En 1966, del día a la noche, Claude Lelouch tuvo el mundo a sus pies: Un hombre y una mujer, su drama romántico de presupuesto tan magro como su guión (un guión minimalista, se diría hoy) no sólo ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a la Mejor Película Extranjera al año siguiente sino que -lo más importante para él-, eludió el frío corazón de los críticos y el más helado de sus colegas, que empezaron a odiarlo desde entonces, pero dio de lleno en los de los millones de parejas que iban a verlo como un deber moral. Hasta los habitués del Lorraine y del bar La Paz, dicen, la veían de incógnito. La película, con sus osados movimientos de cámara, sus desafíos a las formas académicas, sus juegos con el tiempo, el blanco y negro y el color, sus diálogos breves e insustanciales pero transformados, a fuerza de reiteración, en epigramas, llegó a elevar la cursilería de su fondo a un nivel de vanguardia. La estocada final la dio Francis Lai con esa canción que no hubo radio ni Wincofon que dejaran de repetir por entonces, el bada bá dadá, badabadadá que acompañó a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée (llamados en el film, casi textualmente, Jean-Louis y Anne) cuando se abrazaban en las playas invernales de Deauville, rodeados por la cámara de Lelouch: y en este caso de manera literal ya que él siempre manejó la cámara, nunca se la cedió a un tercero. Un hombre y una mujer fue, a la vez, una expresión de libertad del joven cine francés de la época y una apoteosis del kitsch. Ese mismo kitsch que estudiaban los rebeldes estructuralistas en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París, tratando de evitar que los contaminara. Lelouch, en cambio, fue su brazo armado. Sin proponérselo se convirtió en el Godard de la gente, en el transgresor de rostro humano. Y ganó millones: eso tampoco se lo perdonaron. Su película volvía sobre el inagotable tópico “boy meets girl”, transformado ahora en joven viudo con hijo encuentra joven viuda con hija. Ya en la postulación de sus respectivos pasados se incluyó el primer toque irrisorio de los muchos que más tarde, y hasta hoy, habría de tener la historia: la esposa de Jean-Louis se había suicidado porque no soportaba los riesgos que él enfrentaba por su profesión de piloto de carreras, y el esposo de Anne había muerto en cumplimiento del deber pero por otro tipo de riesgos: era doble en películas de acción. En la historia de este amor que, como dice el bolero, no tuvo otro igual, hay un detalle que no suele tenerse demasiado en cuenta pese a lo claro que es: el único que se había enamorado fue Jean-Louis; Anna, en cambio, jamás lo estuvo de él. Él era capaz de hacer la ruta París-Deauville las veces que fuera necesario para estar a su lado; él la abrazaba como se abraza a quien se ama de verdad. A ella, la sombra del marido muerto le impidió cualquier amor futuro y hasta la mera consumación de la primera unión física. Para Anne, Jean-Louis fue poco más que un refugio de su soledad, como lo será el resto de los hombres que conozca. En 2019, más de medio siglo después, Lelouch retomó con Los años más bellos de una vida ese amor desbalanceado: sus protagonistas son tan libres de cualquier atadura al futuro como, casi, al presente, y en el caso de Jean-Louis también al pasado ya que el Alzheimer avanza sobre sus días. Para hacerlo, produjo una modesta revolución en la historia de las películas serializadas (esas que los críticos llaman “sagas”, lo cual hubiera horrorizado a Borges y a los vikingos). En 1986 había estrenado Un hombre y una mujer, 20 años más tarde (Un homme et une femme, 20 ans dejà), una secuela tan disparatada a la que hoy no sólo ignora sino que, además, refuta, como si fuera apócrifa. La trata como Cervantes trató al “Quijote” del impostor Fernández de Avellaneda: escribe una segunda parte como si esa secuela no hubiese existido nunca. En 20 años más tarde, Jean-Louis y Anne se reencontraban: él seguía ocupado con los autos de Fórmula 1 y estaba en pareja con una jovencita interpretada por Marie Sophie L. (la “L.” era la inicial de Lelouch, porque ella era por entonces su nueva mujer, a la que hizo actuar, y lo de “actuar” es una manera de decir, en cuatro de sus películas). Anne, que antes era script-girl, se había casado con un productor de cine y convertido, a su vez, en productora. Después de fracasar con sus últimas películas, Anne se proponía rodar la historia de ellos dos. Su propia hija, Françoise, ahora interpretada por Evelyne Bouix (futura intérprete de la Piaf en “Edith y Marcel”), era actriz y encarnaría a su propia madre, mientras que Richard Berry haría de Jean-Louis. Esto era un pretexto para volver a filmar con otros rostros los momentos culminantes de Un hombre y una mujer, intercalarlos con los originales, y saturar con el bada bá dadá, badabadadá. Pero en ese entonces ya las radios habían olvidado el tema y los Wincofon se habían extinguido. Pero ese proyecto fracasó y Anne lo cambió por un policial, quizá no tan ridículo como esta secuela donde Marie Sophie L., celosa por el reencuentro de Jean-Louis con Anne, lo condujo en el rally Paris-Dakar a una muerte doble, la de él y ella, en medio del desierto, hasta que ex nihilo aparecían unos beduinos en camello, que los salvaban. Quizás abochornado, con justa razón, por lo que había hecho, Lelouch realizó Los años más bellos de una vida como si se tratara del único reencuentro de ambos después de medio siglo. Jean-Louis, de 88 años, ahora vive en una residencia geriátrica, y su hijo Antoine, a quien volvió a interpretar Antoine Sire tal como lo había hecho en las dos partes anteriores, va en busca de Anne para generar ese encuentro. Ella, de 86 años (aunque parece menos), recibe a Antoine junto a su nieta y su hija Françoise, papel que ha recuperado Souad Amidou como en la primera parte. Quienes hayan visto la segunda se enterarán de que nunca fue actriz ni interpretó a su madre en una película sino que siempre ejerció como veterinaria, especializada en caballos. La magia del cine. Los años más bellos de una vida, pese la edad del realizador y sus intérpretes, no carece de algunas escenas de acción en las que se los ve manipular armas y disparar contra gendarmes. Son el contenido de los sueños, naturalmente. Además de los enésimos inserts de las escenas románticas de Deauville hay agregados insostenibles, como la aparición de una hija extramatrimonial de Jean-Louis, interpretada Monica Bellucci (¿capricho personal del director?). También Lelouch vuelve a darse el gusto de añadir su famoso cortometraje Era una cita (1976), donde recorrió a casi 200 kms/hr la madrugada de París, atribuyendo esas imágenes de vértigo a otro recuerdo de su personaje moribundo. Sin embargo, y este “sin embargo” queda para el final porque es lo más arduo de explicar, tras la maraña de incongruencias y reiteraciones de una película que se rodó en menos de dos semanas; en las escenas a solas entre ambos, él en su silla de ruedas con ese rostro de anciano donde aflora intacta, por momentos, la misma sonrisa de su juventud; ella acomodándose el mechón derecho de sus cabellos aún lozanos; en ese intercambio de miradas y silencios, en la emoción contenida que no cede al sentimentalismo; en esos diálogos sencillos, seguramente improvisados, los mismos que sostendrían dos ancianos con un pasado en común, hay una realidad que trasciende y eleva al film por sobre cualquier estrategia de ficción: sabemos que no son Jean-Louis Duroc y Anne Gauthier quienes recuerdan sus vidas sino Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée quienes lo hacen. Y, en especial a los espectadores que han seguido esas vidas desde hace mucho, les será difícil no emocionarse. Trintignant ya había interpretado un papel similar en Amour, de Michael Haneke, junto a Emmanuelle Riva, film que mucho habían amado los críticos. Esto es otra cosa. Al igual que en los 60, Lelouch volvió a ser libre, ahora es el Haneke de la gente. P.S.: Después de los créditos de cierre hay un bellísimo homenaje a un film de Eric Rohmer. No se vaya antes del cine ni se desconecte si la ve online.
“Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivido”, decía Víctor Hugo. Y Claude Lelouch, a 53 años del estreno de Un hombre y una mujer, retoma a Jean Louis (Trintignant) y a Anne (Anouk Aimée). Podría haberla titulado Historias del geriátrico, pero optó por uno más poético.Como son sus diálogos. Es que Jean-Louis está en una residencia para ancianos -hermosa, con jardines- y su hijo contacta a Anne, que está bárbara, para que lo visite. “No está bien. Tiene dificultades para moverse. Su memoria va y viene, y cuando lo visito, lo único que recuerda es a usted”. Quienes vieron Un hombre y una mujer, lo entienden. Porque hay amores que nunca pueden olvidarse. “Las cosas no terminaron muy bien entre su papá y yo”, le recuerda y le avisa al público que no vio la película, o que está como Jean-Louis, algo desmemoriado. “No solo era piloto profesional, también era infiel profesional”. Jean-Luis está siempre con su sacón, bufanda, sombrero y sin afeitar. No importa: sigue siendo un seductor. Lelouch entonces vuelve al pasado, a las imágenes en ese blanco y negro sepiado en el que Jean-Louis y Anne se miman, se aman, y las letras de las canciones hablan de ellos. Va y viene. La cámara girando, el Citroën 2 CV, los poemas que recita Jean-Louis. Claro, como toda película de Lelouch, los personajes cuando hablan dicen sinceridades, algunas peligrosamente bordeando el sincericidio, con una elocuencia que… Veamos: “¿Hace mucho que vive aquí?” Aquí no se vive. Se espera la muerte”. “Hablaba muy poco. Las mujeres pensaban que era listo porque no hablaba”. “Pensé que era la mujer de mi vida, pero no estaba a la altura”. “Las mujeres mentirosas son bonitas” “¿No intentó contactarla?” “No, ahora debe ser vieja y fea. Como yo”. “Todas las historias de amor terminan mal. Solo en las películas terminan bien”. “Yo creo que somos fieles hasta que encontramos algo mejor”. Y eso que no llegamos a los 25 minutos de proyección… Por supuesto que hay más. “Antes corría, después caminé, luego deambulé. Ahora me arrastro”. “Las cosas que uno hace por amor… Debemos arriesgarnos cuando nos enamoramos”. Anne no tiene tantas frases célebres, pero sí las suyas. “Nunca pensé que un hombre me hubiese amado tanto”. “Me conmovió verlo. Era él, y ya no era él”. La música, el leit motiv, por supuesto que vuelve, y ahí está la letra que asegura “A la pregunta de qué es el amor/ mi respuesta es vos, por siempre”. Y para cerrar, este diálogo: “¿Qué ha hecho todos estos años?” “A menudo pensaba en usted”. “Yo también”. “Nunca fui tan feliz como cuando estuvimos juntos”. “Yo, aterrado. Usted quería ser la última mujer de mi vida”. Y, fanáticos, véanla hasta el final. El final, final.
