Este film muestra la relación entre una bailarina y un escultor en un amplio espacio industrial, vacío casi, separado por una línea. Más cerca de la experimentación con la imagen y con la –saludable– contaminación de lenguajes, se trata de una exploración cinematográfica donde lo que vemos remite a una estilización de lo real y su juego con la creación. Hay una historia, por cierto, pero se imbrica totalmente con la pura forma, el juego del cine.
Julia Murat se deja llevar por una pareja de artistas que no pueden superar sus miserias y egoísmos trazando una narración digresiva sobre la decadencia del amor. Película que avanza sobre sus personajes, los envuelve, los analiza, los expulsa, para hablar de la fe y la creencia en el otro a pesar de los vaivenes.
Brasil. Una joven pareja se muda a un galpón abandonado generando la inquietud de su círculo cercano, al separar, a través de una cinta adhesiva, el espacio personal de cada uno. Ese límite marca la libertad de él y de ella de una forma igualitaria para que puedan desarrollar así su trabajo sin perturbar el del otro pero a su vez estando al tanto de lo que cada uno hace: de un lado, la mujer (Raquel Carro) practica distintas performances de danza, del otro, el hombre (Rodrigo Bolzan) junto a su equipo, se dedica a realizar una serie de esculturas.
El segundo largometraje de ficción de la realizadora brasileña se sumerge en la conflictiva relación afectiva entre un escultor y una bailarina. La directora de Historias que sólo existen al ser recordadas (2011) indaga en la intimidad de una pareja de artistas que intenta desarrollar sus respectivos proyectos mientras trata de convivir en un ámbito muy particular como un gigantesco galpón industrial abandonado reconvertido en lugar de exploración para la danza y la escultura. La carioca Murat alcanza algunos aislados momentos de intensidad dramática, pero en varios pasajes la película se torna irritante en la descripción de las contradicciones y miserias de estos artistas con sus egos y carencias a cuestas. Hay algo de psicodrama en la propuesta (los personajes tratan de canalizar los sentimientos que apreciamos en la escena previa en expresiones artísticas que desarrollan en la siguiente), pero -más allá de las búsquedas y experimentaciones- son escasos los hallazgos. La propuesta se remite casi por completo a las escenas de sexo, las discusiones, las diferencias, la rivalidad y los esfuerzos de armonizar en algo que tienen estos dos personajes, ya que las veces que llegan sus colaboradores (para jugar al fútbol, para trabajar en algún proyecto o para participar en una fiesta) es poco lo que agregan a esta suerte de película de cámara sostenida por las actuaciones de Raquel Karro y Rodrigo Bolzan. Encuentros y desencuentros afectivos (el tema de la maternidad/paternidad, por ejemplo, está siempre rondando la relación) y frustraciones en el terreno de la creación artística (ninguno parece estar demasiado conforme con los resultados de sus obras o coreografías) son los ejes de un film que se va desarrollando a medida que los protagonistas evolucionan (o involucionan) en sus respectivas búsquedas y caminos. Un film algo tortuoso, errático y caprichoso sobre la angustia existencial ligada al proceso creativo.
El film de Julia Murat es coproducción entre Brasil, Argentina y Francia. Y es un trabajo realmente original donde retrata las vicisitudes de una pareja, pero los dos son artistas y entonces todo lo que vibra en el vínculo también repercute en sus trabajos creativos, y crea una mixtura de lenguajes atractiva, provocativa, profundamente humana. Una bailarina y un escultor, el y ella, sin nombres, deciden vivir una experiencia única como pareja: habitar un enorme espacio, que tendrá lo mínimo para transformarse en un hogar y lo máximo para crear. De entrada una línea en el suelo limitará el territorio de cada uno. El país creativo elegido. Y de esa conjunción entre la danza las obras escultóricas (que fueron creadas especialmente para el film) nace un trabajo de exploración de límites individuales, de necesidad de libertad, de invasión, de rivalidad, de expresión de pertenencia, pero también de la identidad de cada uno de los artistas y de esa pareja en cuestión. Los vemos creando sugestivos y hermosos trabajos. Los vemos con amigos. En la intimidad de sus cuerpos. Y como todo eso lentamente, va cambiando. El resultado es una película misteriosa y distinta, sumamente atractiva que no hay que dejar de ver.
