Tiempo de valientes Desde Brasil llegó la encargada de abrir la Competencia Internacional del 33 Festival Internacional de Cine de Mar del Plata. Chuva e cantoria na aldeia dos mortos nos brinda el panorama de la vida de una comunidad indígena, una de las tantas minorías que se ven atemorizadas por los cambios a nivel mundial. Es imposible no abstraerse del contexto actual en el cual se vive de manera mundial. Los tiranos al poder, la discriminación como un discurso que se materializa. Brasil eligió hace algunos días como presidente a Jair Bolsonaro y pareciera continuar una línea similar a la de Trump en Estados Unidos: el desprecio por las minorías. En medio de todo esto una película valiente se encargó de la apertura de la Competencia Internacional y esto es algo para celebrar. Flamante ganadora del Premio del Jurado tras presentarse en la sección Un Certain Regard en el Festival de Cine de Cannes, Chuva e cantoria na aldeia dos mortos (The Dead and the Others, 2018) es un film que combina la ficción con el documental. Sostenida por una sofisticada fotografía que permite localizarte en las vivencias de un pueblo indígena, el largometraje se impone desde lo emocional. Ihjac es un joven que vive perturbado por el fallecimiento de su padre. Deberá encargarse de los preparativos del funeral y sobrellevar el duelo. Los valores familiares, motor organizador dentro de la tribu, salen a la luz como una antorcha encendida en medio de tanta oscuridad. Con la mezcla permanente entre documental (la tribu y sus rituales) y ficción (las escenas de Ihjac), resulta enriquecedor ser espectador de lujo de un rato en la vida de una comunidad indígena de Pedra Branca. Escabullirnos de la ciudad para encontrar este respiro confirma que hay mucho que quizás ignoremos a no tantos kilometros de distancia. Sus directores, João Salaviza y Renée Nader Messora, se encargaron de filmar un largometraje donde la voz es de la minoría. Chuva e cantoria na aldeia dos mortos nos arroja un baño de realidad en medio de un contexto vertiginoso y con ansias al desplazo racial por parte de los líderes mundiales. Ser un film que lucha contra cualquier cuestión con tal de contar una historia sobre un pueblo orinigario es un motivo ideal para apretar el puño, festejar y continuar peleando. En tiempos de tiranía, los valientes y sus valores subsisten y proponen al arte como el arma de lucha.
Entre la fantasía y la realidad Premiada en el Festival de Cannes 2018, la película de João Salaviza y Renée Nader Messora tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul. Premiada en el Festival de Cannes 2018, donde formó parte de la competencia Un Certain Regard, la luso-brasileña Chuva é cantoria na aldeia dos mortos es una película que parece surgir de las diferentes tensiones que se dan entre distintos pares que a priori parecen opuestos. En primer lugar este film dirigido a cuatro manos por la carioca Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza elige como territorio narrativo la frontera entre la fantasía y la realidad. Lo que en términos cinematográficos equivale a decir que se trata de una película que en apariencia fluye a dos aguas entre ficción y documental. Porque aunque es posible afirmar que el relato que aquí se pone en escena responde a un guion “artístico” y por lo tanto sus personajes son construcciones que interpretan un grupo de actores, la película también contiene una serie de elementos que la emparientan con lo documental. Chuva é cantoria... tiene como protagonista a Ihjãc, un adolescente miembro de los Krahô, pueblo indígena que habita el macizo central del Brasil.La película comienza con una secuencia nocturna en la que él camina por la selva, a la que una poderosa luz de luna pinta de color azul plata. El joven avanza como en un sueño, mirando como si todo lo familiar se hubiera vuelto extraño, y así llega hasta la orilla de un río al pie de una cascada. Aunque todo lo que se muestra a lo largo de la escena tiene un efecto cautivante, el secreto hipnótico se encuentra en la alfombra sonora que acompaña a las imágenes: el sonido de la selva, un coro en el que se combinan lo animal, lo vegetal y lo mineral. Es el sonido de una creación en la que no existe el silencio. Sentado en la rivera Ihjãc comienza un extraño diálogo con su padre muerto. La voz del difunto le pide que no olvide las fiestas funerarias para que su alma pueda dejar de vagar en el frío nocturno y partir hacia su nueva aldea, la aldea de los