Simplemente amigas Cada año, el BAFICI presenta algún producto surgido de la Universidad del Cine que da que hablar, que genera polémicas: en esta 12ª edición le toca el turno a la opera prima de Delfina Castagnino, quien ha trabajado como asistente o montajista en películas tan disímiles como Luego, El amor (primera parte), Los muertos, Liverpool y Todos mienten, con cuyo equipo se la identifica. La historia tiene lugar en el Sur, pero no se va a esa zona en busca de la identidad ni huyendo de algo, como ya es un tópico recurrente en el último cine argentino, sino que dos amigas se reencuentran allí cuando muere el padre de una de ellas. Una acompaña el duelo de la otra y aprovecha ese tiempo para tomar distancia de una relación que pasa por un mal momento. Lo que más quiero es el relato de ese encuentro, de esos días de convivencia, de charlas compartidas, de finales. Filmada en base a unos pocos y largos planos secuencia fijos o con poco movimiento de cámara, asistimos a varias situaciones cotidianas, banales algunas, más dramáticas otras. Las mismas pueden resultar algo vistas, pueden recordar el cine de Ezequiel Acuña o el de Matías Piñeiro, pero, sin embargo, con respecto a ellos, esta opera prima elige apoyarse en los sentimientos de las protagonistas, lo cual le da a la historia una carnadura, un grado de emocionalidad poco frecuente en el cine argentino realizado por los más jóvenes. Por otro lado, estamos frente a un film medido, poco pretencioso, y no es éste el menor de sus méritos. María Villar ya había demostrado su talento y simpatía en El hombre robado y Todos mienten, y Pilar Gamboa se revela como una actriz a esa misma altura. Son particularmente logradas la escena entre Villar y Esteban Lamothe, una larga charla sobre la actuación, filmada completamente en un solo plano, y el episodio final entre las dos chicas, ídem. No menos importante resulta el trabajo con la imagen, de una belleza mesurada en un entorno bucólico, que nunca cae en la tarjeta postal ni en el afiche turístico. El soporte digital desmerece un poco la bella fotografía de Soledad Rodríguez, lo cual hace desear su paso a 35 milímetros. Esta es una oportunidad para destacar el excelente trabajo de los equipos técnicos que se observa las películas argentinas que participan en el BAFICI: en mi opinión, tanto la fotografía de Fernando Lockett en Secuestro y muerte, la de Gerardo Silvatici en El recuento de los daños, y la de Agustín Mendilaharzu en Ocio tienen en común ser el aspecto más admirable en cada uno de esos films. En cuanto a Delfina Castagnino, promete ser una tarea interesante seguir su trayectoria como directora.
Dos amigas se encuentran, una casualmente ha perdido recientemente a su padre, dueño de un aserradero y debe concretar el cierre del establecimiento indemnizando a los trabajadores, la otra es una actriz que recíen empieza a buscar trabajos, supuestamente “de novia”. Dentro del marco vacacional conocen a un grupo de amigos, chicos sencillos que las invitan a pasar algunos momentos de diversión, zambullirse en aguas, alguna fiesta. Un conversación sobre el capot de un auto marca una de las logradas escenas del film que con el transurso de metraje va reconstruyéndose. Alguna pelea entre amigas, celos, acompañan la acción tras un arbolado sector donde entre conversaciones pueriles, ambas terminan consolidando su amistad frente a las discrepancias, diferencias y sentimiento. Lo que Más Quiero es un film que no llega a destino, induce a afrontar un desafío del que se desconoce su objetivo como propuesta, la liviandad de los diálogos invita a olvidar los elaborados planos-secuencia de una experiencia que pretende ser rohmeriana.
