la naturaleza comulgante de tal creencia. Como en un coro donde detallamos la voz y la mirada de cada integrante, Antonio Gil nos brinda el retrato a ciegas de una fe orquestada.
EL RITUAL DE LA MONOTONÍA Muchos habitantes de nuestro país (entre los que me incluyo) conocen poco y nada del mito del Gauchito Gil. Quizás han visto pequeños santuarios o su imagen en algún lugar, pero no conocen realmente quién fue ni qué hizo. Tratando de ahondar en lo que genera este “santo” en sus devotos, el documental Antonio Gil es la narración de la festividad anual en su homenaje que se realiza en el interior de la provincia de Corrientes a través de convertir en ritual un procedimiento cinematográfico: el travelling. El registro abarca varios años y, según indica la sinopsis oficial, estos ciclos “aluden metonímicamente a las capas geológicas que sedimentan al mito”. Como se ha dicho, la película tiene como principal elemento al travelling para exhibir de esta particular manera lo que sucede en los alrededores del santuario del Gauchito Gil. Es como si quien observa fuera parte de una procesión y ese tipo de plano transmite perfectamente esa sensación. A su vez, se va presentando lo que ocurre dentro del lugar y cómo los devotos reaccionan en ese momento; prenden velas, tocan la cruz conmemorativa con sus pañuelos, entre otras cosas, para finalizar con una gran fiesta de música y fuegos artificiales. Los ángulos con los cuales se van mostrando lo que ocurre durante los distintos años registrados se repiten, pero con un sentido estético, y se les agregan voces en off que narran diferentes vivencias o historias sobre este personaje. Esta característica repercute en que la película avance pausadamente, ya que el objetivo es exhibir la atmósfera que se crea en este ambiente. Sin embargo, el problema es que con el desarrollo el virtuosismo visual termina agobiando y los relatos se vuelven tan impersonales que terminan sin aportar mucho, generando una falta de interés progresiva. El solo registro de lo que sucede sirve para un primer tramo, pero su repetición y el hecho de ser un personaje del cual gran parte de la sociedad conoce poco, y que el documental no se tome el trabajo de describir -lo poco que se transmite es a través de los relatos, que son bastante imprecisos-, repercute en que el film se vaya degradando en su desarrollo para finalizar siendo una mera anécdota. En definitiva, Antonio Gil es en principio un atractivo documental para conocer una movilización de fieles magnífica y poco difundida, pero el trabajo cinematográfico, que en un comienzo resultaba atractivo, con el pasar del tiempo se va deshaciendo para concluir de forman monótona y sin atractivo.
En este documental un grupo de personas van contando sus experiencias, anécdotas, testimonios, mitos y su parecer de quien fue para ellos este personaje y como murió. Se recrea la figura del Gauchito Gil bajo un bello paisaje, acompañado por su música y un digno homenaje al santo milagroso. Para algunos espectadores le puede llegar a molestar su ritmo tan pausado y hasta un poco tedioso. Recordemos que casualmente se estrenó en noviembre de 2018 “Gracias gauchito” de Cristian Jure, pero su relato es diferente.
La Guerra del Paraguay; la Revolución de los Colorados; la resistencia de peones, menchos, guarangos y demás ciudadanos de segunda que algunos patrones de estancia dicen admirar y otros –algunos volcados a la función pública– bromean / fantasean con “borrar del mapa”; el terrateniente porteño que no entiende y arremete igual; la Policía y la Iglesia siempre listas para disciplinar… En Antonio Gil, Lía Dansker ofrece mucho más que un documental sobre las procesiones que el gauchito milagroso convoca cada 8 de enero en la localidad correntina de Mercedes. Retazos del siglo XIX nacional afloran en esta aproximación que transita por dos carriles: montada sobre el primero, la cámara acompaña a distancia a los promeseros (entre los muchos que la reconocen, un par lamenta que “no sea la televisión”); por otra vía exclusivamente sonora circulan los testimonios de creyentes y (algunos muy pocos) escépticos entrevistados. Las imágenes y declaraciones recogidas a lo largo de diez años, cada 8 de enero, describen el amor incondicional que el Gauchito despierta en sus fieles, aún en pleno siglo XXI. Además de dar cuenta de este fenómeno contemporáneo, los testimonios ofrecen indicios del contexto histórico donde se forjó el mito. De hecho resultan menos interesantes los intentos por