Cuando los conflictos no se verbalizan La directora sigue a dos personajes sin nombre en un único escenario y aun así construye un relato fluido e intenso. Una cinta autoadhesiva de color rojo. Con ella, la pareja integrada por un escultor y una bailarina traza una separación entre el espacio de trabajo de cada uno, dentro del enorme ambiente que han destinado a ese fin. Ambos ocupan, junto a otros intelectuales y artistas, lo que alguna vez fue una gigantesca hilandería, en algún barrio de Rio de Janeiro. Tal vez la ocupan desde hace poco, y quizás por eso acaban de separar sus espacios. Aquí se imponen una comprobación y un aviso. La comprobación es que una pareja puede establecer espacios, rutinas, modalidades, horarios, pero no las corrientes internas entre ambos. Ésas que sólo se guían por temperaturas, ciclos, remolinos. El aviso es que Pendular, producción brasileña con un pequeño aporte argentino, es una de esas películas en las que la protagonista femenina se llama “ella”, y el masculino, “él”. Películas que definitivamente no piensan en los críticos de cine, que tienen que escribir notas de cuatro mil caracteres repitiendo una y otra vez “ella” y “él”, pronombres indeterminados, vagos, anodinos. Los críticos odian a esa clase de películas. Pero no a esta clase, donde lo que manda son, justamente, las corrientes internas. Pendular es, si se quiere, una película antiargentina. Al menos en el sentido dramático tradicional de la palabra. No porque sea brasileña, claro, sino porque en ella los conflictos no se verbalizan. Suceden, y los personajes tienen comportamientos en relación a ellos. Por lo cual cabe al espectador un trabajo mayor que en um filme falado (para citar el título de una película de Manoel de Oliveira), donde todo está siempre más claro, más expuesto, más racionalizado. Aquí, que “él” empiece movilizando grandes bloques de piedra y madera con un sistema de poleas y ayuda de varios asistentes, y “ella” en cambio tarde en comenzar a ensayar, puede estar hablando de la ambición del trabajo de uno y de cierta crisis en el de otra, sin que jamás se pronuncie una palabra en tal sentido. Así como que jugando a un videogame ambos se toreen podría aludir a una rivalidad latente, a la que de algún modo había referido ya la escena inicial, cuando ninguno de los dos quiere dar el brazo a torcer en un juego tan pavo como un fulbito improvisado, con el rollo de cinta roja haciendo las veces de pelotita. Pero el momento clave es cuando, después de hacer el amor (las escenas de sexo entre ambos son bien directas, pero a años luz de cualquier intención de explotación) él dice que quiere tener un hijo, y para ella es como si le hubiera confesado “Mi ídolo es Messi”. Otra vez: no se hablará del tema (en una película argentina no se dejaría de hablar de él, desde aquí hasta el final) y sin embargo ese tema estará presente en cada cosa que pase entre los dos de allí en más, como un fuera de campo que mueve los hilos. Las coreografías de ella, ahora junto a un compañero de baile, se volverán más dramáticas. Ya no simples pendulaciones (¿vendrá de allí el título de la película? ¿o será más bien de otra clase de balanceos, anímicos y de poder interno de la pareja), sino ahora movimientos más bruscos y cortantes. “Él”, a su turno, deberá reconocer en una cena que la obra llamada a marcar un corte en su trabajo corre peligro de naufragio, por confusión. Y el tema del hijo reaparecerá, inevitablemente. En su segundo largo después de la premiada Historias que sólo existen al ser recordadas, la carioca Júlia Murat (37 años) vuelve a filmar una historia carente de peripecias. Mientras que aquella transcurría en un pueblito, esta se concentra en un único interior, del que sale sólo en un par de ocasiones (una presentación de ella y el último plano, que parece querer recordar que el afuera también existe) y, prácticamente, con dos únicos protagonistas: las pendulaciones son siempre de a dos. La realizadora, hija de la veterana Lucia Murat, aprovecha el gran espacio de la ex fábrica y todas las posibles subdivisiones que permiten los grandes bloques con los que “él” trabaja, alternando con fluidez entre planos largos, cortos y medios de acuerdo a lo que pide la escena y narrando alternativamente desde los puntos de vista de “él” y de “ella”. Así como refuerza el dramatismo o carácter enigmático de algunas escenas filmándolas entre sombras. Notoriamente, aquélla en la que uno de los personajes se entera de aquello de lo que menos quisiera enterarse.
