Derrumbe familiar en los años 70 "Eres especial" asegura el joven Scott Bartlett (Rory Culkin), un adolescente de 15 años mientras se mira al espejo. Este es el inicio de una película independiente que cuenta con el nombre de Martin Scorsese como productor. Un duro retrato de dos familias suburbanas en la década del setenta y en el que todos los personajes intentan mantener el "sueño de la familia feliz". Para Scott, el mundo está al revés: descubre que su padre (un convincente Alec Baldwin) le es infiel a su mamá (Jill Hennessy) y que su vida da un giro luego de que una enfermedad llamada Lyme (que da título al film) se adueña de la comunidad. La única que parece echar luz sobre tanta desgracia es la joven Adrianna (Emma Roberts), un chica capaz de exhibir sus atributos en un confesionario y demostrarle que se parece mucho a él. Este es el planteo de un film dramático que atraviesa lentamente los conflictos de dos familias: un padre que intenta acercarse a sus hijos; otro (Timothy Hutton) que sucumbe ante la locura; un hermano que se va a la guerra y esposas que se sienten desprotegidsas y abandonadas por sus maridos. El realizador Derick Martini aborda con ritmo lento pero preciso la historia que va encontrando matices más interesantes con el correr de los minutos. El elenco encabezado por Rory Culkin, Kieran Culkin (ambos hermanos de Macaulay, el actor de Mi pobre angelito) y Cynthia Nixon, impulsan esta trama que habla del descubrimiento del primer amor y la pérdida de la inocencia.
Disfunción en los suburbios Las familias disfuncionales son uno de los temas predilecto del cine independiente norteamericano -sobre todo si la disfuncionalidad subyace en algún suburbio de clase media-, entendiendo “independiente” en su acepción menos literal, es decir aquella ilustrada por los films que año tras año salen de Sundance. Con más de tres año de atraso, llega a la cartelera porteña Aprender a vivir –horrible traducción de Lymelife-, otro exponente de esa tendencia que, sin embargo, se impone por el gramaje de su guión y el notable trabajo actoral. La enfermedad de Lyme a la que referencia el título original es provocada por las garrapatas. Víctima de esa afección, Charlie Bragg (Timothy Hutton) edifica una rutina apócrifa, sacando boletos de trenes para entrevistas laborales a las que nunca va. Su esposa Melisa (Cynthia Nixon, felizmente alejada de su insoportable Miranda de la igualmente insoportable Sex and the city) busca refugiarse de la ominosa vida de su marido en los brazos de Mickey (Alec Baldwin, el mejor actor del mundo), quien a su vez no parece demasiado preparado para el flamante éxito de su inversión inmobiliaria. La familia Bragg se completa con la quinceañera Adrianna (Emma Roberts), quien se debate entre la sexualidad prematura que le impone su cuerpo con la calidez y contención algo infantiloide pero sincera que le propone su amigo y vecino Scott (Rory Culkin, hermano del pobre angelito Macaulay). Esa dualidad se percibe en cada encuentro: él observa su totémica belleza; ella lo sabe, lo percibe, pero busca imponerle al corazón los caprichos de la mente. Scott, a su vez, es hijo de un matrimonio que se descarara en cada desayuno, con la infidelidad de Mickey subsumida bajo la evidente ceguera de Brenda (Jill Hennessy). Por si no fuera suficiente, Jimmy, el hijo mayor (Kieran Culkin: sí, otro hermano) se alista para ir a servir con su país a las Islas Malvinas (¡!), detalle que permite, junto con la toma de la Embajada de Estados Unidos en Irán, ubicar a la ópera prima de Derick Martini en 1979. La temporalidad del relato suena más voluntad autobiográfica del director, quien escribió el guión con su hermano Steven, que a funcionalidad narrativa: no hay indicios concretos que anclen o se deriven de la época en la que trascurre. Al contrario, se genera una rara sensación de extemporaneidad obligada, como si todo el hoy en que parece transcurrir el film se cuele por las rendijas de lo impuesto por el universo ficcional. Pero eso es apenas un detalle menor. Como bien señalo el crítico norteamericano Roger Ebert, Aprender a vivir es un film sobre la distancia muchas veces indisoluble entre lo real e ideal. Es por eso que la pantomima creada por Charlie y la dualidad entre lo angélico y lo carnal en la que se mueve Adrianna son sólo dos eslabones de la larga cadena de irregularidades: Mickey duda entre el ser y el deber, Brenda se autoimpone una negación que choca de frente con lo fáctico, Jimmy llega con una férrea voluntad de mantener unidos los jirones de su familia, Melisa cree que su marido efectivamente hace lo que dice hacer y el joven Scott sufre por los desaires en lo cool y no cool, entre ser hijo pródigo y sumiso –“¿Todavía tu mamá te obliga a ponerte ropa?”, lo increpa Adrianna- o adquirir un espesor autosuficiente inédito en su vida. Dentro de ese choque, los Martini plantean, como Nicole Holofcener en ese impecable directo a DVD que fue Saber dar (Please give, 2011), dos cosmos que se orbitan y colisionan constantemente. Por un lado, el de los adolescentes, retratado con mayor frescura y fluidez –la escena de sexo es quizá uno de los momentos más cálidos, sinceros e intimistas del año- seguramente por la cercanía temporal entre los guionistas (ambos sub-30) y los personajes, y el de los adultos, tan denso como desdibujado por una carga de conflictividad mayor e impostada, donde sobreabundan infidelidades e insatisfacciones. Como se dijo líneas arriba, la juventud de los escritores seguramente favoreció a que pisen con más firmeza en el terreno conocido que en aquel aún inédito. Si gran parte del texto gira en derredor a los comportamientos y actitudes de los personajes, es porque Aprender a vivir es un film que reposa sobre la solidez de sus intérpretes, que conforman un elenco sólido y parejo, aunque con puntos altos en la enorme figura de Alec Baldwin (quien parece divertirse no sólo en comedias mediocres como Enamorándose de mi ex sino en cualquier set donde se prenda una luz roja) y en dupla de adolescentes.
