El rock como válvula liberadora Un tópico que decididamente no ha sido trabajado por el cine -por lo menos por el cine que llega a esta parte del globo- es la escena rockera rusa de principios de la década del 80, justo en el período previo a la Perestroika y la Glásnost de Mijaíl Gorbachov, un conjunto de medidas económicas, sociales y políticas que a pesar de intentar reestructurar en distintos órdenes la vida del mega país con el objetivo manifiesto de salvar a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, en términos prácticos constituyeron su certificado de defunción ya que no resolvieron ninguno de los problemas que venía arrastrando el comunismo y en muchos aspectos profundizaron dichos inconvenientes, siempre hermanados al estancamiento. Leto (2018), escrita y dirigida por Kirill Serebrennikov, es una película ambiciosa porque apuesta a servirse de los engranajes prototípicos de la primera Nouvelle Vague (una fotografía lúdica en blanco y negro, protagonistas jóvenes en plena construcción de su ideario y expectativas, una fuerte presencia de los desajustes generacionales para con sus mayores y la sociedad en general, una banda sonora poderosa que marca el compás de los acontecimientos, etc.) para retratar en simultáneo las postrimerías del comunismo tardío, la génesis del insólito rock ruso en Leningrado/ San Petersburgo y el devenir de dos de las figuras fundamentales de la corriente, léase Viktor Tsoi, el vocalista, compositor y guitarrista de Kino, y Mike Naumenko, el cantante y principal compositor de Zoopark. En cierto sentido se puede decir que el opus de Serebrennikov es toda una anomalía en el campo de las biopics tradicionales contemporáneas porque evita construir en sí a un villano histórico -o algo parecido- concentrándose en cambio en una primera mitad de descripción macro de la comunidad de artistas del momento, en esencia una serie de muchachos que solían frecuentar y tocar en el Club de Rock de Leningrado, un ámbito institucionalizado dentro del esquema de poder de Leonid Brézhnev y monitoreado por la KGB y el Partido Comunista con vistas a abrir un poco el sustrato cultural autóctono a Occidente sin caer en radicalismos, y una segunda parte vinculada a un triángulo amoroso entre Tsoi (Teo Yoo), Naumenko (Roman Bilyk) y la esposa de este último Natasha (Irina Starshenbaum), planteo que curiosamente no cae para nada en el melodrama estándar del corazón debido a que los acercamientos entre la mujer -madre de un bebé- y Tsoi -de ascendencia asiática- no pasan de los besos producto de una atracción recíproca culposa que esquiva la tragedia romántica propiamente dicha y garantiza siempre la convivencia en paz de los involucrados. De hecho, una de las peculiaridades de la realización es que funciona más como un homenaje cariñoso a la valentía y la creatividad del colectivo de músicos, amigos y fanáticos que como una simple descripción de las penurias o impedimentos que atravesaron para hacerse oír, ya que la coyuntura estatal burocrática de aquellos años no era tan agresiva y permitía la expresión de voces alternativas acalladas hasta hace poco tiempo o inexistentes hasta el panorama de “relajación” de los férreos controles gubernamentales y de las agencias de inteligencia en particular. Así es cómo el director echa mano de chispazos varios de color, intervenciones animadas muy placenteras y una excelente banda sonora que incluye referencias y canciones concretas no sólo de los dos protagonistas, ambos en sintonía con el folk sesentoso y el post punk/ new wave/ rock gótico de fines de los 70 e inicios de los 80, sino también de artistas anglosajones muy populares como T. Rex, Talking Heads, David Bowie, Blondie, The Sex Pistols, Lou Reed, Iggy Pop y The Velvet Underground, entre otros; consiguiendo unificar la cadencia comunal de quiebre para con el conservadurismo vetusto del enclave soviético, por un lado, con el trasfondo individual de estos jóvenes con frustraciones y sueños como cualquier otra persona, por el otro. Todo este planteo estético y conceptual asimismo se amalgama con la permanente utilización de unos segmentos musicales cargados de ingenio y una bella vivacidad que vienen a representar las ansias de libertad creativa -y de llevarse puestos a los autómatas que dirigían/ supervisaban el Club de Rock de Leningrado- por parte de los adalides de un cambio cultural que se avecinaba en el horizonte, casi un par de décadas después de revoluciones musicales homólogas de otras partes del mundo (sin ir más lejos, en Argentina el “movimiento de rebote” del rock británico y norteamericano se dio en los mismos agitados 60 y principios de los 70, lo que subraya el carácter vanguardista a nivel global de los sudamericanos en comparación a otras naciones). Serebrennikov sabe de sobra que el tema de las luchas juveniles contra la mediocridad y violencia de la fauna reaccionaria filofascista no ha perdido vigencia, sin embargo opta por privilegiar el carácter mundano y naturalista de la escena rockera rusa para resaltar su encanto singular en tanto válvula liberadora que saca provecho del poco aire fresco que el Estado de entonces estaba dispuesto a tolerar; una jugada que arroja resultados positivos gracias al muy buen desarrollo de personajes, el cuidado de los detalles en el fluir narrativo, la creación de una atmósfera cotidiana compartida, el maravilloso desempeño del elenco, las interesantes composiciones de las bandas vernáculas primigenias y sobre todo el retrato de la autocensura social, los desacuerdos, la ausencia de recursos y la soledad e inexperiencia que debieron sobrellevar los artistas sin un marco cultural más vasto más allá del under de Leningrado, algo que hoy queda reflejado en la grabación del debut discográfico de Kino, 45 (1982). Leto enfatiza aquello de que la peculiaridad del tópico de base tranquilamente puede trasladarse a cualquier congregación contracultural en búsqueda de una identidad propia por fuera de la execrable lobotomización de las mayorías.
Ironía capitalista. El arte salva a las personas, las sana y destruye paradigmas vetustos para dar paso hacia lo nuevo. En este caso se trata de la música y de un contexto muy particular: los músicos deben lidiar con la censura y las contrariedades que relacionan el arte con la política en un contexto casi post-soviético. En Leto (2018) Kirill Semyonovich Serebrennikov (cineasta ruso y el menos favorito de Putin) nos entrega un drama-biopic que sucede en Leningrado, en un verano a principios de los 80: la escena del rock de la ciudad está en pleno apogeo. Viktor (Teo Yoo), un joven músico que creció escuchando a Led Zeppelin, T-Rex y David Bowie, está buscando su camino. El encuentro con su ídolo Mike (Roman Bilyk) y su esposa Natasha (Irina Starshenbaum) cambiará su destino. Juntos construirán una leyenda como pioneros del rock ruso y un triángulo amoroso. Las actuaciones son geniales en general, se nombran bandas o músicos como Talking Heads, Lou Reed, Duran Duran, Dylan, Led Zeppelin, The Clash, The Beatles, The Stones, The Doors, Joy Division, Blondie y The Who. Cabe destacar que el film está inspirado en hechos reales, algunos de los diálogos y personajes son ficticios y cualquier conincidencia con la realidad no fue intencional. Leto es mucho más que una historia de músicos: es un relato de la Unión Soviética al borde del abismo, como homenaje melancólico a revolucionarios músicos que abrieron el camino. Es un film de alma despreocupada y relajada. Se destaca la fotografía y el estilo collage del director que elige intervenir por momentos a través de un músico con anteojos que viste un sobretodo, como vórtice entre lo que está sucediendo y el mensaje a transmitir al espectador. Es una clara crítica al régimen actual de Rusia; desde el comienzo, la elección del blanco y negro no es para nada fortuita, -connotada la censura hasta en sus diálogos, con destellos de colores y escasas escenas a color-, trazando un fuerte contraste entre lo que sienten los protagonistas y por tanto nos trasladan a nosotros, y a lo que están sometidos a vivir. Con pequeños movimientos de manos, pies, brillo en sus miradas, un cartel para sus ídolos, el público está sentado y en orden observando un recital, con una pasión contenida que en cualquier momento va a explotar y esto sólo puede suceder porque están siendo controlados, tanto el público, como la banda. Sin embargo, la historia está por cambiar y es por eso que cuando se generan disputas en el tren o colectivo, el director nos regala unos espontáneos videoclips en el que participamos todos, con un estilo hippie y con temas como The passenger o Psycho Killer. Suficientes razones para ver esta propuesta que será indeleble tanto para los que vivimos la vida con música ya hasta como una necesidad para arrancar el día y para los que no, por su originalidad, soltura y por lo impredecible. Las rupturas en cine siempre atraen y aún más cuando potencian de forma natural la realidad de la trama y sus personajes. Podría ser nuestra historia… a la vez que escuchamos excelente música, adoramos las improvisaciones que más de uno habrá imaginado caminando o viajando en subte, bondi o tren, simplemente escuchando música… la magia del mundo interior que nos generamos sólo y gracias a la música.
