Misterioso misterio El manto de hiel (2014) aspira a ser un film de suspenso e intriga. Con las primeras escenas el director Gustavo Corrado adelanta desde la música y las imágenes qué es lo que debemos esperar en la próxima hora y media de película. Si bien el comienzo resulta convincente y abre interrogantes, la promesa inicial se diluye rápidamente en la poca solidez argumental del film. En el medio de un inhóspito desierto, los primeros minutos del film nos muestran a Julián (William Prociuk), un joven vestido de traje negro y en su auto descapotable, con un misterioso maletín. Al quedarse sin nafta llega al primer pueblo cercano a pedir ayuda. Pero ese lugar está habitado por unos extraños señores que lejos están de querer ayudarlo. Julián empezará a vivir una pesadilla cuando entiende que salir de ese lugar ya no estará en sus posibilidades. Julián sentirá atracción por Ana, una joven que, junto a su hija Frida serán las víctimas de estos hombres que guardan un secreto y que crean el terror y la amenaza en cualquiera que pretenda saber más. Julián aparece allí como el salvador pero aún así el miedo se apoderará también de él. Desde algunos planos el director intenta crear en el espectador la sensación de demencia en la que todos los que conviven allí se encuentran. Constantemente hay un vaivén entre lo que se vive y lo que se sueña o fantasea. Ese juego de irrealidades, aunque interesante, luego no se aprovecha lo suficiente en el drama. La mayor parte del tiempo la película se regodea por demás en mostrar a los hombres del lugar, y en hacer de ellos una especie de monstruos a quienes hay que temer. Corrado intenta en cierta forma que el film adquiera suspenso y acción, pero la heroicidad en el personaje de Julián tarda bastante en desarrollarse y se extiende por demás en situaciones que no hacen avanzar el film y que la hacen bastante predecible y aburrida. A esto se le suman las inconsistencias argumentales, como ser el maletín que carga Julián. Al comienzo se abre una incógnita respecto de este, pues el personaje se preocupará por él por demás. Sin embargo luego no gana ninguna importancia dramática que justifique su aparición. La sucesión de este tipo de inconsistencias en el guión no dejan crecer la tensión necesaria para atraer al espectador y mantenerlo expectante hasta el final. El manto de hiel parece vender el enigma por el enigma mismo: agregando sentidos con la música, con la manera de filmar, con las obvias actuaciones pero la trama es fallida y no convence a pesar de las intenciones.
Pueblo chico, alegoría grande. Entre la frase sentenciosa que reza un fragmento del Infierno de Dante Alighieri, Que olvide toda esperanza aquel que entra a este lugar y la postal de todo relato que comienza con el extranjero en tierra ajena, bajo el abrasador sol y la aridez del desierto sanjuanino, se desliza el desarrollo tentativo de una historia que en la superficie transita por los andariveles del drama iniciático, pero que en la profundidad adopta características fantásticas, las cuales funcionan sencillamente como parte de una alegoría un tanto obvia que busca hacer blanco en la memoria y el inconsciente colectivo de la sociedad argentina al establecer el paralelismo entre los huesos del pasado que se quiere enterrar y el terremoto de la conciencia que hace fuerza para que esa verdad emerja en el temblor de los tiempos. Es así como El manto de hiel, del realizador Gustavo Corrado (El armario, Garúa) busca, bajo el pretexto de la ficción, trazar puentes comunicativos entre el pasado y un personaje (quien paradójicamente esconde su pasado), que se enfrentan en un territorio desconocido, habitado por extraños. Éstos pretenden conservar el orden y el status quo, además de mantener oculto un secreto que los hace cómplices a todos, con mayor o menor grado de responsabilidad, vinculados estrechamente con el pasado. La experiencia de filmar en paisajes de la provincia de San Juan –el film contó con el apoyo absoluto de la gobernación y se rodó en locaciones como El Caucete, Marayes y el Dique Cuesta del Viento- y contar con actores oriundos del lugar, hace mella en las irregularidades evidentes que se ven plasmadas en pantalla. Por momentos se imponen los paisajes desde su poder visual y no como elementos funcionales a la trama y por otro, los exabruptos de ciertos personajes con parlamentos altisonantes aportan ruido al relato. Si bien ciertas ideas consiguen su correspondencia en la puesta en escena, otras no logran su cometido como parte integral de un todo conceptual y ese defecto genera alguna disrupción en el desarrollo. Al director Gustavo Corrado, quien también produce, escribe y en este caso se hizo cargo de la fotografía, le juega una mala pasada la necesidad de conservar la ambigüedad en la historia para poder ejecutar las alegorías sin que el artificio se revele de primera mano. Pero ese denodado esfuerzo –es valorable de todas maneras la intención- no le alcanza para ocultar las costuras de esa red de significados buscada desde el primer minuto cuando el extraño, interpretado por el actor William Prociuk, se queda varado con su auto en un inhóspito paraje surcado por una vía muerta y habitado por un grupo de extraños que miran con recelo su llegada.
