En el campo argentino, los “espantos” aparecen en pleno día, mayormente a la siesta o en momentos de similar quietud. Si alguna otra cosa rara sucede en la semipenumbra, quizá sea consecuencia de lo que anda por ahí al rayo del sol. O tal vez sea culpa del miedo, la ignorancia o la precipitación que lleva a tomar decisiones extrañas. O culpa de un callado embeleso que deja que otra gente tome esas decisiones sin poder hacer nada para evitarlo. Esta historia transcurre en algún lugar de las afueras, hasta donde llegan una joven madre y su niña en plan de descanso. El hombre llegará después, quizá cuando ya sea tarde. Quien viene a ayudarlas es una vecina también joven, con su hijo, algo más grande que la nena. “Pero ya no es mi hijo”, dice la mujer, y ese es el primer paso hacia el abismo. No empieza acá la historia, y conviene prestar atención desde la primera escena. La joven madre le está contando al que ya no es el hijo los detalles de esa relación, en busca de un momento clave. Dentro de ese relato va también lo que le ha contado la vecina. Los tiempos se alternan, la inquietud se acrecienta, irónicamente en un lugar que aparenta estar quieto. Si se quiere, esto es una fábula sobre los miedos maternales, por los peligros que puede correr una criatura, y los cambios que habrá de tener esa criatura por más que se la cuide, o porque no se supo cómo cuidarla. Pero la fábula no quiere ser solo eso. Acá hay unos asuntos de transmigración de almas, de curanderismo, de contaminación de cultivos, y de atracción sensorial, que hacen todo más complejo y terrible. No es una película de terror. Solo es extraña, inquietante, incómoda. Algo en ella puede sonar como una tontería. Y sin embargo agita temores reales en quienes la miran. Realismo fantástico, no mágico, puede considerarse lo que hacen la escritora argentina Samanta Schweblin y la directora peruana Claudia Llosa, la misma de “La teta asustada”. Juntas le sumaron nuevas miradas a la novela de la primera. Y tuvieron calificados pinceles para ilustrar lo que habían imaginado: las actrices María Valverde, Dolores Fonzi, Cristina Banegas, el jovencito Emilio Vodanovich (“Acusada”, “Lobos”), Sandra Hermida, productora, Óscar Faura, director de fotografía, Guillermo de la Cal, editor (toda gente de J.A. Bayona), la compositora inglesa Natalie Holt, Mark Johnson, Tom Williams, Pablo Larraín, coproductores. Renglón aparte, Germán Palacios, Guillermo Pfening, los niños, el campo y los caballos.
El título de la cuarta película de Claudia Llosa hace referencia a la distancia que separa a una madre de su hijo cuando este puede encontrarse en peligro. Es un hilo invisible que permite reaccionar para evitar un accidente. La cineasta adapta la novela homónima de la escritora argentina Samanta Schweblin, con la que consiguió un gran éxito editorial, y ambas firman el guion de una historia centrada en la maternidad, un tema que aparecía ya en La teta asustada (2009), el segundo film de la directora peruana afincada en Barcelona, con la que consiguió el Oso de Oro en la Berlinale. En Distancia de rescate, la maternidad es abordada desde distintos puntos de vista y diversos estados emocionales, adoptando el formato del thriller y ofreciendo algunos apuntes que van más allá del tema central, a propósito de cómo el ser humano está amenazando la vida de la tierra y su propia salud. Esta coproducción internacional que distribuye Netflix comienza generando cierta perplejidad al espectador. Una voz en off de una mujer que se encuentra agonizando habla con un niño, que la invita a recordar los acontecimientos que ha vivido a lo largo de los últimos días. Una secuencia onírica, con imágenes inconexas, que sirve como presentación de esas dos voces que acompañarán al espectador de forma críptica e inquietante a lo largo de todo el metraje. La película cuenta la llegada de Amanda (María Valverde) y de su hija Nina a una casa de campo en un lugar del interior de Argentina. Piensan disfrutar de sus vacaciones, mientras esperan al marido que tiene que regresar de un viaje de trabajo. Nada más instalarse reciben la visita de Carola (Dolores Fonzi), que es también madre de un niño algo mayor que se llama David. Este encuentro resulta desconcertante, hay una sensación de extrañeza que sobrecoge y anuncia que esa distancia de rescate se va poner en algún momento en peligro. Algo que confirma la revelación de Carola a propósito de un accidente que su hijo sufrió cuando era pequeño y que, según relata, ha cambiado su vida y su comportamiento. De este modo, el guion apunta hacia un elemento sobrenatural que va a estar presente