La vida de Anna, de la realizadora Nino Basilia, abarca tantos temas y se abre y bifurca, tal vez innecesariamente, en tantas subtramas que el resultado final no solamente apabulla, sino que aturde y desorienta. Todo esto, al margen de un final filmado y subrayado con brocha gruesa. La Anna del título es madre soltera de un niño con autismo. Su ex no sólo no la ayuda económicamente, sino que ni siquiera se digna ir a ver a su hijo, internado en un hospicio para niños con autismo, “porque él ni me mira”. Anna también tiene una abuela con demencia senil viviendo en otro departamento. Se gana la vida -es una manera de decir- como lavaplatos en un restaurante y limpiando casas de vecinos. Si un sueño tiene Anna es el de viajar a los Estados Unidos. Cree, entiende que allí podrá ayudar en el tratamiento de su hijo. Pero planea viajar sola. El problema -uno de los muchos que se le presentan en la carrera de obstáculos que es este drama para su protagonista- es que no consigue la visa. ¿Por qué? Porque sus ingresos son tan bajos que en el consulado en Georgia, donde vive, desconfían. La vida de Anna tiene varios personajes secundarios que no hacen más que acentuar cierto patetismo. Los ambientes sombríos, aciagos, refuerzan el clima. La subtramas, que dejan el tema del hijo con autismo casi soslayado, pasan por un joven que persigue a Anna -estaría enamorado desquiciadamente de ella-, la problemática de la abuela, cierto vecino (el dueño del restaurante) que tiene en su mesita de luz un fajo de billetes de cien dólares, y Otto, un tipo que le asegura que por la plata que tenga vendiendo su departamento, él le consigue una visa. Trucha, pero visa al fin. De no ser por Ekaterine Demetradze, la visión del filme se haría más difícil.
Madre coraje La ilusión del exilio en Estados Unidos, resulta el tema central del primer largo de la directora georgiana Nino Basilia, La vida de Anna (Anas Ckhovreba, 2016), una historia cargada de realismo que sabe administrar el suspense. Escrita por la propia realizadora, la trama gira sobre una madre soltera de 32 años, que está pluriempleada, como limpiadora en casas de familias y lavando platos en un restaurant, para asegurarse su propia subsistencia en Tiflis y, sobre todo, la de su hijo Sandro, un autista ingresado en una institución especializada, que decide irse a Estados Unidos para mejorar las condiciones de vida. Anna (Ekaterine Demetradze) se arriesga, vende la casa y le da el dinero a un hombre que le promete conseguir un visado ilegal pero, sin quererlo, termina presa de un despiadado engranaje. Este panorama podría parecer bastante negro, pero la cineasta logra no oscurecerlo del todo, gracias, por un lado, al espíritu de la protagonista, que es retratada minuciosamente a través de todos sus gestos, tanto en el trabajo como en sus desplazamientos, y gracias, del otro, al objetivo que espolea a Anna: conseguir un visado para Estados Unidos, donde la recibirá un conocido de Irma, su mejor amiga. Esta perspectiva le infunde una gran esperanza de una vida diferente, así como un cargo de conciencia, ya que tendría que dejar atrás a su hijo; pero emigrar es para ella el único modo concebible de salir de la pobreza en la que está estancada, y ejercer por fin como médica, profesión para la que estudió en Georgia una carrera universitaria que finalmente no le ha servido para nada. Mezcla de humanismo y de constatación implacable, La vida de Anna es una ópera prima que impresiona por la calidad con la que plasma la vida cotidiana de una mujer que se enfrenta a una sucesión de momentos críticos, y a sus dudas y contradicciones, con una determinación desgarradora que sirve de motor a la trama, incluso cuando sus esperanzas no se ven satisfechas. Anna lucha contra la fatalidad, y la realizadora, que administra hábilmente el suspense de la narración, rinde a través de este personaje un homenaje sólidamente a todas las mujeres que luchan en un contexto socioeconómico en el que el dinero levanta barreras infranqueables hasta para las mejores intenciones, los sueños y la solidaridad.