muertos. Luego le pide al chico que entre al agua y lo tienta ofreciéndole un pez, pero cuando este se niega la voz del padre desaparece. Entonces Ihjãc arroja un leño al río y ahí, sobre el agua, comienza a arder un fuego inexplicable mientras la selva enmudece por única vez en la película. Ese comienzo, que tiene un aire de familia con el cine del tailandés Apichatpong Weerasethakul (en especial con El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, 2010), marca otro de los dípticos que sostienen al film: la dualidad humana entre la certeza de lo físico y la esperanza (en el mejor de los casos) de una realidad espiritual, la continuidad de la existencia más allá de los límites de la materia. La aldea de los muertos. Tan fuerte es la dualidad, que durante el resto del relato la vida de Ihjãc se verá trastornada por esas presencias espirituales que le exigen un cambio para el que no se siente listo. Sobrepasado, el chico enferma y desconfiando de las palabras del viejo de la aldea, quien le dice que se trata de los espíritus que lo han elegido para convertirse en chamán, decide viajar a la ciudad para consultar a un médico. Ese contacto con la realidad tal como se la entiende en Occidente, expone otras cuestiones en torno de lo social. Sin subrayarlo, utilizando el recurso sencillo de poner a Ihjãc en la ciudad, de sacarlo de su idioma nativo para empujarlo al portugués, la película muestra el lugar marginal que las culturas originales siguen ocupando en el gran mapa cultural de América. La escena en la que la médica se niega a reconocer el nombre de Ihjãc, obligándolo a utilizar su nombre portugués (Henrique), pone en primer plano mecanismos sociales que parecen más propios de los tiempos coloniales que del siglo XXI. Interpretada por miembros del pueblo Krahô que en la película tienen los mismos nombres que en la vida (sin que ello signifique que se interpretan a sí mismos), Chuva é cantoria… también puede ser vista como un sueño. Uno en el que la vigilia de nuestra realidad urbana es apenas una nota al pie, casi una pesadilla, y en el que lo ineludiblemente real y concreto sigue siendo esa convivencia con mundos que están más allá de este. Y la presencia ineludible de una creación omnipresente que se niega a hacer silencio.
Luego de su paso por el Festival de Cine de Mar del Plata llega a las salas comerciales una película proveniente de Brasil, que también obtuvo el reconocimiento del prestigioso Festival de Cannes con el Premio Especial del Jurado. Joao y Renée realizaron esta peculiar obra filmada en 16 mm con un equipo reducido en el seno de una comunidad de Pedra Branca, un grupo de indígenas que pertenecen a los pueblos originarios de dicho país. Es así como la dupla directora consigue meterse de lleno en la intimidad de este pueblo, haciéndonos testigos de sus costumbres, su cultura y su idiosincrasia. Lo destacable radica en que evitaron todos los lugares comunes y facilismos de este tipo de historias, priorizando una mirada cándida y comprensiva de sus participantes. El largometraje sigue la historia de Ihjac, un joven indígena de 15 años, que junto con su familia tienen la misión de organizar un funeral en nombre de su padre, con rituales autóctonos de por medio, para dejar atrás el dolor y seguir adelante con sus vidas. El problema está en que su padre se le aparece en un sueño señalando el camino, y el joven tiene miedo de que sus visiones lo estén transformando en el nuevo chamán de la tribu. Ahí es donde iniciará una especie de coming of age con tintes mágicos y/o fantásticos bastante atractivo, que no deja de sentirse como una suerte de documental de observación. Por otro lado, los autores brindarán parte del relato para hacer una comparativa entre el mundo de esta aldea y la sociedad brasilera aledaña que, a pesar de estar bastante cercanos, tienen tradiciones y recursos bastante diferentes. Es por ello que nuestro protagonista se planteará dejar atrás a su familia (incluyendo a su esposa e hijo pequeño) y quedarse en pleno mundo globalizado. Estos contrapuntos enriquecen un film extremadamente cuidado desde lo narrativo y lo técnico. “Chuva é Cantoria na aldeia dos mortos” es un retrato sumamente sensible sobre los pueblos originarios, que sorprende por su belleza poética y por una mirada sincera de sus autores. Quizás la primera mitad posea un ritmo muy pausado y eso desconecte a más de un espectador pero aquellos valientes que afronten esa mitad se encontrarán con una historia inspirada.