a lo largo de todo el film y plantea un misterio que funciona como punto de giro para una narración que se construye con continuos saltos temporales propiciados por las conversaciones que se escuchan en off, que intentan recomponer un puzle al mismo tiempo que lo hace el espectador. La directora de Madeinusa (2006) y Aloft (2014) ofrece un nuevo registro en su carrera al acercarse al thriller, y lo hace aferrándose a algunos de los lugares comunes del género, pero sin dejar de demostrar su personalidad como narradora. La forma en la que retrata los cuerpos dentro de la naturaleza, la búsqueda de planos que transmiten inquietud a pesar de una aparente belleza y la creación de ambiente asfixiantes son algunos elementos con los que trabaja en el film, que consigue su objetivo de ser una película de género que funciona como tal. Pero sobre todo brilla por esa reflexión que propone a propósito de las distintas formas de entender la maternidad de las dos protagonistas. Un interesante punto de vista, a partir de una obra firmada por dos mujeres, que habla, en clave universal, de los miedos de estas madres y de la forma en la que se relacionan con sus hijos. María Valverde y Dolores Fonzi afrontan el duelo interpretativo con dos personajes opuestos que en realidad funcionan como dos caras de la misma moneda. Es como si se miraran a la vez en el mismo espejo –en este sentido el film tiene un aire bergmaniano– y cada una quisiera capturar el reflejo de la otra para transformarse en alguien que no es. Un planteo psicológico que consigue que un film que pudiera pasar por un producto de suspense alcance su propia y determinante valía.
La de lo infilmable es una categoría que sirve para amontonar obras literarias cuya complejidad (formal, lingüística o la que sea) las vuelve supuestamente inaprensibles para el lenguaje del cine. Distancia de rescate, extraordinaria primera novela de la argentina Samanta Schweblin, era una de ellas. Sin embargo, como tantas otras antes, ya tiene su versión cinematográfica. Y es que los libros infilmables no existen: lo que faltan son directores con imaginación suficiente como para traducirlos de un lenguaje a otro. Como ocurría con Zama, novela de Antonio Di Benedetto, o con El limonero real, de Juan José Saer, ambas infilmables hasta que lo hicieron Lucrecia Martel y Gustavo Fontán, Distancia de rescate propone un dispositivo narrativo que, en principio, no parecía fácil de reproducir sin que el peso de lo literario acabara debilitando la puesta en escena. Dirigida por la peruana Claudia Llosa, con guión coescrito junto a la propia Schweblin, Distancia de rescate es un relato construido a partir de un diálogo entre dos voces que, a priori, es muy difícil saber dónde está teniendo lugar. Un dónde que más que a un espacio físico hace referencia a un tiempo indefinido, pero quizá también a un plano distinto de la realidad. Las voces pertenecen a Amanda, una mujer que alquiló una casa de campo para pasar el verano con su hijita Nina, y a David, hijo de Carola, una vecina con quien Amanda empieza a construir una relación de amistad intensa. La narración avanza a partir de lo que ambas voces reconstruyen en off. En esa charla, en la que se percibe cierta urgencia, los roles están claros: David guía a Amanda para ayudarla a ordenar una serie de hechos que tuvieron lugar en los días previos. A veces el diálogo asume la forma de un interrogatorio casi policial. Otras, puede parecerse al que entablan psicólogo y paciente en una sesión de terapia. Pero también al que une al hipnotizador con el hipnotizado, e incluso al que mantiene un médium con un espíritu. Conducida por David, Amanda avanza a tientas en su propia historia, tratando de resolver contra reloj un misterio que debe entenderse en clave fantástica, pero que tiene su origen en un hecho concreto del mundo real y que tanto involucra el destino de Nina como el de ellos dos. Es cierto que la película no logra sacarse del todo la mochila literaria, patente en la presencia de esas dos voces, y que el giro final demanda de una secuencia explicativa que tal vez no era necesaria. Sin embargo, es exitosa en darle una forma cinematográfica a ese ambiente enrarecido en el que el temor es más una sensación difusa que una presencia concreta. Llosa crea algunas escenas e imágenes que sugieren ese terror innombrable, que se hace cuerpo en el terreno de lo maternal: la distancia de rescate es aquella que separa a una madre de su cría para mantenerla a salvo de eventuales peligros. Pero a veces, como acá, el miedo habita en aquello que, estando ahí, sin embargo se esconde de la vista.