Geometría del espacio amoroso El film narra la relación de amor de una pareja de artistas cuyos límites, contradicciones y obsesiones se reflejan en la obra de cada uno de ellos. Ambos se instalan en un enorme galpón abandonado en el que una cinta naranja pegada al suelo divide el área en proporciones idénticas en las cuales se destacan un taller de escultura y un espacio de ensayo de baile. A la derecha está el lugar en el que él realiza su tarea, y a la izquierda se destaca el estudio de danzas de ella, y en el mismo espacio existe un pequeño núcleo interno donde viven ambos. En ese entorno se mezclan el arte, el rendimiento y la intimidad, y donde los personajes pierden gradualmente la habilidad de distinguir entre sus proyectos artísticos y su relación amorosa. La directora Julia Murat concibió así un film atípico y para ello no necesitó nada más que dos personajes (interpretados por Raquel Karro y Rodrigo Bolzan) y un único escenario para ir descubriendo, paso a paso, las alegrías, los triunfos y el pasado de ese dúo que, casi sin palabras, va tejiendo sus necesidades de vivir en armonía. La expresión de la moderna y audaz coreografía de las relaciones humanas se conecta perfectamente con la originalidad estética y dramática del film, y hacen de Pendular una obra distinta que se convierte en un crudo ejemplo de lo que es ser artista y amante al mismo tiempo.
Pendular, de Julia Murat Por Gustavo Castagna No está mal que determinada película remita a otras o que ocasionales propuestas estéticas refieran a una época anterior. El cine recicla materiales, los da vuelta, los reconvierte a su manera, mira al pasado para concretar algo en un presente que siempre estará obligado a espiar hacia atrás. El caso del film brasileño Pendular (también con plata de acá y de Francia), en primera instancia, parece original desde su disparador argumental pero termina estrangulado por el recuerdo de otros referentes más sólidos y atractivos. Un espacio único, dos personajes principales (un escultor, una bailarina), otros adyacentes y lo público y lo privado que se entremezclan entre los afectos de la pareja y las profesiones de ambos. Una atmósfera cansinamente teatral se expresa con elocuencia y no porque Pendular transcurra prácticamente en ese único espacio íntimo y laboral. La referencia a la “teatralidad” alude al culto que la directora Julia Murat le hace a la performance, al libre albedrío, al juego lúdico. Todo ello fusionado de manera más que forzada a las idas y vueltas de la pareja. Entre la sabiduría del escultor y los desplazamientos de la coreógrafa, la película invierte más de una hora para describir situaciones nimias que unos pocos minutos relevantes llegan a superar la monotonía. La realizadora de Historias que sólo existen al ser recordadas (2011), por lo tanto, se somete (y se percibe que no se siente incómoda) a una estructura de relato donde el crecimiento dramático depende de aquellas reacciones de la pareja y no de la combinación de los aspectos públicos y privados. Si la intención era alegorizar a dos personajes en conflicto personal y profesional, el film brasileño queda a años luz de The Players versus Ángeles Caídos de Alberto Fischerman, aquel título esencial del efímero Grupo de los 5 del cine argentino. Allí sí existía un fuera de campo construido desde la supuesta omisión política del contexto. Allí sí había juegos, espacios de poder a ocupar, relaciones afectivas inconclusas o no. Todo esto contado a través de una película que se concibió hace casi medio siglo… PENDULAR Pendular. Brasil/Argentina/Francia, 2017. Dirección: Julia Murat. Guión: Julia Murat y Matias Marini. Intérpretes: Raquel Karro, Rodrigo Bolzan, Neto Machado, Marcio Vito, Felipe Rocha, Renato Linhares, Larissa Siqueira, Carlos Eduardo Santos, Valeria Berreta, Martina Revollo. Fotografía: Soledad Rodrigues. Música: Lucas Marcier y Fabiano Krigier. Producción: Julia Murat, Tatiana Leite, Andrés Longares, Felicitas Raffo, Julia Solomonoff, Juliette Lepoutre y Pierre Menahem. Duración: 105 minutos.
