A pesar de pertenecer a ese sub género del drama, que tiene a una pareja felizmente enamorada luchando contra la enfermedad de uno de los miembros de la misma, esta propuesta sale de los lugares comunes presentando a sólidos personajes que demostrarán, por más que se endulcen las escenas, en la potencia de los diálogos y acciones, hay un universo nuevo por narrar.
“El territorio del Amor” de Romain Cogitore. Crítica Un retrato realista del amor en el que no todo es "color de rosa". La historia comienza con un encuentro, cuando María (Déborah François) y Oliver (Paul Harny) se conocen en Taiwán. María es rebelde, decidida y experta en holandés. Oliver es más tranquilo, tímido y habla catorce idiomas. Ambos se encuentran lejos de casa y trabajan como guías de turismo.
El amor como la posibilidad de una isla, un continente perdido, un campo de batalla. Son tantas y muy extrañamente significativas las metáforas entre el amor y la espacialidad. No así el tiempo, que puede quedar suspendido, eludido o mutilado; sin mapas el territorio del amor es todo descubrimiento. La historia de Maria y Olivier es el encuentro de dos senderos en medio del bosque. La juventud aventurera de Maria la expulsa de su territorio natal para explorar Taiwan, en búsqueda de inspiración para concluir su novela. Maria se desenvuelve con naturalidad, nada parece sorprenderle o acomplejarle. El territorio allanado de su aventura se vera radicalmente modificado con el ingreso de Olivier. El trabajo de guía turístico, rol que ambos desempeñan, se encuentra plagado de una extranjería que les permite a estos personajes “desmarcarse” del territorio. Dejando en segundo plano el paisaje y su cultura, la propuesta vuelca todo su interés en desarrollar la “isla” que consolidan Maria y Olivier. Una historia de amor nos cuenta un encuentro y puede darnos un desencuentro. Las marcas que forman los senderos sobre la vegetación no son más que los rastros de sus habitantes. La construcción de una bifurcación entre la historia de Maria y Olivier toma gran parte de la cinta, sin dramatismos fantásticos, pero sí con milagros inesperados. Aun así, la franqueza de Romain Cogitore nos entrega chispas de emotividad sopesadas con realismo brutal. EL TERRITORIO DEL AMOR L’Autre Continent. Francia, 2018. Director: Romain Cogitore. Intérpretes: Déborah François, Paul Hamy, Vincent Pérez, Aviis Zhong, Nanou Garcia, Daniel Martin, Christiane Mille. Duración: 97 minutos.
Diferentes lugares, un mismo sentimiento. El territorio del amor es una película romántica francesa escrita y dirigida por Romain Progitore. Y está protagonizada por Déborah François como Maria y Paul Hamy como Olivier, una pareja de franceses políglotas que vive en Taiwán, que entra en crisis cuando el segundo se enferma de leucemia. Completan el elenco Daniel Martin, Aviis Zhong y Vincent Perez, entre otros. La historia está estructurada en tres actos claramente diferenciados por sus respectivos puntos de giro. Es así como tenemos un primer acto que recuerda a Piso compartido, ya que se habla, en tono de comedia, del romance entre dos franceses en el exterior, en este caso Taiwán. Para pasar al drama en un segundo acto en el que la leucemia de Olivier llega a un estado tal de gravedad como para terminar en coma. Y por último un tercero, en el que vemos cómo afectan las secuelas de dicha enfermedad en su relación. Lo primero que vale la pena destacar es el trabajo actoral de Déborah François sobre quien cae todo el peso dramático de la película, cumpliendo eficazmente los roles de novia, enfermera y acompañante terapéutica. Que saca provecho a su vez de la química que tiene con Paul Hami, para otorgar verosimilitud a este romance entre estos dos buscavidas políglotas en el que se destacan las escenas de ternura genuina, que ayudan a generar empatía con el espectador. Aunque lo que juega en contra son las cortas escenas surrealistas propias de la obra de un Jean-Pierre Jeunet o Michel Gondry, como la de la nieve en la ducha, que carecen de sentido y quedan colgadas en la trama ya que explican cosas que resultan más efectivas si son mostradas, generando a su vez un efectivo suspenso. En conclusión, El territorio del amor es un drama romántico que se sostiene gracias a la química existente en su pareja protagónica. Pero comete el error de poner en escena algunas escenas surrealistas, que desentonan con lo que pudo haber sido uno de los mejores exponentes cinematográficos de esta tendencia actual que comenzó con el estreno de Bajo la misma estrella.
