Entre el dolor y las ruinas. Las catástrofes naturales suelen funcionar como catalizadores de una pluralidad de procesos sociales superpuestos que ponen en cuestión la capacidad de resistencia del pueblo (siempre condenado al calvario) y el margen de respuesta de las autoridades (en estas tragedias pasa a primer plano el gobierno del momento, al frente del aparato estatal). Estos tres factores, léase los residentes del lugar del episodio, el cónclave a cargo de la administración de los recursos públicos y las imposiciones que llegan cortesía de la debacle, conforman un monstruo amorfo y presto a las contradicciones internas: quienes deberían velar por los intereses de los ciudadanos, sólo especulan desde el egoísmo en pos de parches paliativos. Ahora bien, este panorama se agrava significativamente si comparamos lo que sucede en el primer mundo y el tercero, o lo que acontece en las metrópolis y la periferia: las posiciones se extreman porque por un lado las cúpulas apuestan al olvido prematuro de la calamidad, y por el otro los damnificados padecen en términos concretos la falta de una asistencia integral. Refugiados en su Tierra (2013) es un interesante documental de observación que hace eje en las consecuencias de la erupción volcánica del 2008 en el sur de Chile, específicamente en el Chaitén, un pueblito que quedó arrasado por las cenizas luego de lluvias torrenciales y la crecida de un río cercano, que destruyó las casas de los habitantes. Resulta meritorio el trabajo de los realizadores argentinos Fernando Molina y Nicolás Bietti, no sólo por el aprovechamiento concienzudo de las herramientas del subgénero (las tomas contemplativas y el dejar “hablar/ hacer” a los protagonistas), sino también por el simple hecho de haber convivido con los corolarios del desastre a lo largo de cuatro años y múltiples viajes a la zona afectada. Una decisión muy inteligente fue la de filtrar la intervención de los organismos chilenos mediante el sentir de las víctimas, centrándose en los achaques psicológicos de los vecinos para esquivar las marcas formales típicas de los opus expositivos, hoy reemplazando al locutor a través de miradas, gestos y vagabundeos. Incluso así, la ausencia de una solución por parte del estado para necesidades esenciales como la electricidad y el agua potable, para aquellos residentes que no aceptaron el subsidio de turno y la relocalización, se cuela en cada imagen y cada palabra del metraje, trayendo a colación a otro de los pilares de la propuesta, el concepto de identidad y su vinculación material con un pasado que se niega a morir, por más que la demagogia y el oportunismo de las administraciones de Michelle Bachelet y Sebastián Piñera siempre estuvieron a la orden del día. Aquí los paisajes apocalípticos y la desesperación a punto de estallar son la contracara de una dignidad que se abre camino entre el dolor y las ruinas…
Otra vida Refugiados en su tierra (2013), realizada por Fernando Molina y Nicolás Bietti, trata acerca de un desolado pueblo chileno a los pies del volcán Chaitén. El año es 2010. Una ristra de cataclismos – tremores, inundaciones, erupciones – ha hecho evacuar a casi todo el pueblo. Unos pocos resisten en sus casas. “Los jóvenes se paran en cualquier parte,” explica uno de los lugareños. “Pero nosotros nos tenemos que quedar”. Esto a pesar de que el gobierno chileno reiteradamente ofrece subsidiar la mudanza de los pueblerinos a prados más verdes. No quieren abandonar su tierra. Antes la muerte. Nuestro personaje focal es El Turco, a quien acompañamos en sus paseos por las ruinas del pueblo. Le vemos hachando leña. Más tarde sube de nivel y usa una motosierra. Asistimos a las asambleas de los vecinos, que discuten sin mucho éxito sobre cómo llamar la atención del gobierno para hacer valer sus derechos a luz y agua. Las asambleas se filman en las sombras, quizás a modo de ilustrar la falta de visión de la comunidad, quizás porque justo esos días no había luz en la mutual. A pesar del carácter de facto de la cinta y su predominante estética verité, los directores hacen espacio para presentar momentos intensamente poéticos que a menudo ilustran mucho mejor los suplicios de la comunidad que el mero registro documental. Se trata de pequeños retazos de realidad cuya conjunción alcanza cierta poética a lo Kulechov. La mujer del Turco, Hortensia, observa por la ventana. Oímos tañidos metálicos que alertan la inminencia de terremotos, y vemos aves rapaces circundando los aires. Sumado el horror en la expresión de Hortensia, tenemos un panorama completo del principio, medio y fin de la catástrofe. En otra instancia un anciano manosea nerviosamente un cuchillo mientras los ruidos de excavadoras y otras máquinas sitian su hogar. En otra, El Turco sale de pesca y atrapa un pez que deja tirado en la playa. Su mirada desorbitada domina la pantalla en gran angular, así como sus jadeos moribundos dominan la banda sonora. El Turco observa el mar, y un barco desaparece en el horizonte, lentamente borrado por la película. La escena es enigmática y podría haber servido como un gran final, aunque la película continúa más de la cuenta con un epílogo extendido. A lo largo de la película nos preguntamos cuan justificada es la testarudez de esta gente que rehúsa evacuar su tierra. Están convencidos de que el gobierno está forzando su exilio para apropiarse de sus tierras. Puede que el gobierno esté mintiendo sobre el arsénico en el aire y el agua contaminada y la actividad del Chaitén, ¿pero qué hay de las inundaciones y los terremotos? El final de la película sorprende con nueva información y nos enseña a ser igual de suspicaces que la gente del Chaitén.