El amor es más fuerte… «Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivo». «Los años más bellos de una vida» es secuela de «Un hombre y una mujer» (1966) que a su vez tuvo otra 20 años después. Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant inmortalizaron en pantalla el fervor de amor que traspasa los tiempos. Un hombre y una mujer, hace años, vivieron una historia de amor fulgurante, inesperada, atrapada en un paréntesis convertido en un mito. En la actualidad, él, antiguo piloto de carreras, se pierde un poco por los caminos de su memoria. Su hijo entonces intenta ayudarlo a encontrar a la mujer que su padre no supo guardar junto a él, pero a quien rememora continuamente. Entre encuentros y desencuentros. Lo que es para uno siempre vuelve… Anne (Anouk Aimée) y Jean-Louis Duroc (Jean-Louis Trintignant) dieron vida a un drama romántico tan seductor como cautivador, ese amor ilusionado que empieza a brotar entre el hombre y la mujer de una manera sencilla e intensa, sin ninguna complejidad, tan sólo dos viudos que intentan rehacer su vida. La esposa de Jean-Louis se había suicidado porque no soportaba los riesgos que él enfrentaba por su profesión de piloto de carreras, y el esposo de Anne había muerto por otro tipo de riesgos: era doble en películas de acción. Ella, sin poder despegar de su pasado, y él, no pudiendo ganar la única carrera que anhela, lograr llegar a Anne. Tiempo después la vida los lleva por distintas direcciones dejando un paréntesis en ese profundo amor que nunca desapareció. Entre recuerdos y sentimientos melancólicos, 50 años después sus caminos vuelven a juntarse. «Los años más bellos de una vida» son las cuentas pendientes con el amor, el perdón, y la reconciliación con el miedo, el paso del tiempo, la vida, la muerte, pero sobre todo ambos buscan dejarse llevar por ese temor contradictorio de lo gentil y frágil que puede volverte el amor, como lo terrorífico que puede tornarse querer. La película desgrana los entrañables misterios del afecto, donde el amor siempre es más fuerte. Un mito que revolucionó nuestra historia de ver el amor. En la actualidad, el antiguo piloto de carreras Jean-Louis vive en un hogar de ancianos, donde prefiere sentarse solo a soñar con tiempos que aún añora. Se ha ido apagando poco a poco, inmerso en un mundo donde su memoria lentamente se pierde, pero el recuerdo de aquella mujer que amó profundamente es lo único que se mantiene intacto en él, y es el único lazo de sensibilidad con la vida. Antoine, su hijo, decide contactar a Anne: «Tú eres su mejor recuerdo. ¿Iría a visitarle? Quizás le sentaría bien, a él y a su salud…». Nuevamente se encuentran ella intentando volverlo a conectar al vivir, él reconociéndola y no, donde su mirada se vuelve a colmar de luz, haciendo que sus vidas otra vez se unan y que ese paréntesis desaparezca. La cinta es un buen perfume francés, la exquisitez de la delicadeza y la ternura, donde la esencia y la personalidad radica en el amor como protagonista de unión, absolución y reconciliación. Nos encontramos con algunos flashbacks de las cintas anteriores, los cuales se entrelazan a la perfección en la culminación de esta tercera parte, reanudando aquel amor. Por eso, quienes no hayan visto las películas anteriores no tendrán problema para disfrutar este film. La profundidad en la vejez mezclado con el elemento de fantasía de no discernir entre realidad y creatividad de Jean-Louis le da dinamismo al largometraje. Posee diálogos inteligentes, logrando gran emotividad junto a unas actuaciones y fotografía maravillosas. Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant siguen derrochando una química con ese romanticismo francés tan peculiar. Una banda sonora que le da un bordeo exacto, volviendo atemporal la historia de amor. Y esa secuencia de montaje hacia el final en la que se fusionan sonido, música e imágenes de las tres películas es simplemente estupendo. En síntesis, «Los años más bellos de una vida» es un vibrante viaje emocional de una historia de amor que se impregna sin aviso en la retina del espectador para mostrar cómo el deterioro del tiempo nunca deshace lo más importante en el ser humano, el amor. Un film conmovedor, optimista, colorido que expone los estragos de los miedos y la soledad, dejando en claro que nunca es tarde ni hay tiempo perdido cuando se trata de amar.
El amor y el paso del tiempo según Claude Lelouch El legendario director francés regresa con los protagonistas de “Un hombre y una mujer”, Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant, para hablar del reencuentro de una pareja 50 años después. Esta secuela de Un hombre y una mujer (Un homme et une femme, 1966), que a su vez tuvo una continuación llamada Un hombre y una mujer: 20 años después (Un homme et une femme, 20 ans déjà, 1986), hace un registro sutil sobre el presente y termina por construir una película intima sobre la memoria. Jean-Louis Duroc (Jean-Louis Trintignant) vive en una residencia de ancianos. Tiene problemas de memoria y la única a quien recuerda es a Anne Gauthier (Anouk Aimée), con quien tuvo un romance en su juventud. Ella tiene una tienda y vive con su hija y su nieta. Sin embargo, el hijo de él la contacta para que lo ayude a recuperar a su padre. Anne irá a visitarlo, pero él no la reconoce en un principio, aun así conversan hasta que finalmente ella le dice quién es y así emprenden un camino juntos para rememorar todo lo que sucedió entre ellos. En el pasado él fue un piloto de carreras y ella trabajaba en el cine como script. Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d'une vie, 2019) es una historia construida desde el diálogo. Es la palabra la que permite acceder a lo que sienten los personajes y nos transporta a las imágenes de Un hombre y una mujer donde se los ve jóvenes. Imágenes alternadas con las conversaciones en la residencia, que reconstruyen el presente y lo vivido antes de separarse. La relación constante entre films (la mezcla entre colores y texturas visuales) resulta emotiva y particular, mientras que la combinación entre líneas temporales, se convierte en una metáfora sobre la vejez y el paso del tiempo en el amor, confrontados frente a la juventud. Sin duda lo más relevante es volver a ver a los actores interpretar a sus anteriores personajes. Jean-Luc Trintignant se muestra en vigencia dando la emoción necesaria para su personaje en distintas escenas de humor, al igual que Anouk Aimée. Un drama romántico que reflexiona sobre las decisiones y el camino en la vida, tanto de los actores como de los personajes que componen a lo largo del tiempo.
En 1966 Claude Lelouch estrenó una película que se transformó en éxito, “Un hombre y una Mujer”, se ganó la Palma de Oro en Cannes y dos premios Oscar, al mejor filme extranjero y mejor guion. Su director tenía 28 años, venía del mundo de la publicidad. El piloto de carreras y la guionista de cine, una historia de amor que revivió el mismo realizador veinte años después, sin glorias y que pasa por alto para recurrir al original. Ese film que lo puso en el mapa de los niños mimados del cine francés y del mundo, también fue criticado, polemizado, imitado y burlado. Fue y es una historia de amor elegante, con una gran fotografía un maravilloso actor y la más bella e inquietante de las actrices. Amén de la música de Francis Lai que se repitió en el mundo hasta el cansancio. Cincuenta y tres años después de su estruendoso estreno, Lelouch se dio el gusto personal, según sus propias palabras, de “hacer una historia de viejos y para viejos que nadie quería financiar”. Y el resultado que reúne otra vez a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée es una reflexión sin demasiada profundidad sobre el paso del tiempo, los juegos de la memoria y una apelación a la nostalgia, con mucho material del original utilizado exageradamente. Es empalagosa por momentos, pero tiene su encanto. Trintignant ha sufrido mucho, perdió a dos hijos, padece cáncer, usa silla de ruedas. Aimée retiene su belleza y personalidad. Igual que el director su vitalidad (anunció que su próxima película la hizo con estudiantes de cine y teléfonos celulares). Nostalgia para una mundo adulto, curiosidad y respeto por sus protagonistas únicos, más casi un cameo de Mónica Belluci. No mucho más, aunque le alcanza.