Perfect Day Look ochentosos emulando estrellas del rock, un triángulo amoroso y sentimientos en efervescencia son el eje sobre el que Kirill Serebrennikov construye una (anti) biopic inspirada en la vida real de los músicos rusos Viktor Tsoi y Mayk Naumenko, quienes desafiaron las rígidas tradiciones soviéticas para buscar sus modelos en Occidente –Lou Reed, David Bowie, Iggy Pop, T-Rex, Blondie, Sex Pistols–, allanando el camino para los cambios culturales que vendrían después. Leto (Verano) (2018) mezcla el panorama político de la época con la locura del rock, el amor y la libertad. Mayk (Roman Bilyk), líder del grupo soviético de los años 80 Zoopark, Viktor Tsoi (Teo Yoo), fundador del legendario grupo Kino y un pionero del rock ruso, y Natacha (Irina Starshenbaum), la mujer de Mayk, de la que ambos músicos (y el espectador) están enamorados y cuyas memorias retoma la película, conforman el trío protagónico de Leto (Verano), ambientada en el Leningrado de 1981, cuando la escena rockera empieza a florecer, influenciada por el rock occidental. Desde el inicio uno cae rendido ante Leto (Verano), un film postmoderno, filmado en un blanco y negro soberbio -en consonancia con la estética de la música evocada- aunque no ahorrando en ráfagas de color cuando palabras rojas se sobreimprimen sobre las imágenes o vídeos caseros de aficionados interfieren el relato. Serebrennikov muestra la mejor cara posible del género biopic, mimetizando el cariz rupturista y, por qué no, revolucionario de sus protagonistas; huyendo al mismo tiempo de clisés y lugares comunes mientras introduce a los neófitos en una escena musical tan brillante como desconocida para muchos. La primera escena nos muestra a unas muchachas subiendo una escalera por detrás del edificio que alberga una sala de conciertos para poder entrar clandestinamente. En ese lugar cultural totalmente controlado por las autoridades hay que reprimirse. El público tiene prohibido seguir físicamente el ritmo. El motivo de la expresión rígidamente controlada aparece en varias ocasiones a lo largo del relato con humor cuando hay que explicar el sentido de este rock progresivo al representante del ayuntamiento, con poesía cuando un candado se balancea lentamente, con brutalidad cuando los personajes se topan con la policía en un tren y lo mismo para escaparse de nuevo en un clip musical tan salvaje como imaginario. Es tanta la locura desatada por el rock que el director decide incluir un personaje para que señale al espectador si lo que está viendo y sintiendo forma parte de la realidad o solo de la imaginación de los personajes. Leto (Verano) es mucho más que un biopic. No busca recrear el periodo con exactitud histórica sino evocarlo tal y como existió en las fantasías de quienes lo vivieron, y eso explica la creación de texturas y atmósferas por sobre la narración. Habla de lo que no fue o no es sino con carácter virtual. De una cierta evasión, de atravesar la pantalla para reencontrarse del otro lado, de dejar que las canciones escapen, de sobreponerse al sonido mediocre de una grabación porque el sonido mejor, el del público, cantará en el aire. Es, en definitiva, una obra impregnada de belleza y libertad. Kirill Serebrennikov se encuentra actualmente en situación de arresto domiciliario, acusado de fraude, aunque probablemente sea por sus opiniones sobre el presidente ruso Vladímir Putin.
Siempre es difícil reconstruir una época, y más cuando el recuerdo y la vuelta constante sobre ella es más que elocuente. Aquí, en un impresionante blanco y negro, Kirill Serebrennikov reinventa las biopics musicales con una atrapante historia de amor, música y pasión en tiempos de prohibición y represión.
Por varias razones que van de lo artístico a lo político, Leto es una película importante. Esta reconstrucción en blanco y negro de la movida del rock en la Leningrado de la década de 1980 es una auténtica sorpresa para el circuito comercial argentino y el hecho de que el director de Yuri's Day, Traición y The Student / El discípulo haya estado bajo arresto domiciliario desde agosto de 2017 hasta hace pocos días por sus obras provocadoras y vanguardistas (y su oposición al régimen de Vladimir Putin, claro) desató una serie de protestas en el marco de la comunidad internacional desde su estreno mundial en la Competencia Oficial del Festival de Cannes 2018, al que obviamente no pudo asistir. En la notable Leto (Verano), Serebrennikov nos sumerge en la escena de rock de la Leningrado de principios de los '80. Sí, en plena era soviética (y con un rígido control oficial que el director expone con mucho humor negro) surgieron figuras como Viktor Tsoï (interpretado por el coreano Teo Yoo), líder del grupo Kino, que justo cuando se convertía en una estrella juvenil murió en un accidente de auto con apenas 26 años. El film describe la relación maestro-discípulo entre Mike (Roman Bilyk / Roma Zver, auténtico rockstar ruso en la vida real) y Viktor, un joven fan que se acerca al músico ya consagrado y luego termina superándolo. En el medio, para conformar un triángulo sentimental, aparece Natasha (Irina Starshenbaum), la bella esposa de Mike y también una suerte de amante platónica de Viktor. Leto alcanza a transmitir toda la energía, pero también la frustración de estos músicos claramente influenciados por los Sex Pistols, Blondie, David Bowie, Lou Reed, Talking Heads e Iggy Pop (hay una buena explicación de la transición del punk a la new wave) en una narración llena de ingenuidad, rebeldía y -por supuesto- una fuerte carga nostálgica. Otros de los grandes hallazgos del film -rodado en blanco y negro con algunas pocas imágenes en color tomadas en Súper 8- son unos videoclips de clásicos como The Passenger, A Perfect Day o Psycho Killer con coreografías musicales en los transportes públicos. En la línea de Casi famosos y Velvet Goldmine, Leto es una película sobre el rock, sobre una era, sobre un movimiento y sobre personajes en crisis existencial y artística, incómodos con el lugar que les toca ocupar porque -para ellos y para muchos otros- no había futuro posible.
Esta película rusa transcurre en Leningrado a principios de los ochenta. En una ciudad y un país con estrictos controles y persecución ideológica, se abren paso los pioneros del rock. El líder de la movida, Mike, toca para un público controlado por una estricta vigilancia. Pero la juventud tiene la misma pasión, desenfreno y vitalidad de todos los jóvenes rockeros del mundo. A la vida de Mike y su esposa Natacha llega Viktor Tsoï, un aspirante a estrella de rock admirador de la música de Mike y su banda. Filmada mayormente en un bellísimo blanco y negro, la película produce un primer impacto en lo visual. Una fotografía impecable que pasa al color en las imágenes de registro documental dentro de la propia ficción. Otras escenas, las de los números musicales con canciones clásicas, están intervenidas con colores y rayaduras que dibujan y convierten en un videoclip punk esos momentos memorables. The Passenger, Psycho Killer y Perfect Day son puntos muy altos, llenos de energía y alegría juvenil. Sin embargo la película se encarga de subrayar que son momentos de fantasía e idealización, un subrayado innecesario, aunque no le quita valor a escenas. La película posee esa fuerza inocente y a la vez melancólica de las películas de rock. Leto (verano en ruso) transcurre en el pasado y esa mirada retrospectiva multiplica la melancolía y el director sabe que ese es el corazón de su película. La crítica a esa época de Rusia parece tener un eco en la Rusia del presente. Los personajes podrán ser impresentables en muchos aspectos, pero su defensa de la libertad sigue estando tan vigente como hace cuarenta años.