La historia que presenta este documental de Fernando Molina y Nicolás Bietti es impactante. En mayo de 2008, un volcán hizo erupción en el sur de Chile y Chaitén, su poblado más cercano, fue evacuado y cerrado por tiempo idefinido. Un desborde de un rió local (luego de intensas lluvias), arrasó parte del pueblo con sedimientos volcánicos. Los habitantes recibieron un subsidio de estado (y hasta se manifestó la voluntad como hipótesis de construcción de una nueva ciudad) y algunos de ellos decidieron volver a su tierra, a pesar de todo. Registro directo de ese regreso, los directores muestran la desolación del poblado en toda su dimensión. Hay viviendas destruidas, anegadas, árboles caídos, agua corriendo por lo que alguna vez fueron calles y la aridez de un clima que tampoco da mucha tregua: nada parece condescendiente con los hombres y mujeres que quieren dar batalla (la de la reconstrucción de su hábitat). Porque detrás de este volver al pueblo, está el hecho de las condiciones en qué se puede vivir en ese lugar: la cámara registra ese proceso con efectivdad. "Refugiados en su tierra" pone voz a ese reclamo y muestra la difícil tarea de revivir un lugar que, a todas luces, parece tierra arrasada. El trabajo de Molina y Beitti, sacrificado (viajaron diez veces y filmaron con una cámara hogareña HD porque el apoyo económico del INCAA no fue suficiente para cubrir todos los gastos de producción), es muy valioso. Han logrado captar momentos íntimos gráficos y potentes (la niña que le dice a su madre que sería bueno volver a casa, y recibe la respuesta de su madre cálida pero firme, informándole que no tienen más "casa"; el del hombre solo, de campo, reflexionando sobre la existencia de Dios a la luz de los hechos que sucedieron en su pueblo; las discusiones entre vecinos sobre si cómo encarar el tema del pedido de ayuda a las autoridades, etc) siempre con respeto y cuidado extremo. Lo cierto es que los documentalistas establecen el estado de necesidad de esos habitantes. Sabemos que sólo han regresado 1000 de los 5000 originales que había antes de la erupción y la tarea de volver a hacer el lugar habitable se imagina titánica. Sin embargo hay un puñado de gente que cree que puede sobreponerse a la tragedia. Y es ahí donde la cinta cobra sentido épico: ser testigos de esa contienda contra todo (la naturaleza, el clima, la desunión, la indiferencia estatal- al menos durante el registro que vemos) es una experiencia reveladoramente humana. Y su registro, es punto de debate para que la cuestión no sea olvidada por aquellos que tienen los recursos en sus manos. Porque muchas veces lo que la gente necesita, tarda años en resolverse en los escritorios de los políticos. Por el regreso de Chailén.
Cenizas del pasado Documental de observación que ofrece un retrato impactante y demoledor sobre las consecuencias humanas de las erupciones del volcán Chaitén. Refugiados en su tierra (Argentina/2013). Dirección, guión y edición: Fernando Molina y Nicolás Bietti. Con los testimonios de Juan Nail, Hortensia Muñoz, Héctor Navarro, Ingrid Ovando, Edgardo Fuentes, Bernardo Riquelme y Juan Santana. Fotografía y cámara: Fernando Molina. Sonido: Nicolás Bietti. Duración: 96 minutos. Apta para todo público. En el Espacio INCAA KM 0 – Gaumont (Rivadavia 1635), a las 11.40 y 19.40. Los intertítulos iniciales contextualizan en tiempo y espacio la acción de Refugiados en su tierra (2013). Esto es, durante fines de la década pasada y comienzos la actual en cercanías del volcán Chaitén, cuya erupción desató un sinfín de desastres naturales (ceniza, lluvias, crecidas de ríos) que dejaron en ruinas al pueblo cercano. En medio de este contexto, el gobierno chileno ofreció a los habitantes una serie de beneficios para refundarlo en un terreno menos hostil ubicado a cien kilómetros. Algunos se fueron; otros, en cambio, eligieron permanecer allí, prácticamente aislados, sin agua corriente ni suministro eléctrico. Sobre ellos, sus rutinas, sus dilemas y sobre todo la sensación enunciada en el título gira la ópera prima de los barilochenses Fernando Molina y Nicolás Bietti. Rodado durante cuatro años en el sur de Chile, Refugiados en su tierra es un documental de observación que apela a varias herramientas habituales del subgénero -cámara no intrusiva e invisibilizada entre los protagonistas, retrato naturalista de sus cotidianeidades- hasta convertirse en un retrato demoledor, impactante, atravesado por partes iguales de nostalgia, impotencia, dolor, dignidad y sentido de pertenencia. Si el film no es del todo redondo es porque algunas secuencias montadas con un sentido redundante (uno de los habitantes se pregunta si existe Dios y la cámara muestra una imagen cristiana en la pared, un pescado “suspirando” sobre el final) y ciertos abusos de primerísimos primeros planos cierran las puertas a la reflexión del espectador.
