El misterio del río La huella en la niebla (2014), primera película de ficción de Emiliano Grieco, que el año pasado presentó el documental Diamante (2013), dialoga entre la realidad y la fantasía de la misma manera que lo hace su personaje central, pero con un estilo que lo vuelve un film tan bello como enigmático. En un comienzo vemos a Elías, un muchacho de unos treinta años remando río arriba entre la niebla. No sabemos hacia donde se dirige ni nada de su vida hasta ese momento. Pero poco a poco, y a través de pequeñas dosis de información, iremos descubriendo su pasado y que lo trajo de nuevo a la isla. La huella en la niebla remite en una primera etapa a un estilo de cine contemplativo (tal vez algo cercano al estilo de Lisandro Alonso o la forma de documentar de Gustavo Fontán), con un ritmo calcino, pero no por eso aburrido, y donde lo más interesante radica en la forma de construir el relato tanto visual como narrativamente. Un joven que busca reconstruir su vida y recuperar los afectos perdidos luego de una situación límite será el eje central de una historia obscura, cargada de misterio y de la que el espectador no sabe mucho más que la escasa información que Elías va dando a través de sus actos. Y es en esa pequeña historia es donde Grieco encuentra provocar un quiebre narrativo para mezclar género con cine de autor. El misterio que envuelve ese regreso será determinante en la generación de un suspenso atípico en un film de características contemplativas y observacionales. La huella en la niebla, como su título lo indica es una obra de atmósferas envolventes, donde la niebla y el ambiente natural serán un protagonista más dentro de una historia simple: la del regreso redentorio del personaje central, pero con la particularidad de romper los límites de la realidad para entrar en un mundo de fantasía y ensoñación.
El paisaje, la soledad, el silencio y un drama predestinado teñido de sangre. Interesante aunque en algún momento confusa. Un clima sostenido.
Enigmática y metafórica Del aspecto contemplativo el filme pasa a desarrollar un drama poten- te, con muy buenos secundarios. Cuando una película comienza enigmática, lo mejor que puede pasarle al espectador es que esa sensación, como de desasosiego, de cierta incomodidad, no termine de acosarlo ni siquiera cuando el filme llegue a su conclusión. La huella en la niebla empieza con Elías remando en su bote. Está solo, no solamente arriba de su embarcación, sino que no hay otro ser vivo a su alrededor. Está inmerso en la niebla, algo que el director Emiliano Grieco utilizará más que como una metáfora. Elías esconde un secreto. Adivinamos que está regresando, y desea reencontrarse con su pareja, su hijo, su padre. Pero hubo -y hay- una muerte entremedio, por lo que su vida en el pueblito, o en el campo, no le va a resultar sencilla. Grieco, que debutó en el documental antes de saltar aquí al largometraje de ficción, comienza su relato confiriéndole un aspecto más que contemplativo, a lo Gustavo Fontán. Luego la trama irá abriéndose, y con ella las perspectivas de que el drama vuelva a desencadenarse. El director eligió a Damián Enriquez, en la que es su primera película, y el protagonista cumple con los requisitos del personaje. Es escueto cuando debe hablar, y sabe expresar sus sentimientos hasta con economía de recursos. Distintos son los casos de Emme y Germán de Silva. Si bien cumplen labores en roles secundarios, pero que tienen fuerte influencia en el devenir de la trama, y en particular en el accionar de Elías, La huella en la niebla pega fuertes y bienvenidos cimbronazos cuando aparecen en pantalla. A De Silva -que desde Las acacias, de Pablo Giorgelli, pasó por Los dueños, Relatos salvajes y Patrón, radiografía de un crimen, entre otras- le basta con entablar un diálogo, hacer un silencio, cuestionar, para tornar aún más creíble esta historia de soledad, de un hombre que no cree en el destino. Y así le va.