Es un drama, también es un musical, una película fresca, creativa, con momentos de animación, con una nostalgia incorporada a su impecable blanco y negro, dirigida por Kirill Serebrennikov, basada en vida reales, en una Leningrado con su vida under en plena ebullición antes de la llegada de la perestroika. Es un homenaje a verdaderas estrellas de la música soviética, Viktor Tsoi de la banda Kino y a Mike Naumenko de Zoopark. La traducción del título es verano, apropiado para la añoranza de esos jóvenes atentos al rock, a David Bowie y Lou Reed, a Iggy Pop, the Doors, a Talking Heads, Led Zepelin, la vanguardia, el retro. Músicos tratando de encontrar su voz propia en un ambiente constantemente amenazado por la censura y la incomprensión. Pero que sin embargo evolucionan, crecen, tropiezan, se hacen famosos, le encuentran la vuelta a su rebeldía juvenil hasta transformarse en estrellas. Un triángulo amoroso, muchas canciones, los años 80, y la construcción de una leyenda musical, que si bien nos es ajena, impactan en nosotros con la fuerza creativa de un film fresco y único, emotivo y muy placentero de ver. Los protagonistas, la estrella coreana Victor Tsoi y Zver un grande del pop actual en Rusia. Irina Starhenbaum es la bella Natasha que inspira a estos amigos y rivales al mismo tiempo.
Desde Rusia llega “Leto”, una película dirigida por Kirill Serebrennikov (quien estuvo en arresto domiciliario y terminó de editar esta película por lo tanto entre esas paredes) y basada en las memorias de Natalya Naumenko. En poco más de dos horas, el film retrata el mundo del rock en medio de la Unión Soviética de la década del 80. En “Leto”, un grupo de jóvenes que escuchan música extranjera (David Bowie, Lou Reed, T-Tex) tienen una banda con la cual logran tocar en algunos lados. En blanco y negro (con algún pequeño insert en color), Serebrennikov los muestra en los momentos de intimidad, componiendo canciones, escuchando a artistas extranjeros y también luchando por hacerse espacio en un lugar que no admite mucha libertad. Son tres los personajes principales. El cantante de la banda, su mujer, y un músico que conocen de casualidad y que se convertirá en su protegido, aprendiz, y también en una de las puntas de un triángulo amoroso. Ellos son la excusa por la que la película se va moviendo dentro de este retrato. Como está en parte basada en un músico real, el film en parte está contado en forma de una inspirada biopic pero lo hace sin caer en los lugares comunes, con una sutileza sorprendente y con mucha frescura. Por ejemplo, introduce videoclips con canciones muy conocidas (como "Psycho killer" de Talking Heads o "The passenger" de Iggy Pop), donde los personajes se mueven con la libertad con la que quisieran poder moverse, y un personaje con un cartel aclara: “Esto no pasó”. Entre esas cosas que no pasan, se encuentra una escena muy significativa que los muestra cantando en el escenario con un público eufórico que ante el sonido de la guitarra eléctrica baila y salta, o sea, que está de pie, al contrario que lo único que permiten: que los escuchen desde sus asientos, sin levantarse, apenas moviendo un poco la cabeza o los deditos sobre la rodilla. En algún momento un personaje dice que sueña con tocar en un bar, algo que parece tan chiquito e insignificante para cualquier banda con grandes aspiraciones. Así, el film va narrando este escenario desde tres perspectivas principalmente: la del músico más experimentado, la del que recién entra y la de quien lo mira un poco desde afuera y un poco desde adentro. El triángulo amoroso surge y se desarrolla de un modo elegante. “Leto” termina resultando un film interesantísimo tanto en contenido como en forma. Una propuesta audaz y fresca, un retrato sobre un mundo que a veces nos resulta lejano, y todo esto cargado de buena música, no sólo desde la que ellos escuchan sino la que ellos hacen, que colabora mucho con el hilo narrativo del film. Hipnótica, hermosa y de esas que se quedan con uno al salir, “Leto” parece influenciada por lo mejor de Todd Haynes e inspirada por las bandas de una de las épocas musicales más estimulantes de la historia.
La época en que aún existía la llamada “cortina de hierro” continúa teniendo fuerte presencia en el cine, como lo demuestran al inicio del Festival de Cannes dos películas destacables como Cold War, de Pavel Pawlikowski (Ida), y Leto (“verano” en ruso), del menos conocido Kirill Serebrennikov. Leto transcurre en San Petersburgo -entonces Leningrado- a inicios de la década del 80, cuando el rock y el punk en inglés eran manifestaciones musicales virtualmente prohibidas en la Unión Soviética de Brezhnev. El formato del film se acerca mucho al de un documental, pese a que existe una leve trama que se estructura alrededor de la pareja de Mike (Roma Zvery) y Natacha (Irina Starshenbaum), sin dejar afuera a la banda de rock del primero (de nombre Zoopark). A esto se agregará Viktor (el actor germano-coreano Teo Yoo), un músico por el que Natacha sentirá un cierto atractivo, comunicándoselo a Mike. El centro de la película, no obstante, será la devoción de estos rockeros por sus pares de habla inglesa, con múltiples referencias a bandas y solistas famosos. David Bowie es probablemente uno de los más citados, y a los amantes de su obra se les permitirá deleitarse con una versión (en ruso) de “All the Young Dudes” (compuesta por Bowie e interpretada por Ian Hunter con los legendarios Mott The Hoople). Hay aún varias otras bandas y solistas evocados, como T-Rex (Marc Bolan), Talking Heads (David Byrne), Iggy Pop y Blondie. Menos afortunados resultan, al menos en el comentario de los músicos rusos, Duran Duran y, sobre todo, Lou Reed, a quien se lo califica en más de una oportunidad y en forma discutible de “arrogante”. De todos modos, en conjunto la banda sonora de Leto es poderosa, y si bien el grueso es en blanco y negro (curioso que también compongan la paleta de la mencionada Cold War), aquí sorprende por momentos el uso del color y de algunas animaciones psicodélicas. Además del énfasis en la música popular de la década del 70, el otro foco temático consiste en las restricciones del régimen soviético, así como en la propaganda que empleaba a su favor. Resulta irónico que Serebrennikov no haya podido venir a Cannes por estar actualmente bajo arresto domiciliario, a causa de supuestos delitos económicos. Se podría tal vez cuestionar cierta levedad con la que es presentado el conflicto de la pareja central. Pero este implica un reparo menor ya que la premisa central de Leto es que la buena música, cualquiera sea su género, prevalece por sobre toda barrera que se imponga a su difusión.
Las primeras imágenes de "Leto" ("Verano") remiten a la new age de los "60, a las imágenes de adolescentes que aplaudían una civilización de "amor y paz", se acercaban a la naturaleza, vivían la contracultura y organizaban pequeños conciertos de rock en espacios mínimos. La consagración de figuras como Viktor Tsoi en la década del 80, dentro de una opaca atmósfera de cambio musical, preanunciaba la posibilidad de verdaderas transformaciones afines al enarbolado espíritu de libertad. La influencia de grupos musicales como Blondie o Sex Pistols, a pesar de pertenecer a la criticada cultura capitalista se unieron junto con un grupo de nuevos músicos alrededor de los llamados Club de Rock en la época de Brezhnev, detonantes de la difusión del rock con su creación de un espacio donde se hablaba de esa música y se emitían pases para permitir la actuación de ciertos grupos. El filme sigue el ascenso de Viktor Tsoi, su acercamiento a músicos consagrados como Mike Naumenko ("Zoopark") importante autor de letras y reversiones de éxitos rockeros en idioma inglés. Un itinerario de locura, diversión, entusiasmo por la música, permite disfrutar de un movimiento que pocas veces fue tan bien mostrado con su carga de subversión e ingenuidad como en la escena del tren en la que se recurre a todo tipo de recursos tecnológicos a la manera de arqueológicos filmes como "Help" de Richard Lester y "Submarino amarillo", de Dunning. Curiosidad fílmica que el perseguido director Kirill Serebrennikov mostró en el Festival de Cannes sin poder asistir a sus jornadas por intolerancia del gobierno ruso.