Mirando debajo de la hermosa alfombra. Dos años después de su estreno en Estados Unidos nos llega esta pequeña comedia dramática que trata sobre el “american dream”, como debajo de ese bello envoltorio se esconden las miserias humanas; y al mismo tiempo como reacciona un niño a la hora de crecer. Repasando, vemos la historia de Scott, quien se encuentra en ese difícil paso de la niñez a la adolescencia. Empezando a descubrir la vida, el joven Scott aún juega a ser un héroe frente al espejo mientras que de a poco va viendo que su vida familiar se derrumba, cómo aquella chica que siempre amo ya actúa como una adolescente, y a entender que todas las familias tienen sus propias miserias, no sólo la suya. Con una historia simple pero efectiva, el guión de los hermanos Derick y Steven Martini nos muestra la verdad detrás del espejismo que es la típica familia modelo norteamericana, todo a través de los ojos de un niño que de golpe –literalmente- se encuentra con el mundo real. Si bien hay un error temporal garrafal que por estos lares del mundo todos nos damos cuenta, la trama fluye con naturalidad sin jamás verse forzada, a pesar de la hora y media que dura el film. El plantel de actores cumple a la perfección, destacando sobre todo los jóvenes Rory Culkin y Emma Roberts como la pequeña pareja protagonista que ven a sus padres como los modelos a no seguir en su vida adulta. El resto del reparto acompaña de forma solvente, sobre todo la pareja de Hennessy de un Baldwin que conoce a la perfección el género -atención a la escena de discusión entre ambos en la cocina-. La dirección del primerizo Derick Martini es más bien minimalista, haciendo que la protagonista del film sea la historia y no su virtuosismo con la cámara, aunque deja huella de buenas intenciones, sobre todo a la hora de jugar con los reflejos en espejos y vidrios. También a destacar el trabajo de fotografía a cargo de Frank Godwin, quien logra transmitir un clima gélido, tanto para plasmar la época del año en la que está situado el film como también el estado de ánimo de los personajes. La música de Steven Martini (¿todo queda en familia eh?) funciona, aunque en determinados momentos llega a molestar, más que nada por su tono más apto para la comedia que para el drama, haciendo que el score y el dramatismo de las escenas no funcionen como debería. En conclusión, Aprender a Vivir es una interesante propuesta para ver la verdad detrás de la apariencia del sueño americano, todo visto por los ojos de un chico que debe empezar a ver las cosas como son; pero al no jugarse más por un humor cínico o un dramatismo más crudo, junto con no arriesgar más desde la dirección, no es lo redonda que podría haber sido y queda en camino de ser una hermana menor de Belleza Americana (American Beauty, 1999).
Si bien todo es correcto (historia, producción, dirección, fotografía, ambientación, actuación, etc.), no deja de ser la típica película del montón que encontrás haciendo zapping en un fin de semana. El relato está bueno pero no es lo suficientemente atrapante como para que el espectador quede...
Un enfermizo relato de iniciación Que en un relato de iniciación el protagonista mencione El guardián en el centeno no es lo más original ni menos obvio del mundo. Que la típica american family muestre sus pies de barro, tampoco. Que una película se llame Aprender a vivir, ni qué hablar. De esto último no tiene la culpa Derick Martini, realizador de treinta y pico que aquí debutaba (la película tiene tres años) y que le puso de título a la película Lymelife. El título es en referencia a la enfermedad de Lyme, que puede tener consecuencias neurológicas y se describió por primera vez a mediados de los ’70. A fines de esa década transcurre, se supone, la película. La suposición tiene que ver con que al hermano mayor del protagonista lo mandan a combatir a unas lejanas islas llamadas Falklands, donde hay una guerra contra unos “hispanos”. ¿Fines de los ’70 o comienzos de los ’80, entonces? Producida por Martin Scorsese y su socia Barbara de Fina, ganadora de un excesivo Premio de la Crítica en Toronto 2008, Lymelife transcurre en una zona de Long Island rodeada de bosques. Este último dato tiene su pertinencia, ya que la enfermedad de Lyme es transmitida por una garrapata, que la contagia de la sangre de los ciervos. Y la zona está llena de ellos. Por lo cual la mamá del protagonista, Scott (Rory Culkin), acostumbra taparle la piel con cinta de embalar, para evitar picaduras. El que no se salvó de la picadura es un vecino, Charlie (Timothy Hutton), que por culpa de la enfermedad suele pasarse los días en el sótano, sin trabajar y sin mantener relaciones con su esposa Melissa (Cynthia Nixon, la pelirroja de Sex and the City, aquí rubia). Melissa se descarga con su jefe, Mickey (el gran Alec Baldwin, coproductor también), que no es otro que el papá de Scott. Su esposa Brenda (la canadiense Jill Hennessy) lo tolera, no así Scott ni su hermano mayor Jimmy (Kieran Culkin), el soldado que antes de irse a las Falklands vino a visitar a la familia. Mientras tanto, el muy tímido Scott no se anima a acercarse a la chica que le gusta (Emma Roberts), en la menos convincente de todas las subtramas. Que la película transcurra en los ’70 será porque algo se quiso decir sobre la época. Así como está, da la sensación de que nada hubiera cambiado mucho si sucedía en los ’80, ’90 o la década pasada. Lo mejor de Lymelife es el vívido tratamiento de las escenas y la excelente dirección de actores, sumando al infalible Baldwin, un Hutton siempre rendidor a la hora de componer personajes border, además del hallazgo de Jill Hennessy (desconocida por aquí, hasta el momento) y unos hermanos Culkin, cuyo pálido, mórbido aspecto les da un raro magnetismo.