Se puede medir el miedo en metros? ¿Se puede pensar que la posibilidad de protección o salvación tiene que ver con la distancia? Si algo dejó en claro la pandemia es que, por el contrario, la cercanía puede ser peligrosa, hasta letal. Y la novela de Samanta Schweblin, escrita mucho antes del COVID –y de conceptos como el de «distancia social»–, parece predecir la sensación de terror que aparece ante un mundo que no manejamos ni podemos controlar, ante una realidad indescifrable en la que los horrores son invisibles y pueden invadirnos sin que nos demos cuenta y cuando menos lo pensamos. Diez metros o cinco segundos de distancia no cambian nada. DISTANCIA DE RESCATE se traslada al cine en una época en la que uno de sus ejes temáticos ha cobrado inusitada fuerza. Y no me refiero estrictamente al virus –ni la novela ni la película tratan específicamente sobre eso– sino a otros elementos que forman parte de un debate urgente y que tiene que ver con el cuidado del mundo en el que vivimos. El otro tema fuerte de la novela –la maternidad, el miedo a que algo terrible les pase a nuestros hijos o el anticipado temblor ante que la idea de que cambien de tal manera que se vuelvan irreconocibles– es eterno, inmodificable, esencial. La película de Llosa, coescrita con la propia autora argentina, sigue bastante fielmente la estructura de la novela, su complejo entramado formal y temporal, hasta algunos de sus diálogos. Se trata de una historia contada desde la perspectiva de un narrador poco confiable (por motivos que se verán) para un oyente que puede no estar ahí en un lugar que no se sabe bien cuál es. Y esa historia incluye otras adentro, con nuevos puntos de vista que se acumulan a modo de cajas chinas. Todo es inquietante y no sabemos verdaderamente cuánto de lo que se dice, y de lo que vemos, es real. A quién escuchamos narrar la historia es a Amanda y el que la interroga es David, un niño que parece tenerla secuestrada o bien estar acompañándola en algún hospital. Sus preguntas son secas, inquietantes. «Eso no es lo importante», le dice. O bien, «esto sí lo es». Y la historia que ella cuenta lo incluye a él, o al menos a una versión de David. Todo empieza cuando Amanda (la española María Valverde) viaja a un pueblo campestre quizás en Argentina –nunca se especifica– a pasar unas vacaciones con su pequeña hija, Nina. Su marido, dice, está trabajando y llegará en unos días. En el lugar conoce a Carola (Dolores Fonzi, personaje que se llama «Carla» en la novela), una mujer un poco más grande que ella, bella y seductora, que también tiene un hijo… el tal David. Pero apenas la conoce, Carola le advierte a su nueva vecina respecto a su propio hijo. «Si te cuento, no vas a querer que David juegue con Nina», le dice. Y le agrega: «Era mi hijo, ahora ya no». ¿A qué se refiere? Es allí que entramos en otro flashback y pasará a ser Carola quien le cuente a Amanda su historia, mientras ambas están sentadas en un auto. Y es una trama de aristas fantásticas que involucra la misteriosa muerte de un caballo, una rara enfermedad del niño, una curandera local (Cristina Banegas, impecable) y algún «trabajito» que la señora le hace. Resumiendo: tras ese evento, Carola sentirá que su hijo ya no es más su hijo sino una criatura extraña, rara y hasta peligrosa. Amanda la mira como cualquier persona normal miraría a alguien que le cuenta una historia así a poco de conocerla, pero a la vez parece innegable que el chico es decididamente «creepy«: desafiante, pendenciero, inquietante. Y como ya lo venimos escuchando en una extraña situación (en el futuro, a partir de los diálogos en off que tiene con ella) no dudamos de su aparente peligrosidad. Amanda trata de no tomarse muy en serio, de todos modos, esa historia, pero igualmente teme por su pequeña hija. Y es allí donde aparece el concepto que le da su título a la historia, esa distancia máxima que Amanda –y muchos padres y madres– tolera tener a su hija, un hilo invisible que la une a ella y que teme soltar. Tenerla siempre dentro del campo visual le da una sensación de aparente seguridad, de estar siempre a tiempo de salvar su vida ante una potencial desgracia. «Yo siempre pienso en el peor de los casos –analiza Amanda y escribe Schweblin en la novela–. Ahora mismo estoy calculando cuánto tardaría en salir corriendo del coche y llegar hasta Nina si ella corriera de pronto hasta la pileta y se tirara». A partir de esa combinación de elementos en apariencia muy distintos se desarrollará DISTANCIA DE RESCATE, una historia teñida de ese terror inabordable a que algo grave les pase a nuestros hijos, o a