Algunos la creen muy fácil. Ponemos en un plano fijo dos personas a espaldas de cámara, un paisaje de fondo, hablando supuestas trivialidades durante 10 minutos y ya tenemos una obra maestra. ¿Dónde ha quedado la construcción interna de un cuadro? ¿Dónde ha quedado el montaje interno del que hablaba Bazin? Por favor. Pareciera, que algunos cineastas nunca han visto un film en su vida. Si hablamos de sutilezas cinematográficas pongamos Lo Que Más Quiero al lado de ambas Oxhide. Ahí estaremos hablando de cine. La ópera prima de Castagnino es la mentira a 24 cuadros por segundo. Historias de jóvenes que pretenden decir más de lo que dicen se viene haciendo desde los tiempos en que Elia Kazan y Nicholas Ray posaron sus ojos en la depresión de los adolescentes. El problema, es que detrás de lo que las protagonistas parecen ocultar realmente se oculta la nada. A ver… no hay mucho más que diálogos vacuos en espacios geográficos pintorescos, pero al igual que , el plano más elogiado de la película donde una de las protagonistas trata de “encararse” un chico (o viceversa en realidad), podemos notar que detrás de la pretensión algo no funciona bien. El famoso plano elogiado es visualmente desastroso. Fotográficamente mal iluminado. Y lo mismo pasa con la película. Es mala. Insoportable. Las idas y vueltas de las protagonistas, pretenden ser “reales”, pero terminan siendo previsibles, y demasiado dramatizadas. A pesar, de que ambas protagonistas tratan de emitir verosimilitud, diálogos forzados, emociones que nunca se sienten genuinas impregnan la pantalla. En el medio se trata de colar una manifestación de crítica o realidad social, relacionado con el cierre de fábricas y la crisis económica, pero a veces cuando se trata de ser sutil, se termina siendo demasiado explícito. En algún momento, los egresados de la FUC, supieron “innovar” dentro del cine nacional. Ahora se agarran de “tendencias” pasadas de moda. Ni siquiera son oportunistas. Consejo para futuros realizadores: tengan paciencia. Su momento llegará. No hay que volverse loco si a los 30 todavía no filmaron su ópera prima. Si no tienen una historia que los enamore, no se lancen a la calle a filmar cualquier cosa. Tomen como ejemplo a Fabián Bielinsky. Consejo para críticos: dejen de agarrarse de las pestañas de cualquier alumno de la FUC. Revean a los veteranos. Recuerden a Fabián Bielinsky.
Es la historia de dos duelos: uno amoroso, de inmediata repercusión y dilución más sencilla; otro más duro, de procesos más lentos y luctuosos. Es también la historia de una amistad entre dos chicas, sostenida a la distancia y puesta a prueba en la convivencia. Lo que más quiero abre con un plano de dos amigas sentadas una al lado de la otra. Delante de ellas las montañas, un paisaje hermoso que en este país solo puede dar el Sur. Toman mate, se cuentan algún chisme, dan paso al primer "duelo" que se menciona arriba. El personaje que interpreta María Villar se está tomando un tiempo de su novio de hace cuatro años y aprovecha esa semana con su amiga (Pilar Gamboa) para reflexionar. Esta apertura, que dura unos cuantos minutos, permite evidenciar dos cosas: primero la química de las protagonistas, una constante sobre la que se apoya la película. En segundo lugar, se tendrá conocimiento del recurso a los planos secuencia por Delfina Castagnino para contar su historia. Ambos aspectos están íntimamente ligados, las notables interpretaciones necesitan este uso de cámara para poder mostrarse como tales, a la vez que la lente necesita ese nivel de actuaciones para que su uso se justifique. En un principio se podría pensar que el problema importante es el amoroso de la recién llegada, no obstante quedará comprobado que el conflicto de Pilar es el más grave, y el que va a mover gran parte del relato. Este es el generador de algunas de las escenas más logradas, entre ellas la más impactante, cuando en un mismo plano la joven debe comunicar a los empleados el futuro de la empresa. No creo que hubiese forma de hacer una escena mejor que esa, con una clase magistral de actuación de su protagonista, llegando a niveles de un intenso realismo. Sin música o agregados de edición, Lo que más quiero sigue una tendencia de hacer cine bastante recurrente en las producciones nacionales. Si bien hay un buen trabajo en la dirección y un guión capaz de pasar de situaciones dramáticas a cómicas con facilidad, la razón por la que se destaca es por la dupla de actrices que la conducen. Hoy una de ellas goza de reconocimiento masivo por su participación en dos exitosas series de televisión, algo de demorada justicia en la industria nacional, que también tendría que recompensar a su compañera de fórmula y a Esteban Lamothe, quien ya demostró lo suyo protagonizando la gran El Estudiante.
