Los Hijos de Isadora de Damien Manivel. Crítica. El Legado de Una obra Universal Bruno Calabrese Hace 19 mins 0 1 En la plataforma www.puentesdecine.com del PCI se encuentra disponible el documental basado en la obra Mother de Isadora Duncan. Por Bruno Calabrese. Damien Manivel es un bailarín que se abocó a la dirección de cine. En su cuarto largometraje se aboca a mezclar una de sus pasiones, el mundo del ballet. A través de una estructura de tres partes se centra en una coreógrafa, luego en una intérprete y su maestra, y finalmente en un espectador que se preparan para la puesta en escena de Mother, la pieza de 1921 de la leyenda de la danza Isadora Duncan, la obra que la bailarina creó luego de la tragedia en que fallecieron sus hijos. El accidente sucedido el 19 de abril de 1913 se produjo cuando el automóvil que llevaba a Patrick y Beatrice, los hijos de seis y cuatro años de Isadora Duncan, atravesó la barrera de protección del puente y cayó sobre el río Sena, matando a los niños y a su institutriz. La imposibilidad de expresar semejante dolor en palabras o en gestos tendría un corolario creativo ocho años más tarde, cuando Duncan creó la coreografía “Madre” , un baile solitario y lento, pero de gestos expresivos, en el cual la bailarina parece en cierto momento mecer algo o a alguien en sus manos. El documental sigue primero a Agathe Bonitzer, una coreógrafa que se prepara para poner en escena la pieza. En silencio, vemos a la joven ensayando la pieza mientras lee que la obra se creó a partir del dolor materno en la sensible autobiografía de Isabela, MI Vida. Luego vemos a Manon Carpentier, quien junto con su maestra Marika Rizzi (ambos en efecto “interpretándose” a sí mismos), la segunda y más larga sección de la película. Manivel construye este segmento de media hora como una especie de documental sobre la pared, enfatizando el vínculo cálido y productivo entre el paciente tutor y su alumno asiduo. Mientras nos muestra primero a la coreógrafa y luego a Manon pasando por los movimientos de “Mother” la actuación real tiene lugar fuera de la pantalla. La cámara recorrerá lentamente los rostros de los espectadores absortos antes de finalmente fijarse en una anciana visiblemente conmovida por la experiencia. Esta mujer, interpretada por la aclamada y veterana bailarina estadounidense Elsa Wolliaston, residente en París durante medio siglo. Luego de un breve por el escenario, seguimos a la anciana de regreso a casa a través de calles vacías hasta los suburbios remotos. Cada uno de sus pasos, con la ayuda de un bastón médico, lo que implica un esfuerzo considerable. Al llegar a su casa vemos que la mujer exhausta enciende una vela frente a una fotografía de, lo que presumimos es su hijo muerto, luego la cámara recrea en silencio y de manera bastante hermosa los movimientos de la actuación que presenció más temprano en la noche. Como una cadena de trasmisión emocional Manivel logra poner en pantalla la conexión que produce la obra de 1921 con los sentimientos de una espectadora. Así, Los Hijos de Isadora es una muestra de la complejidad del ballet pero a la vez es una película emocionante que refleja como el dolor se transformó en arte y como la obra universal de Isadora Duncan en generadora de sentidos a pesar del paso de los años. Puntaje: 80/100. Guión Fotografía Arte Edición Los Hijos de Isadora es una muestra de la complejidad del ballet pero a la vez es una película emocionante que refleja como el dolor se transformó en arte y como la obra universal de Isadora Duncan en generadora de sentidos a pesar del paso de los años.