que se vuelvan irreconocibles, a que dejen de ser quienes eran y se transformen en otra cosa. A ese miedo ancestral –con o sin sus componentes fantásticos–, la historia le suma uno de un orden casi sociopolítico: el de un horror que puede aparecer en donde menos lo pensamos, en la propia naturaleza de las cosas afectadas por la mano del hombre. Llosa, la realizadora peruana de LA TETA ASUSTADA (nombre que, convengamos, también podría servir para esta película) entiende muy bien esos temores y profundiza su versión en función del drama personal, de la relación entre las dos mujeres (hay una eje ligado a la atracción que Carola produce en Amanda que no está desarrollado en la novela) y en sus experiencias con la maternidad. Tengo la impresión que le cuesta un poco más, sin embargo, entrar en el otro terreno del film, el ligado a un horror más terrenal, físicamente comprobable, posiblemente un McGuffin pero también un misterio con características angustiantes. Si bien las pistas de lo que se irá develando están diseminadas con inteligencia y sutileza a lo largo del relato, a la hora de la tensión y el suspenso uno extraña algún o alguna cineasta con más vocación de cine de género para hacerse cargo de todo ese otro universo de miedos. No, no son zombies ni criaturas extraterrestres las que atemorizan a las protagonistas, pero bien podrían serlo. Y por más metafórica que parezca ser la amenaza –en el fondo todos sabemos que en algún momento nuestros hijos mutarán hacia otra cosa, en algunos casos a algo no muy diferente a los zombies–, también es muy real, tan real como esa pileta a la que la niña se puede caer si su madre se va, se distrae o mira para otro lado tan solo unos segundos. Así y todo, acaso eso no sea suficiente para frenar lo inevitable. Este último año y medio dejó en claro que entre la realidad y algo muy parecido al Apocalipsis puede haber apenas metro y medio de distancia. Y ningún rescate posible.
“Hay que prestar atención a los detalles”, repite una y otra vez David (Emilio Vodanovich) como una voz extraña que llega desde el más allá. Su tono aniñado, pero firme conduce a Amanda (María Valverde) en sus recuerdos, vagos y extraviados por el insistente ejercicio de la memoria. Distancia de rescate se afirma en una voz evocadora, en un relato fragmentado, en un juego temporal que entreteje retazos de presente y pasado para dar sentido a lo que vemos y a lo que se nos escapa. Claudia Llosa (La teta asustada) logra materializar en su puesta en escena ese complejo andamiaje de la literatura, la reconstrucción de los sucesos a partir de sus pequeños detalles, sus pistas dispersas en la imagen, ocultas a nuestra vista como las gotas tramposas del rocío. La conversación entre Amanda y David se suspende en el off y desde ese tire y afloje de la reconstrucción presentan la llegada de Amanda a un paraje rural de la Argentina, una estancia veraniega rodeada de campos sembrados, sus rutas convertidas en límites entre lo construido por el hombre y lo reclamado por la naturaleza. Amanda recuerda también la primera imagen de Carola (Dolores Fonzi), arrebatada y fascinante, incluso en el mundano transportar de dos baldes de agua potable. Ambas son madres, pero muy distintas; Amanda de la pequeña Nina (Guillermina Sorribes Liotta), aferrada a su peluche, temerosa de ese entorno ajeno a la ciudad; Carola de David, aquel eje del misterio, inquietante entrevistador que impulsa al armado de la historia, corazón de ese asomo fantástico que parece esperar tras la inocencia de la infancia. Llosa perfila sus hallazgos en la fidelidad a la novela de Samanta Schweblin, en la selección de sus mejores diálogos, pero también en la potencia que sus imágenes brindan a ese horror inexpresable que invade a Amanda. La distancia de rescate que la separa de su hija, que la mantiene alerta al peligro, es la que se disgrega en esos planos embriagantes que la rodean y la asedian: su entrada al pueblo como al diagrama de un laberinto, la experiencia de la soledad en el lago como preámbulo del mayor terror, la repetición del relato infantil nocturno como una premonición. Al esquivar el imaginario tradicional del terror, Llosa afirma la inquietud en lo concreto, en el agobio de lo material: la luz en lugar de la oscuridad, lo que se ve en lugar de lo que se oculta, lo que se afirma en lugar de lo que se niega. Distancia de rescate condensa los peligros de nuestra existencia en la dimensión oscura de la creación humana, la de su descendencia y la de su intervención en la naturaleza. Allí se conjugan los miedos, allí el cine consagra a la literatura.