Pendular nos cuenta una relación amorosa entre un escultor y una bailarina en Brasil. La directora Julia Murat hace un experimento cinematográfico con influencia del universo teatral. En Pendular el principal conflicto ocurre en la pareja, ambos son bohemios y pertenecen al mundo de las artes aunque las diferencias no tardan en hacerse notar. Ella necesita más espacio, literalmente, y el piso en el que viven está delimitado como en los países, con un límite marcado. Él quiere tener hijos, a ella no le interesa. El problema de Pendular reside en la narración que se muestra cansina. El minimalismo que retrata (utilizado muy bien por otros directores actuales como Hong Sang-Soo) no hace más que actuar como un somnífero. El universo del teatro seguramente pudo haber sido un terreno más fértil para una historia que en fílmico no llega a tomar vuelo. Los escenarios se cuentan con una mano y lo que podría ser la riqueza del film, las reacciones de la pareja, se saben con antelación llegada la primer hora. Entonces, nos encontramos con una historia que podría haber sido contada en una cantidad menor de tiempo, que a pesar de todo no está mal filmada pues avalando su austeridad presenta varias metáforas a través de pura imaginería visual. Pendular fue concebida con fondos de Brasil, Francia y de nuestro país. Tal vez sea un popurrí artístico de estos países. Su gran virtud es su imagen, su talón de Aquiles hacer que sus 108 minutos parezcan 3 horas.
La brasileña Julia Murat retoma su cortometraje Pendular de 2009 en un largometraje homónimo que guarda una relación experimental con el cine muy particular. Dos personajes, una pareja, una línea divisoria, un espacio compartido. Quienes busquen propuestas tradiciones se sentirán perdidos dentro del mundo de "Pendular". Quienes se atrevan a bucear dentro de los lenguajes narrativos diferentes, bienvenidos a bordo de algo que puede ser único. Dentro del vasto y desopilante mundo de sketchs del programa Peter Capusotto y sus videos, hay uno en particular que se destaca por su ingeniosa burla paródica a las ficciones adultas estilo Pol-Ka sobre los conflictos de parejas psicoanalizadas; la promoción del falso unitario "Dejar de verse". En él, Diego Capusotto y Jacqueline Decibe son una pareja con problemas para relacionarse que toman la decisión de dejar de verse por un tiempo, literalmente. Conviven en el mismo departamento, pero hacen todo tipo de cosas, como caminar espalda contra espalda, o ponerse bolsas en la cabeza, para no verse, y así van mejorando su interacción. Sacando la parodia y el humor del plano, en "Pendular" hay algo de eso. Veamos, una pareja (Raquel Carro y Rodrigo Bozán) se muda a un galpón abandonado, y como primera medida, delimitan cada uno su espacio. Ella es bailarina, él escultor. Separados con cintas, cada espacio es igual, en cuanto al tamaño, que el otro. Ahí, cada uno podrá desarrollar su actividad sin la intervención de la pareja. Ella realiza performances de baile diversas, él se reúne con un equipo y planea esculturas. Todo está muy organizado, pero… Él le plantea que necesita más espacio por un tiempo, ella se lo otorga por un par de meses, pero bajo determinadas condiciones. A su vez, ella empieza a descubrir algunos secretos en la vida de su pareja, y él no está decidido a revelarlos. Julia Murat (recordada por "Historias que sólo existen al ser recordadas") plantea en "Pendular" una historia que no pareciera ser tal, en la que todo es difuso, y se expresa mediante metáforas y sensaciones. Es el día a día de una pareja que utiliza el espacio como un ente acogedor más. Ese galpón los une y los separa, interactúan con él y lo convierten e el centro de todo. Ahí desarrollan su arte, se conectan con él, y se conectan entre