Pesadillas en el sueño americano Dos familias disfuncionales, desde la óptica de un adolescente. Algunos han encontrado en Aprender a vivir , opera prima de Derick Martini, puntos en común con Belleza americana . Digamos, en principio, que Aprender... tiene menos cinismo y un punto de vista adolescente: el de Scott (Rory Culkin), que crece en medio de un mundo adulto desalentador. La película, que cuenta con Alec Baldwin como uno de sus protagonistas y productores, transcurre en los ‘70 y despliega una mirada ácida, irónica del “sueño americano”. Otra referencia podría ser La tormenta de hielo , de Ang Lee, aunque el filme de Martini es, a la larga, menos crudo. Frío, suburbio y una rara enfermedad (llamada de Lyme) que transmiten garrapatas que chupan sangre de los ciervos: Aprender... está ambientada en una Long Island invernal y opresiva, en una época en que parte de la clase media estadounidense podía aspirar a escalar en la pirámide social. Baldwin encarna a un hombre obsesionado con triunfar en el negocio inmobiliario: Mickey Barlett. Su familia lo padece. Su mujer (Jill Hennessy), que vive soñando con volver a Queens y acepta el adulterio recurrente; y sus hijos, Scott y Jimmy, quienes intentan apartarse de esa pareja disfuncional de modos casi opuestos. Scott, para colmo, está enamorado de Adrianna Bragg (Emma Roberts), una chica que prefiere a muchachos más experimentados, más viriles, menos aniñados. La madre de ella (Cynthia Nixon) es empleada y amante de Mickey. El cuarto en discordia, pasivo ante la infidelidad de su esposa, es Charlie Bragg (Timothy Hutton), un tipo siempre amenazante, ya que está afectado por la enfermedad de Lyme (que provoca disfunciones psiquiátricas) y vive empuñando armas de caza... Este drama matizado por un humor corrosivo no se diferencia mucho de otros productos del cine “independiente” estadounidense. Pero atrapa con buenas actuaciones, nervio, críticas -no subrayadas- a un modelo socioeconómico y cierto alejamiento del estilo hollywoodense que domina nuestra cartelera y casi todas.
Un adolescente en un falso paraíso suburbano, a fines de la década del 70 Nunca es fácil para un muchacho dejar atrás esos tiempos de juegos y de permanentes diversiones para internarse en la adolescencia, con sus primeros amores, sus deseos de triunfar y esa infatigable y casi siempre severa brújula que sus padres le inculcan para, dicen, formar de él un hombre. Este es el caso de Scott, que en sus quince años deberá soportar un padre alcohólico y una madre sobreprotectora que se hallan en permanentes disputas y, como contrapartida, vivirá la emoción de hallar en una joven desprejuiciada la posibilidad de encontrar la primera sensación romántica. La acción del film se ubica a fines de la década del 70 y muestra a cada paso el lado oscuro de un paraíso suburbano en el que dos matrimonios se desmoronan frente a la infidelidad y el temor de quedarse en la más completa soledad. El relato se interna así, teniendo como eje central a Scott, en los detalles del conflicto de clases, las reacciones de los jóvenes a la violencia física y el temor a la primera relación sexual. La existencia de ese muchachito dará un vuelco cuando su hermano mayor regresa al hogar proveniente del ejército y le demuestra que, a veces, la violencia es necesaria para poder mantener una hidalguía perdida. Hay en esta historia dudas, temores y una calidez que emana del personaje central, un muy buen trabajo de Rory Culkin. El director Derick Martini logró en éste, su primer largometraje, un fiel retrato de todos y de cada uno de los personajes que recorren esta historia que emana comprensión y retrata con suavidad y calor la existencia de esos seres que tratarán de componer sus agrietadas vidas. Las actuaciones de Alec Baldwin, de Kieran Culkin y de Timothy Hutton apoyaron también con enorme sobriedad a los antihéroes de esta historia que, sin duda, tocará el corazón de los espectadores más sensibles.
El paraíso es una urbe planificada El rito de pasaje al mundo adulto que significa la ceremonia de la confirmación católica provee el marco para ir descubriendo un mundo de hipocresías y verdades a medias, al estilo de El cazador oculto de J. D. Salinger. Hay una idea instalada en el cine estadounidense, y por cierto también en la literatura de ese país –como ejemplos ahí están las obras de Raymond Carver o John Cheever, entre muchos otros–, de que los suburbios son prácticamente el infierno sobre la Tierra. En lo que al cine se refiere, de los últimos años el film modélico sobre esta percepción vendría a ser Belleza americana (Sam Mendez, 1999), una película sobrevalorada pero inteligente en cuanto a su capacidad de plasmar paso a paso, y con todos los tips de lo que se supone que es el cine independiente, las miserias de la clase media. Ahora bien, Aprender a vivir aborda sin reservas este tópico, si se quiere, pero con algunas vueltas de tuerca que la hacen interesante. En principio, la película comienza con una voz (de la radio) que informa sobre las características de la enfermedad de Lyme, una infección que transmiten las garrapatas y que produce síntomas de otras enfermedades, desde la fatiga hasta la esclerosis múltiple. Este mal de perfil camaleónico –de ahí Lymelife, el título original– puntea la historia como una analogía de los conflictos que van apareciendo a medida que se desarrolla el relato, sobre dos familias en descomposición unidas por una tragedia que avanza de manera inexorable. Por un lado está Scott (Rory Culkin), un adolescente tironeado por la sobreprotección de su madre católica (la excelente Jill Hennessy), el ideal de hombría que impone su padre (Alec Baldwin) y un hermano que se fue al ejército para escapar de ese hogar que esconde unos cuantos secretos. Por el otro, cerca, demasiado cerca, están los Bragg, con el padre que se derrumba minuto a minuto por la misteriosa enfermedad (Timothy Hutton), su esposa (Cynthia Nixon) que mantiene a la familia y su hija (Emma Roberts), amiga de Scott, que poco a poco, y mientras se ultiman los detalles del rito de pasaje al mundo adulto que significa la ceremonia de la confirmación católica, va descubriendo un mundo de hipocresías, verdades a medias, que casi lo van transformando en la versión actualizada y ciertamente más light del Holden Caulfield de El cazador oculto de J. D. Salinger. Y que hay que decirlo, la película no se priva de incluir en una escena. Buenas actuaciones, una puesta con pocas locaciones, lo que acentúa el carácter asfixiante de esa comunidad alejada de la ciudad y una justa dosis de humor que afloja el agobio, en una ópera prima calculada pero honesta.