Cuando se hace mucho hincapié en que una película está basada en un libro hay que asumir que la mayoría de los espectadores no han leído ese texto y que lo único que tienen frente así es la película. Las intenciones, temas, estilo y significado del libro no tienen absolutamente nada que hacer frente a la película. Adivinar sofisticación, complejidad y profundidad, son trabajos vacíos ya que no hay nada más que lo que vamos a ver. Distancia de rescate, como cualquier película, no debe recibir ni festejos ni ataques en relación a su vínculo literario. La película tiene imágenes lo suficientemente poderosas como para que entendamos su uso del lenguaje cinematográfico. El título alude a la distancia que Amanda imagina que debe estar de su hija para poder rescatarla en caso de que sea necesario hacerlo. Ella y la pequeña pasan unas vacaciones en un pueblo pequeño en Argentina y está claro desde el inicio que los temores de la protagonista se convertirán en el centro de este enigmático y enredado film. Una vecina llamada Carola, lejos de ahuyentar los temores de Amanda parece enfatizarlos con lo que le va mostrando de su vida. Todo el clima es de un sueño, de una pesadilla, donde las sensaciones son más fuertes que las resoluciones y donde la ambigüedad está en el corazón mismo de la historia. Marina Valverde interpreta a Amanda y Dolores Fonzi a Carola. Ambas están bien en sus roles pero Fonzi arrasa con su fotogenia absoluta en un papel que solo alguien preparado para el cine puede llevar a buen puerto. La directora consigue grandes momentos visuales pero se termina enredando en elementos crípticos para hacer más complejo algo que no necesitaba serlo. Más en los momentos que en el todo, la película va perdiendo fuerza y termina con un final muy por debajo de las ambiciones iniciales.
Adaptación cinematográfica de la novela de Samanta Schweblin Protagonizada por la argentina Dolores Fonzi y la española María Valverde, esta coproducción entre Perú, Estados Unidos, Chile y España, dirigida por la peruana Claudia Llosa, basada en la novela homónima de la argentina Samanta Schweblin, aborda temas vinculados con la maternidad, la amistad y las fuerzas de la naturaleza. La nueva película de la realizadora peruana Claudia Llosa, nominada al Oscar por La teta asustada (2009), es una apuesta arriesgada en todo sentido. Primero, por tratarse de la adaptación cinematográfica de la novela homónima de la premiada autora argentina Samanta Schweblin, también artífice del guion junto a la cineasta, segundo por el desafío de convertir un texto sumamente literario en cine, y tercero por tratarse de un thriller con toques de terror sobrenatural. Distancia de rescate (2021), estrenada en la competencia oficial del Festival de Cine de San Sebastián, es fiel a la obra de la también directora de Madeinusa (2005), cuya filmografía está atravesada por la creación de universos hipnóticos, atmosferas opresivas, realismo mágico y una sensibilidad particular para narrar historias vinculadas a los entornos femeninos. La distancia a la que se refiere el título es aquella que separa a una madre de su hijo, la que le permitiría o no salvarlo frente a una situación peligrosa. A partir de esa premisa surge una historia simple, pero plagada de giros narrativos que no develaremos por razones obvias. Una joven mujer, Amanda, llega con su pequeña hija a pasar unas vacaciones a un recóndito pueblo campestre ubicado en algún lugar de la Argentina. Al llegar a la casona veraniega conoce su vecina (Carola), otra joven madre con un hijo, que le cuenta un secreto que afectará a todos. Toda esta presentación ocurre con una voz en off presente que no narra lo que ocurre, sino que dialoga con uno de los personajes. Un cuento de terror, con brujas incluídas, que focaliza fundamentalmente sobre los miedos, pero cruzados con las relaciones maternofiliales y la destrucción del medio ambiente, con los vínculos y la perdida, con el fin y la permanencia, dentro de una historia plagada de símbolos, metáforas, leyendas urbanas, una poética y brutal puesta en escena, que le brinda el tono oscuro necesario, y un lenguaje que cruza géneros, modos y estilos de la literatura con el cine sin traicionar ni traicionarse.