Poco nos contó el cine de la vida en la Unión Soviética más allá de las andanzas de espías y disidentes políticos. Leto nos trae una novedad: en los ’80, detrás de la Cortina de Hierro también había una escena rockera, protagonizada por jóvenes que intentaban emular a las estrellas occidentales. Dos leyendas de la música popular rusa, Victor Tsoi y Mike Naumenko, son el foco de esta película que hizo ruido en Cannes 2018 porque su director, Kirill Serebrennikov, no pudo asistir por estar cumpliendo un arresto domiciliario aparentemente motivado por causas políticas. Con composiciones inspiradas en (o directamente plagiando a) Bob Dylan, Lou Reed o Marc Bolan, entre otras luminarias anglosajonas, Naumenko es considerado uno de los padres fundadores del rock ruso. Aquí se muestra cuando en el pico de su fama, al frente deZoopark, traba amistad con Tsoi, que entonces estaba dando sus primeros pasos en la música, y lo ayuda a convertirse en una figura con peso propio. En un obvio subrayado de la opresión, casi siempre lo que ocurre en los países del antiguo bloque socialista se filma en blanco y negro. En Leto también, pero la típica escala de grises que las películas suelen reservarle al comunismo estalla cuando en la historia irrumpen videoclips: la música libera. Clásicos como Psycho Killerde Talking Heads o The Passenger de Iggy Pop suenan en números musicales que incluyen coloridas animaciones y parecen integrarse a la narración, hasta que un cartel nos anuncia: “Esto no sucedió”. Es un condimento más para una película que transmite, con algo de melancolía, el espíritu de una época de efervescencia e ingenuidad. Las letras de las canciones eran supervisadas por censores y en los conciertos había celadores que impedían levantarse de las butacas. Y nadie olvidaba llamar a sus padres para avisar que pasaría la noche afuera. Pero al ritmo de una música poderosa, esos inconformistas románticos de Leningrado estaban gestando algo.
La Unión Soviética, que no existe más. Leningrado, que no existe más con ese nombre. Verano de 1981, los momentos iniciales de la década del ochenta del siglo pasado, que no existen más. El rock como aglutinante, contraseña, energía compartida, ¿eso sigue existiendo? La película del ruso Kirill Serebrennikov el del notable melodrama Yuris Day y el mismo que estuvo preso hasta hace muy poco luego de esas circunstancias que se repiten en la actual Rusia de Putin no intenta hacerse esa pregunta, sino que quiere llevarnos a un pasado que ilumine el presente. Esa iluminación no es solo una aproximación en términos de conocimiento o revelación, sino más bien un intento de aportar vitalidad, calidez, resplandores. En realidad, más que un intento, Leto es una aseveración amable, con una mueca triste en una sonrisa tenue pero convencida, una de esas películas que ofrecen refugio de colores en la grisalla, y cobijo emocional sin volverse extraintensas. La historia parte del joven Viktor Tsoi, músico con influencias inglesas, y su encuentro con su venerado y mítico Mike y su esposa, la bella Natacha. Pero Leto, más que sobre personas y sus memorias basadas en hechos o recuerdos reales o casi, es una película sobre esos intersticios en los que la opresión obtusa era combatida con algo así como sueños, sonidos y fugas estéticas, que la película reproduce con raptos visuales y musicales cargados de osadía y encanto.
Dicen los que saben que, en ruso, “leto” quiere decir verano. Lo contrario del invierno. A eso alude esta obra de singular inventiva y mediana nostalgia. Se ambienta en Leningrado a comienzos de los 80, es decir en San Petersburgo bajo el régimen soviético, y cuenta las andanzas, alegrías y pesares de unos jóvenes rockeros fascinados con la música que les venía de afuera y el modo de vida que no podían tener. Los marcaban de cerca en todas partes, los comisarios políticos les controlaban la letra de las canciones, cualquier borracho nacionalista era más respetado que ellos. Esos jóvenes existieron de veras. Se llamaban Víktor Tsoi, Mayk y Natalia Naumenko. Hoy es fácil ver sus grabaciones en internet. Entonces era difícil siquiera ir a sus recitales, e imposible excederse en los aplausos. Kiril Serebrennikov, director de cine y teatro contestatario, evoca esos tiempos sin cargar las tintas, libera la imaginación con escenas de fantasía estilo videoclip, inserta tomas de colores en el blanco y negro predominante, y cada tanto introduce un comentarista muy especial. Por ejemplo, en un concierto donde todo está bajo control, de pronto los músicos se desatan, el público enloquece, el color inunda la pantalla, y el fulano, mirando a cámara, levanta un cartel que dice “Esto no ocurrió”. Esto tampoco es una biopic. No muestra el camino al éxito, aunque más tarde estos músicos pudieron llenar estadios y hasta vieron la caída del comunismo. El director, en cambio, no pudo ver la presentación de “Leto” en Cannes 2018. Putin lo tenía preso por opositor.
El rock vuelto una metáfora correcta Presentada en Cannes el año pasado, el film es un musical prolijo que no asume el pleito que erige: el rock y el cine podrían cambiar el mundo El rock en la Unión Soviética, con el escenario y fecha puestos en Leningrado circa años '80. Fascinación aparte por la década, tan atravesada por la narrativa actual, el ámbito sonoro y geográfico suscita, cuanto menos, curiosidad. La cual puede traducirse tranquilamente en avidez, si a ello se suman los nombres de Dylan, Bowie, Sex Pistols, Reed, con canciones que resuenan y agregan colores a un mundo en blanco y negro. LEER MÁS Cristina Kirchner quiere declarar en el juicio por la obra pública en Santa Cruz | La expresidenta fue también hoy a Comodoro Py LEER MÁS Cartelera De este modo, Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical. Entre canciones propias y versiones de temas célebres, la película de Kirill Serebrennikov -partícipe de la Palma de Oro en Cannes el año pasado- hace bascular su música así como el triángulo amoroso que le sirve de argumento. De esta manera, el encuentro y desencuentro afectivo se traduce en el pleito entre el idioma de cuna y el inglés, contenido en la lírica de los músicos admirados. Cuando estas canciones se escuchen, será el momento de dejar a la película volar de manera consciente, para que el gris cotidiano estalle en rayaduras, animaciones, ecos avant-garde. El resultado no está lejos de ser el de un remedo del video-clip, pero también instancia precisa, que es marca de género para todo espectador familiarizado con el cine musical. Desde lo argumental, como se decía, el film de Serebrennikov plantea un triángulo con vértice en la pareja de un rocker (apenas) "consagrado" y un cantor urbano en la búsqueda de un sonido propio. Los comportamientos, vigilados por la institución, y una elección de vida familiar, hacen que Natasha (Irina Starshenbaum) no pueda conciliar su deseo. Aun cuando con Mayk (Roma Zver) no guarden secretos entre sí, la posibilidad de un affaire pone en tensión el vínculo y las decisiones. Leto invoca un momento histórico que es también elección genérica consciente, con relación afín al cine musical. No se trata de un film que acentúe tales cuestiones o se detenga allí, sino que las esboza como sostén de un relato al que adosa un contexto sonoro, en el cual el rock comienza a ser perseguido en vinilos que descubren a sus escuchas un mundo de asombro. Una sorpresa que quedará manifiestamente controlada desde la secuencia primera, en cuyo recital la euforia del público debe someterse al cuerpo quieto, sentado, sin carteles y sólo aplausos. Es en esta transición de mundo donde se asienta Leto ("Verano", como un momento de esplendor que la película subraya y luego añora). Es allí en donde convive el rock autóctono de Mayk (confesamente atravesado por los músicos descubiertos pero también conscientemente intimidado) junto a las baladas y canciones más concretas ("infantiles", le dirán) de Viktor (Teo Yu). Entre los dos, el diálogo musical y la amistad fungen como resortes del drama y del cambio de época. Entre los dos, también, el amor sonámbulo de Natasha. Como si fuese el flirteo que despierta en uno y otro las pulsiones musicales necesarias. De todos modos, Leto no termina por conformar ni mucho menos. Si la virtud está puesta en la elección temática o musical, desde ya que ésta no puede ser suficiente. En tal caso, no hay más que una evidente manifestación del rock como música subversiva. Lo dicho no es menor. Lo que pasa es que para realmente plasmar algo semejante, es la película quien debe serlo. En ese sentido, Leto sólo puede codearse y pensarse desde el lugar que le corresponde, y éste no es otro más que el cine mismo. En tal caso, habría que pensar cuál es la relación subversiva -con la música como engranaje de esencia- que este film guarda con otros, como Tommy o Easy Rider. Y lo cierto es que hay poco o nada que le vincule. En otras palabras, Leto está más cerca de experiencias "musicales" como Casi famosos, de Cameron Crowe, y otras -casi abominables- como A través del universo, de Julie Taymor, con música beatle reversionada y anudada como argumento. De esta manera, no hay asunción problemática, mientras que sí una anécdota prudentemente relatada y retratada, con la corrección política del caso. De este modo, poco podrá objetarse a un mundo social gris, en donde los jóvenes buscan su lugar y chocan con la música. Por eso, no faltará la escena que ponga en palabras lo que generacionalmente ya está claro, con la policía vuelta gendarme de un orden vetusto al que resguarda con palazos. El momento, a bordo de un tren, es excusa para la implosión impostada de la canción "Psycho Killer". El punk surge y lo hace de una manera tan premeditada como, por eso mismo, anti-punk. LEER MÁS Murió el humorista Tuqui | Famoso por su paso por la Rock & Pop En efecto, Leto es toda impostura. Sus secuencias "musicales" tienden a ser subrayadas como golpes de efecto, tendientes a una lógica causal que hace que nunca decaiga la explicación de lo que se muestra, sin ninguna diáspora imprevista. Allí cuando el film encuentre ciertos despliegues que lo "contradigan" -alteración del verosímil, colores, intervenciones sobre la propia imagen- será la película misma la que se encargue de aclarar que lo que ve no es "cierto". Para ello, hasta se vale de un personaje que transita la acción como un ángel perezoso, que sabe lo que pasa, lo altera y se arrepiente. Un recurso que toma por asalto la paciencia misma; vale decir: ¿hay necesidad de aclarar lo que es evidente? Así, Leto es retórica y redundante. ¿Qué lugar, entonces, al rock? El mismo que al cine. No basta con incluir canciones de Bowie o Byrne, antes bien, debiera ser la asunción de ese dilema sonoro el que brote del dilema mismo que el cine guarda como potencia, listo para desestabilizar cualquier previsión. Aquí, justamente, se acentúan convenciones que hacen de la película una apuesta trillada, musicalmente trivial. Y por las dudas, no vale esgrimir cuestiones tales como "basada o inspirada en hechos reales" o similares (Leto está basada en las memorias de "Natasha": Natalya Naumenko), como lema y escudo del que se rodea tanto cine que no tiene mucho, tal vez nada, para decir.