Moroso aprender a vivir de un adolescente Una escena de moderado suspenso cierra este drama. Un hombre, víctima de su esposa, su vecino, y la enfermedad que lo mantuvo largos años deprimido, acaba de armar su rifle con mira telescópica, apunta para diversos lados y dispara. No diremos a quién, pero tiene esos y otros blancos, incluyendo a su propia hija adolescente y al amiguito de la hija, que por pura casualidad es hijo del referido vecino. Puede deducirse que éste no es un barrio aconsejable. Sin embargo, uno a primera vista quisiera vivir ahí. En esas lindas casas suburbanas con mucho verde alrededor, un bosquecito al fondo, todo lleno de hojas doradas en otoño y con algún venado que por las mañanas se arrima casi hasta la puerta, en fin, esas típicas casitas blancas de las películas americanas, de lindo frente, mucha madera, y que por dentro son una porquería. La historia se ambienta en un tiempo confuso. Los datos combinan cierto auge inmobiliario de fines de los 70 en Long Island con una toma de embajada en Irán ocurrida años antes, y el conflicto de Malvinas de 1982 («cerdos hispanos» menciona alguien circunstancialmente). Dicho sea de paso, también ese año se identificó la bacteria de la enfermedad que sufre el antedicho fusilero: la enfermedad de Lyme, una cosa rara que provoca depresiones, ataques de pánico, tendencias suicidas, paranoia, agresividad, y en una de esas también seborrea. Todo ello, provocado por las garrapatas que acompañan a los venados que por las mañanas se arriman casi hasta la puerta de la linda casita. «Lymelife», es el título original de la película, y cabe advertir que, con síntomas tan diversos, cualquiera puede parecer enfermo. Los chicos de la escuela se agarran a las trompadas, las mujeres están angustiosamente hartas de sus maridos, el chico protagonista pasa 80 minutos con cara de agotamiento, etcétera. Por suerte se despabila en dos oportunidades: para trompear a otro, y para tener su primera experiencia sexual bajo la experta guía de la vecinita, que tiene su misma edad pero, ya se sabe, las mujeres maduran más rápido. El pobre tiene que esperar casi toda la película para que pase algo, y el espectador también. Eso sí, el reparto tiene cierto lustre, y ciertas escenas justifican moderadamente la calificación de actor para Alec Baldwin. Junto a él, llaman la atención los hermanos Rory (protagonista) y Kieran Culkin, la prometedora Emma Roberts, y, sorprendentemente «a cara lavada», Cynthia Nixon, la Miranda de «Sex and the City.
Amor y dolor adolescente Es una historia que pone en primer plano las transformaciones que sufren dos familias, a raíz de distintas circunstancias, que se suceden en esa zona residencial en la que viven, cerca de Nueva York. Los Bragg y los Bartlett, son vecinos. Se conocen, dos de sus hijos adolescentes van juntos a la escuela y los adultos llevan una relación correcta, que hará eclosión cuando a Charlie Bragg se le diagnostique una rara enfermedad que contagia, un animal, en apariencia tan inofensivo como el ciervo. Las crisis afectivas que viven esas dos familias, no sólo tienen que ver con la enfermedad de Charlie, que despierta una cierta paranoia entre los dos núcleos sociales, también refieren al desencanto de los adultos, al amor en pareja que se termina, a las crisis económicas y los típicos cambios que se producen en la adolescencia. RARA ENFERMEDAD Por un lado están los Bragg. Con el padre, que debido a su enfermedad, que le afecta su sistema neurológico se ve imposibilitado de trabajar, su hija y su mujer, que mantiene la casa y finalmente termina engañándolo, obligada por el ahogo que le provocan las circunstancias. En el otro ángulo se ubican los Bartlett, con un hijo adolescente, Scott, otro que viene de visita e integra las filas del ejército y el padre, un ambicioso empresario inmobiliario, que engaña a su mujer, con la esposa del vecino. En ese marco de circunstancias, es Scott el testigo ideal de lo que sucede en esta zona de una periferia suburbana, de casas de dos plantas y la soledad suficiente, como para que ésta se convierte en caldo de cultivo de las más miserables calamidades humanas. La violencia familiar, el maltrato, la incomunicación, la impotencia ante lo irreversible, aportan una interesante mirada dramática a estos grupos sociales, representativos de la sociedad estadounidense de la década de 1970. En esta historia hay culpas, cobardías, engaños y lealtades, a las que el director supo transmitir a través de un equipo actoral, en el que se destacan Alec Baldwin, Timothy Hutton, Rory Culkin y Jill Hennessy.