Paranoia sin rumbo Este nuevo film del aquí guionista, fotógrafo y director Gustavo Corrado arranca de manera intrigante y auspiciosa: vemos al protagonista, Julián (William Prociuk), un muchacho vestido de impecable traje oscuro, manejando un imponente BMW negro por las rutas de una zona desértica tan bella como desoladora. El auto se queda sin nafta y el joven terminará pidiendo ayuda en una casona del lugar. Claro que allí no encontrará inocentes vecinos, sino una comunidad bastante violenta y perversa. Quedará, por lo tanto, atrapado entre una falsa hospitalidad y promesas de combustible para su vehículo que nunca llega. El problema es que, tras esos primeros 10 minutos, la historia se le escurre de las manos al director de El armario y Garúa como la arena del árido lugar. Hay un misterioso maletín que funciona como McGuffin hitchcockiano, un atisbo de historia de amor con una muchacha que, junto con su hija, espera en vano desde hace años la llegada de su marido desaparecido, un terremoto, unas pesadillas en forma de flashbacks que explican algo del pasado del protagonista y claro las miserias y rituales de esa suerte de secta. El film no termina de encontrar nunca sus climas ni su rumbo. No llega a ser un relato de terror paranoico, no hay construcción de tensión ni suspenso, tampoco se logra un mínimo espesor psicológico dentro de ese clan, los diálogos son en muchos casos ampulosos, las actuaciones resultan en general bastante forzadas y, así, no hay manera de empatizar con los personajes ni de involucrarse en sus decisiones y acciones. Queda, por lo tanto, la posibilidad de apreciar la belleza del lugar, aunque ya estemos hablando de méritos más turísticos que cinematográficos.
Daba para cuento no para un film Surgido hace ya 24 años, Gustavo Corrado ha hecho apenas tres largometrajes: "El armario" (2000), "Garúa" (2005), y recién ahora "El manto de hiel". Los tres de asunto algo abstracto, hombres empeñados en algo difícil de compartir, bajo costo y gusto amargo. Esta vez, un tipo joven, de traje negro, está detenido en medio del desierto. Un ave carroñera ya empieza a explorar el auto. El tipo toma una valija pequeña y llega hasta un caserío para pedir nafta. Hubiera sido más lógico quitarse el saco y llevar un bidón, pero eso no es lo más raro. Apenas llega, una mujer, sin decirle agua va, le cruza la cara de un sopapo que le deja sangrando el labio. Los hombres del lugar no le pegan pero tampoco le dan la mano. Lo miran como burlonas aves de presa. No son campesinos ni serranos. Más bien suenan como porteños escapados. Misteriosos. Solemnes. Con un tornillo de menos. Raros hasta para cantarle el "Cumpleaños feliz" a la única nena del lugar. Y viven de algo raro. Con odios entre algunos de ellos, a causa de alguien que se fue y nunca más volvió. El relato tiene ciertos puntos en común con "Una mujer en la arena" (Hiroshi Teshigahara, 1964). En otros, amaga con el cine de terror (a señalar, la escena de un grito en la noche). En ese ambiente, es lógico que el tipo tenga sueños poco saludables. La realidad tampoco es saludable, ni para los turistas ni el pianista ni siquiera para los lugareños. El final, en cambio, podríamos decir que es feliz. No diremos para quién es feliz, pero sí que esto daba para un cuento y no para una película de hora y media. Rodaje en La Planta (Caucete, San Juan), un pueblo minero abandonado cuyas taperas volvieron a ser casas en manos del director de arte Leandro Illescas. Fotografía, Gustavo Corrado e Ignacio Torres.
