Matías, Tomás y Pedro tienen 12 años, son amigos y compañeros en una escuela pública del conurbano bonaerense. Ni sus padres ni el colegio los contienen demasiado y, por lo tanto, se van dejando llevar por sus impulsos y por sus ansias de nuevas experiencias. La opera prima de Giulianelli (32 años, egresado de la FUC), estrenada en el último Festival de Pusán (Corea del Sur), se inicia como un retrato minimalista/costrumbrista (los chicos comen con sus familias, se hacen la rata, juegan al fútbol y a la Play), pero todo cambia cuando encuentran en la casa de uno de ellos una pistola. La tragedia acecha y no tardará en explotar. Lo que sigue es un viaje al desconcierto, un ritual de iniciación (a la adultez) que emprenden los dos amigos sobrevivientes y la hermana del muerto hasta poder iniciar el duelo. Es cierto que los tópicos que aborda Puentes han sido ya bastante transitados por el cine, pero Giulianelli sortea buena parte de los obstáculos que se le presentan con una puesta en escena cuidada y rigurosa, sin cargar las tintas ni caer en la bajada de línea, apostando a su mirada melancólica sobre la soledad de la preadolescencia y confiando en la empatía que generan sus jóvenes actores. Puede que Puentes no tenga nada demasiado revolucionario para ofrecer, pero el pequeño universo que atesora, las historias mínimas que describe, están llenas de nobleza y de convicción.
Trenes, aviones y revólveres El puente que une ese breve -pero tan movilizador- lazo, que es abandonar el mundo infantil para adentrarse en un mundo adulto, es el foco central de la ópera prima de Julián Giulianelli. La película está trazada desde el más crudo de los minimalismos pero con una fuerza narrativa garrafal que movilizará hasta el menos inmutable de los espectadores. Matías, Pedro y Tomás son amigos de la escuela, ellos ven pasar sus abúlicos días entre sus familias disfuncionales, juegos infantiles y travesuras colegiales. Pero por un hecho casual y ante la aparición de un arma del padre de Pedro, es que Tomás morirá y la vida de Matías y Pedro se unirá con la de Analía, provocando la ruptura de ese instante en que uno deja de ser niño para ingresar a la adultez. A simple vista Puentes tiene claras influencias del cine pasivo y desolado de Gus Van Sant (Paranoid Park, 2008) y de la mirada violenta que ejerce sobre la adolescencia Larry Clark (Bully, 2001) pero conjugada de una manera netamente personal que, a su vez, es alejada para tornarse en un único y personal estilo. El eje del relato está claramente estructurado en dos partes. La primera muestra a estos tres amigos aniñados en un mundo de padres indiferentes, maestros incomprensivos y cierta impasibilidad social. La segunda parte comienza a partir de la muerte de Tomás –que en una muy buena decisión se va a producir fuera del campo visual del espectador- y se muestra a este terceto de jóvenes en un viaje iniciático a través de la noche y lo -para ellos- desconocido de la ciudad. Se los ve desamparados, perdidos, indefensos pero ante situaciones límites podrán desenvolverse a la perfección dentro de ese mundo inexplorado. Estos niños adultos que siempre formarán un trío -deberá morir uno para que la hermana de éste ocupe el lugar vacante- ejercen el poder de querer cumplir sus deseos viendo que la muerte ya no es tan ajena y distante. Ésta ya ha entrado a sus vidas e inconscientemente sienten que ya nada es para siempre. Viajar en el tren que de niños veían desde arriba del puente, comer pizza en la calle mientras arman avioncitos de papel, escapar de los ladrones o dudar cuando les ofrecen tener sexo con una prostituta, dejan bien en claro ese momento contradictorio por el que están atravesando, el de no saber si todavía se es chico o ya rompieron esa barrera y pertenecen al mundo de los adultos. La cámara de Giulianelli actúa simplemente como un ojo humano que sigue el comportamiento casi improvisado de éstos jóvenes ante la ausencia de un mayor que los oriente. Es por eso que en la historia solo habrá un punto de vista y es el de los chicos. En ningún momento habrá una mirada ni acusadora ni contraria que emita opinión. El film deja bien en claro que la historia está contada a través de los ojos de sus protagonistas y nada más que de ellos. Para darle un tono realista y mostrar la crudeza de las imágenes se utilizó una fotografía de colores saturados, muchas veces virados al sepia, acompañados de la música compuesta por el cantante chileno Gepe. Ésta sólo es utilizada en los momentos adecuados, vale decir que ante un acierto estilístico no se usa para intensificar el dramatismo de la historia, sino sólo para darle un respiro a éste. Una decisión más que correcta que hace que la trama cobre más fuerza por sí sola, sin necesitar edulcorantes que endulcen lo amargo y trágico de manera innecesaria. Es cierto que muchos espectadores rehúyen de un estilo de cine contemplativo con cierto enfoque centrado en lo descriptivo por sobre lo narrativo. Pero ¿se puede decir que en Puentes no pasa nada cuando a los 12 años te pasa la vida por encima? Sin duda este es el caso perfecto de cómo en una película donde aparentemente nada sucede, va a pasar todo lo que a uno se le puede ocurrir, y más. El pasaje de la infancia a la adultez nunca estuvo mejor reflejado en el cine como en Puentes. Una película de visión obligatoria, para reflexionar en familia, en la escuela y porque no, con amigos. Sumamente recomendable.