ellos, uniéndose, fundiéndose, y separándose. Murat nos habla de la pareja condicionada por el ambiente. Expone los problemas típicos de una pareja “moderna” desde una perspectiva diferente. Todo es simbolismo y expresión. Cuánto lugar hay que ceder, qué espacios se deben guardar para uno, qué hay que entregar y qué ocultar en una pareja, cuáles son los puntos o los momentos en los que la pareja debe unirse. Tampoco es azaroso que se trate de una pareja de artistas, la relación de la pareja, y de la película en sí, con el arte, es fundamental. Cada uno de ellos se relaciona con su arte de un modo particular. Las expresiones artísticas de cada uno expresan más allá de la obra en sí. El modo en que se relacionan con ellas, que las viven y las crean, muestra un comportamiento que también refleja parte de la pareja. No es "Pendular" una película tradicional bajo ningún aspecto. La presentación de estos dos personajes que no son únicos pero sí absolutos, la fotografía subjetiva, el modo en que interactúan con el ambiente, la narración episódica alejada del formato clásico llevada al más puro simbolismo; todo lleva a poner al espectador desafiando su interpretación. También es cierto que más de una vez, "Pendular" se siente como una idea alargada, reiterativa. Con sus idas y vueltas, Julia Murat creó aquí un universo que pareciera ser único. A su modo, esta directora también crea un espacio propio; y si bien "Pendular" no será una propuesta abierta a todos los públicos, aquellos que la acepten se encontrarán con algo de lo que no se encuentra todos los días.
Dirigida por Júlia Murat y escrita junto a Matías Marini, Pendular es una película sobre dos personas y su relación, dentro de un mismo espacio, con límites muy marcados. Una mujer y un hombre se van a vivir a un galpón grande y abandonado. Son dos artistas. Ella, bailarina y él, un escultor. Ella y él, así, sin nombres. Ese galpón es el espacio donde pretenden trabajar y seguir desarrollándose y para eso marcan con una simple cinta naranja en el suelo el límite entre un espacio ahora dividido en dos partes. Porque la idea es trabajar por separado pero seguir estando juntos, poder observarse, escucharse. Sin embargo que dos personas que se amen trabajen juntos no parece ser la mejor idea. Al principio sí, es divertida y curiosa. Pero pronto ese espacio enorme comienza a sentirse algo asfixiante y empiezan a aflorar diferentes aspectos de su relación que amenazan con ponerla en riesgo. Uno de los hallazgos de esta película de Murat recae en los dos protagonistas: Raquel Karro y Rodrigo Bolzan, quienes se entregan en cuerpo y alma a sus dos personajes, y así dan vida a esta mujer y este hombre que son tan amantes como artistas. Hay mucho de teatral, claro, en una película que sucede casi en su totalidad en el ámbito cerrado de esa locación, y así son también sus interpretaciones, muy físicas (y no dicho esto sólo por las escenas de sexo, sino porque mucho lo trasmiten a través de sus cuerpos). Principalmente se ve esto en Karro y sus movimientos de baile cada vez menos prolijos, más exaltados, como el incierto futuro de esa relación. A la larga, la protagonista principal es ella, quien sufre la transición más notoria no sólo en su cuerpo sino y más que nada en su psicología. Con un gran aprovechamiento de los espacios y una interesante construcción de imágenes geométricas que refuerzan varias de las metáforas que el film pretende expresar, Pendular es una película sobre las relaciones y la importancia de los espacios y los límites (sin necesidad de que sean tan literales, por supuesto) que tienen que existir entre las personas. No se puede hacer todo juntos, no se puede estar todo el tiempo pegado a un otro, porque en algún momento nos vamos a terminar asfixiando.
EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL ARTE El arte, el amor, las obsesiones, los límites, se entremezclan en los lazos que cada uno establece en su vida. A medida que nos vamos relacionando con distintas personas o nos vamos formando como profesionales (cualquiera sea el área), tales instancias de la vida nos van poniendo a prueba y nos van formando como seres dispuestos al hacer. De esta lucha entre uno y el mundo, entre el quehacer artístico y la vida misma trata Pendular, la segunda película de Julia Murat. Precisamente ya desde el nombre, el film nos anticipa una historia llena de idas y de venidas, de contracciones, encuentros y desencuentros, tal como es la vida en general. La película presenta la historia de una joven pareja de artistas, él escultor y ella bailarina, que se instalan en una vieja fábrica abandonada para transformarla en su lugar de creación estética, al mismo tiempo que se convierte en el hogar de ambos. Con una estética muy cuidada, con tomas realmente ideadas desde lo visualmente estético, Pendular comienza mostrándonos la cotidianidad de esta pareja: qué actividades realizan, cómo dividen el ambiente para que ambos puedas cohabitarlo, cómo llevan adelante sus respectivos trabajamos, qué conversaciones tienen, cómo hacen el amor, etcétera. Investida en una poética que deja al descubierto no solo el devenir de una pareja como tal, sino también los cuerpos en sí mismos, la calidad de la imagen nos devuelve los cuerpos como son en realidad: con arrugas, celulitis, marcas, cicatrices, exhibiendo las bellas marcas una piel que ha vivido y experimentado, lo cual se vuelve importante en el avance de la historia en sí: el cuerpo de ella, mostrando sus músculos en ejercitación continua por la danza, será un punto clave para esta pareja. Todo es intensidad y pasión para estos dos enamorados, hasta que un hecho los saca de su cotidianidad. Este punto de inflexión nos permitirá a los espectadores reflexionar sobre cómo se construye una pareja en realidad, hasta que puntos los deseos de ambos son respetados y como los mandatos sociales de como deber ser una pareja, como se realiza una mujer y/o un hombre en sociedad, terminan repercutiendo en el interior de la mayoría de las parejas. Una vez, alguien dijo que los cineastas son visionarios, tal vez tenga razón o no, pero el film parece adelantarse a los desafortunados dichos del actor Facundo Arana pronunciados esta semana, donde habla de la realización de la mujer al momento de ser madre como única realización femenina, tal como pronuncia nuestro protagonista masculino al oído de su pareja: “quiero darte un hijo”, como si, primero el hijo fuera una propiedad; segundo, como si ella lo estuviera pidiendo como algo que le faltara y que solo le pertenece a ella, y tercero, como si él le estuviera haciendo un favor “dándoselo” deshaciéndose de toda responsabilidad. Más allá de esta extendida aclaración por parte de quien escribe, es importante traer tal tema a colación, porque es esa desafortunada frase la que hace el viraje de toda la historia de Pendular. Volviendo a la frase que dice que los cineastas son visionarios o no, podría ser certera o no, pero la realidad es que la película fue filmada con anterioridad a los dichos de Arana, lo que demuestra que algo del inconsciente colectivo en este desafortunado estereotipo de realización femenina. Visualmente bella, poéticamente narrada, políticamente provocativa, Pendular es un interesante ejercicio de visionado y reflexión, que permite desde la forma casi puramente formal del cine, inmiscuirse en la problemática de género que tanto afecta a nuestros países latinoamericanos, pero sin volverse documental y ensalzando la ficción en su forma más artística.