El arte como posibilidad de sanación: La vida es una sucesión de continuas separaciones hasta aquella separación final que es la muerte. Les enfants d’Isadora (2019), del realizador y bailarín Damien Manivel, toma como punto de partida la pieza de danza Mother de la bailarina y coreógrafa estadounidense Isadora Duncan. Esta danza solista surgió cuando Isadora pudo volver a su arte luego de un periodo de abatimiento depresivo debido al trágico fallecimiento de sus dos pequeños hijos en un accidente automovilístico que los ahogó en el Rio Sena. La pieza representa el momento en que Isadora lleva los cuerpos de sus hijos a su morada final y su despedida de ellos al elevarse sus espíritus hacia el cielo. Esta danza se presenta entonces como modo de bordear y tramitar líricamente el agujero de ese imposible de decir que es la trágica pérdida de los hijos. La película se estructura en tres partes; por un lado tres variaciones/encarnaciones singulares de la pieza, por el otro tres momentos de la vida de Isadora: juventud, madurez y vejez. En la primera parte una joven bailarina lee fragmentos de la biografía de Isadora, investiga sobre el trágico accidente en internet y toma apuntes como preparación para recrearla frente al espejo en una sala de danza. En la segunda, una profesora de danza que extraña a sus dos hijos en el exterior prepara a una alumna con síndrome de Down para la representación teatral de la pieza. La tercera parte se detiene en el rostro de una espectadora durante la función teatral de La madre. La mujer (anciana, de color, con sobrepeso) lagrimea conmovida. Su conmoción se debe a que la obra le resuena de manera íntima (en su casa tiene un altar dedicado a un niño que podemos presumir como fallecido). Entonces apreciamos cómo, al volver del teatro a la soledad de su hogar, recrea nuevamente a su manera la pieza de danza. Los abundantes planos cerrados y fijos capturan los gestos danzantes de cada una de las tres intérpretes con paciencia y quietud (incluso al optar por no utilizar música). Como efecto se está en presencia de una estatua que lentamente cobra movimiento, expresando coreográficamente el conflicto entre las fuerzas resistentes de la tristeza y las móviles de eros que apuntan a la curación. La posición que sostenía Isadora es que cualquier persona puede encontrar su particular modo de danzar. De este modo el título de la película refiere no solo a sus hijos fallecidos sino también a todos aquellos que continúan manteniendo vivo su legado como artista de la danza. Les enfants d’Isadora es tanto un sentido homenaje a Isadora Duncan (considerada la fundadora de la danza moderna) como una puesta en acto de las posibilidades sanadoras del arte, capaz de transformar la marcas mortificadas del cuerpo en una poética vivificante.
Esta bailarina y coreógrafa estadounidense es considerada pionera de la danza moderna. Producto de una familia disfuncional, a temprana edad abandonó sus estudios para dedicarse de lleno a su pasión: el ballet. Llegaría a la meca de esta disciplina, en New York, en el año 1896. Premiaciones en los Festivales internacionales de Locarno y Mar del Plata conforman la carta de presentación de este film. De su autobiografía, titulada “Mi Vida”, podemos intuir el clima de honda melancolía que atraviesa la entera existencia de esta artista. Tal aura es la que busca expresar Damien Menivel, por medio de este relato dividido en tres partes cuyo hilo conductor lo conforma un solo de la prestigiosa bailarina. “Madre” es una emotiva pieza que ella bailo y coreografió diez años después de la muerte de sus dos hijos, quienes murieron ahogados en el río Sena, en parís, en 1913. La memoria emotiva del tema del duelo inunda el arco compositivo de esta película. La danza, en su ejecución, habla por sí misma: la dimensión trágica de la vida de Isadora Duncan es notable. Cada uno de los personajes logran plasmar, en sus diferentes rangos etarios la melancolía de una criatura creativa en permanente conflicto. Film que aúna el cine y la danza, como alguna vez lo hiciera el recordado Robert Altman en su crepuscular film, “The Company” (2002), “Los Hijos de Isadora” es una sensible y poderosa gema visual, una apasionada mirada sobre la soledad humana.