En el final de Las damas del bosque de Boloña, segunda película de Robert Bresson, basada en una novela de Diderot, Agnès agoniza envuelta en el vestido de su casamiento. Fue el instrumento de una cruel venganza y ahora se encuentra en la frontera entre el castigo y la redención. Su enamorado le toma la mano y le suplica: “Aférrate a la vida con todas tus fuerzas. Aférrate a mí. Lucha. Quédate conmigo”. Con los ojos cerrados y en apenas un suspiro Agnès responde: “Lucho. Me quedo”. En esa última bocanada de aire de su protagonista, con los ojos elevados al cielo, Bresson levanta su cámara y preserva el misterio. Los franceses han convertido al amor en el escenario de varias encrucijadas: entre la vida y la muerte, entre la razón y los sentidos, entre la carne y el espíritu. Allí se debaten los amantes, se arriesgan y se arrepienten, se entregan y se salvan. Siguiendo esa tradición, el director Roman Cogitore hace algo más: entrelaza la experiencia del amor y la del aprendizaje de un nuevo idioma, en un camino que requiere paciencia y confianza, y la entrada en un territorio desconocido que palabra a palabra se convierte en propio. María (Deborah François) viaja a Taiwán con el objetivo de escribir una novela iniciática, de encontrar aquel material que se le hace esquivo en su vida cotidiana en París. Habla varios idiomas pero, como en el amor, su corazón no se entrega a ninguno de ellos. En uno de los recorridos turísticos de la isla conoce a Olivier (Paul Hamy), metódico y responsable, cuyo aprendizaje de las 14 lenguas que habla nace de una estrategia minuciosa: asociar cada uno de ellos a un lugar en su memoria. El inglés habita en el cuarto de su infancia, el mandarín en un templo de Taiwán, el alemán en el patio del liceo. El territorio del amor parte de esa asociación entre la lengua y la memoria para seguir el romance entre María y Olivier no solo en sus momentos felices sino en los obstáculos que deben sortear: la diferencia de temperamentos, el imprevisto embarazo, la enfermedad. La textura de la película se adhiere a la mirada de María, a la experiencia de un amor que aprende a poner en palabras, a la memoria de una relación que escribe como un cuento de ficción. Pese a la centralidad de la enfermedad de Olivier, a los vaivenes de su recuperación, la película evita los golpes bajos y se concentra en esa lucha por aferrarse a una vida atesorada, en el aprendizaje de un idioma que siempre esconde sus palabras. Cogitore no teme adentrarse en un territorio difícil para las fábulas de amor que no contienen sacrificios. Sus personajes mantienen su integridad en sus dudas, nunca se reducen a explicaciones. La memoria de Olivier persiste organizada en espacios: Canadá como un refugio desprendido de su infancia, Taiwán como esa aventura ahora irrepetible. Pero es María quien nos invita a su mirada, ajenas a las certezas, inquieta como el deambular de la cámara por las calles de Estrasburgo o la selva de Taiwán, descubriendo sus próximos pasos a medida que construye su presente y su memoria.
Román Cognitore guionista y director de este curioso film nos plantea primero una historia de amor entre dos espíritus libres. Dos franceses, una chica aventurera que quiere escribir su primera novela y un muchacho que sabe 14 idiomas, que trabajan temporalmente como guías turísticos en Taiwán. Diferentes y encantadores, se enamoran sin remedio, pero un año después, ya organizados e instalados en la relación, deciden un aborto, en pos de no cambiar sus planes y objetivos. En ese momento una enfermedad terminal de él los llevará de regreso al país natal. Lo que parece encaminarse hacia el melodrama es en realidad una reflexión sobre hasta cuando una pareja está dispuesta acompañar al otro, que ya no es el mismo de quien se enamoró. Interesante y sorprendente, realista, lejos de una visión rosa del romance. Buenos actores, buena realización.
El título original de “El territorio del amor” es menos atractivo, aunque quizá más significativo: “L’autre continent”, el otro continente, pero no porque buena parte de la historia transcurra en Taiwán, con el romance de una parejita de guías turísticos franceses que allí se conocen. Ella sabe holandés y algo de mandarín. Él es políglota, un auténtico nerd concentrado en el estudio. Por más linda, franca y predispuesta que ella sea, le costará llevarlo a la cama. Pero lo llevará. Serán felices, al menos en el primer tercio de la película. Dos traumas afectan la relación: un aborto acordado para seguir trabajando, y la casi inmediata leucemia grave y acelerada que afecta a uno de los miembros de la pareja. El tratamiento será en Estrasburgo, con pronóstico harto reservado. “La medicina que mejor le hace es el amor que usted pone”, dice un médico. “Déjese de basura católica”, responde la otra parte. Pero después vemos que va a rezar a la iglesia. ¿Sucederá un milagro? Esta no es una película religiosa. Tampoco es un melodrama tipo “Love Story”. Porque hay un temor casi tan grave como la muerte, y es la recuperación con secuelas. Ahí calza justo el título original. ¿Hasta dónde llega la capacidad de contener a la otra parte? ¿Y hasta dónde podrá llegar la recuperación? Película pequeña, bien cuidada, que de un modo suave plantea cuestiones graves, “El territorio del amor” nos reencuentra con Déborah François, la delicada actriz belga descubierta cuando adolescente por los Dardenne para “El niño”, y nos permite conocer a Romain Cogitore, un autor poco difundido, que se toma sus tiempos para preparar bien las cosas. Su anterior largometraje data de 2011, “Nos résistances”, nuestras resistencias, centrada en 1944, el último año de la Resistencia, y sería interesante conocerla.