El fin de la inocencia En tiempos en que la suma de todos los miedos está puesta en el afuera, Puentes muestra una perspectiva distinta: la carga de angustia, malestar y violencia preadolescente que se engendra (o no se sabe contener) en la familia y en instituciones como la escuela. La opera prima de Julián Giulianelli, egresado de la FUC, se centra, sin caer en psicologismos ni obviedades, en la pequeña historia de tres chicos de 12 años del conurbano, que avanzan -sin saberlo- hacia la implosión. El relato tiene tres partes bien diferenciadas. En la primera, Matías, Tomás y Pedro son mostrados jugando al fútbol en baldíos, aburriéndose en el colegio y, sobre todo, acumulando angustias en sus casas. Giulianelli los muestra y compara, sutilmente, en sus mesas familiares: ámbitos que transmiten opresión a través de imágenes y silencios. Matías come sólo con su madre, de aspecto sufrido, sobre un mantel de hule, en lo que parece ser un humilde patio interno. Pedro asiste a un contrapunto entre sus padres, que se termina donde empieza la resignación. La familia de Tomás es la más pudiente y la menos comunicativa: mientras el chico hace zappingcon el control remoto, el padre -de aspecto autoritario- lee el diario: la madre tiene cara de mujer sometida, temerosa de las reacciones de su marido. La segunda parte, en la que Tomás se apodera de un arma del padre de Pedro, amenaza con convertise en una suerte de Elephant vernácula, aunque también tiene otros guiños a personajes alienados. En una escena, Tomás prueba en su cuarto el modo de sacar el arma que lleva bajo la ropa. Una versión infantil de De Niro en Taxi Driver. Sobre una mesa, un autito de plástico delata los restos de su infancia. La tercera parte, casi un largo epílogo, transcurre tras un desborde violento que conviene no adelantar. Los chicos -de actuaciones dispares, no siempre tan naturales como intenta ser el filme- irán errando por el centro porteño, donde, en medio de la noche, se cruzarán con personajes que suelen ser considerados "peligrosos" por familias como las de ellos. Hay algo de réquiem, de despedida, de dura iniciación, de desamparo y de final de infancia.
Chicos que deben crecer de golpe y en soledad El paso de la niñez a la adolescencia está siempre teñido de preguntas, de inquietudes y de sorpresas. Por este camino están transitando Matías, Tomás y Pedro, un terceto de amigos que van juntos a la escuela, juegan al fútbol y recorren sin apuro las calles de ese barrio suburbano en el que viven. Tomás, el de carácter más fuerte, se apodera de un revólver escondido en su casa y con él se siente importante frente a ese micromundo que los va marginando. Después de una tragedia, los chicos deciden escapar de sus casas. Las luces de neón, el apuro de la gente que se les cruza en la calle y los vehículos que transitan junto a ellos les van descubriendo un nuevo y extraño espacio pleno de sorpresivas situaciones. Con un poco de aburrimiento y mucho de curiosidad, se cruzan con varios personajes a lo largo de esa noche, que es, para ellos, el inicio de una vida nueva. Cálida y sensible, la historia va transcurriendo lentamente a través de los recorridos de estos tres muchachos por las calles atestadas, de sus pausas para comer una pizza al paso y de hablar, casi con monosílabos, acerca de lo que para ellos es nuevo y deslumbrante. El novel realizador Julián Giulianelli apostó aquí a la sencillez que, por momentos, se transforma en situaciones reiterativas y monótonas, pero precisamente ellas son las que van escalonando el devenir de sus protagonistas, inmersos en un mundo que les va indicando la manera de transformarse en adultos. Milton de la Canal, Facundo Pérez y Malena Villa aportaron la necesaria ternura a esos adolescentes que vagan sin rumbo, en tanto que Juan Ciancio pone a descubierto su fibra dramática en el papel de Tomás.