Qué difícil es decir adiós La joven realizadora Delfina Castagnino retrata el acercamiento de dos amigas (las notables Pilar Gamboa y María Villar) tras la muerte del padre de una de ellas. Con economía narrativa, Castagnino, construye un relato austero y emotivo. Cuando Lo que más quiero (2010) se exhibió en el BAFICI el año pasado, el film dividió a los críticos. Lo que algunos elogiaban, otros defenestraban. Pero esta ópera prima dista de la radicalidad de, por ejemplo, las obras de Iván Fund (La risa, 2009, es el caso más claro). La singularidad en la película de Castagnino hay que buscarla -paradójicamente- en su transparencia, a tal punto de que en algunas secuencias da la sensación de ver teatro filmado. Pero pensada en su conjunto, nos encontramos frente a una obra intimista, que se vale de lo teatral para construir una genuina narración cinematográfica. Pilar acaba de perder a su padre, el dueño de un aserradero del Sur. Hacia esas latitudes llega María, su amiga actriz, quien viaja para acompañarla en su duelo. En los pocos días que conviven hay alcohol para aplacar las penas, un chapuzón en un lago, se suceden largas y extensas charlas, y la recién llegada -a punto de separarse- conoce a un joven con el que “coquetea” sutilmente. Castagnino imprime verdad en cada uno de estos momentos, aunque en no todos con el mismo nivel. Su propuesta es concisa, le basta con colocar la cámara y dejar que las anécdotas fluyan, “acontezcan”, elección narrativa que tiene mucho del teatro de Antón Chejov. En este sentido, incluso hay una secuencia que introduce la distinción entre propietario y proletarios. Pilar “reparte” unos billetes a los ahora ex-empleados de su padre. La cámara registra su rostro frontalmente, dejando a los sucesivos personajes en una zona de invisibilidad. Más allá de las lecturas políticas (que las hay), la puesta condensa toda la angustia de la joven, quien asume un rol hasta ese momento inédito mientras intenta disimular su penoso estado. Paradójicamente, esta tal vez sea la secuencia más artificial del film, lejos de los momentos en donde el registro es más espontáneo. No debe confundirse en Lo que más quiero la pobreza con la austeridad. Castagnino trabaja en su ópera prima el drama interno de forma poco frecuente pero tampoco inédita (basta con recordar las películas de Ezequiel Acuña). No es un mérito menor que el paisaje frío y nítido del Sur (fotografiado de forma exquisita por Soledad Rodríguez) sea el escenario para esta historia mínima, sin caer en la postal turística. La película suma puntos en la credibilidad de los diálogos, algunos de un elogiable magnetismo. El más recordado es el que sostiene María con el muchacho interpretado por Estaban Lamothe, el actor-revelación de El estudiante (Santiago Mitre, 2011). Se trata de un plano secuencia en donde los dos actores transitan la comicidad con un trazo sutil, creíble, con los nobles recursos de la mirada y la voz como principal sostén dramático.