“La Vida de Anna” es un drama contundente individual, que deja ver también el drama social de un país. Este largometraje de la guionista, realizadora y encargada, además, de la fotografía, la georgiana Nino Basilia, logra una empatía con el público femenino, a través de su guión y su protagonista, quien lleva todo el peso de la historia en sus hombros. El film muestra la vida de una madre joven, pobre, divorciada. Su mundo esta compuesto por su abuela, que se está demenciando y está a su cargo; una amiga del alma, un hijo autista y el padre de su hijo, quien está absolutamente desentendido de él y ha formado otra familia. Es una mujer valiente que a pesar de tener dos trabajos no llega al bienestar propio ni el de su hijo, pero que de todas maneras se niega a tirar la toalla. El guión de Nino Basilia, contado a través de escenas largas y planos detenidos, hace especial hincapié en los momentos previos a la toma de decisiones (tanto las buenas como las malas) de esta mujer y a las gigantescas contradicciones a las que se enfrenta antes de tomarlas. La cinta se apoya en una lograda fotografía, que acentúa el clima de desesperación tanto de la protagonista como el que viven también los personajes secundarios. Pero también incorpora algunos momentos de humor para alivianar la pesada carga de impotencia que impera en la película. La actriz que interpreta a Anna se pone al hombro este drama y ejecuta con soltura esa historia no tiene golpes bajo. Entre las secuencias de exterior y mediante planos fijos alargados en el tiempo en las escenas interiores, Basillia logra componer un retrato desesperante en el que sin embargo la dignidad de Anna sale airosa. El film propone una potente denuncia social y política, donde se pone al desnudo la hipocresía de los empleados que otorgan un subsidio estatal o los que están frente al mostrador donde se recibe la documentación para una visa a EEUU. Con frases de empleados que le dicen a Anna, “acaso ud. no sabe que sin dinero no se puede hacer nada”. Definitivamente “La Vida de Anna” no es una película comercial, es un un largometraje de ficción con un contenido real, en el cual el drama social, el naturalismo, los sentimientos humanos y la percepción de las situaciones muestran su verdadera cara. El film, con sus locaciones interiores y exteriores, muestra que la vida diaria de una mujer sola es dura. Y cualquier mujer puede entender perfectamente lo que siente el personaje. Todos los sucesos de la historia se vinculan con el dinero, pero la protagonista no se vende por él. Con todos los recursos cinematográficos al servicio del guión, la película muestra ese paso cuando se toman decisiones extremas que comprometen la propia vida y la de los seres queridos. De un realismo crudo, la cinta amerita ser vista porque muestra un humanismo cotidiano y la constatación implacable de cuán cruel puede ser la indiferencia puesta en la atención de los empleados públicos. Dedicado a las mujeres que tratan de mover montañas en contextos socioeconómicos en los que el dinero levanta barreras infranqueables hasta para las mejores intenciones. Igualmente es exagerado el suspenso sostenido lo que la hace una película lenta.