"Los años más bellos de una vida", de Claude Lelouch: fin de una inesperada trilogía. El estreno de Los mejores años de una vida, la 49° película de la filmografía de Claude Lelouch (que no es la última), demanda volver hasta los años ’60, sobre la que tal vez sea su obra magna. Se trata de Un hombre y una mujer (1966), una de esos títulos míticos que abundan en el cine francés de esa época. Los motivos sobran. La inolvidable historia de amor entre dos jóvenes viudos, él corredor de carreras y ella guionista, que Lelouch registró con la potencia realista y emotiva que caracterizaba a la nouvelle vague. La química de su extraordinaria pareja protagónica, integrada por Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimeé. Las cuatro nominaciones a los Oscar: ganó en las categorías de Película Extranjera y Guión Original, mientras que Lelouch y Aimeé se quedaron con las ganas en las de Director y Actriz Protagónica. Y, claro, la melodía compuesta por Francis Lai, una de las más reconocibles de la historia del cine. Tan potente resultó la fórmula, que 20 años después Lelouch volvió sobre ella en Un hombre y una mujer: Segunda parte (1986), donde la guionista convertida en productora vuelve a buscar al piloto para filmar una película basada en aquel romance trunco. En 2019, el francés reincidió por tercera vez, para contar el ocaso de los protagonistas, a quienes el paso del tiempo les ha sumado dramas, pero que no ha conseguido borrar la marca que en ellos dejó ese vínculo. De eso se trata Los mejores años de una vida, en la que el hombre ahora está internado en un geriátrico, padece un incipiente Alzheimer y solo recuerda con claridad a aquella mujer. Sin embargo, la película peca de nostálgica, exhibiendo una candidez que no le hace honor al original. La necesidad de recurrir de manera excesiva a intercalar material del film de 1966 revela el escaso peso dramático de la nueva historia, que se limita a reproducir lo que otros dramas sobre la tercera edad ya han puesto en escena con insistencia. La inesperada trilogía de Lelouch busca articular en el tiempo el devenir de una historia de amor de la misma forma en que Richard Linklater lo hizo en la saga que comienza en 1995 con Antes del amanecer. Pero lo hace de forma menos orgánica, como si se tratara de capas que se acumulan una sobre otras antes que como eslabones lógicos de una cadena. A diferencia de la de Linklater, cuyos capítulos están separados por períodos de nueve años (que volverán a cumplirse en 2022, ya que la última, Antes de la medianoche, es de 2013, aunque no hay anuncios de una cuarta parte), la prolongación de los tres títulos de Lelouch se presenta más bien azarosa, a pesar de que las referencias internas entre ellas son claras. Como si el regreso sobre ese universo fuera más una necesidad (o un capricho) de su creador que la consecuencia lógica de una continuidad narrativa. Incluso, tensando un poco la cosa, hasta se podría calificar a Los años más bellos de una vida como una película de explotación.
“Es más fácil seducir a mil mujeres que seducir mil veces a una misma mujer”, reflexiona en esta obra alguien que vivió entre amores y amoríos, y ahora encuentra, por tercera vez, esa oportunidad que ya no esperaba. También por tercera vez Claude Lelouch nos reencuentra con sus personajes de “Un hombre y una mujer”, ya octogenarios. El resultado no seduce, pero enternece. Quizá porque su público, mientras lo sigue, se está diciendo con dulce melancolía “qué viejo se puso Trintignant”, o “qué bien se conserva Anouk Aimée”. O quizá porque la película, aunque deshilvanada como los pensamientos de su personaje, ya medio ido, nos muestra el balance agridulce de una pasión que se mantiene. Esa mujer y ese hombre se dedican ahora unas miradas más expresivas, más profundas, y dolidas, que las que se dedicaron en su juventud. Tienen mayor peso. El público se dirá también “mirá cómo crecieron los hijos”, porque los pequeños que ayudaban al encanto de la primera película reaparecen aquí, ya sesentones: Souad Amidou, que después se hizo actriz, y Antoine Sire, que aunque sus padres eran gente de cine prefirió dedicarse a otra cosa. Y están los recuerdos a través de imágenes nunca olvidadas, y la música, los reproches amables, los arrepentimientos a medias, la misma habitación del mismo hotel de la primera vez, la misma frase de Victor Hugo que Lelouch repite en varias de sus obras (algo así como “Los mejores años de la vida son esos que aún no hemos vivido”), y también los paseos por la costanera de Deauville y alrededores, pero ya no en el Ford Mustang del seductor automovilista de otros tiempos, sino en un simple Citroen 2CV. Y es la mujer, la que maneja. Como un homenaje, Lelouch dedica “Los mejores años...” a la memoria de tres amigos: el actor y cantante Pierre Barouh, el músico Francis Lai, y el productor Samuel Hadida, productor también de “El aura”, de Fabián Bielinsky. Como una ironía, inserta de paso un fragmento de “C’est un rendez-vous”, singularísimo corto que filmó una madrugada en toma única, atravesando las avenidas desiertas de París a más de 200 km/h en un Mercedes preparado (fácil de hallar en internet, se recomienda ponerlo a todo volumen). También hay un fragmento de la carrera de Le Mans vista en “Un hombre y una mujer”. A propósito, quienes en la vida real ganaron esa carrera en 1954 fueron el argentino José Froilán González, piloto, y Maurice Trintignant, copiloto, tío del actor, que pocos días después iba a iniciar, jovencito, su carrera en el cine. Viejos, queridos tiempos.