Una ficción de observación Ganadora de tres premios en el Bafici 2010, la ópera prima de Castagnino da cuenta de los días en que una chica va a visitar a su amiga. Pero la directora no filma todo lo que les pasa a ambas, sino sólo aquello que la cámara está en condiciones de saber. Desde hace unos años se habla de “documentales de observación”, en referencia a aquellos en los que la intervención sobre lo real se reduce a una cámara fija y escrutadora. Es curioso que todavía no se haya adoptado la expresión “ficciones de observación”, para aquellas que aplican una ética y estética semejantes, con Lisandro Alonso como uno de sus representantes más notorios. Si en lugar de estar protagonizadas por hombres duros, herméticos y solitarios lo fueran por chicas algo más sociables, transparentes y dicharacheras, las películas de Alonso tal vez serían como Lo que más quiero. A pesar de haber ganado tres premios en el Bafici 2010 –mejor película argentina de la Competencia Internacional, mejor actriz (compartido por sus dos protagonistas) y premio Fipresci de la crítica internacional–, la ópera prima de Delfina Castagnino debió aguardar poco más de un año (como acaba de suceder también con Los labios) para llegar a salas de estreno. O a sala de estreno, en singular, ya que a partir de hoy podrá vérsela exclusivamente en el auditorio del Malba, los viernes a las 20 y sábados a las 19. Lo que más quiero es una de esas películas resueltas en tan pocos planos, que pueden contarse. Serán unos veintipico, más o menos (que puedan contarse no quiere decir que haya que hacerlo), la mayoría de ellos con cámara fija y de una duración que puede llegar hasta casi los quince minutos. Lo que filma Castagnino no es, sin embargo, el intervalo o la espera, como suele ser el caso de muchas películas basadas en sistemas semejantes, sino el acontecer, durante los días que una chica va a visitar a su amiga. María (María Villar) vino hasta Bariloche, un poco para hacerle compañía a Pilar (Pilar Gamboa), pero también para hacer una pausa, teniendo en cuenta que la relación con su novio no anda bien. Castagnino filma lo que pasa entre ambas y, eventualmente, con alguien más (un par de amigos de Pilar, uno de ellos sobre todo), pero también lo que les pasa por dentro. Antes de saber que el motivo de la visita de María es el reciente fallecimiento del padre de Pilar, puede advertirse cómo ésta de pronto se queda mirando el vacío, como sucede con quien acaba de perder a un ser querido. En medio de una conversación telefónica con su novio, María se pone a llorar, antes de recurrir al clásico “No estoy llorando”. Cuando la relación entre las dos ya está algo deteriorada, es posible percibir el hastío que Pilar intenta disimular, de espaldas a su amiga pero de frente a cámara. Pero Castagnino no filma todo lo que les pasa a ambas, sino sólo aquello que la cámara está en condiciones de saber. Advertimos que Pilar no tiene muchas ganas de darle bolilla al guitarrista con el que sale “cada tanto”. Pero ignoramos por qué no quiere. Los comentarios que le hace a su amiga traslucen que a María Diego (Esteban Lamothe) le pegó de entrada. Aunque después, cuando se ponga a charlar con él, ciertas pausas y algún desconcierto permitan entrever que el muchacho no es del todo lo que esperaba. Esa charla, en la que la cámara acompaña a María y Diego, es el momento más alto de Lo que más quiero. Por la notable química entre ambos, por su infrecuente timing y soltura y porque la escena pide esa cámara fija, frontal, invisible. Tal vez no siempre la puesta dé tan en el clavo. Hay una escena en la que Obvia, la yegua de Pilar, se muestra ingobernable. Pero el encuadre se cierra tanto sobre el rostro de María que no podemos ver la inquietud del animal. Sólo enterarnos por el diálogo de lo que le pasa. Un plano de Lo que más quiero generó acaloradas reacciones cuando la película se exhibió en el Bafici. En el aserradero