Es una rara avis encontrar en la cartela porteña una película proveniente de Georgia como es el caso de “LA VIDA DE ANNA” con lo cual, su estreno es una curiosidad para cinéfilos y para el público que gusta del llamado cine arte, con producciones más alternativas que las que se exhiben dentro del circuito puramente comercial. Nino Basilia debuta en el largometraje de ficción con la historia de Anna, una madre soltera con un hijo autista que debe tener varios trabajos como para poder subsistir (no solamente trabaja en una fábrica sino que además debe limpiar casas como para poder sostenerse económicamente ante un padre ausente), mantener su pequeño departamento y poder pagar la internación de su hijo. A esto se suma su abuela que parece estar progresivamente perdiendo la cabeza y que, de una manera u otra, también queda a cargo de Anna. La situación social y económica, claramente opresiva, hace que Anna vea como una única solución posible, el tratar de emigrar a los Estados Unidos buscando un horizonte diferente en donde poder reiniciar su vida. Cuando en la Embajada, le denieguen la VISA para que pueda viajar dado que sus ingresos comprobables no son los suficientes para que acepten su solicitud, comenzará un espiral vertiginoso, perdiendo sobre por completo el eje de su presente. Todo lo que suceda a partir de ese momento, ese punto de inflexión, se irá enrareciendo cada vez más. No solamente porque Anna no piensa cambiar de idea y seguirá tomando decisiones equivocadamente -en una notable sucesión de desaciertos-, sino que seguirá obstinadamente urdiendo ese plan a cualquier precio. Tal es su obsesión por emigrar a los Estados Unidos como única salida a su problema, que no medirá riesgos y se involucrará en una forma particularmente ilegal para conseguir la aprobación del trámite. Una película que habla de la desolación de una cierta clase social para salir adelante en un contexto completamente desfavorable, expulsivo y asfixiante. Anna, de todos modos, empeora más aún una situación tomando ciertas decisiones (que por momentos pueden parecer algo incomprensibles) que la ponen en una zona de peligro y de vulnerabilidad cada vez más desesperante. Y allí es cuando crece la propuesta de Basilia al construir un clima de tensión sostenido con el que se transmite esa sensación de peligro en forma permanente, como si se preanunciara una tragedia en cada escena. Ekaterine Demetradze como Anna, es un personaje que está permanentemente presente y no se escapa al ojo de la cámara. Ella lo nutre de esa desesperación, ese tono crispado y exasperante que transmite a puro nervio, sobre todo en las situaciones de máxima tensión entre los personajes, aunque a veces se abuse de ese registro que termina pareciendo un estado natural de la protagonista. Nutriéndose de ese cine que supieron construir como un estilo “novedoso” tanto Ken Loach como los Hermanos Dardenne (novedoso entre comillas porque sabemos que ese movimiento surgido a fines de los noventa abreva directamente del neorrealismo italiano, por citar algún referente) o de las primeras películas de Trapero o Caetano en cuanto a cine nacional; Basilia se juega por un cine social, comprometido, en donde pone la cámara como mero testigo de una realidad insoslayable. El guion acumula situaciones dramáticas, una tras otra, recayendo todas abundantemente sobre el mismo personaje central. De esta forma, no da el mínimo respiro y se crea una situación de saturación que no beneficia al relato. Anna toma algunas decisiones tan poco comprensibles que se hace casi imposible empatizar con el personaje (quizás sea justamente la decisión del director de crear ese “rechazo” por parte del espectador). Asimismo, algunas subtramas que tienen una importancia central en la historia, como el vínculo con su hijo autista (una desacertada elección de casting) o sus vínculos amorosos, quedan tratados con cierta superficialidad, con una rara liviandad en donde parece que el guionista hubiese querido desembarazarse del desarrollo y dejarlos librados al azar. Así y todo “LA VIDA DE ANNA” pinta fielmente el retrato de una época sin horizontes, de completa desesperanza, desasosiego y soledad, y lo hace con herramientas nobles y con un tono honesto y comprometido.
Esta es una esas películas que intentan imponer con premura un estilo de los denominados realistas: sabemos de entrada que la iluminación será naturalista, que la cámara estará más cerca que lejos de los personajes, y que no habrá música extradiegética (es decir, que no provenga de fuentes del relato). Esas decisiones de puesta en escena intentan sostener la historia de Anna, mujer sola con un hijo autista que sueña con irse a probar suerte a los Estados Unidos. Anna está asediada por decisiones equivocadas y, sobre todo, por una mala suerte en el borde de lo desopilante. Al final ya nada tiene la menor cohesión y se hace patente el programa cruel de este relato feo, fútil y falso.