Un hombre y una mujer narra el vínculo entre Anne Gauthier y Jean-Louis Duroc, y como el encuentro casual de estos viudos derivaba en una pasión arrolladora e inmediata. Pero esa relación, fruto del drama, parecía una dicha no merecida. Fue todo un éxito en aquel 1966, obtuvo la Palma de Oro en Cannes, dos premios Oscar y catapultó a los protagonistas (Aimée y Trintignant) al estrellato, e hizo de su director uno los más famosos del cine francés. Qué decir de los millones de discos vendidos con la pegadiza melodía de Francis Lai. Claude Lelouch prosiguió su trayectoria por momentos más vinculado al éxito que a la calidad artística pero con otro hito como Los unos y los otros, y en 1986 reunió nuevamente a la pareja que le dio fama en una secuela que fue un fracaso e hizo añorar la búsqueda expresiva, si bien almibarada, del original. Lelouch declaró “siempre me dirijo al corazón antes que al intelecto”, cuando lo entrevistó LA NACION. Hoy 55 años más tarde –y a 53 de cuando se estrenó en Cannes 2019– el film permite reencontrar a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, en una suerte de agridulce y tierna evocación de un tiempo ido. El Jean-Louis de ficción transcurre sus días en una residencia geriátrica donde su memoria flaquea pero sus olvidos no incluyen a la que fue su gran amor. Y es por eso que su hijo Antoine (el mismo Antoine Sire, retomando el papel que hizo cuando niño), decide buscar a Anne y pedirle que le haga una visita casi terapéutica. En un primer momento Jean-Louis no reconoce que está de nuevo junto a Anne aunque gradualmente vivirá su reencuentro, incluso revisitando aquellos sitios del joven amor (remarcados por secuencias del film original y olvidando su secuela). Aún con los momentos de excesivo sentimentalismo que son característicos de su autor, quienes posean entre sus buenos recuerdos a la película de 1966 se emocionarán ante estas memorias testamentarias de sus personajes presentadas con melancólico humor y sin tristeza. La música de Francis Lai sigue allí, enmarcando este curioso aunque emotivo homenaje de Claude Lelouch a sus personajes más célebres y, por sobre todo, aunque no se tenga a aquél film como una pieza de colección, permite disfrutar de la química intacta que devuelven Jean-Louis Trintignant (actuales 90) y Anouk Aimée (hoy de 89), que con sólo una mirada actualizan sus poderosas leyendas actorales a través del tiempo.
La materia prima de la que está hecha el cine es la misma que moldea nuestros sueños. Vaya mecanismo extraño la memoria, intrincados procesos selectivos y mayor misterio por descubrir, menos que certeza resuelta. Momentos, instantes, que a veces eligen permanecer. Rastros, sedimentos o fragmentos que conforman nuestra geografía interior. A veces un espejo roto de lo que alguna vez fue un corazón. Oportunidades perdidas, trenes que partieron a destiempo, andenes que permanecieron en silencio, expectantes. Amores que dejamos pasar, deseos que perviven, fantasías que soltamos, palabras que dijimos…besos inolvidables, caricias que no dimos, adioses antes de tiempo. Melodías cuyo eco aún resuena en las teclas de un piano que nos resulta, por algún motivo, familiar. No menos reconocible es la silueta de ese auto blanco que dobló delante, como una ráfaga rumbo a la meta. Para nuestra sorpresa, se mantiene intacta esa habitación de hotel número 26 que cobijara al furtivo encuentro. Pudiendo ser, eligieron no estar. Algún día todos seremos fantasmas errantes… Los protagonistas de esta historia de amor hecha de imposibles están allí para contar su propia aventura. La vida es un sueño y los sueños, sueños son firmaba el escritor español. El cine no hace más que imitar a la vida. Imitar o habitarla. Copiarla, transformarla, tergiversarla. Porqué no conquistarla con desparpajo. Fue amor a primera vista. Tan mágico como un sueño, tan incierto como un recuerdo. “Los Años Más Bellos de Una Vida” es una experiencia conmovedora, poderosa y tan grande como la vida misma. Es el testamento artístico de Claude Lelouch. Es metaficción y referencia. Es intertexto y homenaje. Quien lea estas líneas reflejará el sentido. Más vale ciento volando y que el destino haga su parte. Porque el tiempo es circular, sueño dentro de sueño. Se proyecta en palpitante fotograma a 24×7, que es arte en su máxima expresión. El film es una reflexión sobre la condición humana y es la maravilla hecha film, dispuesta a trazar un arco cronológico de cincuenta y cinco años. Es un rompecabezas de sensaciones donde todas sus piezas encajan con sensible precisión. Primero, una historia acerca de la película original: todo comenzó en París. Una ciudad que el director conoce como la palma de su mano y le pertenecía. Allí nació, hace exactamente ochenta y cuatro años. Allí descubrió al cine, su primer gran amor, en tiempos donde proliferaba la intelectual y arriesgada Nouvelle Vague. Aunque Lelouch jamás se considerara parte de dicha camada. Su primer gran éxito tras las cámaras lo consiguió con “Un hombre y una mujer”, modélico film ganador de la Palma de Oro en el Festival de Cannes y el Óscar a la mejor película extranjera, en 1967. Este experimentado fotógrafo de publicidad devenido en realizador convirtió a su obra maestra cinematográfica en un sensible retrato que se erigiría como un referente para la generación que crecía apreciando el cine de autor proveniente de la industria gala. De aquel iniciático largometraje, recordamos los antológicos protagónicos de Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée, tanto como la maravillosa partitura musical correspondiente a Francis Lai. Ejerciendo una mirada retrospectiva, el realizador homenajea a su más célebre instante artístico. Convertida en pieza de culto, vería estrenar una secuela, con dos décadas de paréntesis: “Un hombre y una mujer: 20 años más tarde” (1986). La flamante “Los Años más Bellos de Una Vida” coloca el punto final a esta historia de amor ficcionado sostenido en el tiempo, que es también una nostálgica carta de amor al cine; también una necesidad del autor por regresar a su universo creativo en búsqueda de finales inquietudes y probables respuestas. Como los encantadores Robert Redford y Jane Fonda, desde “Descalzos en el Parque” (1967) hasta “Nosotros en la Noche” (2018). Como en la inolvidable trilogía del “Amanecer/Atardecer/Anochecer” de Richard Linklater. Aquí, los nonagenarios intérpretes se enfrentan a la finitud terrenal del vínculo. El amor entre Jean Louis y Anne traza una parábola cinéfila. Sabemos que contemplar esa pantalla en una sala a oscuras encenderá nuestros sentidos toda la vida. Sabremos reconocer esa mirada que se maravilla con la nuestra. La memoria emotiva recordará ese gesto tan singular que por vez primera nos cautivó. “Los Años Más Bellos de Una Vida” comienza con una cita a Víctor Hugo que dice que la frase que da título al film es, en realidad, la cantidad de años que aún no vivimos. Lelouch mira esperanzador hacia el futuro, pero en realidad está reconstruyendo la historia de su pasado. Con encomiable acierto, cruza líneas temporales. Dedos invisibles van tensando las cuerdas emotivas de esta duradera