Dos cineastas, Nader Messora y Joao Salaviza hacen de esta coproducción brasileño- portuguesa una curiosa película de ficción que sin embargo documenta con precisión, respeto,-fruto de una larga convivencia con el pueblo y la cultura Kraho, una manera tan lejana y fascinante de convivir con la naturaleza. Pero a través de la historia de un joven de 15 años, que debe asumir deberes a la muerte de su padre, que lo enferman y conflictuan. En ese camino hacia la adultez, el film nos permite ver la travesía de su evolución. Para curarse de sus males, el protagonista decide llegar hasta la “civilización”, un pueblo cercano donde lo reciben primero bien y luego lo olvidan, a ese chico dueño de una cultura que no toman en cuenta, que no tiene documentos ni domina bien el portugués. Un adolescente que no tiene ninguna enfermedad seria, salvo la “obligación” de crecer y asumir responsabilidades para las que no está preparado todavía. Una film curioso, interesante, que a través del protagonista Ihjac nos permite adentrarnos en territorios y tiempos desconocidos, tratados con respeto y claridad de ideas. Realizada en Petra Branca, centro norte de Brasil. La observación de la vida cotidiana en plena selva, pero también los conflictos de un protagonista con las responsabilidades que lo abruman.
Del cine etnográfico a la mirada política, de la observación a la ficción pura, esta hermosa y desgarradora película narra las desventuras de Ihjãc, un adolescente indígena de solo 15 años (pero ya padre de un bebé) de la comunidad Krahô, que vive en el norte de Brasil en condiciones precarias ante el arrasador avance del "progreso". El protagonista sufre pesadillas porque ha muerto su padre (un chamán) y tiene que concretar los rituales para que se vaya a descansar en paz y asumir sus responsabilidades, ya que el también podría convertirse con el tiempo en hechicero. Pero, en vez, de enfrentar la situación, huye a una ciudad "blanca" y se niega a regresar. Si todo daba en Chuva é cantoria na aldeia dos mortos para la estigmatización, el pintoresquismo, la denuncia culpógena y el golpe bajo, los codirectores João Salaviza y Renée Nader Messora optan, en cambio, por un relato bello, honesto y respetuoso (rodado en la lengua de esa comunidad, durante 9 meses y en 16mm) que funciona tanto a nivel de registro sobre la dinámica de uno de los últimos pueblos originarios que mantienen sus costumbres como en su simple pero emotivo dispositivo ficcional.
Ihjac es un joven indígena de la comunidad Kraho, y el filme testimonia las penurias que viven y de las que sobreviven los habitantes de esa comunidad ante el llamado progreso en el Brasil. La película comienza con un sueño o pesadilla que tiene Ihjac, en el cual, en medio del agua y cerca de una cascada, escucha la voz de su padre, que ha fallecido. Era un chamán y le indica que deben hacer los rituales pertinentes para que pueda descansar en paz e ir al pueblo de los muertos. Ihjac vive casi atormentado. Se siente mal, y acude a una ciudad “blanca” para su curación, ante distintas opciones que tiene en su comunidad. Allí, por caso, lo tratan de hipocondríaco. Y por más que él quiera permanecer en la ciudad, alejado de los suyos, de su pareja, de su pequeño hijo que llora y hasta de su madre, no tiene cabida allí. El centro temático de la película pasa por la negación del protagonista a afrontar sus responsabilidades, lo que lo lleva a huir. Duda en convertirse en chaman, como lo indicaría su linaje, y no sabe a ciencia cierta qué hacer. Hablada en la lengua de la comunidad, y en portugués, cuando se está en la ciudad, la película se detiene en lo ceremonial sin llegar a ser solemne. Los realizadores lograron con este filme ficcional aunar la mirada antropológica con la de la observación, a partir de un planteamiento narrativo mixto. Filmada en 16 mm durante un lapso de nueve meses, el portugués Joao Salaviza y la brasileña Renée Nader Messora escudriñan a este pueblo originario y lo contraponen a la realidad del Brasil actual. Ganador del Premio del Jurado de la sección Un certain regard en el Festival de Cannes 2018 (Benicio Del Toro presidía ese Jurado), la película tiene una salida comercial atípica, en la Sala Lugones y el Malba en Buenos Aires, y en tres ciudades del interior del país (Rosario, Córdoba y Mendoza).