De la remota Georgia llega esta propuesta, y tardíamente, que nos habla de cómo una mujer pone su esfuerzo para cambiar su realidad aunque los obstáculos se multipliquen. Relato intenso, doloroso, en el que el abuso de poder puede aparecer a la vuelta de la esquina y demostrar que nadie es quien dice y aparenta ser.
Un verdadero descenso a los caminos de la desesperación que enfrentan a los necesitados contra otros todavía en peores circunstancias. Una mujer joven, sola, con un hijo autista, un ex marido que se borra y la ilusión de conseguir una visa para poder viajar a los EE. UU como la solución a todos sus problemas. Una quimera que la hará pasearse por la necesidad, lo ilegal y la violencia. Uno de los problemas más candentes de la actualidad, tocados por la directora Nino Basilia, ubicando a nuestra heroína en Georgia, soportando ataques machistas, maltratos, tentaciones y casi ninguna gratificación en un verdadero infierno donde su realidad es cada vez peor. Que le puede quedar a una mujer que quemó sus naves, que vendió su única propiedad y ve que ese dinero, que ese sacrificio la deja con nada. Ninguna solución engendrada por ese tormento puede ser racional y nada se le ahorra a esa protagonista. Solo una espiral cada vez más profunda. Ekaterina Demeytradze es una actriz excepcional que sabe dota a su protagonista de todos los matices de reacciones frene a problemas cada vez más graves sin caer jamás en la sumisión.
“La vida de Anna” nos presenta una película de carácter social e intimista, al mejor estilo dardenne. El foco en esta ópera prima de ficción, de Nino Basilia -que deviene del documental- radica –justamente- en la simbiosis de la guionista, directora y también fotógrafa, con la actriz, quienes demuestran cómo -sin tanto despliegue técnico- se puede construir un relato honesto sobre una mujer que intenta mantener la integridad –como pocos- ante una sociedad corrupta que no está interesada en el destino de los ciudadanos. Aquí, una madre soltera de treinta y cinco (35) años sueña con emigrar a Estados Unidos para darle una mejor calidad de vida a su hijo autista, pese a que trabaja día y noche. La protagonista, pese a sus grandes reveses, entiende que la solución a sus problemas, no está regida por el afuera, o por las posibilidades del estado que tienden en acallar al individuo como un evidente plan macabro donde el remedio parece natural y adelantado. Por el contrario, da cuenta que el no buscar una salida inmediata, la ubican en un nivel de protesta más efectivo adonde no está sola, y donde el coraje abre caminos desconocidos que son parte de su identidad y que no encontraría en otro lugar que no sea el propio. Es una oportunidad de conocer una parte de Georgia, país euroasiático que desde mil novecientos noventa y uno (1991) formó parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y que guarda similitudes con el cinismo y la violencia que rige en todo el mundo, y que son la receta perfecta para la reflexión.