Mike y Viktor La película evoca con una euforia elegíaca la escena rock de Leningrado a comienzos de 1980. El contexto es una Unión Soviética crepuscular con el inicio de la Perestroika y la censura más relajada. El control sobre las expresiones individuales llega al absurdo con el intento de implantar un poco de cultura occidental mediante un “club de rock” para moldear a la juventud. Las dos primeras escenas definen los polos entre los que circula la energía inagotable de los personajes. En el comienzo, la música de Mike Naumenko y su grupo Zoopark contagian a una multitud que sin embargo debe permanecer en sus asientos sin expresar demasiado entusiasmo bajo la vigilancia escrupulosa de los organizadores que les impide levantarse o sacudirse en sus sillas. Luego viene una escena hermosa de una excursión a la playa en la que los músicos, sus amigos y admiradores se denudan, bailan, saltan y se meten en el mar. Un músico recién llegado se une a la fiesta: Viktor Tsoi toma la guitarra, comienza a cantar y su talento entra en erupción ante los ojos de todos, inclusive los de Natasha, la esposa de Mike. Como en Jules y Jim, un amor infinito, frágil y noble circula entre Mike, Viktor y Natasha. Esta aventura amorosa de una extraña pureza es el contrapunto al trajín de la creación bajo el control del régimen. Las tribulaciones de los jóvenes descansan en intermedios musicales: adaptaciones rusas de hits de la New Wave que nacen de la imaginación de los personajes. En esos momentos, el blanco y negro lírico de Leto se altera con efectos de animación pop que liberan a los habitantes de la ciudad y los ponen a cantar como en un videoclip. Kirill Serebrennikov recuerda el peso que cargaron y los peligros que afrontaron los protagonistas de esta historia, filmando una pelea imaginaria entre los rockeros y los defensores de los verdaderos valores soviéticos. Pero sóoo para resaltar, en la escena siguiente, la felicidad de crear, amar y sentirse inmortales.
Se encuentra bien narrada y está orientada a contarnos el comienzo del rock and roll en la URSS, en las figuras de Viktor Tsoy y Naumenko, dos leyendas de la música. Su concierto resulta estupendo y logra captar la atención de los espectadores, la cámara toma bien cada momento que desea resaltar, le sigue un buen ritmo, montaje y hace un buen repaso histórico, además goza de una buena estética y se encuentra rodada en blanco y negro.
“Leto”, de Kirill Serebrennikov Por Gustavo Castagna Vital y original, experimental y clásica al mismo tiempo, con zonas trilladas en otros biopics no convencionales pero emotiva y trascendental en su propuesta, el estreno del film ruso Leto no debería pasar desapercibido en la cartelera. Ojalá y que así sea. Ocurre que la historia que cuenta Kirill Serebrennikov se ubica en los inicios de los 80, en Leningrado (aun no San Petersburgo), previo a la Glasnot, la Perestroika y las decisiones de Gorbachov, decisivas para hacer capitular al sistema comunista, un sistema de vida. Y el relato recae en el rock de la época y en una multitud de personajes principales y secundarios, con especial énfasis en Viktor Tsov y la pareja constituida por Mayk y Natalia, ellos músicos y ella navegando entre las creaciones de su esposa y la atracción que siente por el otro. En ese punto, las idas y vueltas de los tres ocultando o aceptando el nuevo estado de la relación, exponen una zona argumental bastante convencional, aferrada a una historia de “tres personas que se quieren”, que mira de costado a tantos tríos de la Nouvelle Vague, pero en versión excesivamente juvenil y didáctica. Sin embargo, la destreza del director apunta a conformar un biopic nada ortodoxo. En primera instancia, recurriendo a un blanco y negro que remite a aquel revolucionario cine francés, pero también, al free cinema británico, a su mirada nostálgica, al registro de lo cotidiano, a ese visión antisistema teñida de ironía, acaso sin la iracundia británica de los 60, pero revestida de una tono melancólico que pega y muy fuerte. Por eso, en Leto, el amor no es tan fuerte e importante. En ese mundo aun controlado, con recitales vigilados y reuniones en domicilios, la película arriesga un tono feliz que se fusiona a la forma en que se expresan los materiales. Leto es una historia sobre el rock soviético previo a la caída del comunismo, pero también, coquetea con el musical en su faceta más experimental. Los cinco, seis momentos en que se rompe la cuarta pared, en aquellas escenas donde todos cantan a coro – en un tren, en otro medio de transporte, la forma en que se experimenta con la imagen mientras suenan algunos clásicos de Lou Reed, Bowie, Iggy Pop, Talking Heads y T-Rex, escapan a cualquier clasificación y conclusión genérica. Son esos momentos donde temas, en verrsions originales o no, como Psycho Killer, Perfect Day y The Passenger, adquieren una nueva forma, anclándose en otro contexto, reformulándose a través de esa extraña fusión que Leto obtiene en (casi) sus dos más de horas: alegría más melancolía, ligereza y crítica política y social. Y no solo por la música rock. Por eso se desea que Leto, el mejor estreno de este año, debería conformar a un interesante espectro de espectadores. Va de vuelta: ojalá. LETO Leto. Rusia / Francia, 2018. Dirección: Kirill Serebrennikov. Guión: Kirill Serebrennikov, Mikhail Idov, Ivan Kapitonov y Lili Idova. Producción: Pavel Burya, Georgy Chumburidze, Mikhail Finogenov, Ilya Stewart y Murad Osmann. Con: Roman Bilyk, Teo Yoo, Irina Starshenbaum, Anton Adasinsky, Liya Akhedzhakova, Yuliya Aug, Filipp Avdeev, Aleksandr Bashirov, Nikita Efremov, Andrey Khodorchenkov. Duración: 126 minutos.
