Los caminos de la vida Ignacio Carrillo, un mítico acordeonista y juglar que ha decidido dejar de tocar, inicia un último viaje por el norte de Colombia para devolverle su instrumento a un viejo colega y -durante el trayecto- va estableciendo una relación de padre-hijo / maestro-aprendiz con Fermín, un joven que lo admira y que desea seguir sus pasos. Una road-movie (a pie) con aires de leyenda y espíritu de fábula construida con una gran belleza visual y un impecable acabado técnico, pero que explota cierto pintoresquismo y un folclorismo que tanto gustan en Europa, perdiendo así algo de fuerza, audacia y verosimilitud. De todas maneras, los indudables atractivos de la propuesta le alcanzaron para ganar varios premios en festivales como los de Cannes, Bogotá y SANFIC de Chile, entre varios otros.
La otra Colombia Manteniendo la línea minimalista y de un cine contemplativo, en donde las imágenes priman por sobre las palabras, Los viajes del viento (2009) toma elementos del Nuevo Cine Argentino para mostrar una Colombia distinta a la que estamos acostumbrados a ver casi con naturalidad. Ambientada en el norte colombiano cuando transcurría el año 68, el film centra su relato en Ignacio Carrillo, un juglar que decide emprender un último viaje para devolverle un acordeón a su maestro. En ese viaje final se encontrará con típicos personajes que servirán para mostrar la diversidad cultural del país. La segunda película de Ciro Guerra (La sombra del caminante, 2004) transita diferentes géneros y estilos, mezclando ficción con documental. Así como Aquele querido mes de agosto (Miguel Gomes, 2008) –ganadora del último BAFICI- rompía con los límites entre la ficción y la realidad, Los viajes del viento va más allá, transitando un sendero cinematográfico disímil a lo visto hasta aquí. Géneros superpuestos entre sí van armando una historia de personajes olvidados en un tiempo muerto con un marco musical de fondo, en el que la mitología y la idiosincrasia propia de un país se apoderan de las imágenes para sumergirnos en un mundo onírico y real al unísono. Con un cuidado plástico y fotográfico contrastado por la saturación del color, ésta road movie contemporánea nos hace transitar, a partir de la morosidad de su estructura narrativa, por un cine con muchos puntos en común con el NCA. Excesos de tiempos muertos, un minucioso tratamiento estético en la construcción de cada plano, especial atención en la utilización del sonido natural y una historia sencilla, de esas que por momentos pareciera que nada sucede cuando la realidad demuestra todo lo contario, caracterizan esta producción precandidateada al Oscar por Colombia y que participó en Cannes y Mar del Plata, y que la acercan a un cine que para los argentinos puede resultar familiar y hasta localista – el film está coproducido por la productora argentina Cine Ojo-. Los viajes del viento recupera la magia que en el cine parecía perdida, magia capaz de retratar el mundo verdadero desde una ficción apócrifa. Acostumbrados a una Colombia violenta, Ciro Guerra nos muestra un país más allá del que los medios nos muestran
Caminante no hay camino... Poético y potente filme del colombiano Ciro Guerra. Las películas latinoamericanas que recortan en grandes extensiones abiertas a personajes pintorescos y toman fenómenos culturales propios suelen ser muy bien vistas en el universo cinematográfico europeo. Los viajes del viento, que si bien cumple con esa premisa, por lo que fue exhibida en la sección Un certain regard en Cannes del año pasado, va algo más allá. Porque al pintoresquismo que lleva como marcado a fuego, el colombiano Ciro Guerra le supo agregar un grado de autenticidad propio de quien cuenta algo que le es conocido. Bien conocido, y le toca de cerca. La historia es simple: un acordeonista y juglar, al sufrir la muerte de su mujer, decide dejar de hacer lo mejor hace y lo que hace desde siempre. Emprende, entonces, un largo viaje hacia el norte de Colombia para llevarle su instrumento "a quien le pertenece", a su maestro. Y si es ésta una película del camino, es también de las que se hace camino al andar en todo sentido. Ignacio Carrillo va caminando desde Magdalena hasta la Alta Guajira, y se le suma un joven (Fermín) que quiere ser músico como él y que lo acompañará en este periplo, donde conocerán gente de todo tipo, todo bien matizado con el vallenato clásico. La figura del juglar, mítica, y la relación maestro-alumno padre-hijo nunca deja de estar en primer plano, dejando de fondo aquéllo del paisaje y la Naturaleza. Ciro Guerra -recordar La sombra del caminante, su gran opera prima en blanco y negro- tiene un sentido plástico a la hora de encuadrar la cámara, y opta por algunos silencios -silencios humanos, ya que el agua, el viento o los pájaros están siempre en la columna sonora- que dicen más que algunas líneas de diálogo. Dentro de una cinematografía que comienza a despertar, como la colombiana, Los viajes del viento es algo más que un lindo sueño.