A 30-something slick city man wearing an impeccable black suit with a starched white shirt and a briefcase gets stranded in a God-forsaken town in the desert of San Juan when his car runs out of gas. He seeks help among the townspeople, a group of mysterious old men who hide some dark secrets (by the way, so does the slick city man). But there’s no gas available — maybe later on, or tomorrow. There’s also a young, good looking woman and her daughter, who wait for the return of the family man who vanished into thin air. As the city man anxiously waits for his ticket out of this dying place, some strange natural (or supernatural?) phenomena start taking place. It doesn’t take him long to realize that once he entered this place, he’d never get to leave. He’s now trapped and in danger. That would be a succinct synopsis of El manto de hiel, the new film by Argentine filmmaker Gustavo Corrado, arguably one of the worst local releases so far this year. Not so much because the way its plot unfolds is contrived and far-fetched — whimsical love affair included — but mainly because, in formal terms, almost everything has gone awry: the dialogue, which lacks as much verisimilitude as the characters do, the lousy editing that fails to provide the film with the right tempo, or the almost nonexistent dramatic crescendo that turns the movie-watching experience into an exercise in overcoming tedium. But the worst part are the wooden performances from the entire cast, with William Prociuk heading the list. Lines are uttered as though they were being recited, with no pulse or soul. Forget all about a broad emotional range as well. Had this been just a problem with a couple of performances, then it might have turned somewhat bearable. As it is, it’s impossible to get involved in the film. You just see actors, so to speak, trying to act, and it’s not a pretty sight. If there’s an asset in this entire mess, that’s the photography. From a technical point of view, it’s well accomplished. Yes, it’s formulaic, but well-done. Which is not nearly enough to redeem the film from its many other outstanding flaws.
Hora de analizar la llegada a salas porteñas del tercer largometraje de Gustavo Corrado, “El manto de hiel”, producción rodada en Caucete, San Juan, con el pleno apoyo de la provincia y el INCAA. Al salir de sala, pensaba que en pocas oportunidades, un escenario natural se vuelve tan central como para pensar que de no haberse filmado aquí, la historia sería más difícil de asimilarse para el espectador. Corrado elige contar un thriller tradicional, oscuro, con algunos secretos por descubrir, pero subordinando la trama a lo que la atmósfera imponente que la envuelve presenta. En “El manto de hiel”, conoceremos a un hombre de ciudad, Julian (William Prociuk) quien accidentalmente queda varado en un pueblito perdido de la provincia. Los habitantes del lugar, les digo, no van a colaborar para hacerle la estadía agradable. Ya desde el gran inicio percibimos que la hospitalidad no es su fuerte. Los problemas comenzarán temprano y si a eso le sumamos que el habilidoso pistolero (sí, para viajar solo a ciertos parajes hay que dominar armas, parece) se enamora de una local, ya tenemos un cuadro de situación para desplegar donde hay muchos elementos peligrosos en juego. Hay enigmas por resolver, tareas delicadas que requieren abrir el corazón para ser llevadas a cabo y un hombre que mutará en algo distinto, dentro de los aspectos de que funcionan como ejes organizadores. Hay que decir que el relato tiene sus desniveles, algunos “cabos” sueltos pueden molestar a los espectadores a los que les gusta que les cierre todo, pero su atmósfera captura bastante la atención del público. Aunque, es justo reconocer que su ritmo no acompaña el desarrollo de algunas ideas que se notan sin profundizar. Los protagonistas (Margarita Molfino, una encantadora revelación), en cambio, hacen lo suyo con oficio y tienen la química necesaria para ser el vórtex del drama. Es importante destacar que se nota el esfuerzo de producción por hacer un thriller distinto, explorando un ambiente geográfico fuera de lo común, en el que se luce la fotografía y la banda sonora. “El manto de hiel” ofrece una propuesta distinta a lo que estamos acostumbrados a ver en ficción nacional. Quizás no sea de los exponentes más logrados, pero seguro será de interés para el público arriesgado que busque un producto original.