Llegada al que seguramente fuera el momento más doloroso de su vida, Isadora Duncan –considerada la madre fundadora de la danza moderna– se dio cuenta de que ningún concepto (dicho o escrito) podría plasmar el trauma al que quedaría reducida, por siempre jamás, su maternidad. Acababa de perder a sus dos hijos, y su terrible soledad se vio magnificada por el terrorífico silencio con el que el lenguaje respondió a su aflicción. Ante este vacío, la artista decidió interpelar a su dolor a través del arte. Así nació La madre, una pieza de danza en la que las piernas de Duncan mantenían en equilibrio a un cuerpo renqueante (el suyo), y donde sus brazos acunaban el más insoportable de los pesares: un vacío que ya nunca más podría ser llenado. El lenguaje corporal como solución a aquello que la palabra no podía invocar. Aproximadamente un siglo después de esta convulsión, una joven bailarina se dispone a reproducir dicha danza. Para ello, acude a un archivo y extrae un libro en el que está contenido el legado artístico de Duncan. Al abrirlo, sus ojos se iluminan… y los nuestros se oscurecen ante lo que parece ser una serie indescifrable de jeroglíficos. Así se presenta Los hijos de Isadora, la nueva película de Damien Manivel, un autor para el que el cine parece ser un juego de niños. Después de Un jeune poète y Le Parc y Takara: La nuit où j'ai nagé la cámara del cineasta francés sigue a esa joven bailarina y, al poco rato, a una profesora de danza y a su joven alumna… y al rato, a una de las espectadoras del espectáculo que se ha estado fraguando durante los dos primeros actos. Los repetidos cambios en el punto de observación responden de manera natural a una acción que avanza por pura transmisión. Como sucede, de hecho, con las obras de alcance universal. Este mismo potencial tiene el cine de Manivel. Cabe interpretar la sencillez en las formas y en la narración de sus trabajos como un proceso en el que el artificio fílmico se desnuda para renunciar a toda aura de inaccesibilidad. Y así es como aquel libro indescifrable de Duncan se hará comprensible (y emocionante) de un modo casi mágico. A pesar de su breve metraje, Los hijos de Isadora es una película que requiere tiempo para ser asimilada. Como buen film de (y sobre el) aprendizaje, no puede calar sin haber dejado antes clara su evolución. De la ignorancia de lo encriptado transitamos, en deliciosa cámara lenta, al conocimiento más reconfortante: saber que, a pesar de todo, no estamos solos. Es el milagro de convertir lo complejo en comprensible, sin traicionar nunca su naturaleza. El cine de Manivel, siempre impecable en su ligereza, resuelve el enigma. Los hijos e hijas que Duncan sigue teniendo desperdigados por todo el mundo nos hablan superando las barreras idiomáticas. Unas lo hacen agitando grácil y sentidamente sus extremidades; otros dejando que una lágrima recorra su rostro. Se concreta así el movimiento más importante de todos: de la ejecución de la danza a su contemplación a través de una persona que comparte la maldición de Duncan. Sin dopaje cinematográfico alguno, Manivel nos acerca a la luz del conocimiento… y el calor humano que se desprende de él.
Isadora Duncan (1877-1927) fue una eximia bailarina y coreógrafa, considerada por la mayoría de los especialistas pionera de la danza moderna. Más allá de los debates culturales, lo cierto es que su vida cambió para siempre el 19 de abril de 1913, cuando un automóvil que conducía a sus hijos Deirdre y Patrick, de seis y cuatro años, y a la niñera que los cuidaba cayó al río Sena en París y los niños murieron ahogados. Como explica en su autobiografía, ella jamás logró recuperarse del impacto, pero el baile y la docencia funcionaron desde entonces como bálsamo frente a la pérdida y la ausencia. Apeló, como tantos otros, al poder curativo del arte y -en especial- del lenguaje corporal. Con ese pretexto, el cineasta francés Damien Manivel (consagrado mejor director en el Festival de Locarno 2019 y ganador de una mención especial en San Sebastián por esta película) rodó tres historias de mujeres vinculadas de forma directa al legado de Duncan y más precisamente a su obra La madre (que ella concibió en medio del dolor por la muerte de sus hijos): una joven bailarina que se obsesiona con esa coreografía, la relación de una profesora de danza y su alumna con síndrome de Down; una veterana y obesa mujer negra que apenas puede desplazarse con su bastón. Ellas cuatro, también atravesadas por el dolor, encuentran en el baile una forma de exorcizar las angustias íntimas en un relato lleno de lirismo, belleza y esa sensibilidad tan particular del realizador de Un jeune poète, Le Parc y Takara: La nuit où j'ai nagé.