Resonancias Vaya a saber qué atrajo a los productores Martin Scorsese y su socia Barbara de Fina para apostar en este drama intimista con sello independiente exhibido en varios festivales, entre ellos el de Toronto donde se alzó con el premio de la crítica en el 2008. Seguramente no fue la historia en sí, concentrada en las resonancias de dos familias disfuncionales prototípicas de fines de los 70 en Long Island, pequeña ciudad con bosques y ciervos en su interior en la que se desarrolla una trama casi anecdótica, la cual bajo una aparente tranquilidad y parsimonia oculta conflictos internos, dolores, frustraciones y crisis entre los personajes. El protagonista central es Scott (Rory Culkin), un adolescente en pleno despertar sexual que debe soportar los episodios alcohólicos de su madre Brenda (Jill Hennessy); las infidelidades y los desplantes de su padre Mickey (Alec Baldwin) y la ausencia de un hermano mayor Jimmy (Kieran Culkin), soldado que antes de partir hacia una futura guerra en Las Islas Malvinas –pretexto ideal para huir de esa familia- lo defiende de los atropellos de un matón del colegio que lo humilla frente a su vecina Adriana (Emma Roberts) por quien siente una atracción irrefrenable. Ella, también precoz como él, intenta transmitirle una cuota de madurez y rebeldía que en realidad no tiene, como parte de su coraza emocional para que la enfermedad de su padre Charlie (Timothy Hutton) y la promiscua vida de su madre Melissa (Cynthia Nixon) la afecte lo menos posible. Lo que en realidad no soporta es confrontarse con el deterioro progresivo que va mostrando Charlie como consecuencia de la enfermedad de Lyme, extraña suma de síntomas que desencadenan en trastornos neurológicos y severos cambios de conducta, que terminan por aislarlo del entorno. Ese deterioro repercute en la dinámica familiar y es el reflejo deformante que encuentra Scott en su propia casa con padres al borde de la separación. El director Derick Martini, debutante detrás de cámara para ese entonces (la película es de 2008), construye en Aprender a vivir (traducción poco feliz del original Lymelife) un film pequeño y austero que si bien no resulta a esta altura novedoso cuenta con una excelente dirección de actores y un guión sólido sin pretensiones que se apoya en la plataforma del relato iniciático. Aclaración: el público local no entenderá las referencias a los ciervos sin tener presente que la enfermedad de Lyme es transmitida por una garrapata que succiona la sangre del animal y luego pica al hombre. Y así como la garrapata se aferra a su víctima y succiona puede pensarse que las familias hacen lo mismo en relación a sus hijos cuando la enfermedad se vive puertas adentro y busca sus emergentes.
Una opera prima tardía que llega con un nombre que no vale la pena ni deletrear y una historia que mantiene un clima hinóptico por momentos sobre lo que vendrá. Su director Derick Martini, escribió este guión junto a su hermano Steven y más allá que no sepamos si hay cierta biografía oculta, se percibe que quién pensó esta historia es alguien joven, porque eso se refleja en todo el filme. La historia de Scott, muy bien protagonizado por el menor del clan Culkin: Rory, un joven adolescente que vive en Long Island en la década del 70 y que está enamorado de su amiga de toda la vida: Adrianna (Emma Roberts). Su padre (Alec Baldwin) es un inversor inmobiliario que vive un matrimonio frustrado con la madre de Scott, Brenda (Jill Hennessy) y se acuesta con Melissa (Cynthia Nixon, la pelirroja de Sex on the City) , madre a su vez de Adrianna y mujer de Charlie (un genial Timothy Hutton). Un hombre que sufre la enfermedad de Lyme — a la que hace referencia el título original de la película (LymeLife) y que es causadapor unas garrapatas que tienen los ciervos que habitan la zona — que no tiene trabajo y se la pasa encerrado en el sótano de la casa haciéndole creer a todo el mundo que sale a entrevistas laborales. Y está Jimmy (Kieran Culkin, el de Scott PilgrimVs el Mundo) , hermano de Scott que viene a visitarlos antes de partir a las Islas Malvinas y que sólo huye para escapar de la cruda realidad que sería vivir cerca de los suyos. Con esta presentación y este cruce entre los personajes, surge una historia sobre un adolescente que está luchando con sus problemas tipos de la edad, sumado la frustración por tener una familia disfuncional, un padre infiel y una amiga que es todo para él y que será su conexión a tierra en todos los aspectos, además de ser la chica de sus sueños. La cinta es realmente muy interesante, las actuaciones son impecables – admito que Hutton es uno de los actores que más quiero en la industria del cine– y su actuación me ha gustado mucho, los hermanos Culkin hacen papeles muy interesantes (gracias a dios no salieron a Macaulay). A Rory no lo tenía muy presente y creo que su papel de adolescente afrontando su sexualidad y la desilusión de que la vida no es tan como creemos que es, está muy bien logrado. Mientras que Kieran, luego de su papel de amigo gay de Scott Pilgrim, a demostrado que tiene mucho para dar. Su lucimiento acá es corto pero creo que muy efectivo para el relato. Baldwin, es un punto a parte, nadie duda del talento de este caballero, que además es productor del filme. La escena del techo con su hijo es noble y tan real como cualquier padre puede sentir cuando las obligaciones pueden más con uno, que lo que uno puede hacer con ellas. Una escena perfecta. Si hablamos de buenas escenas, la del acto sexual es realmente de las mejores que he visto en largo tiempo sobre sexo en etapa inicial, lejos de las mentiras que nos presentan las clásicas películas mainstream que la primera vez es un canto a la vida. Una escena intimista, real, emotivamente sincera, como si los actores estaban ahí consumiéndose por primera vez. Sin dudas, el gran destaque del filme es su casting. La historia es interesante y sólida, pero no se caracteriza por ser muy original. Cumple perfectamente con los tiempos narrativos tensos o de mucha presión, acompañado por una banda sonora muy buena que contempla temas de Bad Company, Elton John, Frank Sinatra, entre otros. Un detalle no menor, Martin Scorsese es su productor ejecutivo.