pasión. Las curvas se toman a alta velocidad. Las emociones no se sienten a medias. Tramando un providencial guiño cinéfilo, el realizador incluye metraje de la inolvidable “Un Hombre y una Mujer”. Como cajas chinas, una narrativa contiene a otra. Lelouch, consagrado prestidigitador y sensible artista, abre varias líneas posibles. Parte de la realidad, parte de los sueños. Semilla fértil para la creación onírica. Ya no importa distinguir que fue sueño y que ocurrió en verdad. ¿Qué alimenta nuestros deseos? Soñemos despiertos, no hay límite para la ilusión. El cine consuma su acto de gracia: el plan de fuga es mental. Invade la pantalla la más pura nostalgia; una banda sonora plena de melancolía, la ternura en la mirada de aquellos amantes, las armas humeantes de los otrora jóvenes despabilados en tiempos de Nouvelle Vague. De un lado, las frases pícaras que suelta Jean Louis, antes de recitar de memoria a Verlaine. Del otro, la pose seductora de Anne y sus anhelos de artífice de un cine intelectual hundido por el gusto comercial. Delicia total. Reflexiva, la película inserta líneas de diálogo que son un prodigio poético. Se sabe profunda y existencial sin ser gratuitamente lacrimógena. No hay crepúsculo que no espere un nuevo amanecer. Es una extraña pintura otoñal de hojas verdes, como las que el cristal del CV2 refleja sobre el rostro de un pensante Jean Louis. La mirada proferida no da ni un golpe bajo. Se conserva fresca de espíritu, como sus dos protagonistas. O como el film estrenado hace más de medio siglo, ganador del Premio Oscar a la mejor producción extranjera. Lelouch lleva a cabo un manifiesto acerca de los lazos amorosos. Y mientras los antiguos amantes reviven todo aquel fulgor, sus respectivos hijos prueban el más dulce sentido de esta pócima mágica. Un inmenso mar los contempla. La playa es una postal de colores pasteles que pareciera la misma que los viera corretear de pequeños. Las imágenes hablan por sí solas. Lelouch hace de su cada escena un lienzo de emociones y de su cámara un pincel que traza el contorno de un fragmentario mapa humano. El aspecto fotogénico nos regala un interminable cielo en un atardecer anaranjado. Las nubes completan el paisaje y el cineasta coloca la cámara a ras del piso. Ya lo había hecho cuarenta años antes. La historia toma un giro brutal: ¿Recuerdan el cortometraje a pura adrenalina, titulado “C’était un rendez-vous”, y editado en 1976? Un entusiasta Claude Lelouch recorría, a toda velocidad, las calles de París, montando su cámara en la trompa de una motocicleta. Un arrojo creativo brutal cuya inserción en esta película eleva a la enésima potencia el caudal emotivo de la misma. Amante de la velocidad, Tringtinant se convierte en su alter ego en pantalla y la cita duplicada se triplica: el actor fue sobrino del ex piloto de Fórmula 1 Maurice Tringtinant (compitió en numerosas escuderías, entre 1950 y 1964, ganando dos carreras). La realidad ya perdió la cuenta acerca de cuantas veces cayó víctima del encanto, envuelta en las redes de la ficción. Compramos la mentira piadosa porque el cine es pura ilusión. Compartimos la pasión, de ese sagrado fuego nos hacemos. Allí está Jean Louis Tringtinant, actor que debutara en la gran pantalla junto a Brigitte Bardot, en “Y Dios Creo a la Mujer” (1956). Casi medio siglo de distancia separa sus premiaciones cúlmines: se consagró en Cannes por el drama político “Z” (1969) y en Berlín por la conmovedora “Amor” (2013). Dueño de una vida de película, sirvió en la Guerra de Argel. Allí está Anouk Aimeé, hija de la actriz Geneviève Sorya y considerada una de las presencias más sexys de la historia del cine. Esta candidata al Oscar por el excepcional film de Lelouch, fue compañera sentimental de Albert Finney y Marcello Mastroianni. Él tiene 90 años, y exhibe cada arruga de su intensa vida. Ella tiene 88 y es un milagro de la naturaleza. La belleza palpitante en ambos se manifiesta en cada plano. Lelouch los retrata con tanta calidez que nos hace un nudo en la garganta. Y ellos hacen lo que mejor saben, consumando la quimera de toda fantasía cinéfila. Partidos en dos por el rayo verde que los atravesó, a mitad de camino entre lo real y lo ficticio. Puede que todas las historias de amor que el cine contara después de esta emblemática película, estrenada hacia 1966, le deban consecuente inspiración. Puede que todas las líneas escritas sobre su legado no alcancen para comprender la auténtica magnitud de su estreno, en medio del panorama cinematográfico mundial actual. Puede que no descifremos el total sentido. Pura metáfora para paladares exquisitos y sensibles. ¿Qué será del destino de estos amantes fuera de todo tiempo y espacio? Nada que nos preocupe más que la realidad que aguarda afuera de la sala. Suele pasarnos a quienes soñamos demasiado. Despiertos, tan a menudo…cumpliendo la promesa de regresar justo a tiempo. Como esas cosas que duran para siempre.
“Los años más bellos de una vida” de Claude Lelouch. Crítica Este jueves 23 de septiembre estrena la película francesa de Lelouch. Definida en tres palabras como luminosa, emotiva y honesta. Marío Betteo Hace 5 días 0 23 Jean-Louis Trintignant, Anouk Aimée y Claude Lelouch vuelven a juntarse para filmar este drama romántico “Los años más bellos de una vida”: una visión honesta y engañosa del paso del tiempo sobre los cuerpos y sobre el planeta.Claude Lelouch es un enamorado de la vida y del cine. Esta es una descripción y no una calificación. Ya en 1966, atrás y hace tiempo, apareció en nuestras vidas con un film que sorprendió a los jóvenes y no tan jóvenes. Haciendo una película con un “nouvelle vague” un poco soft (palabra que no se usaba en esa época), con Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée (en francés, ese apellido también dice ‘amada’), utilizando blanco y negro según su conveniencia discursiva, con una música sumamente pegadiza y moderna de François Lai, un amor a 200kms por hora, un muerto que no ha muerto, en fin, fue un film que le ganó a todo el que se le puso en frente. Se llamaba “Un hombre y una mujer”. Eran años en los cuales los Beatles estaban en su pico, la guerra fría seguía fría, el Che Guevara, Luther King y De Gaulle estaban vivos, las crisis sociales eran infinitamente más leves que las que tenemos ahora. Luego, en 1986, Lelouch hizo su película veinte años después con los mismos actores, una continuidad. Pero ahora, cincuenta años (50) después, el director y guionista vuelve a ellos dos y nos ofrece una visión honesta y engañosa del paso del tiempo sobre los cuerpos y sobre el planeta. Es honesta porque no recurre a maquillaje para que Trintignant se vea con un lifting, sino que es un anciano, algo demente, aún pícaro, que soporta sin drama que el espectador lo compare con aquel joven de los ‘60. Aimée, más parecida a sí misma, pero con un andar que no disimula sus años sobre sus huesos, decide volver a ver a su amor Jean Luc a raíz de un pedido del hijo de él. Jean Luc vive en un lujoso geriátrico; Anne tiene una tienda en un pueblito de Normandía. Los años más bellos de la vida son los que aún no hemos vivido, nos enseña Lelouch, sacado de Víctor Hugo.