La directora peruana Claudia Llosa (La teta asustada, ganadora en Berlín y nominada al Oscar) se impuso un desafío cuando decidió adaptar la novela de la argentina Samanta Schweblin. Quienes la hayan leído, y son muchos, recordarán que ese texto notable logra instalar un clima enrarecido, inquietante, desde sus primeras páginas: sus primeros diálogos. Y que podría resumirse como un texto que trata sobre la maternidad con elementos fantásticos, de thriller y terror. Entre otros asuntos, que no conviene develar, pero que exponen, desde lo literario, urgencias muy terrenales en torno a nuestro modo de vida poco sustentable. Llosa consigue algo parecido. Amanda (la española María Valverde) llega con su pequeña hija Nina, a una casa de campo vinculada a sus recuerdos de infancia. Su marido se reunirá con ellas pronto, escuchamos, mientras Amanda conoce a una vecina, Carola (Dolores Fonzi), que la subyuga. Carola es sexy y tiene un secreto vinculado a su hijo, David, al que una enfermedad cambió por otra persona. ¿Cómo? Con una apuesta a la estilización, cercana (acaso demasiado) al lirismo de algunos films de Terrence Malick, Llosa se apoya en el uso de las voces en off de dos de sus protagonistas que se hablan como narración de lo que vemos. Por encima (o por debajo) del relato. Y aunque estos recursos puedan agotar un poco, quizá a espectadores más adeptos a las formas estandarizadas de contar historias para consumo en streaming (esta es una producción de Netflix), hay aquí un riesgo, una apuesta que por eso mismo ya la destaca. Las dos mujeres protagonistas, sus hijos, y en segundo plano sus maridos, sus hombres, construyen un vínculo intenso y por tanto no exento de tensiones. En el que la amistad femenina se mezcla con la atracción, el afecto o la desconfianza. En un plano, atravesado por esa historia de misterio y magia que subyace como lo hace lo fantástico en la vida cotidiana. ¿Qué pertenece a un mundo u otro? Con su apuesta estética y (o a pesar de) una artificialidad un poco amenazante, con demasiadas cosas sin explicación, Distancia de rescate consigue crear ese clima de tensión que invita a seguir. Propone una búsqueda y encuentra varios tesoros. Como el joven, y ya experimentado, Emilio Vodanovich (David), con el trabajo de casting de la talentosa, casi imprescindible en el cine argentino que incluye chicos, María Laura Berch. O como el crescendo hacia un original tipo de horror — entre psicológico, místico y ecológico—, que pone la piel de gallina.
Inquietante metáfora sobre los miedos de la maternidad La hipnótica película basada en la homónima novela de terror psicológico de Samanta Schweblin llega este miércoles a Netflix. Distancia de rescate empieza con una escena desconcertante. Un diálogo cortado, poco entendible y angustiante, adentra al espectador a un universo tenebroso y plagado de simbología inquietante. Basada en la novela de terror psicológico de Samanta Schweblin, la película de la cineasta peruana Claudia Llosa hurga en los miedos más profundos de la maternidad y crea una atmósfera de realismo mágico hipnótica y calculada, en donde cada detalle cuenta, nada está librado al azar. La historia presenta a Amanda (María Valverde) quien pasa las vacaciones en un tranquilo pueblo argentino con su hija, Nina. Siempre preocupada por el bienestar de su pequeña, calcula constantemente la distancia de rescate necesaria para protegerla. La llegada de la escalofriante y sensual Carola -presa de secretos que es mejor no desvelar- desata un vaivén de emociones en las recién llegadas, que muy pronto caerán sumidas en la desesperación que produce el tenebroso escenario rural y sus habitantes. Sin ánimo de adelantar la raíz de los problemas que dan sentido al suspenso creciente de la trama, es preciso adelantar que no se trata de una película "para ser entendida" sino de una para ser gozada. Distancia de rescate es una experiencia sensorial entretenida (si a este crítico se lo apura un poco, la mejor producción argentina de Netflix de este año) y una metáfora desgarradora de los terrores de la maternidad. Si hay algo de carácter soberbio es la tensión generada entre María Valverde y Dolores Fonzi. Entregan todo y más al punto de llevarnos a cuestionar la verdadera naturaleza de sus personajes. Distancia de rescate no es para nada convencional y eso se agradece a cada minuto, más teniendo en cuenta la búsqueda y el estilo de tanques pochocleros a los que suele acostumbrarnos Netflix.
“Me gustó desde que la vi”, dice Amanda, que es la española María Valverde, de Carola, que es la argentina Dolores Fonzi. Valverde y Fonzi se baten a un duelo interpretativo leudante y turbio; sendos personajes intercambian indefensión y letalidad cuando lo necesitan, porque cada una sabe lo que debe hacer. Es probablemente la actuación más visceral de Fonzi en años. Pero Distancia de rescate no es de base una película sobre el amor tórrido y carnal entre dos mujeres (no dirige un varón con su carga de subconsciencia libido-asociativa), si bien las dos talentosas actrices protagonistas conspiran en pantalla para generar una presencia sincrónica y (al)química que derrama sudor de inquietud y romance potenciado. Esta es la óptica de una mirada distinta a la que estamos acostumbrados como espectadores, o sea, la de una cineasta. Por lo demás, Distancia de rescate excede el binarismo que propone un género del cine cuando se sirve codificado; coexisten varios subgéneros en este equilibrado potaje