De Rusia con amor al rock. Crítica de “Leto” de Kirill Serebrennikov. BIOPIC MUSICAL, CINE, COMEDIA, CRITICA, INTERNACIONAL Ambientada a principios de los ochenta, la cinta da cuenta de la escena rockera de la Unión Soviética. Por Bruno Calabrese. El rock, su relación con los contextos sociales y políticos han nutrido al cine de varios films. Dentro del género podemos encontrar grandes clásicos que han quedado en la historia de la industria audiovisual. “Casi Famosos” de Cameron Crowe es quizás el más popular. El film refleja la escena del rock durante los 70 en Estados Unidos. En ella podemos ver la relación de los jóvenes con las drogas y el rol de la mujer, las groupies, como musas inspiradoras cuya única función era satisfacer el apetito sexual de los rockstars para luego ser descartadas.”Quadrophenia” es otro referente del género. Basada en el elepé de los Who de igual título, nos aproxima al fenómeno social que fueron los pandilleros de los años sesenta, concretamente la juventud del arrabal londinense cuya máxima obsesión era ir a Brighton un fin de semana para armar la gran bronca del año con sus eternos rivales: moods y rockers. En la misma línea, Leto nos traslada a comienzos de los 80 en Leningrado, el rock de la ciudad rusa está en pleno apogeo. Viktor Tsoï (Teo Yoo), un joven músico que creció escuchando a Led Zeppelin, T-Rex y David Bowie, está tratando de lograr el éxito. El encuentro con su ídolo Mike (Roman Bilyk) y su esposa, la bella Natacha (Irina Starshenbaum), cambiará su destino. Este triángulo amoroso construirá una leyenda que los llevará a la eternidad. Tsoi, de origen soviético-coreano, falleció en 1990 a causa de un accidente de tráfico, con tan solo 28 años de edad. Algunas de sus canciones tuvieron un enorme éxito. Pero no vio como, un año después, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la USSR , dejaba de existir como tal. Kirill Serebrennikov nos sumerge en plena era soviética, en época de la guerra fría. Los recitales se realizaban en teatros con rígidos controles oficiales, los cuales en la película son expuestos con una dosis de humor negro. En ese clima donde surgieron artistas como el protagonista, líder del grupo Kino quien murió en un accidente de auto con apenas 26 años. A pesar de que los hechos narrados tuvieron lugar hace cuatro décadas, las circunstancias del país no han cambiado mucho. Sin ir más lejos, Leto es un filme que se estrenó el año pasado en el Festival de Cannes, justo en el momento en que se producían miles de detenciones en protesta po la victoria electoral de Vladimir Putin. El propio director, al momento de su estreno, se encontraba detenido por supuesta malversación de fondos público, siendo liberado a principios de abril de 2019, después de un año y medio de arresto. Más allá de eso, es una película divertida y llena de música. Filmada con un perfecto blanco y negro panorámico, es inevitable recordar a “Cold War”. El talento del director se ve reflejado en cada una de las escenas, con unos planos perfectos, como esa secuencia en la playa cuando ellos pueden bailar y cantar a los gritos (algo que no pueden hacer en los shows en vivo por la estricta vigilancia). Un film lleno de energía y rebeldía, reflejada en esos videoclips de grandes clásicos de los 80, como “The Passenger” de Iggy Pop y “Psycho Killer” de The Clash y en ese perfecto plano de secuencia del inicio. Pero tambien es un melodrama, lleno de nostalgia y tristeza, donde los personajes sufren por un sistema que los expulsa y no los acepta. “Leto” es una película de rock sobre artistas desesperanzados, que no están cómodos con el lugar que les toca ocupar pero que encuentran en la música una vía de escape para evitar caer en la depresión que provoca la sensación de que no hay un futuro posible para ellos. Puntaje: 90/100.
Cómo el rock contribuyó a la caída del muro de Berlín A principios de los años `’80 en la Unión Soviética continuaba vigente las escaramuzas de la llamada Guerra Fría con los Estados Unidos. Todavía no había caído el muro de Berlín y, detrás de la Cortina de Hierro imperante, sucedían cosas. El aire de liberación popular que provenía de occidente soplaba cada vez con más ímpetu. Especialmente fomentado por el sector artístico del que sobresalía particularmente el rock, empujado con la fuerza arrolladora de los jóvenes. Dentro de ese ambiente opresivo, y controlado por los soviéticos, se encuentran dos músicos carismáticos, uno que es famoso y exitoso como Mayk (Roman Bilyk), guitarrista y líder de una banda, y el otro, Víktor (Teo Yoo), un joven ambicioso que quiere ser como su referente. Ambos los une no sólo el rock, sino también Natacha (Irina Starshenbaum). Ella está casada con Mayk, tienen un hijo, pero también se siente atraída por Víktor, inmediatamente. Así planteada la situación, avanza la narración dirigida por Kirill Serebrennikov rodada en blanco y negro, para representar mucho mejor la época. En ciertos momentos aparecen, como si fuesen una suerte de recortes fílmicos, imágenes en color. Además, con un gran criterio artístico, entre sobreimpresos y demarcaciones, surge una persona que pertenece al grupo acompañante con un cartel, o diciéndolo, que lo visto en realidad no ocurrió. La música está omnipresente en cada escena. Sin el rock la historia no tiene razón de ser, porque es el motor que moviliza a los músicos a hacer lo que hacen, entre el alcohol y el humo de cigarrillos. En sus charlas se refieren a grandes y destacados rockeros o grupos internacionales. Allí Miayk se convierte en un guía y tutor de Víktor para que llegue a donde quiera llegar, pese a conocer las intenciones de su esposa para con él. Relatada con buen ritmo y con ciertas escenas que se acercan más a un musical, puro más que a un drama, podemos observar e informarnos cómo eran las vivencias de los jóvenes de entonces dentro de un clima político espeso en el que la opresión del régimen mantenía controlada a la población, permitiendo asistir a los conciertos en pequeños teatros, bajo una estricta vigilancia que impedía respirar con libertad a la ciudadanía. El rock fue una gran vía de escape para revertir un poco esa situación, avizorando el futuro cercano que cambiaría una vez más la historia mundial.
Deséame suerte en la batalla Leto es un logrado biopic sobre los inicios de Viktor Tsoi, héroe del rock ruso y líder de Kinó, una de las bandas icónicas en plena Perestroika. Películas sobre bandas que existieron abundan, pero en cada proyecto el director se enfrenta al desafío de lograr acercarse con su obra a la emoción que generaban los músicos en cuestión, cuando se subían a un escenario o al ser escuchados a través de un disco. Es, en gran parte, el dilema del biopic musical, sumado a la elección del recorte de la historia: trasladar a la pantalla grande los inicios de un grupo, el auge o los últimos días. Tal vez todos esos períodos comprimidos en noventa minutos, o apenas un solo detalle que vale la pena profundizar en toda la narración. Leto, el octavo largometraje del cineasta y dramaturgo ruso Kirill Serebrennikov (director de El discípulo y La traición) que compitió por la Palma de Oro en el Festival de Cannes en 2018, hace foco en los inicios de Viktor Tsoi en Kinó: una de las bandas icónicas en plena Perestroika. A través de un contrastado blanco y negro, y de efectos visuales e intervenciones lúdicas en el plano que transforman a una simple escena en un inesperado video clip, el director reconstruye el Leningrado de principios de los años 80 con el estallido del rock underground en la Unión Soviética, más preocupado por la personalidad estética que por la rigurosidad histórica. Dibujando con carbonilla una atmósfera de época en ese micro mundo donde un grupo de veinteañeros se preguntaban cómo proponer en la música algo novedoso después de David Bowie, The Clash, Joy Division y Blondie, Leto -que significa “verano” en ruso- es una película de búsquedas y encuentros. De flechazos y frustraciones. La película comienza con un par de chicas colándose a un recital en el mítico Rock Club de Leningrado, entrando por la ventana de un baño. Es a través de ellas que nosotros ingresamos al relato, a ese teatro, y a ese universo desconocido para muchos. En el salón toca la banda Zoopark, liderada por Mike Naumenko (interpretado por el músico Roma Zver), quien repite en su canción “Son basura”, con sus anteojos negros y un saco blanco que contrasta con su polera oscura. Blanco y negro. Como él y Viktor (el actor coreano Teo Yoo), el músico principiante que conocerá un rato después. Liocha, el compañero de banda de