El veterano director francés Claude Lelouch alcanzó el punto más alto de su carrera en 1966 cuando dirigió Un hombre y una mujer (Un homme et une femme) protagonizada por Anouk Aimée y Jean-Louis Trintignant, dos verdaderas leyendas del cine francés que también tocaron un punto algo de sus extensas filmografías en esta película. Incluso la música compuesta por Francis Lai se transformó en un clásico absoluto. Un hito dentro de la historia del cine romántico, una película muy popular en todo el mundo. Como los mosqueteros, los tres regresaron veinte años más tarde para seguir la historia. Un hombre y una mujer: 20 años después (Un homme et une femme, 20 ans déjà, 1986) no tuvo el mismo éxito, pero como ejercicio cinematográfico resultó interesante. Pasaron ahora treinta y tres años más y Los años más bellos de una vida (Les plus belles années d’une vie, 2019) los vuelve a reunir. Como la trilogía de Antes del amanecer de Richard Linklater pero extendida aún más en el tiempo. Como la saga de Antoine Doinel dirigida por François Truffaut, pero sin la misma sofisticación. La película apuesta todo al salto de tiempo violento y a meterse con un tema menos habitual para el cine romántico, la vejez y el deterioro físico y mental. Siendo los tres, Lelouch, Aimée y Trintignant personas nacidas en la década del treinta, la película juega con la ficción y la realidad de forma contundente. La película habla tanto de ellos como de los personajes. Con momentos que son dolorosos y algo angustiantes, con otros luminosos y hasta cómicos, vemos a las dos estrellas jugar con la ficción y el documental. Ser ellos y ser los personajes. La película, para enfatizar las ideas, incluye escenas de los dos films anteriores. Pero Lelouch no busca amargar al espectador, más bien lo contrario. Todo resulta emotivo y movilizador. Tal vez no significa nada para quien no los conozca, pero para los que sí los conocen, la cita es obligada.
ANTOJOS DE LA TERCERA EDAD De manera un tanto antojadiza, Claude Lelouch decidió hacer de su icónica película de 1966, Un hombre y una mujer, una trilogía. Y si la secuela, Un hombre y una mujer: 2ª parte, había llegado veinte años después, para la tercera entrega se tomó otros 33 años: Los años más bellos de una vida, estrenada en Francia en 2019 y por estas tierras recién ahora, es un reencuentro con sus personajes pero, aún más, con sus protagonistas, ya que los límites entre ficción y realidad parecen borroneados y la película resulta la excusa perfecta para su reunió con Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée. De esa sustancia, la de los códigos compartidos y la complicidad, se nutre cada uno de los diálogos que componen estas series de encuentros entre los amantes Jean-Louis y Anne. La película es toda una gran excusa, que comienza con su leve premisa: Jean-Louis está internado en un geriátrico y acusando los golpes de un Alzheimer incipiente. Por esto es que su hijo decide ir a buscar a Anne, la mujer que el anciano amó cinco décadas atrás y que parecer ser lo único que recuerda de forma más o menos vivida. Esa levedad se agradece, puesto que aleja a Lelouch de ciertos devanes con un cine trascendente que lo supo convertir en uno de esos realizadores franceses adocenados. Los años más bellos de una vida es por tanto un film pequeño, pensado casi exclusivamente desde el plano-contraplano para captar las emociones y los gestos de Trintignant y Aimée. En cierta medida, dada su baja intensidad dramática, exige una conexión con los personajes y con la historia para poder surfearla sin complicaciones. De lo contrario, la de Lelouch es una película sin ripios, demasiado plana, hasta narrada con algo de torpeza y descuido. Si Lelouch necesita intercalar escenas de las películas anteriores como para darle un poco de contexto a su film (y lo hace manera un poco perezosa), posiblemente la idea formal más interesante es la de incluir imágenes de C’était un rendez-vous, un vertiginoso cortometraje que el director filmó en 1976, que no tiene nada que ver con esta historia, pero que se imbrica de manera totalmente fluida. Si en determinado momento Los años más bellos de una vida peca de poco profunda, incluso de caer en algunos lugares comunes que caen las historias de amor geriátricas, los protagonistas tienen tanto oficio que son capaces de hacer interesante hasta el más mínimo diálogo. Claramente Lelouch es conciente de eso y nos invita a pensar su película como el antojo de un artista que está de vuelta de la vida se quiere dar algún gusto personal. Desde ese objetivo básico, funciona perfectamente.