Desafíos para trascender una trama convencional Si dos de los principales desafíos a la hora de hacer cine residen en hacer fácil lo difícil y en convertir situaciones ordinarias en eventos de dimensiones extraordinarias, Emiliano Grieco logra los dos objetivos en La huella en la niebla, su ópera prima de ficción, tras el corto Hijo del río y el documental Diamante. La película parte de varios clichés del cine independiente argentino, como el regreso del hijo pródigo a su lugar de origen y una trama ambientada en la naturaleza salvaje de las islas del delta del Paraná. Pero consigue trascenderlos gracias a sus personajes curtidos, creíbles y, sobre todo, a la expresividad de un dispositivo visual de indudables dimensiones poéticas (las imágenes de la neblina sobre el agua hace recordar, por ejemplo, al cine de los maestros rusos), lo que convierte una trama bastante convencional sobre un hombre que huye de un pasado trágico y sobrelleva conflictivas relaciones familiares, laborales y afectivas en una experiencia por momentos embriagadora y fascinante.
Bellos cuadros que se estiran demasiado Fiel a un paisaje litoraleño de aguas amplias, calmas y sucias, y costas barrosas y barrancosas, Emiliano Greco (no confundir con el homónimo pianista y compositor de tango) ya había hecho un corto interesante, "Hijos del río", sobre los viejos pescadores que van desapareciendo, y un largo, "Diamante", que tanto alude al lugar geográfico donde filmó, y donde comienza el Delta, como al valor de su personaje protagónico, un chico de vida silvestre, igual a un diamante en bruto que se niega a ser pulido. Ahora presenta otro largo, "La huella en la niebla", sobre un muchacho más grande que también prefirió quedarse en bruto. La historia es simple. Un joven surge de la niebla en medio del río, con una herida, más inclinado al trago y otros vicios que al trabajo. Su mujer se fue con otro, y su pequeño hijo apenas lo registra. Verlo tampoco se hace fácil. El joven sufre por eso, pero su naturaleza no cambia demasiado. Él es como el río que le da cobijo, donde rema tranquilamente solo, aparentemente calmo, con algún remolino cada tanto. Hay gente como ésa por aquellos lares. El problema es que Greco elige contar esto a través de una serie de cuadros, algunos de ellos muy lindos, pero todos de escasa acción y pocos diálogos. Junto a los trabajos anteriores conforma un tríptico de creciente belleza formal, que además mira las diversas edades, pero la película se le hace de 82 minutos, cuando todo podría entrar en 28, y hasta le sobra. Muy buena, eso sí, la fotografía de Tebbe Schoeningh.
Cuando lo que prima son las sensaciones Puesta al lado de ciertos films de Gustavo Fontán (La orilla que se abisma, El rostro) y de Sergio Mazza (El amarillo), La huella en la niebla parecería hablar de un género “cine del Paraná”, que hace propio lo que es propio del río. La mansedumbre que da paso a crecientes imprevistas, la horizontalidad de río de llanura, el modo en que corrientes invisibles inciden sobre su régimen y temperaturas, la neblina y los reflejos del sol que afectan la percepción. Como esos films de Fontán, en la ópera prima de Emiliano Grieco lo sensorial se impone por sobre lo narrativo. Se asiste aquí a un relato que, como los terrones de barro que el protagonista desgrana a manguerazos, parecería deshacerse en la discontinuidad, desmaterializándose plano a plano.Hay un protagonista, un crimen, circunstancias propias del drama. Pero a la larga priman ciertas sensaciones. Herido a la altura del abdomen tras un incidente brumoso, un joven llamado Elías vuelve remando a la isla donde vive, descubriendo que a su casa se le llevó la inundación. El padre le da refugio, alguien le consigue conchabo en un buque, comienza a levantar un nuevo rancho, su ex le recuerda su pasado de alcohólico, la nueva pareja de ésta lo echa violentamente. Elías no puede ver a su hijo, se compra una petaca de whisky y las cosas tienden