A partir del solo Le mére de Isadora Duncan, el director Damian Manivel desarrolla en tres segmentos consecutivos la práctica, la puesta y la recepción de esa pieza coreográfica siguiendo a cuatro mujeres diferentes. Se estrena en Puentes de Cine. Después de perder a sus dos hijos pequeños, que mueren ahogados cuando el auto en el que viajaban cayó al Sena, la bailarina Isadora Duncan, transida de dolor, tiempo después, desarrolló Le Mére, una obra coreográfica, para canalizar, de alguna manera, a través del arte, ese sufrimiento y homenajear y recordar a sus pequeños. En Los hijos de Isadora el director Damian Manivel, también bailarín, sigue a cuatro mujeres que, a partir de la danza, se cruzan frente a nuestros ojos aunque no se conozcan entre ellas. Una joven bailarina ensaya el solo en un estudio de baile, mientras lee la autobiografía de Duncan, estudia los pasos, se apropia de un sentir para trasladarlo a los movimientos y experimentarlos en el cuerpo. Una maestra y una alumna, una niña con síndrome de down, hacen lo propio mediante ejercicios y clases que tratan de explicar la importancia del gesto como contador de una historia. Finalmente, una mujer mayor, excedida de peso y que se ayuda con un bastón para andar, asiste a una representación de la obra y al volver a su casa podremos ver lo que provoca (en ella) el arte. Casi sin diálogos, la historia se cuenta por las voces que leen el texto de la Duncan pero, también y principalmente, por los cuerpos y sus movimientos y, a través de la puesta en escena, vemos cómo se espeja en cada protagonista ese eje que conforman las maternidades: solitarias, en lejanía, trágicas. Ya sea ejercida o por ser, desde cada uno de los vértices de ese vínculo. Si puede señalarse como algo fría la mirada quirúrgica de los dos primeros segmentos, no es menos acertada observarla como un acercamiento en donde la cámara se invisibiliza y va transmitiendo, sin subrayados ni explicitaciones, sensaciones sutiles y profundas. Lo que expone, en contraste, la construcción del tercer segmento que busca la empatía con una puesta que evidencia su artificialidad y su finalidad. No es que sea trazo grueso pero sí un poco facilista. Los hijos de Isadora es una ficción con tintes de documental que acerca el mundo de la danza al público en general con sutileza y una puesta en escena donde el movimiento es vital.
La elocuencia de la danza en general y de una obra de Isadora Duncan en particular constituye el eje central de Los hijos de Isadora, coproducción franco-surcoreana que recuerda una característica distintiva del cine y del baile: la apuesta a la capacidad comunicativa y conmovedora del movimiento dirigido. No es un dato menor que también sea bailarín el autor del largometraje, el bretón Damien Manivel. A pesar de la campaña que la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer impulsó en 2017, los diccionarios de la lengua castellana siguen sin contar con un término representativo de la condición de quien pierde a un hijo, como Viudo para quien pierde a su cónyuge o Huérfano para quien pierde a sus progenitores. Esta suerte de vacío semántico se repite en otros idiomas, acaso por respeto a la convicción popular de que la muerte de un hijo provoca un dolor inenarrable, que rechaza todo intento de definición. Quizás consciente –incluso víctima– de esta limitación verbal, Duncan canalizó a través de la composición del unipersonal Mother el duelo por el deceso de sus dos niños en un accidente automovilístico absurdo. «Mi danza se encontraba dormida hacía siglos y mi pena la despertó» escribió en sus memorias. A lo largo de tres episodios, Manivel recrea –y de esta manera analiza– la coreografía que la bailarina estadounidense diseñó en 1921. Un relato gira en torno a la preparación teórica y física de una joven danseuse (interpretada por la parisina Agathe Bonitzer); el otro aborda los ensayos de una niña con síndrome de Down y su maestra (las también francesas Manon Carpentier y Marika Rizzi); el último capítulo se centra en el impacto que esa segunda representación causa en una espectadora mayor de edad (la coreógrafa jamaiquina Elsa Wolliaston). La elección de tres protagonistas tan diversas le rinde tributo a la máxima duncaniana «Cualquiera puede y debe bailar; es bueno para el cuerpo y para el alma». Por otra parte, esta decisión narrativa ilustra la envergadura de un dolor que conmueve a todo ser humano, sin distinción de edad, y la capacidad de Mother a la hora de expresarlo. Por si la categoría cinematográfica de Danza filmada existiera, vale aclarar que Los hijos de Isadora la desborda mientras cruza permanentemente la frontera entre ficción y documental. Si hubiera que etiquetar el film de Manivel, podríamos imprimirle el sustantivo Ensayo y calificarlo como una aproximación sensible al duelo más temido y lacerante, y a la vez como un justo homenaje a la Maestra Duncan.