Un camino al corazón de la música colombiana Sensible retrato de Ciro Guerra del ser de su país A lomo de burro y en completa soledad, Ignacio Carrillo recorre caminos que parecen no tener fin, se detiene brevemente en algún pueblo perdido y prosigue su derrotero. Su tesoro más preciado es un acordeón que, tiempo atrás, un viejo maestro le enseñó a tocar. Ya cansado de fatigar tantos kilómetros, toma la decisión de hacer un último viaje a través del norte colombiano para devolverle el instrumento a aquel músico con el que aprendió los temas más entrañables de su tierra. Por casualidad Ignacio conoce a Fermín, un joven cuya ilusión mayor es seguir sus pasos en el camino de la música. Juntos vivirán una serie de aventuras y desventuras hasta llegar al destino final. El director Ciro Guerra, autor, además, del guión, intentó con su historia relatar un viaje hacia el espíritu, hacia aquello que unió las raíces blancas, negras y nativas de su país en algo tan único como la música que surgió de ese conglomerado de razas. Así, y sobre la base de este relato que se apoya en la poética y en el folklore de Colombia, Ignacio y Fermín se convierten en vagabundos de algo que necesitan pero que desconocen. El film logra este propósito, a pesar de la monotonía que impera a cada paso y de una historia que se alarga innecesariamente. Con el sabor de Colombia a cada paso, Los viajes del viento es uno de esos films para comprenderlos a través del corazón y de la sensibilidad de los espectadores. Los trabajos de Marciano Martínez y de Yull Núñez apuntalan este relato que habla de lo más recóndito del alma humana y de la necesidad de compañía en los momentos más tristes de la soledad.
Antropología con vallenatos Ignacio Carrillo, leyenda del acordeón, cruza Colombia para devolver el instrumento a su maestro. Por el camino atraviesa valles y montañas, desiertos y pantanos. Lo acompañan un burro y un aprendiz autoinvitado. Ignacio y Fermín compartirán muchos silencios y algunos intercambios de palabras, construyendo una relación maestro-alumno entrañable. El director, Ciro Guerra, sigue a sus dos personajes con una fotografía vistosa en la que la fuerza del paisaje deslumbra sin caer en la postal. Los silencios, el sonido de la naturaleza y el ruido de las fiestas populares que encuentran los viajeros hacen de esa naturaleza un sitio real, aunque maravilloso a ojos extranjeros. Las secuencias musicales funcionan casi como separadores, en los que Los viajes... pasa a funcionar como la filmación de ese show, entre fiestero y melancólico, que regala el vallenato. En unas y otras imágenes, sin embargo, Guerra se enamora de la fuerza visual –y musical– de su material, hasta olvidar su historia y ponerse parsimonioso, solemne, a veces críptico. Una edición más ágil y menos minutos hubieran contribuido a que el aliento poético, subrayado ya desde el título, surgiera tan espontáneamente como la belleza de las fuerzas naturales fotografiadas. Convencida de la importancia de lo que muestra, la película, que recuerda a El camino de San Diego, de Sorín, aburre un poco. Y así deja la sensación de un producto bien realizado para mostrar qué linda es Colombia y su gente.
Es realmente satisfactorio, de vez en cuando, ver en pantalla gigante un trabajo visual realmente meticuloso, armado, plástico. Es un placer para los ojos tener frente a uno, paisajes increíbles fotografiados de forma soberbia, con calidad pictórica, sentido artesanal, sin necesidad de tener que retocar la imagen en post producción o agregarle efectos visuales. Tomarnos el tiempo, esculpir en el tiempo, como decía Tarkovski para entender como está compuesto un cuadro. La naturaleza nos provee escenarios increíbles, que por suerte artistas de gran talla partiendo de maestros como Kurosawa o Herzog han sabido aprovechar para nutrir a sus relatos de una belleza incontenible. A veces el paisaje provee la idea de qué filmar, a veces la cultura, a veces los integrantes de estas comunidades, sus costumbres, ritos, mitos… Abundan ejemplos de este tipo de cine en latinoamérica y pareciera que tenemos mejores directores de fotografía que narradores. Por más que todos estos elementos estén presentes en las películas, a veces las narraciones no fluyen. Los directores apelan al minimalismo de forma vaga y obvia, o critican costumbres desde una óptica burguesa, convirtiendo historias mínimas, en telenovelas rurales orientadas a un público masivo lacrimógeno. La fama adquirida es una falacia construida sobre la base de hacer un cine social hipócrita, que triunfa más afuera que adentro, que impacta sobre un público urbano, pero que los integrantes de dichas sociedades expuestas, no encuentran la identificación que los realizadores pretendieron filmar. Y así es como ponemos en un pedestal a realizadores sobrevalorados como Iñarritú, Cuarón, Reygadas o