de su padre, Pilar llama de a uno a los trabajadores, para anunciarles que va a tener que cerrarlo. Cerrando el encuadre sobre el rostro de la chica, la cámara logra radiografiar, con admirable transparencia, su estado de ánimo. Pero los obreros son apenas tres nucas y tres cuellos. Lo cual generó acusaciones de clasismo, reaccionarismo y mil piropos más. Ahora bien, ¿por qué debería verse el rostro de los trabajadores, si la escena trata sobre lo que le pasa a ella? Lo que sí es clasista, reaccionario & etc. es que los operarios reciban la noticia no sólo sin protestas, sino manifestando su conmovida gratitud a ese santo varón de la madera que acaba de fallecer. ¡Uno de ellos hasta se ofrece a colaborar con el cierre! Pero el clasismo (que también tiñe el retrato de Diego como zonzo de provincia) es en tal caso de contenido, no de forma. Y se supone que el crítico debe juzgar lo segundo. Con tres personajes que jamás dejan de ocupar el centro de atención, Lo que más quiero no podría funcionar si no tuviera los actores que tiene. Conocidos por películas previas “de la FUC”, como El hombre robado, Todos mienten y Castro, la soltura apolínea de María Villar, Pilar Gamboa y Esteban Lamothe hace pensar que, a la hora de los modelos, Delfina Castagnino aprendió tanto de Eric Rohmer como, de ser cierta la suposición, de Lisandro Alonso.
Cuando escapar puede ser un buen comienzo. La opera prima de Delfina Castagnino es una muestra interesante para ver cómo viene avanzando el cine argentino independiente. Un grupo de jóvenes profesionales del cine realizan una obra narrativamente muy exquisita, con una historia que contempla mucho de lo cotidiano y de lo angustioso y difícil que es para los seres humanos manifestarse ante el dolor, la angustia y el deseo de renacer ante el destino inminente. De eso se trata “Lo que más quiero”, pero también habla de la amistad, de la huida en pos de un volver a empezar mejor (dejando el pasado muy atrás) y de la soledad. Muchos temas que se enlazan en escasos 76 minutos y dejan a más de uno, con intenciones de querer saber más de las dos jóvenes protagonistas. Pilar (Pilar Gamboa) es una joven sola que acaba de perder a su padre y vive en el Sur de la Argentina. María (María Villar) es su amiga que va a visitarla para hacerle compañía como la excusa perfecta para huir de su novio y del mal momento que están viviendo. Ambas están buscando la manera de escapar de sus conflictos, y ninguna encuentra en la otra el sostén necesario para salir del dolor interno que tienen. Ninguna es capaz de consolar a la otra, ninguna sabe lo que quiere pero ambas si saben lo que no quieren. Y en ese tejido de indecisión y decisión se va construyendo esta historia, donde la vida las sorprende solas haciéndose cargo de todo (¿o de nada?) sin importar el mañana. Claro, ellas no quieren que estas vacaciones juntas se terminen porque una vez que esto suceda, esa soledad cubierta por una momentánea complicidad de dos amigas, las hará traer a la realidad. El trabajo de las actrices, junto a Esteban Lamothe —reconocido actualmente por su muy buen labor en “El Estudiante”— es muy bueno, y la dirección de Castagnino es impecable, con planos secuencias que acompañan los sentimientos de los personajes, sin perder de vista los paisajes fríos (aunque sea verano) del sur que potencian la narración. “Lo que más quiero” ha sido mejor película argentina en el BAFICI 2010, y Pilar Gamboa y María Villar compartieron el galardón a mejor actriz en el mismo Festival. Una obra realmente inquietante que vale la pena ver. Este estreno de la semana se exhibe en el MALBA durante todo el mes y ojala muchos vayan a verla para comprender por dónde viene el cine argentino actual. Que los espectadores descubran que hay mucho más cine nacional en otros espacios y que van a encontrar filmes que nutren nuestra industria a partir de grandes esfuerzos y mucho talento. ¡No se la pierdan!