Premiado en los festivales de Cannes, Lima y Mar del Plata, este inusual largometraje toma como punto de partida la organización de un funeral de un integrante de la comunidad indígena Krahô, establecida en el norte de Brasil, para terminar trazando un inteligente contrapunto entre sus rituales y modos de vida y las rígidas e inescrupulosas reglas de lo que conocemos por "sociedad civilizada", convertidas en potencial amenaza para su subsistencia. El intenso viaje (físico y espiritual) del protagonista, de apenas quince años, es narrado a través de un relato calmo pero fluido que cruza con sagacidad la ficción y el documental. Los directores de la película (una brasileña y un portugués) ponen en juego diferentes recursos -un montaje muy bien trabajado para sintetizar algunas creencias mitológicas, oportunas correcciones de color que realzan los significados del paisaje, secuencias con una puesta en escena encuadrada dentro de los patrones del cine más tradicional- y consiguen un resultado heterogéneo, difícil de encuadrar en términos genéricos, pero también muy concreto en cuanto a sus alcances sociológicos y políticos. Como curiosidad para los argentinos debe señalarse la inesperada aparición de un fragmento sonoro de "Cementerio Club", tema que Luis Alberto Spinetta grabó para Artaud (Pescado Rabioso), uno de los mejores discos de su riquísima carrera.
Mar del Plata 2018: un encuentro con clásicos y modernos. En la Competencia principal estuvieron la brasileña Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos [La lluvia es canto en la aldea de los muertos], dirigida por Joâo Salaviza y Renée Nader Messora, sobre un joven indígena que extraña a su padre fallecido, y A portuguesa, de Rita Azevedo Gomes. La primera se sumerge de manera algo desapasionada en una cultura ajena a nuestro trajín urbano, en la que despunta un conflicto interesante (en una visita a la ciudad, el pibe comienza a engancharse con costumbres, música y comidas del lugar) que finalmente se diluye. Claro que la imagen entrañable de un viejo de la comunidad bailando desnudo en plena selva resulta difícil de olvidar.
El llamado del espíritu Siguiendo uno de los sueños que lo atormentan hace un tiempo,Henrique Ihjãc Krahô sale de la aldea durante la noche y va hasta la cascada donde sabe que lo espera el espíritu de su padre, recientemente fallecido. El mensaje del difunto es claro: pretende que su familia organice el banquete funerario que les permita dar por finalizado el duelo, y al espíritu seguir su camino a la aldea de los muertos. Ihjac se resiste al pedido, no está listo para dejar ir al recuerdo de su padre aún. Además, revelarle al resto de la aldea este encuentro sería reconocer que se está volviendo un chamán capaz de comunicarse con el mundo espiritual, algo que tampoco quiere hacer. Sin embargo sabe que los espíritus seguirán insistiendo hasta que consigan lo que quieren, por lo que inicia los trabajos para el rito junto con el resto de su familia como si fuera una decisión propia. Pero en el fondo Ihjac rechaza el llamado y su cuerpo reacciona enfermándose. Decide abandonar a su familia y esconderse en la ciudad hasta que su espíritu guía lo olvide. Un mundo simple Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos no es un documental, pero bien parece uno. Retrata la vida de Ihjac y su familia en Pedras Blancas con un naturalismo que deben envidiar tantos que impostan compromiso social pero terminan regodeándose en la pobreza ajena a través de un cristal. En cambio, esta película muestra un mundo donde las antiguas tradiciones no solo siguen vivas con una mínima contaminación del mundo exterior, sino que sobre todo resultan viables para sostener la vida de la comunidad Krahô. Ihjac no pasa penurias ni conoce miseria hasta que llega a la ciudad, un lugar donde los suyos no tienen espacio y que la película se encarga de mostrar con rechazo. El mensaje es bastante explícito, no hay casi nada que ellos necesiten de la sociedad blanca más que ser dejados en paz. No importa mucho si lo que aqueja a Ihjac es su espíritu guía o una fuerte depresión: en cualquier caso necesita encontrar su lugar en el mundo y hacer las paces con su dolor para seguir adelante. La trama avanza sin muchos rodeos pero sirve de excusa para explicar con naturalidad el modo de vida Krahô, compartiendo más que aleccionando. Conversan, se cuentan sus problemas, y se sugieren caminos a seguir de acuerdo a sus ideas. Todo con la cámara incluida familiarmente, no espiando como algo ajeno.