Plá. Todos ellos no niego que sean talentosos, pero a veces las imágenes que resultan tan llamativas y atractivas para cierto público no se asocian con la realidad. No niego que la primera vez no me haya cautivado ver Amores Perros o Japón, pero fue con películas que no llegaron al cine y recurren al golpe bajo, el sentimentalismo e imágenes demasiado elaboradas para una narración no demasiado sólida como El Desierto Blanco de Plá o Noticias Lejanas de Ricardo Benet… Digamos que estas películas me hicieron un poco abrir los ojos y ver que hay detrás de una excelente fotografía y una gran puesta en escena. Y fue desilucionante no solamente no encontrar mucho, sino que todas se empezaban a parecer de una forma u otra. Bueno, lo que suele pasar con el cine estadounidense a fin de cuentas, sea de estudio o “independiente”. Pero Los Viajes del Viento, segunda obra del joven Ciro Guerra es un notable descubrimiento, una verdadera sorpresa que logra evadir los lugares comunes del cine social latinoamericano, sin por eso perder una cultura latinoamericana. Planteada como una road movie, la película parece deberle más al cine de Sergio Leone o de Glauber Rocha que a algún cineasta latino contemporáneo. Quizás se podría buscar simetrías con la propuesta de Albert Serra, Honor de Caballería, pero con mayor sentido de la estética, menor pretensión hacia la polémica y por supuesto mejor trabajo en la dirección de actores, perfil de personajes y profundidad dramática, porque aunque no lo parezca esta historia le debe mucho al cine clásico o a los westerns, no solo de Leone, sino de Ford y Hawks. Ignacio Carrillo (el músico Marciano Martínez) es un acordeonista juglar retirado en un pueblo muerto del norte de Colombia. Tras la muerte de su esposa decide cumplir una vieja promesa de un día para el otro: devolverle el acordeón que lo acompañó toda su carrera a su maestro, que lo construyó. A galope de mula, Carrillo parte lentamente a la aventura. Pronto a empezar el viaje se cruza con Fermín, un joven aspirante a músico que pretende que Carrillo le enseñe a tocar el acordeón. A cambio, él le hará compañía y le servirá para lo que necesite en el viaje. Ignacio es hosco, resentido, soberbio, pero acepta la compañía. Fermín lo acompañará a pie por desiertos, bosques, playas y montañas para que pueda concebir su fin. El viaje demandará algunas vicisitudes, para conseguir comida, Carrillo tendrá que enfrentarse a otros juglares, y se entablarán duelos que remiten tanto a la Edad Media como al lejano Oeste. Mezcla de película de aventuras y narración de contemplación, lo que se destaca de la película es la austeridad de los personajes, que nunca pierde su tono, elementos absurdos y fantásticos que aparecen de manera sutil. Guerra junto con el excelente fotógrafo Pablo Pérez, y una gran banda sonora, logran generar un clima tenso, reflexivo, atrapante y cautivante en las imágenes. La narración integra temáticas típicas del género, como las desavenencia entre dos generaciones, el maestro desencantado y el aprendiz esperanzado, idealista. El clima es el tercer protagonista, el viento está presente en todos los planos, el calor como enemigo. Y eso influye también sobre los personajes que encuentran en el camino. Pero, sin duda lo que más se palpa, son las huellas de El Quijote de Cervantes, sin el sentido del humor, por supuesto, pero en lo estrictamente superficial, la relación de Fermín e Ignacio guarda similitudes con la obra del escritor español. Dos almas varando por el desierto con una misión en apariencia maldita. La figura del diablo está latente en cada detalle, desde los mitos narrados por los personajes que aparecen en el camino hasta los cuernos del acordeón. Es cierto, que a pesar de tantas aventuras, la solemnidad y falta de humor en el relato, terminan realentando la historia y por momentos, a pesar de subyugarnos a la fotografía, la película se hace un poco monótona y repetitiva. Es razonable pensar que le sobren por lo menos 15 minutos de metraje. Mas, Guerra, evita caer en la melosidad, sentimentalismo y dramatismo telenovelesco. Logra mantener una distancia prudencial de las emociones fáciles, y en cambio se contagia de la frialdad del antihéroe. Es probable que ya hayamos visto esta película antes, pero es un orgullo que dentro del cine latinoamericano se pueda encontrar una obra con identidad latina, identidad cinematográfica, deleitable fotografía, y creíbles interpretaciones (la pareja protagónica es soberbia). Las habrá mejores, sin dudas, pero si empezamos con el juego de las comparaciones, Los Viajes del Viento, saca leguas de distancia a la mayor parte del cine latinoamericano actual. Esperemos que no se la lleve el viento…