brujo de referencias: drama filial, lesbo-thriller (sí, pero en pocas gotas bajo la lengua), melodrama romántico, alegato ambiental, drama rural, tragedia fantasmagórica, suspenso psicológico tras la huella de la niñez gótica de Henry James. Terror. Poco terror, pero suministrado con la discreción de un síntoma foráneo, acaso demasiado anglosajón para el balance del conjunto. Escuchamos hablar a un niño, con su matiz de inocencia existencialista, con sus dudas neonatas registradas en el timbre de la voz. Pero la inocencia en esta película termina resultando un tejido cancerígeno, que no hará falta extirpar porque se hará pedazos, solo, ante la realidad pecaminosa y sórdida del mundo adulto y sus telarañas de complejidades, de realidades superpuestas, unas falaces, otras veraces, dentro de las que danzan reglas sociales que sedimentan un comportamiento mental esquivo que la niñez aún no ha asimilado. Trascendido en el continente latinoamericano el fracaso estético rotundo del Realismo mágico en el cine (del que formó parte el tío famoso de Llosa, Mario Vargas), con esta anomalía de géneros puesta en escena con la seguridad de una punta de lanza de un porvenir auspicioso, hasta sería posible un sueño húmedo de un probable Realismo fantástico, de un cine de misterio impregnado en lo visual de una atmósfera vaporosa, impresionista, soleada, bucólica, como si todo ocurriera en el paréntesis de una duermevela registrada bajo la plena luz del día –y no en los vértices y pasillos de caserones decimonónicos oscuros, por la noche–, una maniobra en el uso de la luz y el encuadre panorámico que fue la médula preciosista del mayor clásico del fantaterror de la primera mitad de los setentas del llamado Australian Revival, Picnic en las rocas colgantes (Peter Weir, 1975), que podría replicarse de este lado. Nos situamos lejos de Oceanía, pero somos parientes hemisféricos, por qué no fantasear (justamente) con un imaginario de un Horror meridional afectado por los mismos fantasmas identitarios, lo “fantalatino” mancomunado con lo “fantaustraliano” en una resistencia cuasi-utópica contra la colonización cultural. Sin vestidos victorianos ni visillos o juegos de té exuberantes, en plena actualidad, la cuarta película de la directora que ganó el Oso de oro en Berlín con La teta asustada, rubrica una trayectoria de poco más de una década signada por la coherencia plástica de un cine tímidamente regionalista (la radicación de Llosa en Barcelona parece tener la influencia de un mero código postal), por abordar temáticas y psicologismos nuestros, y de temple femenino, por explorar en la sensualidad e inteligencia de la mujer sin contaminaciones de mercado o apropiaciones de género inconvenientes, como hacerla portar un arma y que se comporte como un “hommo-predator” con tetas prominentes y encuadradas por sexistas, no asustadas; no hace falta filosofar para saber que la mujer en general puede hacer cosas que el varón no puede, y en esa retórica dicotómica de pragmatismo se instala, no el argumento sino la atmósfera de la película, tangible de recargada y confiable como un espejismo en el desierto. En resumen, Llosa no invierte ni un segundo de vida en intentar una internacionalización vulgar, exportable y banal –a pesar de que esta coproducción tiene dinero estadounidense–, si excusamos la música ubicua y resaltante –un mal de nuestra era– de Natalie Holt. Llosa, quiera o no, acaba de hacer una de las películas latinoamericanas de misterio y enajenación más promisorias en mucho tiempo, realmente una rareza, una excentricidad con personalidad. El casting del niño es otro detalle: terroríficamente efectivo o efectivamente terrorífico, adhiere a una costumbre de manual del Fantastique que viene por lo menos desde Freaks de Todd Browning, pasando por Venecia Rojo Shocking de Nicolas Roeg, hasta El legado del diablo de Ari Aster: incluir persona(je)s con rasgos faciales no canónicos, divergentes (todo acentuado por el maquillaje a veces, no somos ingenuos), ligeramente deformes o de un exotismo poco visualizado. Calcular que el cine hizo (¡hace!) explotación hasta de los albinos cuando requiere presencias ominosas. Entronizar a Llosa en un proto-Olimpo del futuro del cine de misterio en Latinoamérica (o Iberoamérica, dado que hay dinero español también en esta producción) no sería decir demasiado en tanto no existe, conformada, articulada, viva, pujante, organizada, retroalimentaria, una tradición actual sólida de un Fantástico panregional de consumo interno. Y materia prima hay de sobra, empezando, por ejemplo, en los mistéricos dominios folclóricos de las sabidurías de sanación antiguas y legendarias cuyo génesis se remonta a los tiempos previos a la hecatombe geográfica que terminó conformando la América de hoy junto al resto de los continentes. De allí surge, por ejemplo, el personaje de la chamana, que interpreta la totémica actriz de raza Cristina Banegas, una bienvenida intromisión de la alter-realidad telúrica de las civilizaciones pasadas que James Wan no dudaría en redituar como spin-off. En la Latinoamérica ruidosa, colorista y efervescente, el continente sí marca el contenido: muchos vinimos genéticamente de Europa, pero espiritualmente, temperamentalmente hemos sido receptáculos de contaminación gradual de signos de una tradición arraigada desde lo precolombino, o incluso más allá, desde lo precristiano. Llosa, con el poder psicoactivo de la ayahuasca, hace su propio pase de chamana también.