Postales de una niñez periférica El debut en el largometraje de Giulianelli, que viene de competir en el Festival de Pusan, adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta: fragmentos, situaciones discontinuas, momentos. Hace unos años pasó por la cartelera porteña, casi sin que nadie se enterara, una película argentina que lograba dar cuenta del mundo de la infancia desde una distancia justa y parca, en la que no había lugar para condescendencias o idealizaciones. Se llamaba Buenos Aires 100 km, la dirigió el graduado de la FUC Pablo José Meza y se editó poco después en DVD. Ahora, Puentes –que se estrena en una única sala, la de Arte Cinema, en Constitución– intenta un acercamiento semejante al mismo planeta, con logros algo menores. Como Buenos Aires 100 km, Puentes llega a la cartelera casi en silencio. Aunque su realizador, el treintañero Julián Giulianelli, también cuenta, como Meza, con papeles en regla –estudió en la FUC y en San Antonio de los Baños– y la propia película tuvo un recorrido previo por festivales. Buenos Aires 100 km llegó al estreno tras pasar por San Sebastián, Huelva y La Habana. Puentes lo hizo, en octubre pasado, en un festival más atípico. Más legendario también, en términos de cinefilia dura: el de Pusán, en Corea. Ambas películas hablan de una niñez periférica. Los protagonistas de Buenos Aires 100 km vivían en una pequeña ciudad de provincia. Los de Puentes son chicos de clase media de alguna zona del conurbano, que aunque no se menciona podría ser del Oeste. Haedo o Ramos Mejía, pongámosle. Son tres compañeros de escuela pública, Matías, Tomás y Pedro, que juegan picaditos en la zona, a veces se ratean del cole y miran pasar los trenes, desde arriba. “Algún día deberíamos tomar el tren”, dice Tomás. “¿Para ir a dónde?”, pregunta Pedro, que de los tres es el menos propenso a las aventuras. “No sé, para donde vaya el tren...”, contesta Tomás. Que, lejos de ser un salvaje, es el que en los picados se agarra a trompadas. El que se anima a falsificar la firma de los padres. El que, cuando vea un arma, se la va a quedar. Primero, parece que para jugar. Pero el arma está cargada, y a la siguiente discusión en el potrero Tomás va a sacarla. El viaje en tren a la ciudad de noche, que da tanto miedo como curiosidad, será, finalmente, algo así como un homenaje a él. A diferencia de Bs. As 100 km, que tenía menos resquemores dramáticos, Puentes adhiere a un modelo de cine de observación estricto, en el que sólo existe lo que la cámara capta. Y lo que capta la cámara –bien llevada por Gustavo Biazzi, de destacada tarea en Castro– son fragmentos, situaciones discontinuas, momentos. Ninguno de ellos epifánico o revelador. Salvo una escena clave, en la que se echa mano de un perfecto fuera de campo. En este tipo de enfoque son esenciales las largas caminatas, los tiempos muertos, los paréntesis. Martín, Pedro y Analía, hermana de Tomás, andan por Buenos Aires de noche, van a unos jueguitos, paran para comer una pizza, hablan poco. Se cruzan con unos pibes chorros no tan chorros, con uno que manguea comida o cigarrillos, con unos malabaristas (¿referencia al “mágico mundo de la infancia”, acaso?) y, en algunos diálogos, se ponen al borde de un porteñismo alla Pelota de trapo. Durante una hora y cuarto el espectador los observa, a medio camino entre el interés, la tenue expectativa y una cierta abulia, como de siesta infantil.
Grises motivos de la infancia Si aquello de que “la escuela es el segundo hogar” siempre sonó a frase patricia o cazabobos efectivo para estirar el adoctrinamiento recio, la ópera prima de Julián Giulianelli viene a confirmar el enunciado desde su costado más salvaje. Tres amigos, Tomás, Pedro y Matías, compañeros del mismo grado, no sólo comparten pupitre sino también situaciones familiares análogas. La abulia a la hora del almuerzo y la cena, sazonadas con las mismas frases calcadas de las de ayer, tienen correlato con una vida escolar en donde el trato que les propina su maestra parece ir de la mano con aquello que viven en sus casas. Cuando no están en el colegio o en sus hogares la cosa no es mejor: a los tres chicos les da lo mismo patear una pelota que una piedra, sus charlas no pasan de aquello que se puede decir –y pensar– a los 12 años, y los días pasan entre los dichosos puentes (donde el más conflictivo de los tres, Tomás, lanza el deseo de tomar “uno de esos trenes que pasan”) y el aburrimiento compartido. Hasta que a mitad del film sucede algo en la escuela que no conviene revelar, y lo ubica en una zona trágica que Giulianelli prefiguró con su retrato de pueblo chico un poco desangelado, donde lo excitante pasa por prohibido y a la vez demasiado extremo. A partir de ahí, hay un viaje a la Capital hecho por los chicos que funciona como un intento de relato de iniciación y de pérdida de la inocencia. El problema es que las cartas están echadas mucho antes, y a pesar del saludable regateo que Giulianelli le hace al efectismo y al golpe bajo, el film ha quedado mal herido y queda sólo en correcto.