a desmoronarse. Como el barro reseco y humedecido. El relato es igual de seco, parco como los sonidos del río. Pero el silencio aquí se oye: conviene, en la escena inicial, parar el oído en medio de la noche, oír el sonido de la corriente, el roce de los remos y el bote. En las siguientes, escuchar el rumor de fondo, que es electrónico pero parece acuático.El silencio se oye, la oscuridad deja ver, entre sombras. Las casas son sumamente provisorias en la zona: se come a la intemperie, se vive casi más en el bote que en tierra. El film es en colores, pero toda la secuencia inicial es negra, y la que le sigue, blanca. La primera, por la noche sin luna. La otra, por la espesa niebla diurna. En una de las primeras escenas, una mano agónica asoma desde el borde inferior del cuadro, interrumpiendo la calma del bote detenido y el plano fijo. A la mañana siguiente, la niebla es tan espesa y blanca que parece un sueño. Grieco organiza el relato de modo impresionista, fragmentando el tiempo y el espacio: planos recortados y grandes elipsis.Hay dos problemas con la herida del protagonista. Uno es de orden práctico. ¿Hay alguien sobre la Tierra que en ese caso no se aplique aunque más no sea un poco de alcohol o agua oxigenada? ¿Que no se ponga una venda o una gasa? ¿Alguien a quien, de ser así, la herida no se le infecte? En ambos casos, la respuesta es la misma y lleva por nombre Elías. La otra traba es de carácter simbólico. Esa herida del costado izquierdo, sumada a ciertas imágenes religiosas muy “puestas” sobre el relato, hablan de un intento de asimilar al protagonista al sujeto por excelencia de la iconografía cristiana. Lo cual, vista la cadena de sentido que hilvana el relato, no parecería venir a cuento. Más vale quedarse, entonces, con la apelación sensorial de La huella en la niebla, que cuenta con el infalible Germán de Silva en el papel de padre, y una adecuadísima Emme (Emme Vitale, según los créditos), en el de la ex.
Río revuelto, río tranquilo Emiliano Grieco apela a los sentidos y al poder sugestivo de la imagen de La huella en la niebla -2015- para exprimir el jugo de una anécdota, que gracias a la puesta en escena y al meticuloso trabajo de tratamiento de la imagen se nutre de diferentes capas sensoriales (recursos audiovisuales diversos) que invitan al espectador a un viaje donde tiempo y espacio se van diluyendo en esa misma niebla del título, la cual surge también como marco simbólico en el derrotero del protagonista, Elías y su intento frustrado de redención. Hay un río que también es protagonista y que se presenta turbulento, más que calmo, como muchas veces corresponde. Mientras el agua ondea con cierta violencia, el bote que transporta al herido, Elías, surca ese río y lo devuelve a su origen. Él viene cambiado, con ganas de recuperar un pasado que también se perdió en la espesura de la niebla; las asignaturas pendientes con la familia, una ex pareja que se volvió a juntar con un hombre, quien ahora ocupa su lugar y le impide estar cerca de su hijo. Tampoco hay redención posible en la búsqueda laboral cuando los viejos hábitos no se abandonan y recuerdan aquella herida en el costado que no deja de sangrar, como otro recurso para despojar el relato de ese realismo sucio que muchas veces abraza el documental para encontrar verdades. La huella en la niebla por momentos dialoga intertextualmente con las propuestas cinematográficas del director Gustavo Fontán, no sólo por el protagonismo de la naturaleza o, en este caso, del Delta, sino por el vuelo poético de sus imágenes y el recurso del sonido no como referencia, sino como indicio para generar atmósferas diferentes y así lograr una correspondencia entre la emoción contenida, el silencio abrumador y la incertidumbre. Quizás, a veces el realizador subraya demasiado las ideas en cuanto a lo conceptual y no permite que un público consustanciado con lenguajes como el propuesto aquí, busque los rumbos para abarcar la película.