La compleja novela de Samantha Schweblin (escritora argentina, radicada en Berlín y cuya obra ha sido traducida a múltiples idiomas) es transpuesta a la gran pantalla, renovando la inagotable búsqueda literaria. Co-guionada y dirigida por la directora peruana Claudia Llosa (la lograda “La Teta Asustada”), “Distancia de Rescate” se observa en su adaptación una laborioso acabado para un sentido estético notable. El nivel de abstracción literario tensa sus fuerzas con la concreción visual del lenguaje cinematográfico, por enésima vez. El cine acomete el desafío de relatar lo abstracto, tramando una relación con los mecanismos literarios que nos retrotrae a los orígenes mismos del séptimo arte. La pregunta se balancea, reiterándose inconclusa: ¿fidelidad espíritu original o inventiva bajo rasgos de autor? “Distancia de Rescate” cobra cuerpo y forma, espejando su vida paralela bajo la maquinaria cinemática. Un thriller sobrenatural que nos habla acerca de aquellos instintos que terminan por imponerse; es el retrato de un envenenamiento progresivo. Es la angustiante noción de que lo familiar puede volverse extraño. ¿En quién podremos confiar? El terreno de lo siniestro roza los pliegues de la fascinación erótica y la mirada infantil pareciera interrogarnos desde el rincón más oscuro de la pérdida de la inocencia. La directora exhibe sutileza visual, una narrativa pausada y especial atención en pequeños detalles que exigirán la completa atención del espectador, tal cual se nos remarca. La mutua atracción entre sendas protagonistas femeninas da paso al extremo terrorífico, ejercitando una poética mirada del mal. Innovadora, la película plantea un punto de vista narrativo fluctuante, que elude todo convencionalismo. En la voz del relato, quizás, se resguarden ciertas llaves poseedoras de sentido. Los elementos de la naturaleza y el paisaje geográfico otorgarán suficiente simbolismo a la hora de desentrañar el misterio. El silencio revela lo inesperado: el tamiz de lo aberrante reflejará un objeto observado con idéntica inquietud. “Distancia de Rescate” es cine de género en expansión bajo la poderosa lente de la realizadora latinoamericana.
La amenaza de los peligros invisibles Entre tantas series efectistas y thrillers artificiales ejecutados a medida de los algoritmos, a veces Netflix estrena algunas películas que no responden a la narrativa y la estética mainstream, y eso es muy bienvenido. En esa rara categoría entra justamente “Distancia de rescate”, la cuarta película de Claudia Llosa que tuvo un estreno muy limitado en cines y que el miércoles 13 llega a la plataforma. La directora peruana, que sorprendió en 2009 con “La teta asustada” (ganadora del Oso de Oro en Berlín y nominada al Oscar), se arriesgó acá a filmar una novela que parecía inadaptable: “Distancia de rescate”, la nouvelle de la argentina Samanta Schweblin que fue un éxito editorial y recibió varios premios. Ya desde las primeras escenas, la película genera una suerte de extrañeza: se escucha la voz en off de una mujer que está agonizando y dialoga con un niño. Alguien (¿el niño?) la arrastra por un bosque de hojas húmedas. La mujer, entonces, empieza a recordar los acontecimientos que vivió en los últimos días. Ahí es cuando se presenta Amanda (la actriz española María Valverde), una de las protagonistas. Amanda llega a un pueblo del interior de la Argentina con su pequeña hija Nina para pasar las vacaciones. Apenas se instalan reciben la visita de Carola (Dolores Fonzi), una vecina gentil y un poco entrometida que también es madre de un chico algo mayor que se llama David. A medida que pasan los días las mujeres se convierten en compinches, pero algo se enturbia cuando Carola le confiesa a Amanda un secreto: su hijo sufrió una severa intoxicación cuando era pequeño, y ella, en la desesperación, recurrió a una curandera que rito mediante le salvó la vida. Sin embargo, a partir de ese momento, David ya no fue el mismo: el chico se volvió hosco, casi intratable, y la relación madre-hijo se arruinó para siempre. A Amanda le cuesta mucho entender esta situación. Ella es todo lo contrario: una madre muy vigilante y protectora. La “distancia de rescate”, explica ella, se refiere justamente a eso: es la distancia que separa a una madre de su hijo cuando este puede encontrarse en peligro, es un hilo invisible que permite reaccionar para evitar un accidente.