Armonía y caos de la pareja posmo Aunque las interpretaciones sobre Pendular pueden ser muchas y variadas, algo que pendula, oscila, sigue una trayectoria de vaivén donde los límites surgen en el movimiento. Existe un origen y también hay una clausura dentro de lo pendular. En el proceso creativo puede ocurrir algo similar, ningún artista que se precie empieza a elaborar su obra con la misma intensidad con la que la termina, o en otros términos: pendula su nivel de creatividad y compromiso, a lo largo de ese proceso de elaboración. ¿Pero qué ocurre en el territorio de convivencia de una pareja? Si eso fuese uno de los disparadores de este segundo opus de Julia Murat (Hija de la realizadora Lucía Murat) la primera inquietud obedece a las energías que atraviesan ese comportamiento humano y que se relaciona estrechamente con la idea de armonía y caos. Los tiempos y ciclos de cualquier pareja transitan por este rumbo, altibajos, conflictos, reproches, redenciones y un largo etc, que opera bajo la dialéctica de los contrastes y matices de toda relación humana. Ése es el núcleo dominante en este film “que busca a partir de la subjetividad de los personajes y la representación” plasmar los vaivenes amorosos de una pareja que no azarosamente carecen de identidad nominal. Para el caso de ella todo se traduce en las coreografías y ensayos de danza contemporánea, donde el desplazamiento del cuerpo en el espacio es el que marca el ritmo y las oscilaciones de carácter. Para él, el ámbito de la escultura bajo la premisa de la continuidad y la discontinuidad conforma una herramienta de expresión de lo maleable y además las dudas que genera la propia obra ante un bloqueo creativo evidente. Sin embargo, existe otro personaje de tanta importancia como los de carne y hueso a partir del espacio y la geografía interior, en la cual la cámara de Murat busca de manera constante su propio espacio, en interiores de una fábrica abandonada. La premisa además supone desde la mirada la no invasión, conflicto implícito que llega a los ojos del espectador desde el encuadre y los territorios de cada artista en principio divididos por una línea roja elaborada con cinta adhesiva. Como era de esperarse en toda relación, la transgresión y la ruptura de los límites físicos, ya sea por necesidad o aburrimiento, no tardan en aparecer y con ese elemento tampoco el caos y las mutaciones. Si bien el film de Murat propone ideas en la no verbalización, que encuentran un buen punto de partida en lo visual, por momentos en la propuesta integral se percibe cierta letanía. Aspecto que para el ritmo del relato implica un defecto más que una virtud. El arrastre de ese letargo pone al espectador en una posición demasiado incómoda desde el punto de vista del esfuerzo que supone adentrarse en una experiencia de estas características en la que sin lugar a dudas la posición pasiva habitual queda completamente descartada.
La pareja rota Las tensiones en una pareja que se dedica al arte son el nudo de Pendular (2017), coproducción brasileña-argentina dirigida por Lucía Murat (Historias que sólo existen al ser recordadas, 2011), estrenada en la 67 Berlinale, pero que también puede ser leída como una metáfora de la resistencia en el contexto sociopolítico actual. Las tensiones en una pareja que se dedica al arte son el nudo de Pendular (2017), coproducción brasileña-argentina dirigida por Lucía Murat (Historias que sólo existen al ser recordadas, 2011), estrenada en la 67 Berlinale, pero que también puede ser leída como una metáfora de la resistencia en el contexto sociopolítico actual.