Misterio impostado Un hombre queda varado en un pueblo desértico donde enfrenta un enigma que se diluye entre rígidas actuaciones y predecibilidad. “A vosotros que entráis, olvidad toda esperanza”, cita Dante Alighieri en La divina comedia. Con esa frase escrita comienza El manto de hiel y, justamente, esa esperanza es lo que parece ofrecer este filme de Gustavo Corrado, director de Garúa y El armario. El anhelo de estar frente a un filme con un elaborado suspenso se construye durante los primeros minutos de rodaje. Primero, una mujer otea el horizonte, al borde de una montaña, de cara al ocaso. Luego, el protagonista, Julián (William Prociuk, un porteño trajeado) se queda sin nafta en medio del desierto sanjuanino y busca ayuda en una vieja casona. La aridez del lugar va de la mano con los personajes que habitan la vivienda. Hombres maduros, peculiares, a tono con la estética ocre del ámbito. Sus penetrantes miradas parecen anticipar cada movimiento y palabra del muchacho. Algo saben y ocultan. Intimidan psicológicamente. Bien. Pero el tono impostado, muy guionado del relato, dominará a propios y extraños en este filme de carácter entre teatral y ritualístico. Con el correr de los minutos todo se diluirá, licuará por un pseudo misterio devenido en repetición, donde se impondrá lo predecible. Corrado pareció quedar preso de su obra, no supo resolver el enigma que le planteó un filme que podría haberse explotado desde las cualidades del protagonista (sin forzarlas ni sobreactuarlas por parte de Prociuk) y así evitar enfocarse en sus rivales de turno. Los ancianos responden a un mundo paralelo, como si fuesen fantasmas de otro tiempo. Sobreviven gracias a la fabricación de polvos que funcionan como pigmentos para darle color a la pintura. Suena raro. Ellos encajan como objetos dentro de una escenografía hostil. Pero al momento de hablar, la sobreactuación y cierta rigidez les juega una mala pasada. Julián está para el cachetazo femenino y el revoleo de objetos. También un maletín es foco de conflicto, pero luego, ello se desvanece. El filme navega entre besos y desolación. La sangre no escasea y la agonía certifica tanto el amor como el odio de El manto de hiel. Subrayar cada una de las acciones y hacer obvias alusiones (caso cuando se desentierran los huesos en pos de aquel secreto que busca ser develado) ubica al espectador en un lugar, un tanto ingenuo. A esto hay que agregarle un desarrollo empastado, que se traba solito, con abuso de la cámara lenta. Es un recurrente viaje al pasado y presente, fantasía y realidad, que le quita fluidez al argumento.
Con guion y dirección de Gustavo Corrado, la historia junta lo misterioso con lo sórdido, con un lenguaje sentencioso que a veces es muy logrado. Buen intento.
Un abismo de intrascendencia La primera escena de El manto de hiel -una mujer al borde de un precipicio, que termina dejándose caer al vacío-, resuelta con un par de planos silenciosos, que aprovechan el abismal paisaje sanjuanino, es bastante interesante, crea expectativa y aporta interrogantes. Pero ese interés inicial se queda ahí. Ya el plano siguiente, donde un hombre de traje en un lujoso auto (William Prociuk) va arrojando unos papeles mientras maneja, con gesto remarcado, se va restando intriga. Y en cuanto ese hombre llega casi de casualidad a un pequeño pueblo en el medio de la nada y comienza a hablar con la gente del lugar, en cuanto se van escuchando los diálogos artificiosos e impostados, ya esa ínfima esperanza de ver algo bueno se va al tacho. Así de rápido es que El manto de hiel queda condenada -o más bien se condena a sí misma- a la intrascendencia. Sus tentativas por crear una atmósfera opresiva y paranoica en ese pueblo dominado por un grupo de ancianos con misteriosos propósitos y en donde el protagonista -cuyo pasado también está envuelto en un enigma- no puede encontrar una salida, se van revelando como totalmente infructuosos. Lo llamativo es que cuanto más lo intenta, más lejos de su objetivo queda, debido a sus monólogos pseudo trascendentales, sus actuaciones acartonadas, su montaje enmarañado y confuso, su banda sonora de trazo grueso y su necesidad de explicar todo varias veces. Si a eso se le suman sus notorios agujeros en la trama, termina perteneciendo a ese tipo de films que nunca pueden remontar sus defectos iniciales, que desde el comienzo pierde la partida. Y no es que El manto de hiel sea un desastre absoluto o indigne con su desarrollo narrativo o estético. Es más, se puede percibir su voluntad por combinar la intriga con el western, haciendo chocar distintos universos y aprovechando un entorno particular para contar algo nuevo. Pero esa originalidad nunca termina de aparecer y lo que queda es una película que busca generar las preguntas correctas pero sólo consigue las respuestas incorrectas.