Familias disfuncionales viviendo el "sueño americano" "Lymelife" hace referencia al nombre de una enfermedad. Es transmitida por las garrapatas y su característica saliente, es que se presenta generando diferentes síndromes que hacen que su marca no se pueda determinar con exactitud. Digamos que el virus actúa como un camaleón, va mutando en distintas áreas (por ejemplo genera cansancio, daño neurológico y cardíaco) y a veces es difícil encontrar alguien que lo diagnostique acertadamente. Si bien con antibióticos puede ser tratada con éxito, lo cierto es que la idea de Derek Martini (director y guionista junto a su hermano Steven) apuntaba a comparar los síntomas difusos que las familias y sujetos de cierta comunidad manifiestan y que hacen difícil operar sobre ellos al estar tan disfrazado. Digamos que la disfuncionalidad de ciertas conductas están ocultas por un manto que las asemeja a devenires habituales, pero si no se instala el ojo crítico sobre ellas, pasan desapercibidas hasta que es demasiado tarde. Lo mismo sucede con "Lymelife". Es una gran película. Pero tiende a no ser valorada en su justa medida, por el tono y la temática que presenta. Con un presupuesto pequeño pero apadrinado por Martin Scorcese, Martini debutaba en las grandes ligas en aquel lejano 2008 (el film fue estrenado en agosto de ese año en Canadá) con un drama familiar muy interesante. Si bien no está a la altura de "American Beauty" de Sam Mendes, film ideal para comparar por su tópico, lo cierto es que para haber sido un inicio de carrera, fue auspicioso. El tema de ámbas es cómo sobrevivir al "sueño americano", cuando éste, en la práctica y por el contexto histórico, demuestra ser sólo un paradigma inexacto que nunca termina de ser abordado desde suficientes aristas hasta desarmarlo por completo, hincando el diente en su jugosa veta. El realizador, aquí intenta mostrar dos familias con serios problemas vinculares en relación con sus modos de vida y perspectiva del mundo. Por un lado tenemos a Scott (Rory Culkin en una actuación sólida y convincente), un chico de 15 años que tiene serios problemas para comunicarse. Diría mi abuela, algunos caramelos le faltan en el frasco. No es sólo que es tímido, sino que su actitud inmadura esconde ciertas dificultades que nadie parece ver a pesar de lo presente que están en la vida familiar. Su mamá, Brenda (Jil Henessey) ve que algo no anda bien y tiende a sobreprotegerlo, pero su papá, Mickey (Alec Baldwin, genial como siempre) casi no le presta atención. Está dedicado a amasar dinero, es constructor y vende terrenos en la zona de Long Island, Nueva Jersey. Estamos (dato importante) a fines de los 70. La masa laboral vive una dualidad a la hora de buscar casa: por las condiciones económicas, debe alejarse de las grandes ciudades y vivir en los suburbios para ser propietaria, pero eso no es nada sencilo: las operaciones inmobiliarias se hacían sobre lotes sin infraestructura, con lo cual el estar en el mercado impulsando la tendencia en aquel recorte histórico era garantizar una entrada importante que marcaría un ascenso social rápido y seguro. De más está decir que como familia se llevan mal. Encima tienen otro hijo, militar, Jimmy (Kieran Culkin, con Rory, hermanos en la vida real) que hace un culto a la violencia incitado por la hombría de su padre. Mickey no cree en la fidelidad marital y tiene una relación paralela con una empleada, Melisa (Cinthia Nixon) cabeza económica de los Bragg, vecinos en el barrio. Su marido, Charlie (Timothy Hutton) es quien se presenta como el emergente (el enfermo) de la trama familiar: se resiste a conseguir trabajo, anda todo el tiempo armado con un rifle de alto poder y pasa gran cantidad de horas en el sótano. Su hobby es cazar ciervos, faenarlos y guardarlos en un amplio freezer. No alcanza a ver que su universo está mal y que su aislamiento de sus seres queridos se agrava minuto a minuto. Su hija, la bella Adrianna (Emma Roberts), comienza a relacionarse con Scott, aunque no de la manera tradicional. Todos tienen muchos conflictos y demonios interiores que desplegar en este compleja trama y el no sentirse bien en el lugar donde cada uno está (satisfecho, digamos), sumado a la frustración personal que muchos de ellos deben atravesar, va generando un caldo espeso que levanta la temperatura de la sala, como si fuera una olla a punto de hervir. Hay pocas locaciones y los diálogos sostienen un andamiaje acorde a la gravedad de los conflictos que se juegan en cada familia. "Lymelife" tiene fuerza y está bien condimentada, es un suculento plato familiar para quienes lo prefieren intensos y con matices, tiene actuaciones sobresalientes y logra instalarse en la preferencia del espectador, con armas absolutamente nobles: cuenta una historia que reflexiona sobre los valores imperantes de construcción parental y relacional en un momento particular de la vida del Gran País del Norte. Lo contextual juega mucho en la trama y aunque hay alguna gaffe de peso (que Jimmy se vaya a la guerra de las "Falklands", por ejemplo, siendo él parte del ejército americano cuando el conflicto armado haya tenido lugar en 1982 es grave), lo rescatable es la sana intención de discutir dialécticamente sobre creencias y mitos de forma de ver cómo un grupo de individuos en crisis lo resuelven. En definitiva, es lo que director y equipo sienten sobre la ruptura y el fracaso del "American dream". Los tiempos han cambiado y esta cinta logra mirar para atrás con acierto. Se que está en DVD extendido en las salas de cine arte, aunque quizás la copia que trajo el Cine Monumental sea de 35 mm. No estoy seguro de que haya llegado en fílmico... Nos hubiese gustado que llegase en un formato acorde a sus valores artísticos, pero no la dejen pasar, si tienen preferencias por el género dramático, "Lymelife" es una sólida propuesta en este difícl momento para el público adulto que es vacaciones de invierno (la cartelera está poblada de películas para chicos y es difícil ver algo que escape a esa realidad), tenerla en cuenta.