Tristeza infinita La bailarina Isadora Duncan perdió a sus hijos cuando tenían 4 y 6 años, ahogándose en el Sena tras un accidente automovilístico. Isadora pasaría el resto de su vida, que terminó en otro macabro accidente automovilístico, poseída de una tristeza inconsolable. Eventualmente esta tristeza encontró su expresión, quizás catártica, en una rutina de ballet titulada “Mother”. Disponible en Puentes de Cine y Mubi. Escrita y dirigida por Damien Manivel y ambientada en tiempos modernos, Los hijos de Isadora (Les Enfants d´Isadora, 2019) trata sobre cuatro mujeres cuyas vidas son afectadas, de distinta forma y por distintos motivos, por “Mother”. La primera es la sílfide Agathe Bonitzer, quien estudia y ensaya la rutina obsesivamente. La suceden Manon Carpentier, una bailarina con síndrome de Down, y Marika Rizzi, su instructora. La cuarta mujer es Elsa Wolliaston, quien atiende una danza y luego la replica emotivamente en la soledad de su hogar. La película es parca, magra y silenciosa salvo por la ocasional composición musical. Manivel filma de soslayo: nunca vemos la danza en sí, sólo el efecto que tiene en las mujeres que la ensayan y aquellos que la atestiguan. Ni hay conexión entre los tres módulos de la película, salvo la presencia de Isadora. Su danza encarna una profunda tristeza pero también hace de pasamanos emocional, transmutándose de una mujer a otra con ductilidad. Sabemos poco y nada de cada una, salvo por algún que otro indicio suelto - una foto, una mirada, un puñado de líneas - y el innegable poder que “Mother” tiene en ellas. El director, con un ojo de coreógrafo, describe momentos y movimientos a la vez que encuentra la imagen justa para definirlos, ya sea entre un mar de rostros o una serie de venias y gestos estilizados. Los hijos de Isadora es sobre la búsqueda de la expresión artística y la necesidad de hacer catarsis a través del arte, ya sea produciéndolo o apreciándolo. Esto es evidente de principio a final, con lo que el espectador tiene mucho menos para descubrir que el realizador.
Con cuerpo y alma. En una de las etapas del duelo por la muerte de alguien extremadamente cercano como un hijo se sugiere soltar. Ese soltar simbólico viene acompañado de lágrimas y un dolor desgarrador, que lejos de explotar en un grito de desconsuelo se esconde en el silencio profundo del alma. Isadora Duncan encontró la válvula de escape para su propio duelo, al haber perdido en 1913 a sus dos hijos en un accidente fatal, en una danza que según sus propias palabras existía mucho antes de que ella se dejara llevar por su compañía. Danza que duela, en los dos sentidos del término, es también catarsis de la sutil sensibilidad de una bailarina que le puso nombre a su dolor en una obra intitulada Madre. La despedida y el desapego se conectan con esa danza, y el cuerpo desde las manos, mientras la ocupación lenta del espacio hace lo propio. En Los hijos de Isadora, dirigida por el bailarín Damien Manivel, el entrecruce de la danza y el cine encuentra el pretexto ideal para generar una polisemia más que interesante. Tres historias tienen a la danza como protagonista y a mujeres de distinta edad como artífices de un cambio, donde el dolor o las emociones dolorosas se transforman en expresión corporal seguida de un silencio reparador. Así las cosas, todo el proceso creativo se ve plasmado desde la primera historia en que la voz de Isadora es otro cuerpo presente hasta la última historia que toma el punto de vista de una anciana espectadora, quien encuentra un vínculo directo con la representación de la obra Madre. Los ritmos de cada episodio de este trip lento, despojado de palabras, y progresivo generan distintas reacciones en el espectador no habituado a propuestas minimalistas en términos de ficción o narrativas convencionales.
ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS Hay un hecho, una historia trágica y una figura. La bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente en 1913 en París y sus dos hijos murieron ahogados en el Sena. Cuando no hay salvación posible en la vida, el último refugio es el arte, acaso el único eslabón posible para atemperar semejante dolor. Lejos de presentarse como un biopic, Damien Manivel divide la película en tres partes con tres mujeres diferentes para actualizar la obra Mother, producto de la desgracia de Isadora. La mínima e indispensable información aparece al principio para contextualizar rápidamente el caso y descartar cualquier tipo de registro vinculado a la crónica. El hecho en cuestión y el cuerpo de Duncan estarán fuera de campo, solo aludido en tanto y en cuanto las protagonistas continúen y hagan propia su historia desde la más absoluta intimidad. El primer cuadro involucra a una joven que lee pasajes de una biografía. Lo interesante es de qué modo se plasma una experiencia de lectura y un proceso de búsqueda que incluye no solo la investigación de una vida, sino la posibilidad de reiterar rituales en el presente. Manivel, al igual que en sus films anteriores, construye encuadres como si fueran viñetas por donde los personajes transitan, más preocupado por destacar lo sensorial que por ceñirse a parámetros narrativos claros. A veces, el exceso de frialdad empantana demasiado el ritmo. Este vicio se advierte en el segundo cuadro donde una coreógrafa y una bailarina con síndrome de Down preparan la obra en cuestión. Más allá de algún pasaje de libertad cinematográfica, del abandono de ese encorsetado estético agobiante, en este tramo el desarrollo se resiente. No obstante, en el tercer episodio, la película levanta un vuelo alto. Una cámara viaja sobre las reacciones de los espectadores y se detiene en el rostro con lágrimas de una mujer mayor (la coreógrafa estadounidense Elsa Wolliaston, protagonista del corto de Manivel La dame au chien). La obra acaba de finalizar. El director filma el lento trayecto de regreso a su casa magistralmente, con una luz que recuerda a los trabajos de Pedro Costa. En el interior, un ritual de dolor, una continuidad de mujeres que encuentran en el arte la forma de apaciguar la tragedia personal. Es un momento mayor que, si bien marca el epílogo del itinerario, tiene una fuerza que descompensa al resto. Lejos, este último tramo es lo mejor de una película cuya distancia es más bien respeto y búsqueda estética donde las palabras quedan resguardadas y son sustituidas por imágenes posibles ante el carácter inexplicable de la muerte repentina.
Una pieza, tres bailarinas, técnica y sentimiento unidos para representar y homenajear a Isadora Duncan en el escenario. Película que rompe con géneros y esquemas, transita en la delgada línea de la verdad y lo construido, y que demuestra que nunca hay nada determinado para nadie.
Con delicadeza de madre Un terrible accidente deja a una madre sin sus dos pequeños hijos, abriendo una herida en el alma y es a través de la danza la única forma de transitar el duelo. A principios de 1913, los dos hijos pequeños de Isadora Duncan murieron en un accidente, cuando el vehículo en el que estaban junto con su niñera se precipitó al Sena. La tragedia tuvo un impacto irreversible en la vida de la bailarina y coreógrafa. Ahondada en su pesar, creó la obra Mother, pieza que el director y bailarín Damien Manivel resignifica más de un siglo después, a modo de homenaje, estructurando su film Les enfants d'Isadora (2019) en tres partes, uniendo tres momentos, tres historias en tres cuerpos distintos, aunque atravesados por la misma sensibilidad; desde el inicio del proceso creativo de uno y la ejecución del otro hasta la emoción como espectador del último. De principio a fin, el film está hermosamente estructurado en tres momentos, en los cuales se narran las historias de cuatro personajes femeninos, quienes atraviesan distintos momentos en sus vidas pero afectados por una misma historia: la tragedia que llevó a la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan a realizar la obra Mother. Les enfants d’Isadora cuenta con muy pocos diálogos siendo éstos eficaces en su propósito. Las interpretaciones están perfectamente logradas, pues se hizo especial hincapié en la expresión corporal como medio de transmisión emocional para generar empatía con espectador. La puesta en escena también está construida a la perfección dejando entrever la excelente aptitud de Manivel para dirigir, todo esto acompañado por una brillante fotografía basada en tonos otoñales y un excepcional montaje compuesto por planos detalle que ayudan a contemplar aún más el film. Por su parte, la pieza musical correspondiente a la obra Mother, acompaña de manera ideal. “Les enfants d’Isadora nos invita a contemplar y a transitar de una manera diferente una tragedia como lo es la pérdida de un ser amado.”
Una tragedia personal que se traduce en una obra de arte que, muchos años después influye sobre cuatro mujeres. El dolor inconmensurable de Isadora Duncan, cuando pierde a sus hijos menores en un accidente. Ella crea “Mother” como una búsqueda en el arte para paliar tanto vacio. Mucho tiempo transcurre hasta que el director, guionista y coreógrafo Damien Manivel reflexione sobre lo que esa obra nos dejó. Sigue lo que les ocurre a cuatro mujeres que o ensayan obsesivamente la obra, se emocionan tanto la bailarina con síndrome de down como su instructora o,, o lleva al llanto y a un rito privado a una espectadora. Toda una reflexión sobre el poder del arte, la regeneración de la vida, el homenaje a una bailarina única, la mirada libre y bella sobre la manera en que esa creación actúa sobre los otros.
n 1913, la bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente de auto en París y sus dos hijos, Deirdre y Patrick, murieron en las aguas del Sena. De ese hecho traumático surgió Mother, una pieza solitaria que no es otra cosa que un duelo en movimiento. Los hijos de Isadora presenta en el inicio estos dolorosos datos biográficos y artísticos y los incorpora como los materiales esenciales de tres historias con cuatro personajes centrales en las que Mother tiene una incidencia concreta. Una joven bailarina estudia la pieza y lee la autobiografía de Duncan; una adolescente y su profesora preparan y analizan la obra para una inminente presentación; una mujer bastante mayor asiste a una presentación de Mother y luce conmovida.