La película comienza donde otras usualmente terminan: las dos amigas conversan en la montaña, de espaldas a cámara, charlando de sus cosas, lejos del mundo, en plano entero con las montañas de fondo y la imagen de las chicas en foco rabioso, una bellísima vista de pasmosa confianza. El final es en el bosque, a ras del suelo, con las amigas de frente a cámara en plano general, interferidas por algunas ramas o algunos troncos, con foco tibio y con cierta inseguridad en los bordes del cuadro. El final perfecto a una historia breve, interior, diáfana en sus objetivos y donde lo técnico no es lo importante porque se subordina al relato. Delfina Castagnino no hizo cine de mujeres con LO QUE MÁS QUIERO, hizo cine femenino, y lo demuestra a través de la tersura de su mirada, la complejidad de su puesta de cámara y la consecuencia con sus personajes. Una película sobre la madurez que emociona cuando decantan esas imágenes de Bariloche en verano y recordamos el dolor en los ojos de Pilar Gamboa y la infinidad de matices en el cuerpo de la estupenda María Villar.
Nada de nada (y una recomendación final) Mucha gente aprovecha sus vacaciones para ir al cine. Yo necesitaba vacaciones, y vacaciones sin cine. Así las cosas, fueron vacaciones sin e-mail y sin películas (ni una). Tres semanas sin películas para volver con los ojos limpios y avidez por sentarme en una butaca (del centro a la izquierda, mirando hacia la pantalla). Volví al cine... ...pero las dos películas vistas fueron un fiasco. Empecemos por la que terminó con mi ayuno fílmico: Hanna, de Joe Wright, que bascula entre una intriga que se resuelve de forma anodina, groseras faltas de verosimilitud (en demasiados enfrentamientos primero se dan piñas y patadas, y luego se tiran algunos tiros: ¿por qué no tiran antes?; la “niña del bosque” Hanna no sabe ni lo que es un ventilador y luego, sin pasar por la Pitman, googlea a todo trapo) y reiteraciones ad náuseam de que, ojo, hay que trazar paralelos con los cuentos de hadas (¿alguna vez más nos van a aclarar que Cate Blanchett modelo 2011 –con aires y modos de Tilda Swinton– es “una bruja”?). Cine sin centro gravitatorio, hecho de retazos, tal vez un mero gesto canchero en forma de cómic, con algunos ramalazos de supuesta sofisticación como el villano alemán –que parece escapado de Cabaret de Fosse y rebozado con un poco de Fassbinder– o la música de The Chemical Brothers en contrapunto con la por muchos momentos payasesca acción. Habitualmente, cuando estoy varias semanas sin ir al cine la película con la que regreso a las salas me gusta un poco más de lo que me gustaría en medio de mucho consumo cinematográfico. Pero Hanna no fue el caso. Si es un chiste pop sofisticado, bueno, a veces prefiero los chistes más brutales, vibrantes y directos, como los que esperaba encontrar en ¿Qué pasó ayer? Parte 2 (The Hangover Part II). Pero esta secuela-reversión de una de las grandes sorpresas de la temporada 2009 está vaciada de interés, de intensidad, de esfuerzo cómico: los actores están apagados (hasta Galifianakis), y todo sucede de forma burocrática, previsible. No, el problema no está en rehacer la película original: con Todo un parto, Todd Phillips probó que podía reescribir con alma, corazón y gracia Mejor solo que mal acompañado. Pero si Mejor solo que mal acompañado era parte de la inspiración de Todo un parto, The Hangover no inspira The Hangover Part II sino que la reprime, le marca el camino para que pase por los mismos lugares, ahora con los zapatos gastados y los actores cansados. Todo está peor de lo que podría haber estado (salvo el mono, el personaje construido con mayor enjundia), fuera de ritmo: como Mike Tyson destrozando el grasoso éxito de los ochenta “One Night in Bangkok”. Las carencias rítmicas y el nulo carisma de Tyson para cantar condensan y ejemplifican de forma plúmbea los problemas de esta película hastiada de sí misma. Habrá que seguir intentando y seguir yendo al cine, aunque ya no en las queridas dos salas del Atlas Santa Fe, que cerraron y dejaron sin cines a la zona de Callao y Santa Fe (en donde hace poco más de una década funcionaban siete salas concentradas en cuatro cuadras). Por último, les dejo la recomendación de una película argentina que vi el año pasado: Lo que más quiero de Delfina Castagnino, que se exhibe en junio en el Malba los viernes a las 20:00 y los sábados a las 19:00. Una pequeña y sentida película sobre la amistad y duelos amorosos y filiales, hecha con gracia, convicción y emoción, elementos ausentes de los estrenos antes comentados. Un detalle: en Lo que más quiero un empleado que se queda sin trabajo se niega a recibir su indemnización, y este ha sido uno de los motivos –a partir de lo que yo denominaría una peculiar exigencia de “realismo sindical”–, por los cuales algunos críticos se han enfurecido con la película.