Sobrevivir a todo, incluso al guión Hay que retroceder más de dos años para encontrarse con otro estreno de producción georgiana en la cartelera local: Mandarinas, de Zaza Urushadze, en los papeles una coproducción con Estonia. La de Georgia podrá ser una cinematografía pequeña, pero cuenta con el padrinazgo histórico de figuras como Otar Iosseliani o Nikoloz Shengelaia, sin contar a georgianos de pura cepa que terminaron rodando en tiempos soviéticos, usualmente en idioma ruso, como Mikhail Kalatozov o Sergei Paradjanov. A pesar de esas tradiciones tan ricas y diversas, los referentes más claros en la ópera prima de la realizadora Nino Basilia son –como en tantos otros casos en el cine contemporáneo de todo el mundo– los temas y las formas de las películas de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne. Aquí también la cámara no se despega de su protagonista, Anna, una mujer joven y madre de un chico autista que debe ganarse el sustento trabajando en un par de empleos mal pagos, al tiempo que cuida de una problemática abuela. La vida de Anna es un retrato al mismo tiempo personal, generacional y social. Un relato de supervivencia. Como si se tratara de una prima lejana de Rosetta o de Sandra, la heroína de Dos días, una noche, Anna (interpretada por la actriz Ekaterine Demetradze) deberá tomar una serie de complejas decisiones frente a un precario equilibrio que irá desestabilizándose aún más con el correr de los minutos. En particular luego de decidir que la solución a sus problemas depende de una mudanza a Estados Unidos. Claro que conseguir una visa con sus escasos ingresos no es cosa fácil y los papeles truchos cuestan mucho dinero en el mercado ilegal. El primer acto logra dar en el blanco: la descripción del personaje y los modos en los cuales se producen ciertas relaciones comunales y sociales son precisas, como así también la de ciertas prácticas culturales profundamente arraigadas (¿será Georgia el único país, junto a la Argentina, en el cual la compra-venta de inmuebles sigue haciéndose con montículos de dólares en efectivo?). La fortaleza de Anna es evidente, aunque las marcas del cansancio, el hastío y el enojo comienzan a hacerse cada vez más permanentes en su rostro. A partir de cierto momento, el guion comienza a disponer una serie de obstáculos en el camino de la protagonista que van horadando no tan lentamente el verosímil realista que el film había construido con paciencia (la escena del dinero encontrado en un cajón y su corolario es sintomática) y, por momentos, se acerca bastante al capricho de un dios-narrador empeñado en hacer sufrir a sus criaturas con la esperanza de dejar bien plantada una moraleja. La suma de tropezones, caídas y malas decisiones de Anna se apilan una sobre la otra hasta llegar a un último golpe de guion tan imprevisible como forzado, que a su vez explica una subtrama que hasta ese momento se sentía extraña, absurda incluso. Usualmente, cuando una película crea situaciones y personajes como si se tratara de peones narrativos que pueden sacrificarse sin reparos ni remordimientos, se está ante un problema narrativo (o estético y, por lo tanto, ético) de cierta importancia
IÑÁRRITU A LA GEORGIANA Muchas veces el cine se reconstruye sobre la base de estructuras prediseñadas, que son más accesibles para el espectador. En La vida de Anna reconocemos al menos dos marcas bien precisas: por un lado la estética del exitoso cine rumano reciente, un drama social directo de cámara cercana y sin concesiones no carente de cierta búsqueda del absurdo sobre la burocracia, y por el otro las intenciones del cine ladino del mexicano Alejandro González Iñárritu, donde todo lo que puede salir mal sale mal, y si no se lo manipula para que así sea. Y precisamente en La vida de Anna, de la georgiana Nino Basilia, todo sale malísimamente mal, y muy especialmente a partir de la utilización de recursos arteros que sólo buscan el feísmo por el feísmo mismo. Eso sí, en estos tiempos cínicos que corren es un tipo de propuesta cinematográfica que funciona y es efectiva. Anna (estupenda Ekaterine Demetradze) es una madre divorciada, que tiene un hijo autista y un ex marido que no puede más de ingrato. Su objetivo, mientras trabaja de lo que puede, es conseguir una visa para irse a vivir a Estados Unidos donde, supone, encontrará un horizonte mejor para ella y su hijo. Pero tanto la propia historia como -sobre todo- el guión de Basilia le niegan constantemente un ratito de paz. Lo del hijo autista, que es mostrado de manera un tanto excesiva desde el arranque, podemos asumirlo como un resorte melodramático por donde explotará la tragedia. Sin embargo, no es más que uno de los botones que la directora presionará en un verdadero tour de force del maltrato contra sus personajes. Anna no sólo tiene un ex desagradable, sino también un jefe horrendo y un supuesto amante que la merodea y la persigue por ahí (un personaje sólo justificado por un guión pobrísimo), a lo que hay que sumar un chanta de esos que aseguran tener un amigo con poder que puede agilizar algún trámite. Anna irá enfrentándose a todos en una carrera de obstáculos del miserabilismo, dentro de un mundo que no ofrece ninguna salvación. Hay sólo dos cosas que hacen apenas tolerable el visionado de esta película. Por un lado esa estética tomada prestada del cine rumano, que le aporta una dosis de verismo interesante, cercana al docudrama, aminorando los efectos nocivos de sus giros inverosímiles, con algunos planos extensos que dan la idea de una realizadora con conocimiento de la herramienta cinematográfica. Y por el otro la presencia en el protagónico de Demetradze, actriz que lleva con hidalguía los excesos de un guión ridículo y que no aporta un gesto de más a un personaje que está absolutamente perdido. Esa dignidad que el resto de la película no tiene y que Basilia desprecia porque, supone, el subrayado se justifica en pos de aquello que se quiere señalar. La vida de Anna es un tono grueso constante, que se pone cada vez más grosera a medida que avanzan los minutos. Y en algunos momentos causa risa; de la involuntaria, obvio.