Viktor, se acerca con la guitarra colgando del hombro a Mike, rodeado de su sequito, para expresarle que ambos son grandes admiradores de él porque sus canciones son grandiosas. Luego les ofrecen un vino para quedarse junto a ellos en una playa desierta donde no tardarán en desnudarse y sumergirse en el mar. “Nada”, le contestan a Mike cuando le preguntan cómo se llama su banda. El resto se burla de ellos, de la falta de un nombre, de la ausencia de identidad. Liocha parece incómodo. Viktor, en cambio, es impenetrable. Lo admira a Mike tanto o más que Liocha. Sin embargo, su conducta es distante y pasiva en un comienzo. Observa y estudia a su ídolo en silencio. Natasha (Irina Starshenbaum), la pareja de Mike, mira atenta a Viktor. Un romance que Serebrennikov no tardará demasiado en hacer parte de la trama; sin embargo, el único vínculo amoroso que pesa es el que ocurre entre Viktor y su mentor Mike: opuestos complementarios que funcionan por sus enormes diferencias. Cuando a Mike le preguntan cómo sería su concierto soñado, con todo el dinero disponible, contesta que sería en un estadio lleno de miles de personas. Con luces, humos de colores, tres bateristas, dos pianistas, uno clásico y otro sintético. Con una sección de vientos de diez hombres y unos elefantes que traerían una orquesta de cuerdas y un arpa. Viktor, en cambio, responde que él no le encuentra emoción a tocar en un estadio en el que no puedes ver a quién le estás cantando. Viktor Tsoi, el hombre y no el personaje de una película, murió a los 28 años el 15 de agosto de 1990, en un accidente de tránsito en las afueras de Tukums (Letonia). El diario Komsomólskaya Pravda lo despidió con este emotivo obituario: “Tsoi significa para la juventud de nuestra nación más que cualquier político, escritor o celebridad. Esto se debe a que Tsoi nunca mintió ni se vendió. Fue y seguirá siendo él mismo. Es imposible no creer en él… Tsoi es el único artista de rock que no ha diferenciado su imagen de su vida real, vivió como cantó… Tsoi es el último héroe del rock.” Serebrennikov intenta reflejar esas palabras en cada secuencia de Leto, a veces con la profundidad necesaria, otras apenas con un titular. Filma las últimas escenas de la película a la distancia, transmitiéndole a su equipo a través de notas cómo hacerlo, ya que desde agosto 2017 hasta hace pocas semanas tuvo que cumplir una prisión domiciliaria en Moscú que le impidió presentar el film en Cannes. En 1988, el director ruso Rashid Nugmanov filmó un brillante y conmovedor policial con Viktor Tsoi como protagonista. Igla (La aguja) es una película de culto donde, a pesar de que el líder de Kinó interpretaba a un pandillero llamado Moro que se enfrentaba a una mafia que traficaba morfina, Viktor parece actuar de él mismo. Tal es así que, sabiendo el director que su actor principal era fanático de Bruce Lee, le hizo hacer unas escenas donde se defiende de los villanos con artes marciales. En la última secuencia, Moro es apuñalado por uno de los mafiosos, con un encendedor prendido en la mano para prender su cigarrillo. El personaje, o Viktor, se va caminando por la nieve con manchas de sangre. Sabemos que va a morir pero, como a John Wayne, no le gusta morir en plano. Dos años después de ese desenlace, musicalizado por una de las canciones más famosas de Kinó, “Grupo sanguíneo”, donde repite “Deséame suerte en la batalla”, Viktor Tsoi fallece y se vuelve un plano: a partir de su inesperada muerte algunos fans pintaron un mural en uno de los callejones laterales de Arbat que se mantiene, y siempre está lleno de cigarrillos por su tema que decía “Si uno tiene un paquete de cigarrillos en el bolsillo / significa que no todo va mal ese día”. Leto tiene una conexión directa con La aguja: los momentos animados de la película de Serebrennikov salen del film de Nugmanov. En La aguja una mirada significativa de un personaje se especifica con una línea blanca punteada y flotante que invade el plano, y un cohete dibujado con tiza puede despegar de un cuadro en el instante menos pensado. En Leto hay un guiño a esas escenas, pero reemplazando a la sutileza y minimalismo de Nugmanov por rituales donde el trazo de un lápiz óptico se pasea por todo el plano, jugando a pintarle una máscara a un extra que hace un coro, o coloreando un vestido de rojo furioso. Son esas secuencias musicales, covers de “The Passenger” y “Psycho Killer”, que terminan con un cartel que advierte “Esto no sucedió”, donde la película no disimula separarse de los hechos verídicos en pos de ofrecer una obra bañada en artificio que hable de música. Y si algo sucede en Leto es justamente eso: los protagonistas discuten sobre Lou Reed y T-Rex, se prestan discos, graban futuros hits. “Es muy malo y muy triste si dejas las canciones encerradas ahí en tu cabeza. Déjalas salir, deja que se hagan”, le dice Mike a Viktor mientras están en el estudio. De alguna manera, Serebrennikov se pone los anteojos negros y el saco blanco de Mike para que más personas conozcan las canciones de Viktor Tsoi. Y ese objetivo lo logra: es difícil dejar de cantar ahora “el tren me lleva adonde yo no quiero ir”. El cine a veces también es que sintamos necesario algo que apenas conocíamos. Una canción, o una discografía completa.
En esta película, una coproducción ruso-francesa, que nos habla sobre el rock and roll soviético under de los ’80, el director plantea una original mirada, tan libre, disidente y creativa como la esencia de sus personajes y su relación con el espacio socio-político en el que viven. La historia transcurre en Leningrado, durante un verano a principios de los ’80. El rock local está en pleno apogeo y Viktor Tsoi, un joven músico que creció escuchando a Led Zeppelin, T-Rex y David Bowie, está intentando hacerse un nombre. De esta manera, consigue cruzarse en la playa con su ídolo Mike y su esposa Natacha, junto a otros músicos. Este encuentro transformará su destino y juntos construirán una leyenda musical que los llevará a la eternidad. Entre conciertos, ensayos, excesos, romances y cotidianidades, Leto cuenta una historia inspirada en músicos reales que surgen en la antigua Unión Soviética. Uno de sus protagonistas es Mike Naumenko (Zoopark), interpretado por Roman Bilyk, quien promueve movidas under, reversionando y traduciendo los hits del momento de sus bandas occidentales favoritas y decide apadrinar a Víktor Tsoi (líder de Kinó), el personaje que encarna Teo Yoo, para ingresarlo al rock club de Leningrado. Dicho lugar era el escenario oficial del gobierno donde se podía controlar, durante los shows, a las bandas y espectadores. Estos últimos deberían permanecer sentados durante el recital, sin posibilidad de levantar ningún tipo de pancarta, cartel o bandera, para alentar a Zoopark, Aquarium, Piknik, entre otras. Si bien la película está basada en el libro de Natacha (Irina Starshenbaum), esposa de Mike, donde habla del triángulo amoroso entre ellos y Viktor; en el film es sólo una subtrama de corta relevancia. Es de destacar la sutileza ejercida para con esta decisión de dejar al triángulo por detrás de las leyendas musicales, dado que el desarrollo del mismo en un plano de metarrelato genera en el espectador la empatía de reconocerse en los propios límites. Esa libertad diferenciada del libertinaje, habla de una madurez en estos jóvenes, trabajada por el director con inteligencia en los microgestos y los diálogos solapados, donde el amor y la melancolía se apoderan de la pantalla sin necesidad de literalidades que tanto mal le hacen al cine. Desde lo formal, Serebrennikov hace uso del blanco y negro como estética dominante, a la que le suma impecables y perfectos planos secuencia plasmando su mirada sobre el antiguo régimen soviético. Lo gratificante es que decide incluir “respiros”, como pequeñas revoluciones, que van de la mano de un personaje por fuera de la realidad y dando ruptura a estos espacios temporales interviniendo la imagen con colores y animaciones, mientras nos sorprende con clásicos del rock como ‘Psycho Killer’ de Talking Heads, ‘Passenger’ de Iggy Pop o ‘Perfect Day’ de Lou Reed. De esta manera, los personajes cantan y desarrollan la escena desde un recurso símil video musical. Alegoría poco sutil pero efectiva a la hora de ir contra el sistema, también cinematográfico. No hará falta saber sobre la historia del rock soviético para disfrutar de esta experiencia musical, aunque sí deberían saber los fumadores que no hay ni un segundo en donde los personajes dejen de fumar en pantalla, por lo que les reto a no irse durante la proyección a prenderse uno. Suerte con esa!