El río y sus misterios En los últimos años una de las características (bienvenidas) de algunas películas del cine argentino surgido a mediados de los 90 fue haberse alejado del universo Palermo Hollywood y sus personajes divagando entre forzados aires minimalistas y náuseas sartreanas de mesas de liquidación. En los últimos años una de las características (bienvenidas) de algunas películas del cine argentino surgido a mediados de los 90 fue haberse alejado del universo Palermo Hollywood y sus personajes divagando entre forzados aires minimalistas y náuseas sartreanas de mesas de liquidación. Títulos que aparecieron en el Bafici y en el evento de cine de Mar del Plata (Los salvajes; La araña vampiro; Germania; Marea) cambiaron la pose vacía y cool por los silencios de una naturaleza protectora pero también agresiva hacia los personajes. El referente, en cambio, tiene su origen en la original puesta en escena de Los muertos y La libertad de Lisandro Alonso y en la sólida y personal obra de Gustavo Fontán y sus alusiones a la poética de Juan L. Ortiz. La huella en la niebla, segundo largometraje del entrerriano Emiliano Grieco (Diamante, 2013), continúa con esa tradición narrativa donde el hombre y el paisaje se funden una y otra vez. La mínima historia se inicia con Elías (Damián Enríquez), un bote, el silencio invadido por los sonidos de la naturaleza y un relato que se construye a través de una información a cuentagotas. Aparece su padre (ese buen actor Germán De Silva), un pasado que cobra protagonismo, la joven Lara (Emme Vitale) con su nueva familia y el río como trance metafórico frente al estado de las cosas. La huella en la niebla tiene los tempos narrativos de ese río cansino que de vez en cuando sufre alteraciones, como ocurre con su personaje, en donde confluyen un pasado poco feliz y un presente que dependerá de la recomposición familiar y laboral. Para ello, la película trastoca de su atmósfera bucólica y de sus inquietantes silencios a la superficie genérica del policial, necesaria para que el director anude parcelas argumentales que resuenan como dispersas durante la primera parte. Tal como sucedía en algunos de los títulos de Alonso o en la trama de Los salvajes, ese mundo calmo marcado por el paisaje será invadido por la anécdota policial, en donde la sangre y la violencia adquirirán importancia para comprender las motivaciones de Elías junto a su pasado y su presente.
Pantano pretencioso A veces resulta difícil animarse a decir que una película es lenta. Se trata de un término que puede sonar o resultar “vulgar” para describir los tiempos y las secuencias a las cuales un determinado público no está acostumbrado y, por lo tanto, suele ser subestimado como argumento. Pues bien, en este caso se trata de una película lenta. No es necesario plantear o buscarle otro tipo de explicación, los “cortos” 82 minutos le quedan demasiado largos para lo que cuenta episódicamente, fragmentado por un -también lento- fundido a negro. La historia tiene en su centro a Elías, un muchacho treintañero que vive en el litoral (las referencias geográficas no son, en un acierto, demasiado claras) y ha matado a otro hombre, logrando escapar malherido. Cuando retorna a su lugar de origen decide reconstruir su vida pero, progresivamente, encontrará que es imposible escapar del pasado y estará nuevamente perdido en un punto de inflexión, entre la violencia, el alcohol y el desamor. De alguna forma, la bruma y la idea general del río acompañan esta idea, una metáfora visual que recorre toda la película. Sin embargo, esta búsqueda poética entre el espacio y el mundo interno del protagonista está lejos de resultar novedosa y sus tiempos no pueden asociarse a una búsqueda en todos los casos. Algunos segmentos resultan irrelevantes y por momentos el guión amenaza con sembrar males dirigidos hacia el protagonista, en una sumatoria que sólo los tiempos y las distensiones a las que nos somete el director pueden naturalizar en su conjunto. Por otro lado, algunos encuadres elogiables demuestran la capacidad del realizador para capturar en el paisaje el conflicto interno del protagonista, pero por largos minutos también nos encontramos con que estos mismos encuadres resultan redundantes una vez logra captarse el germen de la idea. Pero no todos son desaciertos: el clima tenue del film acompaña la idea general con una solidez que cierra conceptualmente el conflicto de Elías con la oscuridad de un cuento de Horacio Quiroga, una cuestión que se saborea mejor una vez se piensa la película en su conjunto más allá de sus irregularidades y las semejanzas que puede tener con, por ejemplo, el cine de Lisandro Alonso.
Aunque por momentos la cámara se detiene demasiado en el ambiente, este film sobre un hombre que vuelve a sus orígenes tras un incidente -que vamos descubriendo de a poco, por pequeños indicios- tiene la belleza de su mundo (esas islas llenas de verde y del gris neblinoso del título) y de la precisión al observar aquello que permite hacer avanzar esta trama densa, un ejercicio personal del cine.