El precio de la dignidad. Realismo al estilo de los belgas Jean-Pierre y Luc Dardene se respiran en los intensos 108 minutos que la debutante Nino Basilia, realizadora georgiana, necesitó para sintetizar su ópera prima con el nombre de su protagonista La vida de Anna (2016). Anna es madre soltera y una de las tantas mujeres sostén de hogar en la ciudad de Tiflis, limpia casas ajenas y procura sobrevivir con distintos empleos precarios aunque estudió medicina en la facultad de un país de la ex Unión Soviética hoy llamado Georgia, donde son notables las asimetrías de clase y las agudas problemáticas de la situación social ante un Estado ausente. Anna (Ekaterine Demetradze) a sus 32 años además tiene un hijo autista, a quien visita cuando puede quitarle minutos a los trabajos o al cuidado de su abuela, de quien se hace cargo a pesar de no tener recursos y sobrevivir, mientras sus anhelos de exilio a Estados Unidos la sumergen en una espiral de malas decisiones en procura de reunir la cantidad de dólares necesaria una vez que en el consulado recibe un trato indiferente ante su situación y pedido de Visa negado. No solamente por la crudeza del relato sino por la impactante actuación de la protagonista y su temperamento, quien antepone su dignidad delante de cualquier atajo o propuesta obscura para conseguir su meta, el debut cinematográfico de la directora y guionista Nino Basilia es más que alentador sobre todo al no caer en el miserabilismo for export que muchos directores europeos prefieren a la hora de explorar conflictos de gente común como Anna y en situaciones extremas más allá del país o la geografía en que se desarrolle la trama. Es con ese presente con tanta fuerza de convertirse en futuro esperanzador la garantía y cuota de motivación para seguir apostando al realismo y a su poder en lo que hace al mensaje siempre que se complemente con una gran historia que merezca ser contada.
Ubicada en la Georgia de los años "90 (patria de importantes creadores como Pirosmani, Ioseliani, Balanchine y nuestro conocido Robert Sturua), "La vida de Anna" es un drama social con una serie de elementos que actúan como referentes de la situación de la mujer sola con niño (en este caso, un pequeño autista), insuficientemente contenida como para afrontar la sobrevivencia cotidiana, a lo que se suma un conflicto de salud familiar que la obliga a pensar en emigrar en busca de mejores condiciones de vida. Anna no consiguió un trabajo acorde a sus estudios y hace lo que puede en casas de familia y un restaurante de la zona. El padre de su hijo le dejó la casa para que se quede con el niño, que debe ser derivado a un establecimiento asistencial por su condición. Anna no sólo intenta obtener una visa para poder emigrar a un país que le dé mejores condiciones de vida, sino que sigue ocupándose de su abuela que ya muestra algunos problemas mentales. MELODRAMA ACTUAL Interesante presentación de una directora joven que sabe manejar los recursos del melodrama, aunque desbarranque un tanto al final y cuenta con una notable actriz, Ekaterine Demetradze, que logra transitar el delicado equilibrio del melodrama sin caer en el tremendismo ante tamaña suerte de cataclismos que acumula el guion. Bien contada, con un buen uso de los tempos dramáticos, quizás con demasiadas subtramas que resolver y un final sobrecargado, "La vida de Anna" merece verse por la actualidad de sus conflictos, sumados al drama de la necesidad de emigrar con la presencia de traficantes que lucran con el negocio de los que deben buscar una salida en deplorables condiciones.