MEMORIA VERANIEGA Un romance en blanco y negro. En verdad, la articulación de dos grandes historias de amor complementarias cuyo recorte subraya esa primera fase del enamoramiento, donde conviven la idolatría con un constante cosquilleo o la fascinación con amplias dosis de rebeldía; sensaciones efervescentes y poderosas, a veces, opuestas que terminan por impregnarse tanto en la piel como en las fibras más hondas para volverse eterno. Por un lado, el vínculo entre el rock, las influencias occidentales, el público y la cultura soviética en los años previos a la Perestroika, durante un verano crucial para la gestación de artistas de culto, himnos y nuevas olas musicales. Por otro, el triángulo amoroso entre Mike Naumennko, fundador del grupo Zoopark, su esposa Natasha y Viktor Tsoï, gran admirador y futuro ícono ruso. Un encanto que excede caprichos o cuerpo y reside en la pureza para percibir al mundo, para experimentar con él o para ponerlo en evidencia. Porque, según Leto, la mayor virtud es el doble poder de la creación artística: como estado de libertad y como restaurador de la creencia. Por tal motivo ambos relatos encuentra en el despliegue contrastivo de las personalidades de los cantantes, generacional, del lenguaje y de las fronteras entre oriente y occidente, dicho carácter duplicado hasta el punto de desdibujar los límites que parecían tan marcados y coquetear, incluso, con el coming of age. Tal es el caso de la playa en la que se conocen los tres. Viktor, seguidor de Mike, lo saluda con distancia y no termina de interactuar con todos los jóvenes que disfrutan del baile, las canciones y el alcohol. Sin embargo, charla a solas con Natasha y ambos parecen entenderse. Al anochecer, la mayoría se desnudan para entrar al mar, mientras que la pareja los mira entre risas y Viktor imita durante pocos segundos los gestos se sacarse la ropa cerca de la fogata y luego contempla a los demás. Esa tarde de verano se convierte en un no lugar atemporal –sin tomar en cuenta el vestuario– donde un grupo comparte gustos, ideales, sensaciones, naturaleza, identidad. O en una ciudad en la que apenas se consiguen objetos internacionales, el inglés parece filtrarse entre la cotidianidad de un viaje en tren, en un regalo especial o en las influencias de los álbumes de David Bowie, Led Zeppelin o Blondie. De igual modo, Kirill Serebrennikov trabaja la plasticidad de la imagen. Sin previo aviso, brotan algunos colores, dibujos, letras en negrita, animaciones, efectos visuales y personas cantando que convierten por unos cuantos minutos a la película en un videoclip. Por ejemplo, el tema de Iggy Pop The passenger durante el viaje en tranvía de Natasha y Viktor con una taza de café importado y el plato haciendo de tapa para mantener el calor. Al final, un joven da vueltas en bicicleta y mira hacia la cámara afirmando que eso no sucedió así; gesto reiterativo en cada tema con la misma frase. El director se vale del juego para reafirmar también desde la imagen las restricciones del estado y la falta de libertad de las nuevas generaciones así como la marcada difusión e influencia musical de países de habla inglesa. El uso del videoclip pone de manifiesto los inicios de un formato con gran crecimiento durante ese momento y su posterior auge, por ejemplo, con el canal MTV. Un verano que dure toda la vida parece ser la consigna del filme. Un recorte que, según Serebrennikov, intenta darle visibilidad a una generación anterior a la suya de la cual no se conoce mucho y quedó borrada por la Perestroika. Una búsqueda que procura retener los fragmentos de excitación y arrebato propios de un vínculo que acaba de empezar, donde todo descubrimiento genera placer. La fascinación permanente que deviene en pureza de sentimiento y el verano como condición de posibilidad y recuerdo inmortal. Dos historias en blanco y negro amalgamadas por el escurridizo color de la irreverencia artística. Por Brenda Caletti @117Brenn
Biopic del mundillo del rock de principios de los ’80, en la entonces URSS. La primera secuencia muestra a unas chicas colándose a un recital de rock under, en un viejo edificio de Leningrado. La estrella de esa movida es Mike y por muchos motivos el recital es controlado por las autoridades: desde su permiso (solo pueden concretarlo los grupos que son autorizados), la revisión y censura sobre sus letras, el control de la manifestación del público (deben comportarse como si asistieran a un espectáculo de música clásica). Todo es auscultado por un poder contrariado por la cultura rock, pero que no puede detener lo indetenible: la explosiva y revulsiva aparición en el imaginario de los jóvenes de los ’60 y ’70 del fenómeno del rock. Los Beatles, los Rolling Stones, Bob Dylan, David Bowie, Lou Reed, The Doors, golpean las puertas del cielo soviético y lo sacuden de modo sutil y más profundamente que las ojivas norteamericanas. ¿Es que se puede tapar el sol con las manos? ¿Es posible ejercer un control social con el presupuesto de un hombre mejor, cortándole las alas a su libertad? Este postulado está implícito y corre como savia por las entrañas de esta biopic rockera. Un triángulo amorosamente naif entre Mike, la estrella ya instalada y reverenciada, su bella mujer Natasha y Víktor, una joven promesa en ascenso. Este enamoramiento tiñe las relaciones entre los tres, las cobija y enrarece. Mike reconoce el talento que ya se insinúa en Viktor y decide promover sus canciones, lo ayuda a concretar grabaciones y recitales. Al revés del comportamiento habitual en estos casos, Mike actúa como un protector de todos: de Viktor, de Natasha, del grupo que los acompaña a todas partes. La secuencia de la playa, cuando los tres se ven por primera vez, cuando Víktor y su amigo son aceptados por el grupo de Mike, es sintomática de lo que vendrá: en medio del juego, la bebida, la música siempre presente, el amor acariciará a este trío, también a veces rasguñará sus corazones. Filmada en un impecable blanco y negro, con unos planos secuencia de cuidadosa factura, con canciones integradas al relato y realizadas con estética de videoclip de los ’80, la película no decae en su ritmo narrativo manteniendo siempre un elaborado concepto en su dirección de arte. LETO (Verano) es una mirada tierna, melancólica y muy bien contada de los inicios de la cultura rock en los finales de la dictadura soviética. El tiempo va ubicando todo en su divina proporción y los contestatarios no cambiaron mucho, ni la utopía comunista era puro error. Eso sí: la libertad es un bien. El hombre en cualquier tiempo y lugar luchará por ella. Y la juventud es… un divino tesoro.
El estreno de Leto (verano) es un acontecimiento extraño. Una película rusa, filmada por un director que estuvo bajo arresto domiciliario y no pudo presentarla, sobre la movida del rock en la Leningrado previa a la Perestroika. Y en blanco y negro. Y con clips, como una especie de musical. Con ecos de Velvet Goldmine, The Doors o 24 hour party people/La fiesta interminable, está centrada en la historia de dos músicos importantes que murieron muy jóvenes, Viktor Tsoi, del grupo Kinó, y Mike Naumenko, de Zoopark. El segundo, una especie de Marc Bolan/Lou Reed/Bowie/Gainsbourg, aparece, además de como talentoso músico, como melómano ávido, productor e impulsor de esa movida. Así descubre a Viktor, en el verano del título, tocando la guitarra entre amigos frente al mar. En una larga y bella secuencia introductoria que parece simbolizar todo aquello (juventud, música, amor, libertad) que los rigores soviéticos se negaban a permitir del todo. También respira libertad, y ánimo lúdico, la propuesta de Serebrennikov, que con ingenio convierte escenas en clips musicales, con sobreimpresos y cantantes extras, como en un film clásico americano. Con base en versiones de grandes temas de las bandas que escuchan los personajes, de Iggy Pop a Blondie y T Rex. Son escenas de una alegría tan fantástica que inevitablemente rezuman melancolía, al dejar en evidencia esas tensiones, entre la apertura de costumbres y sonidos occidentales, y la opresión social todavía muy presente. Pero no es el político el asunto central de este film, que se concentra en el trabajo creativo de sus personajes, en un triángulo amoroso y en el latido de ese movimiento de cambio, enmarcado en un club de rock, que peleaba por asomar la cabeza. Hay grandes momentos en Leto, como el show pulcro que se convierte en desaforado punk rock, y buenas ideas, como el paseo por las tapas de los grandes álbumes interpretadas por los protagonistas. Capaz de trascender sus historias, Leto es también un film sobre la periferia melómana y el poder de las buenas canciones.
Vagos y contestatarios Hay algo profundamente enigmático en las primeras escenas de esta película. Una banda punk interpreta su canción ante un auditorio semi-rígido, con jóvenes que, si bien se nota en sus expresiones y en sus rostros que aprueban y disfrutan de la música, permanecen sentados, como apuntalados a sus butacas. Nos encontramos ante un mundo anacrónico: se trata del Leningrado de la URSS y de los primeros ochenta, y mientras en otros países las bandas de punk destruían escenarios enteros, con un público enfervorizado que se atropellaba y volaba por los aires, aquí la rigidez y las estrictas prohibiciones derivaron en un submundo en las antípodas. Así, en los toques los asistentes no podían pararse, llevar pancartas o gritar, e incluso se les prohibía moverse al compás de la música.