Derick Martini logra relatar con pequeños trazos aquellas cuestiones sinuosas, diversas, no lineales que ocurren en la vida. Esas cuestiones poco explicables y previsibles, que podrían asimilarla con esos síntomas inesperados de la enfermedad de lyme. En los bosques que rodean el apacible suburbio donde viven los protagonistas, pacen ciervos mansos que llevan sobre si una amenaza: la enfermedad de lyme. Esta enfermedad, cuyo vector es una garrapata, es poco conocida y sus síntomas son diversos: dolores de cabeza, depresión, alteraciones neurológicas, entre otras. “Se siente como estar siempre alucinando con ácido” dice un poco en broma, un poco en serio, Charlie Bragg (Hutton) al joven Scott Barlett (Rory Culkin). Lo que cuenta Aprender a vivir es como en ese pequeño suburbio del mundo, donde la calma cotidiana de las familias cristianas parece no tener fisuras, la vida en común esconde, como en todas partes del mundo, defectos, patologías, alteraciones, síntomas ocultos. La vida de las personas adultas, comprenderán en este relato iniciático los jóvenes Scott y Adriana, padece la enfermedad de lyme. Scott es un adolescente en estado hormonal, prototipo del flaquito, algo tonto y retraído. Un momento similar pasa su vecina y amiga de la infancia, Adriana (Emma Roberts), aunque ella es bella y está integrada entre los “populares” de su clase. Las familias son, aunque no lo parecen, eso que hoy llamamos “familia disfuncional”. Con todo ello Aprender a vivir es una de las tantas películas independientes estadounidenses que exploran el mundo de la crisis oculta de la burguesía media del interior del país, católica y blanca, a partir de las relaciones familiares, la hipocresía, la falta de objetivos y la carencia de proyección futura de los adolescentes. Una elección muy interesante, y tratada de modo muy sutil en la película, es la ubicación temporal de esta la historia. La misma se desarrolla en los primeros años de la década de los ’80, en pleno auge del conservadurismo de la administración Reagan. Fue en ese tiempo durante el cual la profundización de la desigualdad económica, el crecimiento del presupuesto militar y la hipocresía religiosa fueron claves en la transformación del país. La película presenta alrededor de esta trama y esta inscripción en la corriente establecida en el cine indie estadounidense, tanto rasgos interesantes como recursos muy poco originales. Estos, que realmente deslucen mucho de los méritos del guión y la realización, están principalmente centrados en los estereotipos juveniles y sus relaciones. El chico popular, la chica linda, el flaquito tontito enamorado secretamente de ella, el hermano machote que regresa de su alistamiento en el ejército. Estas construcciones organizan el universo de un modo muy prototípico, con lo cual la profundidad del análisis se pierde. El mundo adulto está trabajado sin dudas con mayores matices y también con más silencios. Es justamente allí donde reside lo más interesante de esta película. Aquello voz que, como el momento final del film, está dicho solo a media. Aquellas particularidades de los personajes y las relaciones que están contadas con indicios. Derick Martini logra relatar con pequeños trazos aquellas cuestiones sinuosas, diversas, no lineales que ocurren en la vida. Esas cuestiones poco explicables y previsibles, que podrían asimilarla con esos síntomas inesperados de la enfermedad de lyme. Cuando sobre explica las cosas, ya en la vida adolescentes o en la noche de despedida del joven soldado, pisa el palito de las peores tradiciones del cine industrial. La estética provinciana, la complejidad de algunos personajes, el entorno que no parece no modificarse aun cuando subyacen situaciones complejas, las actuaciones controladas, son lo mejor del trabajo del realizador. Esta película de 2008 es la primera realización de este joven director. Tres películas más, en post y pre producción, esperan ver la luz. La pregunta es si profundizará su perfil independiente y su talento para contar con indicios y de recuperar una estética propia de sus personajes marginales a la gran sociedad industrial. La existencia de algunos interesantes realizadores que lograron tener una carrera en este sentido, a pesar del mundo mainstream, nos permite mantener una esperanza.
La narración esta ambientada casi a fines de la década del los ’70. Intenta ser una radiografía de la sociedad estadounidense de entonces, pero con ramificaciones hacia la actualidad, ubicándola espacialmente en los alrededores de Long Island, dentro del estado de Nueva York, en la gran manzana, el lugar al que todos deberían ir, o al menos visitar una vez, aunque para mi todavía funcione la italiana “ver Nápoles y después morir”. El titulo original, producción de 2008, es “Lymelife”, y hace referencia, y no es casual, como casi nada lo es dentro del arte, especialmente el cinematográfico, a una enfermedad descripta por primera vez a mediados de esa década y cuyo agente transmisor es una garrapata. Entonces, y partir de estas premisas, tenemos varios tipos de lecturas sobre el texto. En principio, la garrapata es un parasito externo “chupasangre”, sin ser vampiro, que ataca a los animales de sangre caliente, principalmente a los venados y ciervos, mamíferos que abundan en los alrededores en donde transcurren las acciones. El agente transmisor luego de succionar la sangre de su “anfitrión” se despega y busca otra victima. Si pica a un humano, éste podría enfermarse. El punto importante respecto de esto es que produce la enfermedad. En principio debe decirse que es muy difícil de diagnosticar ya que imita síntomas de muchas otras enfermedades. En relación del filme también debería tomarse como una metáfora, o sea que la situación actual del mundo, o a lo sumo de la madre patria, tiene al menos un punto de origen o varios, ninguno se sobreentiende, por generación espontánea. El relato se centra en dos familias en apariencia disfuncionales. Por un lado tenemos a los Barttlet, cuyo jefe de familia, Mickey (Alec Baldwin), es un exitoso empresario, casado con la bella Brenda (Jill Hennessy), padres de dos hijos, el mayor, Jimmy (Kieran Culkin), es miembro del ejercito yankee, regresa de visita a la casa familiar antes de embarcarse hacia el frente de batalla, en lo que se constituiría en uno de los fallidos más importantes del filme. Ya que ese frente esta mencionado como las “Falkland Islands”, pero por estos lares sabemos que esto sucede a principios de la década del ‘80 y no los ’70, y si a ello le sumamos que los personajes un rato antes están viendo por televisión imágenes de la toma de la embajada yankee en Irán, ocurrida varios años antes, en 1972 exactamente, la confusión es completa. Dejando de lado estas nimiedades, digamos que Scott (Rory Culkin), hermano menor de Jimmy, es el verdadero protagonista de la historia, pues todo transcurre alrededor de él. El punto de vista elegido para narrarla es él y como debe ser, aunque intente demostrar lo contrario, esta producción termina siendo de formula desde el guión y, por supuesto, en su aplicación como lenguaje visual. Scott es un quinceañero que esta por aprender que todo aquello que creía en su mundo infantil desaparecerá de un plumazo. En este crecer de golpe estará acompañado por Adrianna Bragg (Emma Roberts), la vecinita que lo tiene loco de amor desde hace algún tiempo. Ella es la hija de Melissa (Cynthia Nixon), quien es además la empleada y amante de Mickey, el padre de Scott. Por último tenemos a Charlie Bragg (Timothy Hutton), padre de Adrianna, que es quien padece la enfermedad que da nombre al filme en ingles. Todo esto son verdades sabidas y ocultadas por todos, las que Scott las ira descubriendo de a poco, al mismo tiempo se ira descubriendo como va dejando atrás ese mundo infantil en el cual se sentía protegido y seguro, lejos de la hipocresía que realmente lo circunda. En este develar secretos aparece una escena que hasta podría justificar toda la realización, al igual que en el filme “Heat” (1995), una escena que se podría decir es para alquilar balcones (aquella era protagonizada por Al Pacino y Robert de Niro), que aquí tiene por locación un bar y esta protagonizada por Hutton y Baldwin que no tiene desperdicio. El problema principal de la producción es que intenta abarcar más de lo que puede resolver, se queda en intenciones. Las subtramas por momentos cobran más importancia que la trama principal, y eso va diluyendo el interés del espectador. No tiene otro elemento de valía, sólo las intenciones del discurso, ya que desde los otros elementos constitutivos de un filme también respetan la formula, no hay búsqueda estéticas, ni un gran trabajo de escenografía y vestuario, una correcta fotografía y una banda de sonido, especialmente la música que sólo intenta dar cuenta del tiempo de la narración, no del tiempo narrativo, valga la aclaración. Si como quedo dicho anteriormente lo que se despega de la mediocridad general del filme son sus actuaciones.