Cada tanto, muy de vez en cuando, nos llega alguna noticia del cine colombiano. Nada que temer esta vez: Los viajes del viento, la película de Ciro Guerra, se parece tan poco a la prolija sordidez de Rosario Tijeras, por ejemplo, que enrostraba su obligado muestrario de iniquidades arrancadas de la sección policiales del noticiero de la tarde al que se añadía (con toda comodidad, faltaba más) una estética lustrosa de segundo grado, como al tipo de ficción televisiva colombiana que se suele ver por aquí, esa clase de cosa por la que se deslizan, como en una pasarela, centenares de narco groupies que no importa si con las tetas recién hechas se ganan o no el paraíso. Sin embargo, hay presencia argentina tanto en Rosario Tijeras como en la película de Guerra: el escritor Marcelo Figueras (habitual colaborador de Marcelo Piñeyro) está como guionista en la primera, mientras el Incaa, por su parte, participa en la financiación de la segunda. A cada uno los méritos, o la falta de méritos, que le correspondan. Los viajes del viento resulta ser una película por lo menos curiosa, que despierta a priori el interés por la cinematografía del país de Andrés Caicedo (para qué hablar de García Márquez, o en su defecto de Uribe, si podemos hablar del inolvidable caleño). Sus imágenes errantes, extrañamente libres, parecen ceñirse al paisaje que retratan solo para arrancar de allí enseguida y configurar una topografía nueva, más un espacio mental que otra cosa. La película parece deberle tanto a la tradición colombiana como a la europea, a partir de la cual la narración funciona según la estructura del “viaje del héroe” (la referencia la dio el director en una entrevista). En Los viajes del viento, que abre con un funeral y cierra con otro, un chico sigue a un viejo músico, en verdad se le pega como un perrito faldero, a través de vastas zonas agrestes del norte de Colombia. No hay mucho más que eso, en principio. O si lo hay, en verdad no importa tanto. Guerra se detiene en el murmullo del viento, en las matas de pasto que se agitan, en el espléndido esmerilado del cielo. No se trata sin embargo de una “película de paisajes”, de una sucesión de vistas para el gozo exclusivo de ojos perezosos, aunque de a ratos uno se sienta tentado a creer lo contrario: la discreta intención del director acaso sea la de fundir a sus dos protagonistas con el fondo para dotarlo, en un gesto abrupto (pero lleno de ambición), de la rara y paradójica contundencia de la que se alimentan los sueños. El chico y el músico (el chico también es músico pero todavía no lo sabe) atraviesan campos que parecen mares de espigas doradas o se ven envueltos en extraños lances propios del folklore del vallenato (la hermosa música cuyas ráfagas engalanan aquí y allá la película) como las “piquerías”, esos duelos en los que los contendientes improvisan letras desafiantes, al modo de los payadores, mientras se acompañan prodigiosamente con el acordeón. De allí surgen algunos de los momentos más felices y también genuinamente melancólicos de la película. Es que todo está teñido de un leve aire onírico en Los viajes del viento, como si Guerra postulara con un dejo de amargura la pertenencia de ciertas formas de arte popular, ciertos usos y costumbres (la palabra que abarca todas esas prácticas podría ser “cultura”) a los límites de un reino perdido y olvidado, una zona que el mundo moderno parece haberse decidido a ignorar y dejar de lado, y que solo puede ser sostenida a fuerza de voluntad. Los viajes del viento (que ya se sabe que sopla donde se le da la gana) parece diseñada con la dedicación y el empeño con el que trabajan las fuerzas de la naturaleza.
Como una travesía musical y espiritual que encierra toda la mitología y las tradiciones autóctonas colombianas se podría definir Los viajes del viento, ambicioso segundo film de Ciro Guerra. Alemania, Holanda y Argentina participaron de esta coproducción que cuenta el último trayecto de un legendario acordeonista y cantor que ha decidido dejar de tocar, no sin antes cumplir con algunos mandatos. Ignacio Carrillo es el nombre de este popular juglar que tras años de recorrer poblados cargando con su acordeón, toma la decisión de hacer un largo viaje por la región norte de Colombia para devolverle el instrumento a su anciano maestro y así abandonar en paz su arte. Se plegará a su periplo un joven cuya ilusión en la vida es seguir sus pasos y llegar a ser acordeonista, con el que establece un vínculo paternal y de guía vivencial. Quizás el nulo espacio reservado para el humor y el excesivo metraje aumentan el peso de algunos subrayados acerca de la conducta del protagonista y ciertos momentos demasiado circunspectos o ceremoniosos. Rodada en cinemascope, Los viajes del viento logra captar gracias a este mítico formato visual la magnitud de un paisaje muy bien registrado. Lo que, sumado a sus indudables valores, vuelve recomendable ver este film –perteneciente a un cine poco divulgado en nuestro país-, en las salas.