Una pareja de artistas se muda a un lugar muy amplio, lo que fue una gran fábrica, para vivir y crear un espacio donde podrán ejercer sus disciplinas con total libertad. Este es el puntapié inicial de esta película, que es una coproducción, pero se rodó en Brasil con la dirección de Julia Murat. Dentro de ese ámbito se desarrolla prácticamente toda la historia. Ellos se instalan en el galpón y lo primero que hacen es pegar en el piso una cinta naranja para delimitar los sectores de trabajo de cada uno, porque ella (Raquel Karro) es bailarina, practica danza contemporánea, y él (Rodrigo Bolzan) hace esculturas con distintos elementos, siendo un creativo no convencional. Con las reglas preestablecidas se van instalando paulatinamente. Ambos comparten el área, se acompañan y se apoyan, pero no trabajan juntos. Ella, se pasa el día ensayando y practicando nuevas rutinas, sola o junto a un amigo bailarín. Él, va armando sus obras, de a poco, sin un rumbo fijo, porque no sabe bien lo que hacer. Las jornadas transcurren trabajando solos, estando con amigos, con público, o teniendo sexo de un modo poco frecuente para ver en un film comercial. Su intimidad está expuesta sin tapujos, como si no existiera la cámara. Al comienzo cuesta encontrarle un sentido a esta propuesta cinematográfica, porque está filmado como un documental, con escasos diálogos, sin puntos fuertes, con charlas superfluas, hasta que avanzado el relato se pone interesante. Aparecen los conflictos, los momentos más dramáticos y sufridos, aunque siguen siendo escasas las palabras, sólo hablan lo necesario. Todo lo expresan a través de sus cuerpos, especialmente el de ella, y las acciones se sustentan de esta manera. La narración está dividida en 4 partes, en cada una de ellas vemos sus momentos de trabajo, de ocio, y de placer. La fortaleza, la autosuficiencia, y la perseverancia conviven perfectamente con la vulnerabilidad y el padecimiento que transitan todos los seres humanos, de la que ellos no están ajenos pero que los aceptan estoicamente.
¿Hasta qué punto una unión amorosa entre dos personas puede terminar afectando la privacidad? ¿Hasta qué punto es mejor cocerse la boca para que los secretos y los pensamientos de uno sobre el otro no resquebrajen las comisuras de aquello que han construido? Bajo esta idea, la directora y guionista Julia Murat compone con una atractiva fotografía (eso sí, por momentos la imagen se vuelve exageradamente pulcra y estetizada a tal punto que parece una composición de alguien diagnosticado con algún tipo de trastorno obsesivo compulsivo), una película que utiliza el espacio y toda su carga metafórica como medio para el tema del filme: la relación de pareja. En este caso, una inmensa fábrica abandonada ubicada en los suburbios de “alguna” ciudad brasilera, se vuelve el hábitat de una pareja de artistas treintañeros con cierto encanto descontracturado y snob (“él”, escultor, “ella”, bailarina de danza contemporánea). Y si digo “alguna ciudad” es porque en parte lo original de Pendular es su desinterés descomunal en vehiculizar el filme a través de la palabra. De modo que las acciones que ocurren silenciosamente y en privado tienen más peso que la verbalización de las emociones, logrando que cuando sucede lo contrario, la historia recobra una mayor energía dramática. En otras palabras: acción-contracción. Sin embargo, pareciera haber algo de desconfianza al mudismo propuesto, cierta inseguridad frente a lo que muestra la pantalla obligando al relato a estructurarse mediante cuatro bloques delimitados bajo un concepto en particular. En cada etapa se busca hibridar el proceso artístico con el estado de la relación amorosa: si hay crisis en la pareja también lo habrá en lo creativo. Pero, así como las cuatro paredes que encierran ambos talleres son simbólicamente el sitio conflictual, hay un segundo escenario donde lo salvaje vence al raciocinio y la lucha de egos queda solapada: la cama. Así, son varias las escenas en las que Murat filma el sexo de forma explícita, desvaneciendo los límites entre un cuerpo y el otro e integrando la escultura y la danza en un único movimiento. Es verdad que la referencia a Dogville de Lars Von Trier está en forma de cita textual e inevitablemente visual, pero lo de Pendular no es tanto un experimento con lo teatral, sino un valioso ejercicio de ventriloquia espacial. Por ejemplo, las puertas con rejas de hierro que encarcelan la fábrica o una cinta adhesiva naranja sobre el piso que no solo divide físicamente los respectivos espacios laborales de cada uno, sino que adquiere un sentido metáforico relacionado a los límites que circunscriben una relación amorosa. Límites sujetos a las inquietudes y deseos personales, límites borrosos, inestables y siempre propensos a cortarse. Por Felix De Cunto @felix_decunto