Civilización y barbarie. Vida y muerte. Libertad y encierro. La construcción de imaginarios atraviesa “Chuva é cantoria na aldeia dos mortos” de João Salaviza y Renée Nader Messora, pero también la resistencia de aquellos que desean otro futuro dentro de un contexto diferente. Los jóvenes realizadores proponen un hipnótico viaje hacia culturas que aún desean mantenerse vírgenes y el denodado esfuerzo de sus líderes para contener los intentos de progresar de los más jóvenes. Con la excusa de la enfermedad de un joven de raíces indígenas, luego de una experiencia con ancestrales mitos, la civilización occidental se presenta como la única posibilidad para conseguir ayuda. Mientras en la aldea lo aguardan, en el pueblo al que va a solicitar ayuda comienza a sentirse parte de otra cosa, por lo que decide, momentáneamente no regresar y perderse en sí mismo con alcohol y otros vicios. La dualidad que Salaviza y Messora presentan, permite repasar aquello que el hombre blanco ha mancillado a fuerza de gritos y sangre, pero también mostrar el otro costado, el menos visible, el de la búsqueda de identidad por jóvenes que no han conocido otro sistema por fuera de su grupo de pertenencia. “Chuva é cantoria na aldeia dos mortos” gana fuerza en cada vuelo poético que incorporan a la narración, como ese padre que viene a transmitir un mensaje ancestral y ese fuego que avanza sobre el agua, toda una declamación de principios y de intentos por convencer a aquel que ha perdido la fe en los suyos. El registro cuasi documental, que duplica la historia en un tono ficción/documental que no termina por definirse, agregan, además, verosímil a un relato que podría haberse transformado en un panfleto de algo que no termina de ser. A su historia es simple, de cómo una pareja joven lucha con las decisiones de la mayoría mientras desean integrarse a la sociedad y despegarse del mandato, la habilidad de los directores es poder despegarse de otras historias que ya han querido contar esa contradicción interna. “Chuva é cantoria na aldeia dos mortos” es poesía hecha imágenes, es experiencia por encima de su soporte, es la posibilidad de hacer viajar al espectador al mismo epicentro de un grupo de resistentes luchadores en momentos en los que su posible desalojo se hace inevitable. Premiada en el último Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.
Se destaca el uso del paisaje, siempre sugestivo y que agrega color al universo emocional. Esta película que mezcla la ficción con el documental narra una historia de crecimiento de un joven nativo brasileño tras la muerte de su padre. Esto implica un viaje de iniciación que lo lleva a descubrir no pocos contrastes culturales. Se destaca el uso del paisaje, siempre sugestivo y que agrega color al universo emocional en el que se mueve el protagonista, que nos permite, además, ver el mundo que creemos cotidiano desde su radical extrañeza.