GESTOS VORACES Inspirado en la idea de Isadora Duncan de que “cada uno debe encontrar sus propios gestos” y en la obra La madre creada tras la muerte de sus hijos, Damien Manivel propone una permanente coreografía audiovisual construida a través del desplazamiento de tres cuerpos atravesados por la danza; un encadenamiento de planos detalle de manos, pies, brazos y rostros conectados de alguna manera con la historia de la bailarina y con cierta fuerza visceral e interna adormecida durante la cotidianidad pero que estalla sin tapujos mediante el baile. Un encuentro de movimientos, sensaciones y experiencias que inicia el recorrido de forma individual en cada una de esas pieles hasta convertirse en una única que las contiene a todas –dentro y fuera de la pantalla–, como un velo traslúcido y etéreo que abraza al universo femenino desde la primigenia. Esta división tripartita articula dos aspectos en constante cruce. El primero responde a las múltiples maneras de acercamiento con el lenguaje pero también al rol que ocupan. La película inicia con una bailarina o estudiante que lee y toma apuntes de la estructura de la pieza, que revela una suerte de tejido arquitectónico complejo de las posturas pero también la voz de Duncan mediante los fragmentos en off de la biografía o las imágenes. Ella descompone los elementos del germen creativo, el cimiento artístico sobre el cual nutrirse de esa esencia para confeccionar una mirada propia. Continúa Manon junto a la profesora de danza. Ambas ensayan en la sala donde se realizará la función y, a la vez, trabajan el relato y los sentimientos intensos que la obra conlleva. En una charla, la alumna le confiesa que la audiencia y el escenario fortalecen su performance, que ese es el momento donde halla la plenitud. Resulta curioso que el director mantenga la ejecución fuera de campo para concentrarse en las reacciones del público y en los aplausos finales. Allí, la cámara sigue por la ciudad a una espectadora emocionada hasta la casa, donde a oscuras y con lágrimas representa una parte de la obra. Ella también posee una libreta con frases de la bailarina y termina por encender una vela a un pequeño santuario. La otra cuestión tiene que ver con las diferentes etapas en la vida de la mujer y los nexos tanto con los cuerpos como con la maternidad. La joven pelirroja vive con la pareja en un pequeño departamento y se mueve como una sombra por los lugares. Posee marcas en las manos y pies debido a la danza y se acerca al dolor por la muerte de los hijos de Duncan mediante la observación en el espejo y el estudio cuidado de libros y anotaciones personales. La niña comprende el pesar de la pieza pero aún mantiene una mirada inocente y bondadosa. Los movimientos resultan un poco más rápidos, a veces, como un juego de reconocimiento consigo misma, con la docente y con los espacios. La toma plena de consciencia parece ocurrir cuando ensaya sola, mientras que sobrevuela el lazo maternal con la maestra, cuyos hijos residen en otros países. Por último, la señora se desplaza con lentitud y ayudada por un bastón. Todo el fragmento denota cansancio y pena tanto en el andar por las calles desiertas como la cena solitaria o cuando se queda dormida en un autobús vacío. La oscuridad dentro y fuera de la casa, el roce delicado con la cortina durante el baile, cierto ritual a la hora de quitarse y ponerse la ropa y el desconsuelo por la tragedia compartida lo potencian. Una trilogía corpórea que se identifica en la diversidad hasta fundirse. Miradas que recuperan el espíritu libre de la coreógrafa para apropiarse de su esencia y reconocerse como linaje. Porque si hay algo que subraya Los hijos de Isadora es que en la variedad y en la búsqueda de los gestos, las sensaciones individuales dan lugar a lo colectivo para estallar en explosiones multisensoriales que no sólo le rinden homenaje a la considerada fundadora de la danza moderna, sino también a la libertad, a lo femenino, a lo originario y al impulso por la vida. Por Brenda Caletti @117Brenn