En 1966 Claude Lelouch ganaba la Palma de Oro en Cannes con Un hombre y una mujer. Casi seis décadas después, el realizador propone una secuela con los mismos actores. Personajes de ficción, actores de carne y hueso, realizador y el propio cine vivencian un ocaso. Un gran ejercicio sobre la memoria, la reconfiguración del pasado y la posibilidad del amor como motor del presente. Pero lo cierto es que Los años más bellos… no es la primera secuela de Un hombre y una mujer, en 1986, Lelouch estrenaba Un hombre y una mujer, 20 años después. Sin embargo, no estamos frente a una tercera entrega. El director francés oblitera la versión de la década del 80 como si nunca hubiera sucedido permitiendo que la historia se despliegue en función de un encuentro que se hizo esperar 56 años. Pero no es un “como sí” total. En esta versión de 2019, ciertamente Anne y Jean-Louis no han vuelto a tomar contacto después de su fallido romance. Esto es así por lo menos si lo miramos desde el registro de la realidad de la historia. Pero Lelouch se las ingenia para citar (o contemplar) aquella segunda versión en algún nivel de la ficción, en detalles sutiles que se cruzan en las nuevas vivencias de los protagonistas. ¿Qué resta de aquel corredor de automovilismo y guionista que se conocen en una temprana viudez? No mucho en apariencia, pero una inmensidad en términos afectivos. Jean-Louis padece Alzheimer y vive en una residencia geriátrica. Al parecer, sus recuerdos menos fluctuantes giran en torno a quien fue su gran amor. Por su lado, Anne es dueña de una tienda y vive con su hija y nieta. A pedido del hijo de Jean-Louis, Anne decide ir a visitarlo. De alguna manera, viven esta segunda oportunidad que por momentos es romántica, por otros torpe, cómica o trágica. Algunas veces Anne es Anne, otras veces es una mera visitante que promete ayudarlo a fugarse y cada tanto es solo una nueva residente que se presta a conversar con él. El estatuto va variando en función de la retención de los recuerdos de Jean-Louis. Tal vez el mayor acierto de la película sea la idea de que los recuerdos se configuran de más de una manera. Jean-Louis no puede narrar su experiencia, como cualquier persona que ha perdido su memoria. Justamente ese es un logro que Anne conserva, por ello su nieta le pide que relate una vez más como conoció a su abuelo. Pero si bien, en Jean-Louis, la experiencia se escinde de una narración, esto no quiere decir que no recuerda nada. Jean-Louis posee un almacenamiento de imágenes amorosas de Anne, de su juventud con ella –que ç son además imágenes de la película Un hombre y una mujer-. Así, él recuerda, en imágenes en movimiento, la experiencia amorosa pero ahora resulta complejo articular esas imágenes con el presente. Podría decirse que, por momentos, Lelouch abusa un tanto de esas tomas de la película del 66. Este exceso es lo que le da una impronta nostálgica que permanentemente hace peligrar el ímpetu proyectivo y positivo del encuentro amoroso. Sin duda, la inclusión desmedida de estas tomas, es lo que provoca que sea difícil en ciertas ocasiones adjudicar el punto de vista de quien recuerda. A veces es claramente Jean-Louis, a veces puede ser Anne, otras parece ser Lelouch, como una suerte de representante del cine que se recuerda a sí mismo en esa década gloriosa. Ya sabemos que el cine dentro del cine siempre implica una puesta en abismo, una mirada en bucle. Una película mira una película y, al hacerlo, nos interpela como un espectador que mira cine, que recuerda también en imágenes y que comprende que hay eventos que ya no pueden volver. Según Víctor Hugo, “Los años más bellos de una vida son los que aún no hemos vivido”. ¿Por qué Lelouch elige esta cita para abrir su historia? ¿Por qué elegiría una idea que permanentemente parece poner en entredicho? El director comprende que sostener esta frase de Víctor Hugo no es tan sencillo y que no puede entendérsela de manera categórica. La película no trata de ratificar o rectificar la idea sino de captar la paradoja y contradicción en ella. La cita tiene dos sentidos. El primero es literal y apela a vivir positivamente esperando lo mejor. Es bonito, pero no aplica cuando ya no me restan más que cinco minutos de vida; es viable, pero bajo ciertas condiciones. El segundo sentido, tiene que ver con considerar que la vida es un puro devenir, lo que para Deleuze sería lo Abierto, el todo, la duración. En este sentido, los años más bellos de una vida son los que estoy transitando ahora, son estos. No son los pasados, sino los que se dejan arrastrar en un fluir. Porque solo en el presente, ancla la idea de que lo mejor está por venir. No interesa el futuro en sí, sino la constatación de la belleza del sentimiento del presente respecto de lo venidero. De alguna manera, Lelouch quiso captar esa complejidad. Y es por ello que Jean-Louis recita el poema de Boris Vian “No quiero morir”. En un pasaje dice: “no quiero morir sin conocer los monos de culo pelado devoradores de trópicos, las arañas de plata en el nido trufado de burbujas”. Siempre hay un motivo para no querer morir, para seguir amando, para visitar lugares remotos, para encontrar “el rayo verde” como en una película de Rohmer. LOS AÑOS MÁS BELLOS DE UNA VIDA Les Plus Belles Années d’une vie. FREANCIA, 2019. Guión y dirección: Claude Lelouch. Intérpretes: Anouk Aimée, Jean-Louis Trintignant, Souad Amidou, Antoine Sire. Música original: Francis Lai Calogero. Dirección de fotografía: Robert Alazraki. Montaje: Stéphane Mazalaigue. Duración: 90 minutos.
Los años más bellos de una vida, Crítica. En una de las secuelas románticas más alejadas temporalmente de la original (53 años), Claude Lelouch continua, de manera realista y minimalista, la historia de amor contada en "Un hombre y una mujer" (1966) Joaquín Viloria Hace 2 semanas 0 31 El cine romántico es uno de los géneros con más clichés y prejuicios que hay dentro de la industria, debido al montón de cintas que, bajo esta premisa, están repletas de escenas cursis, peleas sin sentido, con un drama desmesurado e injustificable. Los años más bellos de una vida, película francesa dirigida por Claude Lelouch, saltea todos estos prejuicios y logra un verdadero romance. LOS AÑOS MÁS BELLOS DE UNA VIDA - Tráiler - YouTube La historia es, de arranque, muy distinta a lo que acostumbra este estilo: los protagonistas no son ni adolescentes en celo ni una joven pareja de amantes, sino que son dos ancianos. Ellos son los mismísimos Jean Louis Duroc y Anne Gauthier, los personajes del filme “Un hombre y una mujer” (1966), por lo que sería una secuela muy realista, con los mismos actores originales 53 años después. Lo mejor del guion es que no se enrosca en dramas innecesarios, no trata de complejizar demasiado y no cuenta con historias paralelas que a nadie le interesan, sino que centra todo en Jean Louis y ese viejo amor que supo ser Anne, amor que se refleja en la película original. En este caso, el protagonista ya tiene 87 años y está internado en un asilo, ya que sufre de alzheimer. Debido a que su memoria se está deteriorando, su hijo Antoine (protagonizado por el mismo actor que en el filme de 1966, cuando tenía solo 5 años), decide ir a buscar aquella mujer que su padre amó tanto en el pasado, cuando era un famoso piloto de carreras. Y eso es todo, no tiene grandes sobresaltos, tramas paralelas, ni un final inesperado. El director cuenta una historia de amor entre dos personas que, avanzados en su edad, recuerdan, justamente, los años más bellos de su vida. No queda muy claro que parte del filme es real y que es imaginación de Jean Louis, que puede olvidar que cenó ayer pero nunca a su amor de hace 50 años.