CAUTIVOS DE LA CONTEMPLACIÓN Esta especie de docudrama antropológico, filmado en una aldea remota en las mesetas del centro y norte de Brasil, se centra en la comunidad de los indígenas Kraho para contar una sencilla historia que involucra a una pareja de jóvenes y su pequeño hijo. Las primeras señales son los sonidos porque serán los protagonistas. Todo el tramo inicial está gobernado por la naturalidad de los personajes, la omnipresencia de la naturaleza y una concepción fílmica que privilegia la luz de los ambientes. Cada detalle cuenta y está integrado al funcionamiento de la comunidad retratada, un lugar en el mundo donde aún subsisten el asombro y el misterio, sentimientos compartidos por los directores, cuya cámara permanece implacable frente al registro de los acontecimientos. Ihjac es exhortado por el espíritu de su padre para que complete su funeral. Su carácter sensitivo lo dispersa de las obligaciones. Su mujer le da órdenes pero él tiene otras prioridades, por ejemplo, escuchar a los guacamayos. El hecho de que se comunique con los muertos lo pone en una situación que no puede afrontar, la de convertirse en chamán. “Soy joven, eso no es para mí” dice. Como aquellos superhéroes que reniegan de su condición, decide evitar ese destino y se aleja temporalmente a la ciudad. La película se juega constantemente en una tensión generada por la observación cautelosa y complaciente de los comportamientos sociales del grupo en cuestión, y una posible dramaturgia que solo se activa en el momento en el que Ihjac deambula por los espacios urbanos en medio de la indiferencia y la discriminación. En este tramo, la complejidad y el misterio de la naturaleza son sustituidos por los ruidos y el malestar de la supuesta civilización con sus instituciones precarias. Chuva é Cantoria na Aldeia dos Mortos hace gala de una hermosa fotografía y de una utilización impecable de la materia sonora, principalmente para dar cuenta de un tiempo suspendido, cosmológico, que se rompe en la ciudad, donde cada minuto cuenta para que Ihjac sea obligado a regresar a su aldea, ya sea para completar el designio de su padre, por la necesidad de su familia o por las mismas personas que lo miran recelosamente en esa urbe que le es ajena, donde los chamanes son reemplazados por médicos, los sonidos de los pájaros por música callejera, la desnudez por la ropa y la libertad por la opresión. De modo tal que el idílico plano donde la imagen del muchacho se refleja en el río es sustituido por la pésima señal de un partido de televisión. En el universo urbano los ventiladores desplazan a los pájaros. En esta secuencia se actualiza la discusión acerca de dónde cabe la civilización y dónde la barbarie. Nadie entiende a Ihjac y lo tildan de hipocondriaco. El retorno a la aldea es inevitable y la poesía visual recupera a la luna antes que los faroles de las calles nocturnas. Los rituales restituyen el espíritu comunitario con la puesta en escena del funeral. Sin embargo, una vez cumplido el cometido, la silueta encuadrada a contraluz de Ihjac instala la sombra de la duda y habilita una acción más determinante que confirma la circularidad de la película. Sin embargo, todo lo anterior no es suficiente para apaciguar un cierto letargo cuyo precio es exigir la entrega de espectadores cautivos de la contemplación, al mismo nivel que una cámara estática e hipnotizada por lo que registra. El excesivo cuidado, cuando no da vida, mata.
Dirigida por João Salaviza y Renée Nader Messora, Chuva é cantoria na aldeia dos mortos es una película que narra la historia de un joven de la comunidad indígena Kraho. Entre el documental y la ficción, Chuva é cantoria na aldeia dos mortos de João Salaviza y Renée Nader Messora es un relato sobre un joven de una comunidad indígena a quien su padre, recientemente fallecido, se le aparece como una voz en medio de la selva. Tiene un hijo pequeño y una mujer que intenta comprenderlo, pero él teme convertirse en un chamán, al darse cuenta de que puede comunicarse con los muertos, un destino que no quiere para sí. El film está narrado a través de largos planos que evocan mucha naturalidad y que parecen cumplir una función más observacional que narrativa en su mayoría. Los directores retratan cómo vive esta comunidad y muchas de sus costumbres. Pero la película dura dos horas y éstas se sienten, a excepción de, quizás la parte más interesante del relato, cuando el protagonista viaja a la ciudad tratando de encontrar una solución para el mal que le aqueja -que ya lo siente a nivel físico- y así escaparse de un destino que parece marcado. Es entonces que se encuentra con una sociedad muy distinta, en la cual no es inmediatamente aceptado, con el esperable choque cultural. Contando con una bella fotografía que sabe aprovechar las locaciones y los personajes que tiene a su disposición, la película no logra generar el interés necesario cuando divaga demasiado en el retrato de la comunidad sin muchas escenas que cumplan una función narrativa, y es entonces que se va tornando lenta y aburrida. Hay que resaltar que es visualmente atractiva y hay un buen trabajo de sonido y todo eso nos traslada a la misma selva que oficia de locación.