precisar los datos biográficos de Antonio Gil que las pequeñas alusiones a los enfrentamientos armados, a los flujos migratorios, a la distribución de la tierra, a la estratificación social, a los prejuicios racistas y clasistas que condicionaron la conformación territorial, política, cultural de nuestro país. Desde esta perspectiva, el carril eminentemente sonoro ofrece una travesía fascinante. La influencia del guaraní en la mayoría de las voces registradas evoca el recuerdo de la invasión paraguaya a Corrientes durante la guerra denominada De la Triple Alianza, y refuerza la caracterización del Gauchito Gil en una provincia por entonces aliada a la Buenos Aires unitaria, blanca, filoeuropea. El testimonio de un capataz de estancia confirma la sensación de que algunas prácticas y mentalidades cambiaron poco en siglo y medio. Ubicada sobre el otro carril, la cámara capta detalles reveladores, por ejemplo el espacio que la Policía y la Iglesia ocupan progresivamente en la organización de la procesión. Ante la presencia de estas instituciones, no parece inocente la decisión de incluir declaraciones sobre la responsabilidad que les cabe a las fuerzas del orden por haber matado al peón, desertor, cuatrero –según la versión– devenido en santo, y a las autoridades eclesiásticas por haberlo reducido a personaje de una leyenda pagana. Es ingeniosa la decisión de montar un travelling ininterrumpido que nos lleva de 2010 hacia atrás. De esta manera, Dansker anuncia el viaje al pasado que algunos espectadores extendemos unos cuantos años más. Por otro lado, la realizadora alimenta la constatación de que nada –ni siquiera las arenas del tiempo– erosionan la veneración por el gauchito milagroso. Sin dudas, Antonio Gil es una propuesta valiosa por el trabajo de campo que esta especialista en religiosidad popular realizó en el santuario de Mercedes. Se trata de una oportunidad única para asistir a la reconstrucción –no sólo de un mito– sino de una porción de pasado nacional, a partir de voces en general silenciadas o que sólo escuchan y replican algunos historiadores.
Hace unos pocos meses se estrenó en nuestro país un largometraje de ficción dedicado exclusivamente a la mítica figura de Antonio Gil, el “Gauchito”, una libre interpretación sobre lo que fue su vida y su muerte. Porque no se sabe fehacientemente la biografía del personaje en cuestión, son meras especulaciones modificadas a gusto de las primeras personas que divulgaron dichos sucesos en los campos correntinos. Ahora, luego de haber sido realizado en 2013, llega a los cines un documental dirigido por Lía Dansker que trata sobre el monumento dedicado al Gauchito y los comercios aledaños que venden todo tipo de merchandising para homenajear al mártir. La fe y el negocio van de la mano. A la vera de una ruta, ubicada cerca de la ciudad de Mercedes, en la provincia de Corrientes, un grupo de personas erigió este santuario. No se sabe por qué eligieron ese sitio, ya que la tumba se encuentra en el cementerio mercedino, y tampoco murió ahí. Pero todos los 8 de enero mucha gente peregrina y se congrega allí. Cómo rasgo distintivo comienza el relato del film en 2010 y luego se retrotrae al año 2001. La directora se vale, para narrarlo, con gente de la zona. para lo que cuenta con la voz en off, logrando diferentes versiones de lo que fueron los días previos, y el mismo día, del asesinato de Antonio Gil. Con el sonido en segundo plano de las voces mayormente ancianas, la cámara recorre montada sobre un vehículo, una y otra vez, durante varias épocas, ese tramo tan pintoresco de la ruta, haciendo un travelling lateral. También, para registrar el paso de las personas a caballo o a pie que peregrinan hacia el santuario, la cámara hace un travelling marcha atrás. Son los únicos momentos en que la película tiene algo de acción, porque en otras ocasiones vemos con la cámara fija a los fieles venerando sus imágenes, o en misa, dentro de una Iglesia. Todo el tiempo que transcurre el documental se basa en el mismo esquema. Nadie habla a cámara, no se sale de esa estructura, ni siquiera con el largo período de filmación que tuvo. Sólo basta ver la cantidad de gente que lo venera y cree en él, como si fuese un santo. Cabe aclarar que no fue canonizado por la Iglesia Católica, pero eso a los fieles no les interesa. Tienen fe y,. como se sabe, la fe mueve montañas, pero que en esta ocasión hay que hacer un esfuerzo descomunal para moverlas, pues mirarla, lamentablemente, resulta soporífera.