La comedia de la vida. Un fantasma recorre a modo de postulado el mundo de las comedias independientes americanas: todos nos volvemos locos. Tarde o temprano lo que consideramos la realidad muestra las costuras y lo que está debajo hace su aparición, no siempre en los mejores términos imaginables. En verdad no se trata tanto de un fantasma como de una convicción bien tangible y contundente. Si la comedia de corte tradicional se construye sobre una falta, un vacío en cuyos vértices se afanan los personajes -para intentar saldarlo y volver las cosas a su sitio-, las humorísticas sagas familiares del cine indie parecen operar con la conciencia de un mundo ya estallado sin remedio y esparcido en pedazos por el jardín. El señor Bragg (Timothy Hutton) tiene una enfermedad llamada “de Lyme”, no se sabe bien a cuento de qué, pero el caso es que cada tanto le dan arteros ataques que lo dejan knock out, con dolores de cabeza, falta de fuerza y visiones que parecen producto de la fiebre. Como se ha convertido en una especie de estropajo simpático, metido siempre en el microclima de sus padecimientos, sin ocupación redituable ni iniciativa alguna, esa aparenta ser la explicación más sencilla de por qué su hogar se desmorona y, también, la superficie espejada sobre la que reposa la película. Igual que el buen señor Bragg -como si su mal irradiara un círculo que parece abarcar una porción más de territorio en cada escena- el personaje principial, un adolescente llamado Scott (Rory Culkin, cuya figura parece salida de una película de Gus Van Sant) accede a un nivel diferente de conciencia mientras ingresa trabajosamente al universo de la adultez, que resulta ser también el del dolor y el desconcierto. Un travelling realizado con la cámara metida en una auto que va recorriendo las fachadas anónimas de las casas de un barrio suburbano –procedimiento y locación típica del cine independiente– marca, a los pocos segundos del comienzo, el trazo fugaz de un punto de vista mediante el cual lo cotidiano se convierte en una mascarada melancólica. Pero lo que más que nada importa acá es una zona intermedia, una tierra incógnita con la que la película consigue cargarse de una extrañeza aterradoramente cómica. El director recurre al clisé con el que el chico transita sus días para volverlo una marca autoral en la que la conciencia se revela como la verdadera arma secreta de la película. Scott está enamorado de la hija de Bragg (Emma Roberts, un rostro de muñeca desbordante de sabiduría), que es un año mayor que él; por otro lado su padre (Alec Baldwin) tiene amoríos con la señora Bragg (Cynthia Nixon) , es decir la madre de la chica, con quien comparte un disparatado trabajo relacionado con los bienes raíces. Los afectos cruzados de Aprender a vivir tienden una graciosa red de endogamia que encuentra ramificaciones incluso en la disposición espacial de las acciones: todo parece formar parte del mismo terreno en la película. Los dos adolescentes están en una fiesta escolar y el siguiente plano los encuentra en la habitación de la chica tomando de una botella robada con los trajes de etiqueta puestos. Del mismo modo, los amantes clandestinos se retiran sigilosamente de la reunión para ir a revolcarse un ratito. Pocas veces la sensación de pueblo chico consiguió ser expresada de manera tan precisa y discreta a la vez. Como si se moviera siguiendo los compases de una música subterránea (que hay que descubrir gozosamente, apoyando el oído en la tierra para que no se escape ni una nota), la película presenta a sus personajes como seres desvalidos, conmovedoramente empeñados en la supervivencia en medio de un cataclismo. A fin de cuentas, la película parece un tratado sobre las distintas formas de la infelicidad, como si la desdicha fuera la norma que hay que romper para obtener abruptos, breves puntos de fuga. Con sus modales un poco torpes, articulados sobre una gris retahíla de eventos parroquiales –cenas familiares, barbacoas, fiestas de pueblo, primer porro, primer polvo– la película exhibe una rara vitalidad, ligeramente teñida de desencanto, mientras el cinismo se mantiene a la distancia, como un espectador al que en esta oportunidad dejaron fuera del convite.
En su ópera prima el director Derick Martini da en el clavo con la elección de los 70 como la época en la que transcurre su historia. El dato sirve para comprender el comportamiento de un adolescente que exhibe sus temores ante su primera relación amorosa. También para explicar una crisis familiar que incluye a un padre vencido por el alcohol y a una madre que quiere hacer todo por su hijo. Ese ambiente hogareño enrarecido choca contra los cosquilleos que provoca en el jovencito una chica desprejuiciada que lo obnubila con sus promesa de revelarle los secretos del sexo. Al volver a casa un hermano mayor, alistado en el ejército, la visión del chico cambia y puede vislumbrar con mayor claridad cuál será el camino a recorrer en el futuro. Una buena historia enmarcada por una época que hoy se parece a un pasado demasiado remoto.