Romain Cogitore recurre a escenas atemporales que generan un contraste con la vida de hospital, pues ambos necesitan sujetarse emocionalmente a un tiempo que ha sucedido, más pleno y con menos probabilidades de muerte. De esta manera, El Territorio del amor indaga en la complejidad de las relaciones humanas de forma intimista, oscilando entre las personalidades de Maria y Oliver.
MELODRAMA EN FUGA Como las enfermedades cuando ingresan en la vida de todos nosotros, en la película de Romain Cogitore una dolencia atraviesa y rompe con fuerza en un relato que, hasta entonces, contaba la experiencia sentimental de Maria y Olivier, una pareja de franceses que se conoce en Taiwán, que se construye sobre la base de evidentes diferencias de personalidad (ella es un torbellino, él es alguien más lento y mesurado) y que tiene a la palabra como eje principal: ambos trabajan de guías, ella está en el país asiático para escribir una novela y él habla 14 idiomas. Pero así como El territorio del amor es una historia de amor con sus particularidades, también lo es cuando la enfermedad toma protagonismo y la película no teme arrojarse a lo inverosímil. El film de Cogitore es claro en su estructura. Primero tenemos el amor, luego tenemos la enfermedad y la etapa de acompañamiento, y finalmente las consecuencias de la enfermedad y el ineludible desenlace trágico. Aun así, incurriendo en estructuras clásicas y con elementos reconocibles para el consumidor de melodramas románticos, el director toma desvíos por instancias que no eluden ciertas imágenes surrealistas o poéticas, como una nevada que cae sobre los amantes cuando están en la ducha. En ocasiones estos podría sonar un tanto subrayado o innecesario, pero El territorio del amor asimila un registro propio donde todo puede pasar, donde se integra lo prosaico con lo sofisticado. Es una película que no elude la extrañeza, como se hace evidente en la forma en que retrata la leucemia que ataca a Olivier y su posterior recuperación. Claro que en su afán por construir un melodrama convencional para luego desarmarlo ante los ojos del espectador, Cogitore comete el pecado de nunca terminar de construir un relato sólido o concentrado: de alguna forma cuesta encontrarle un sentido a todos los temas y tópicos que la película acumula a lo largo de su metraje. El territorio del amor se dispara por caminos insospechados, fascinando por momentos y generando hastío en otros. Hay algo auténticamente romántico en la historia de Maria y Olivier, pero también algo falso, artificial. No se puede negar que Cogitore construye un relato único, pero que también en ese afán pierde coherencia. Lo que tampoco se puede negar es que Déborah François y Paul Hamy están perfectos en sus roles, y que el magnetismo que generan en la pantalla es pate del sostén de este melodrama inclasificable.
Chica conoce a chico. Se conocen del otro lado del mundo, intercambiando palabras en diferentes idiomas. Ella habla cinco idiomas pero de repente él habla catorce y estudia para seguir expandiendo su lenguaje. Lo que empieza como algo intempestivo, con dos personalidades diferentes que chocan y se encuentran y se reencuentran, pronto los halla como una pareja. Una pareja formada pero todavía sin esos planes que a veces la sociedad parece hacerte creer que son obligatorios para todas las parejas, como casarse y tener hijos. Pero aquella relación que en un principio pueden controlar, decidir entre los dos qué, cuándo, hasta dónde, toma un vuelco con una noticia que amenaza con romper toda trama pre establecida. Cuando la tragedia toma forma, todo lo de alrededor se modifica, se deforma y una queda en el medio, improvisando mientras intenta nunca bajar los brazos. Que es el amor la fuerza que nos mueve, dicen. Pero es difícil aferrarse a esa idea cuando la correntada parece ir tan fuertemente en contra. La película que escribe y dirige Romain Cogitore empieza como una película romántica enmarcada por la expatriación, los lenguajes, la palabra -él quiere hablar muchos idiomas, ella quiere escribir-. Pero pronto toma un tono más dramático propio de un argumento fuerte que pone a prueba a estos dos protagonistas que indudablemente se aman, eso lo sabemos. Narrada desde la mirada de su protagonista, Maria (interpretada por Deborah François), es ella quien mueve el relato, quien se mueve para que la historia avance; eso lo vemos desde los primeros pasos de seducción. Así la vemos transitar con él las diferentes etapas de una pareja promedio hasta que una fuerza anterior rompe los moldes y los pone a prueba de manera dura y veloz. Hay una química innegable con su contraparte Paul Hamy como Olivier. Cogitore sortea con elegancia los golpes bajos en los que podría haber caído con mucha facilidad. Incluso hacia el final le escapa a los clichés y los lugares comunes y hasta por momentos consigue bellas escenas poéticas y sensoriales -surrealistas como la ducha entre los dos que de repente de convierte en nieve. ¿Hasta cuándo se puede seguir estando juntos si una de las partes tiene que sacrificar gran parte de sí? Ahí radica el centro de esta historia. Por eso no estamos ante una película color rosa. Un fuerte drama narrado con mucha sensibilidad y también realismo. Al principio, la voz en off de la narradora se pregunta: ¿qué nos queda? Quizás eso, el amor.