Texto disponible sólo en la edición papel del día 10/06/2011.
De sólo estar Hay encuentros que hacen bien. Es la sensación que queda después de ver Lo que más quiero, de Delfina Castagnino. Dos amigas comparten un tiempo inabarcable, en Bariloche. Pilar es la dueña de casa y María llega de Buenos Aires a pasar unos días. La cámara se instala como una intrusa y con planos secuencia largos captura ese momento emocional por ?el que pasan las protagonistas. Las circunstancias de cada una se van descubriendo al mirarlas. Muy pocos diálogos el filme que fascina por varios aciertos. La cámara es la narradora, fija, detenida en la primera escena, con ellas de espaldas y las montañas imponentes. El timing de cada momento se logra porque Pilar Gamboa es una actriz extraordinaria. También María Villar, en el rol de la amiga de Buenos Aires y Esteban Lamothe (como Diego) pueden sostener ese tiempo inmenso a pura actuación. Lo que más quiero invita a sumergirse en el tiempo de las amigas, con escenas conmovedoras. Al impacto de la primera siguen otras, con planos cortos, a veces demasiado, como si el contexto estuviera en la mirada de las actrices. Pasa cuando María recibe la llamada de su novio; en la polémica escena (algunos críticos han expresado objeciones ideológicas) de Pilar con los empleados del aserradero de su padre recientemente fallecido. Toda la emoción cabe ?en el primer plano de la chica desbordada por la tristeza y ese cambio irreversible, con ?el interlocutor de espaldas. El flash con la yegua que no puede dominar, la decisión al respecto, van armando un colaje de acontecimientos íntimos que hacen vibrar el entorno. La directora ha tomado decisiones estéticas para lograr el clima de cotidianidad: sonido ambiente, directo; luz natural y escenas al aire libre bellamente fotografiadas por ?Soledad Rodríguez. Todo vive alrededor de las amigas. Castagnino no muestra el bosque, fascina con el rumor del follaje. Su película, que refleja influencias de Lisandro Alonso y Mariano Llinás, convoca a Pilar Gamboa, exquisita intérprete de teatro y popular desde su rol en Los únicos.