El enojo y la impotencia nos sorprenden muchas veces cuando la realidad se nos opone una y otra vez en un combate desigual. Alguien va detrás de algo, para alcanzar lo que a veces es materialmente constatable y otras casi intangible. Todo impacta con aquello a lo que llamamos lo real, eso que nos embiste con su desmesura. Anna es una joven, madre y soltera, que batalla con esa embestida. Vive como si fuera el ensayo fílmico de esa impotencia feroz y avanza con furia detrás de ese deseo que se hace inalcanzable. La vida conflictiva y llena de carencias que Anna lleva a cuestas, la enredan en una búsqueda errática de soluciones que se le presentan lejanas y más adversas que su crítica realidad. Un hijo autista sin tratamiento adecuado, un trabajo constante de esfuerzo insuficiente, más el deseo loco de viajar a EE.UU. y lograr allí todo lo deseado y más. Este retrato juvenil y femenino es también la herramienta ideal para fotografiar una realidad social y actualizada de este país cerca del Mar Negro que arrastra una historia de invasiones, en un territorio tan valiente e indómito como es el de este territorio euroasiático. Ese macro mundo se hace huella en este micro mundo, en el universo de Anna. Su supervivencia se presenta como un laberinto en el que cada día la joven prueba un camino tras otro, pero nada la conduce a la salida. Llena de enojo y ansiedad busca el sosiego de sus angustias en un mundo que se aparece adverso y avaro, rodeada de personajes que viven sumidos en sus propios anhelos y sus infinitas necesidades. La impresión de realidad que la película propone es intensa y muy poco amable, a través de la mirada de la protagonista que es áspera y desesperada generando una tensión constante con el escenario en el que se ve atrapada. Hay un recurso narrativo que se nos hace real y ficcional a la vez: Anna fracasa al intentar conseguir la visa americana, y en ese punto hace eclosión todo lo que venía detrás. ¿Cómo salir ahora hacia esas tierras inhóspitas que se suponen salvadoras? El resto es un derrotero doloroso de desaciertos y engaños. Un torbellino enloquecedor de amarguras que se encadena como si todo condujera al mismo lugar: la pérdida. La desolación en la que Anna y los personajes circundantes viven es abrumadora. Los vemos luchar entre ellos a manotazos como si todos trataran de subirse a una barca mesiánica y tan solo hubiera lugar para Dios. La cámara suelta, móvil y vigorosa acompaña los sucesos de este retrato social. Su vitalidad y cercanía a la protagonista nos evoca a los hermanos Dardenne con su furiosa cámara viva. Más allá de que la pérdida se impone, el lugar de la esperanza está igual sostenido en esa juventud y esa fuerza que no desaparece en Anna. Si hay un detalle que merece la pena observarse son las manos de la joven actriz y su lugar clave en la composición del personaje. Allí están vitales, expresando el lugar más emocional y femenino de su identidad. Las manos que envuelven un pedazo de pan en una servilleta, las manos que limpian enérgicas un rincón ajeno, las manos que peinan a su abuela, las manos que no logran calzarle los zapatos a su hijo. Las manos hechas palabra. Las manos de una mujer, ahí, donde todavía la vida sigue buscando proyectarse. Por Victoria Leven @LevenVictoria