Las atávicas convenciones del documental y la ficción se desactivan con ánimo de buen salvaje en Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, filme de la brasilera Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza premiado en Un Certain Regard de Cannes. Lo que nace con lúdico espíritu antropológico –un rodaje de nueve meses entre aborígenes de Pedra Branca (Brasil), que actúan haciendo de sí mismos– deviene materia inclasificable, una fábula naturalista que redescubre el cine. Ihjãc es un joven de la comunidad Krahô que escucha a su padre fallecido en sueños. Lejos de la ilusión onírica, el llamado ocurre en un claro selvático coronado por una cascada: el filme incorpora el componente mágico desde el comienzo, disolviendo mito y realidad con discreción y sin aspavientos a lo Apichatpong Weerasethakul. Lo que el espíritu pretende es que Ihjãc impulse el ritual festivo que le permitirá partir hacia las tierras del más allá. El hijo, afectado por esta revelación y el llamado a convertirse en chamán, se siente mal y recurre a un hospital de la ciudad más cercana. Replegado en su ventana absorta de 16mm, Chuva é cantoria na aldeia dos mortos no explica ni subraya nada: no hay un señalamiento que diga “indígena”, se evade la mirada condescendiente o humanista, el documento se tiñe de invención, la tradición se extravía en una contemporaneidad indefinida. La virtud de la película es su neutra osadía, que alcanza exabruptos de pop ascético con un colorido loro en primer plano, el reflejo serigráfico de Ihjãc en el agua o una tela roja tendida en el verde complementario del follaje. Mowgli de un cine-otro, Ihjãc dice en el consultorio médico que no tiene “documentos”, que carece de “identidad”. Su mundo abierto, pobre y desnudo sólo puede existir entre el de los vivos y los muertos.
Un chico que se llama Ihjac y alucina con la presencia de su padre muerto, que exige su ritual funerario, es el centro de la historia creada por dos realizadores latinoamericanos. Raene Nader Messora, brasileña, y Joao Salaviza, portugués, cuentan la simple historia de un adolescente que afronta una serie de experiencias antes de intentar cumplir mandatos parentales. A partir del encuentro inicial con su difunto padre en medio de la Naturaleza y la inquietud por la situación futura (consolidada la ceremonia será libre y tendrá que asumir su destino), Ihjac duda. DE VIVOS Y MUERTOS Lo que diferencia esta experiencia de un adolescente respecto de otras es que, mientras el relato transcurre, el espectador observa que Ihjac es un indio, que vive en una comunidad en la sabana brasileña, se sabrá después. Tiene una compañera tan joven como él, y un niño. Los rituales que el chamán de la comunidad pone en juego fracasan para aliviar la inquietud de Ihjac. El adolescente tendrá que salir de la zona Krahó y acercarse a un dispensario urbano. Allí se sabrá que vive en Pedra Branca, estado de Tocantins, que no tiene documentos y que tampoco hay nada que lo alivie de su malestar. "Chuva e cantoría na aldeia dos mortos" es una particular experiencia que asumieron los directores conviviendo meses con esta etnia, hasta lograr cocrear una historia juntos, centrados en la creencia de que los muertos deben ser alejados de los vivos con un buen ritual, de lo contrario se tornan peligrosos. El resultado es un relato de docuficción, con reminiscencias que pueden rozar el cine etnográfico, con signos que apuntan a la reproducción de comportamientos identitarios de una comunidad. El relato tiene una armonía especial y un ritmo que parece identificarse con la Naturaleza. Sólo algún momento de regocijo (chapuzones del grupo en el río) interrumpe ese tono moroso con que la pareja adolescente se expresa. Toda la atmósfera que va rodeando al protagonista parece acomodarse a su accionar, al menos en el contexto conocido no urbano y escenas como la inicial, que aúna lo fantástico y lo real, llaman la atención por la naturalidad de su ejecución y el hipnótico manejo del tiempo. Llamativos logros de jóvenes realizadores que parecen moverse en mundos poco conocidos con espontaneidad y frescura.
Ihjãc hace tiempo que no logra dormir bien. En verdad, desde que su padre falleció. Fue aquel acontecimiento el que empujó a este joven de quince años a una búsqueda. Una que no se planteó pero que vino por él para obligarlo a entrar de forma definitiva en la adultez. Pedra Branca, en el estado de Tocantins, ubicado al norte de Brasil es el escenario alrededor del cual este largometraje gira. Allí se encuentra Ihjãc, compartiendo sus insomnios con una cascada que le habla y los días con su familia y los demás miembros de la comunidad indígena Krahô.