Variaciones sobre el amor Gracias al vigoroso circuito de cine alternativo que se ha consolidado en la ciudad, la heterogeneidad sigue presente en nuestras carteleras cinematográficas: los grandes complejos apuestan cada semana al cine norteamericano, mientras el resto de las salas permite acceder a una variedad realmente estimulante de cinematografías del mundo, argentina incluida. Por una vez, esta columna intentará abarcar las diferentes variantes, a sabiendas de que el resultado se verá indefectiblemente afectado (pues la síntesis, virtud de los grandes, conspira en contra de aquellos que necesitan espacio para desarrollar sus argumentos). Del lejano norte nos llegó otro filme que se propone tratar grandes cuestiones metafísicas, a través de un thriller romántico con aspiraciones de masividad, o más bien de una particular conjunción de géneros. Los Agentes del Destino es un filme que aspira a ser tanto una épica romántica de aires clásicos (con Las alas del deseo como gran inspiración) como un thriller pop de ciencia ficción, capaz de plantear especulaciones filosóficas acerca del destino de los hombres y la posibilidad del libre albedrío. Basado en un cuento de Philip K. Dick, el filme es un pastiche típicamente hollywoodense, que si se salva de caer en el más craso ridículo (nótese que se habla en potencial) es apenas por un par de factores: la actuación de sus protagonistas, la decisión de no tomarse muy en serio a sí misma (al menos hasta el final), la voluntad genuina de explorar diversos géneros. Matt Damon compone a un joven y prometedor político en ascenso, con posibilidades de llegar al Senado, que en un encuentro casual conocerá a Elise (Emily Blunt), una hermosa y desafiante bailarina, de la que se enamorará a primera vista. Pronto, sin embargo, se cruzarán obstáculos en su camino, los llamados agentes del destino, especie de entidades superiores con apariencia humana que intervienen en el mundo para lograr que se cumpla el plan diseñado por un ser al que denominan Presidente, y que precisamente no quiere que David y Elise se unan. David no sólo los descubrirá, sino que se enfrentará a ellos, aunque en cierto momento deberá elegir entre seguir su destino o apostar a una relación que parece condenada por fuerzas que lo superan. Formalmente convencional, acaso lo más interesante del filme sea la decisión de construir el mundo de los agentes del destino como una institución burocrática del Estado, donde una entidad superior dirige las acciones de estos funcionarios, metidos en un escalafón estricto que les impone obediencia debida (y que frustra sus deseos de trascendencia). Una posición que revela no sólo la concepción política sino también estética del filme (que remite a los viejos seriales de espionaje de los años ´50). Diametralmente opuesta es la propuesta que el jueves estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril: el filme Lo que más quiero, ópera prima de Delfina Castagnino y nuevo ejemplo de la rigurosidad del cine joven argentino (fue premiada en el Bafici 2010), que irá junto a la que quizás sea una de las mejores películas que se verán este año en nuestros cines, la italiana Le Quattro Volte (que se proyectará en 35mm), de Michelangelo Frammartino (y que el autor desistió de comentar debido a que la vio hace un año). Minimalista en su concepción argumental, pero maximalista en sus ambiciones formales, Lo que más quiero es un filme sobre la amistad y el crecimiento, que se centra en las experiencias vividas durante una semana por dos amigas en los campos de Bariloche. María (María Villar) ha venido de Buenos Aires a visitar a Pilar (Pilar Gamboa), que ha perdido a su padre recientemente y tiene que hacerse cargo de su negocio. La visitante está escapando además de su novio, con quien las cosas no andan bien, y quizás espera encontrar algunas respuestas. Ambas se encuentran en un momento de crisis y de cambio, aunque se puede adivinar que ninguna sabe muy bien qué es lo que quiere. Un encuentro con amigos, una fiesta en el pueblo, un paseo por el río y otro por el bosque serán todas las anécdotas de la película, que en la atención a los detalles irá descubriendo los procesos internos que vive cada quien, y cómo reaccionan a su entorno. Con planos medios casi siempre fijos, con la cámara colocada a una distancia que se irá acortando con el correr de los minutos, Lo que más quiero es un filme de una conciencia formal infrecuente, cuya historia (o guión) paradójicamente no siempre está a su misma altura (ver la escena con los empleados del aserradero), aunque el resultado final siga siendo más que gratificante. La humanidad y la honestidad son, en definitiva, los faros luminosos de esta película que hace de la observación atenta su principio narrativo, y de la naturalidad expresiva su centro filosófico, capaz de abordar (ahora sí) grandes temas de la condición humana con sencillez, humildad y por supuesto profundidad. Por Martín Ipa