Traviesos niños, jugando inocentemente... ya no es un concepto admisible en películas que pretenden ser un reflejo de la niñez en la sociedad actual. Por cierto, no ha sido tanto la inocencia de los pequeños como la ingenuidad -o complicidad- de los realizadores la que en alguna época ha dado lugar a interpretaciones de este género; que se nos protega de aquellos que quieren imponer esa visión hoy en día. A la vez, tampoco debemos esperar que el cine nos muestre una cara negra de la niñez: nunca es creíble una perspectiva unilateral, y cuando la unilateralidad quiere ser evitada por la oposición tajante de un niño bueno, sólo logra hacer resaltar la unilateralidad de la el film cae presa. Por supuesto, esta apreciación cuenta para todos los temas. En suma, el realismo sólo puede obtenerse en su cuota adecuada administrando con mesura la técnica hiperbólica propia del arte y la filosofía, esto es, la que permite que el objeto sea visto por el espectador y no pase desapercibido en la mezcla de la que "en estado natural" forma parte. Creo que, en este último sentido, la película de Julián Giulianelli es relativamente exitosa. La trama es simple y el tema, denso, pero afortunadamente no carga las tintas en exceso. La historia que el director, también guionista, cuenta en Puentes es la de un grupo de estudiantes de primaria, Tomás, Pedro, Matías y Analía, hermana de Tomás. La vida de los tres amigos varones en el conurbano bonaerense no tiene aspectos exóticos en relación con lo que puede verse en muchos casos. Juegan a los jueguitos, se ratean, falsifican firmas... bueno, la disciplina es un problema. Mejor no relatar cómo continúa el relato luego de que Pedro le muestra a Tomás y Matías una pistola de su padre. Demasiado pronto, estos chicos deberán cambiar su modo de acercarse al mundo. Sin duda, el punto más fuerte de Giulianelli no es la energía del guión que, por regla y placer personal, debería mantenerse o bien constante o bien en un circuito interesante. Cierta predictibilidad de la acción, aunque menguada por la cuidada dirección, dirige la tensión difusamente, de un modo contraproducente, más hacia la segunda parte de la obra. Este sea quizá el conflicto mayor, puesto que en un primer largo no esperamos que los problemas "hegelianos" más arriba planteados logren eludirse con destreza. Giulianelli triunfa en este aspecto por su decisión, que él mismo confiesa, de no hacer una mera ficcionalización de algo que podría ser un documental. Teniendo en cuenta que un documental puede ser tan ficcional como una ficción realista, éste es un modo acertado, a mi entender, de encarar la creación de una película. Quizá Giulianelli más que los niños, peque de cierta inocencia. Su obra da explicaciones causales a la actitud de cada uno de los protagonista y le otorga una valoración moral que hace que "se muerda la cola" respecto del naturalismo social y el tópico que quiere tratar: el desencuentro interno y social de los chicos. Para esto utiliza el director también un vieja temática, no demasiado explotada en el cine de los últimos tiempos, que nos recuerda a la novela infantil de Erich Kästner, Emilio y los detectives: la gran ciudad es una pequeña jungla. No lo era tanto para los leones salvajes de Pizza, birra, faso, pero aquí sí lo es para estos niños, porque, en última instancia, escapar no es otra cosa que reencontrarse con uno mismo. Por mi parte, reconozco que fui algo críptico. Piénsenlo como suspenso. Por eso, finalizo dejando hablar al director. Julián, no te preocupes, no te traicionaste, tu intención, se ve con claridad: "Quería generar esa sensación realista de que están pasando constantemente cosas, pero uno no sabe si son buenas o malas, ni si al final están yendo a un lugar en concreto. Es muy difícil extraer conclusiones en la vida [NB: yo creo que Giulianelli sí lo hace] porque son muy pocas cosas las que tienen un final concreto, y esa era un poco la intención de la película, generar en el espectador la idea de que hay un antes o un después de esta historia, y de que, como en la vida, es muy difícil extraer conclusiones de lo que sucede [claro, quizá para los protagonistas, pero no creo que para el espectador], a no ser que uno comience a reducir la complejidad de todo lo que analiza". Me he cuidado de no reducir la complejidad. Giulianelli lo logra en la pregunta, pero dudosamente lo logra en la respuesta.