Elogio de la resistencia Realización de dos cineastas barilochenses que desempeñaron todos los rubros, el documental de Fernando Molina y Nicolás Bietti sigue de manera ejemplar a los empecinados pobladores de una comunidad del sur chileno azotada por las calamidades. “Estoy seguro de que el bote está enterrado acá”, dice el Turco, saliendo por un instante de su ensimismamiento y señalando, en una foto, lo que alguna vez fue un terraplén y ahora es un brazo del río. “Debe ser un castigo de Dios, ¿no?”, especula otro poblador, con las paredes de lo que fue su casa todas tapizadas de imágenes cristianas. En verdad, la suma de desgracias padecidas por los pobladores de Chaitén, pequeño pueblito pesquero del sur de Chile, invita a pensar en que alguna fuerza superior –bíblica o no– descargó todas sus furias, una detrás de otra. Primero el volcán vecino entró en erupción, arrasando el pueblo y llevando a que las autoridades lo evacuaran y cerraran. Después las lluvias hicieron desbordar el río, inundando las calles y convirtiendo los sedimentos volcánicos en capas de barro en las que se hundió todo: viviendas, autos, embarcaciones, bienes. Más tarde, un incendio no pudo ser conjurado, por un corte de agua preventivo, resuelto por la intendencia del lugar. Y a pesar de eso, el Turco y otros más volvieron al pueblo, desafiando la decisión de las autoridades, y no piensan abandonarlo.Retrato de una comunidad al borde de la extinción, y también de una resistencia que tal vez responda a una ciega tozudez o a la íntima convicción, Refugiados en su tierra llega a la cartelera porteña tan sola como se hizo. Película de dos cineastas barilochenses que la produjeron, escribieron y filmaron, desempeñando todos los rubros, como lógica continuación de esa tozudez o convicción de Fernando Molina y Nicolás Bietti, Refugiados... se estrena en una única sala porteña, la del Incaa Km 0 Gaumont, sin campaña de lanzamiento, servicio de prensa ni nada parecido. Un simple mail personal alertó a Página/12, encima de la fecha, que este film exhibido y premiado en casi medio centenar de festivales se estrenaba en Argentina, dos años más tarde de haberlo hecho en Chile. Así son las cosas en el planeta del cine independiente, cuyos pobladores están habituados a resistir con tanta tozudez o convicción como los de Chaitén. Sin tantas ni tan graves calamidades encima, claro.Conviviendo durante nada menos que cuatro años con el millar de pobladores refractarios a emigrar (el documental como producto del tiempo, como suele suceder), el film de Molina y Bietti documenta el estado de cosas en Chaitén desde mediados de 2008, tras la erupción del volcán y las lluvias e inundación posterior, hasta 2012, cuando tiene lugar una resolución que no se anticipará, para no andar espoileando (sí, un documental puede trabajar sobre una incógnita a resolver). Por razones de organización narrativa, el relato se centra sobre tres personajes: el Turco, que pasa las horas sin su barca, y otros dos cuyo nombre se ignora. Uno es el anciano resignado ante el castigo divino, y otra, la mujer que en reuniones y asambleas aparece como la más resuelta, lúcida y combativa de la comunidad. “Tu casa está donde estaba”, le dice el Turco a un vecino que vuelve al pueblo. “Sí, donde estaba, pero hundida”, contesta el otro en un alarde de humor negro de a dos.Si las viviendas que quedan más o menos en pie no tienen luz ni agua, si el río en cualquier momento puede desbordar otra vez, si las autoridades cerraron el pueblo, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿Para qué? Habrá que preguntarles a estos últimos resistentes de Chaitén, que se aferran a lo que incluso ya ni tienen. Molina y Bietti tienen claro qué hacer: quedarse allí mientras quede un vecino en pie, registrando un proceso que si algo no tiene (no puede tener) son acontecimientos. Básicamente nada pasa. Más allá de unas grúas paleadoras, el barro no baja. Los vecinos se reúnen en asambleas que recuerdan a las de Tierra y libertad (Ken Loach, 1995), pero no terminan de ponerse de acuerdo en qué reclamar al gobierno: si agua, si luz, si terraplenes para frenar el posible avance del río. El Turco piensa, medita, calla, le da vueltas a un problema al que no le halla solución. Su derrumbado silencio recuerda al de Yekaterina Golubeva en Few of Us, de Sharunas Bartas (1996), que también documentaba los últimos días de una comunidad en extinción. Con una diferencia nada menor: no es seguro que la de Chaitén se extinga.Salvo unos minutos de más en el metraje final, Molina y Bietti aciertan en todo. Los planos mudos y elocuentes, la duración y espesor de cada uno de ellos, la narración en estricto presente, el relato que sabe tanto (o tan poco) como sus protagonistas, la oscuridad del encuadre, que reproduce la de un lugar sin corriente eléctrica, el prolijo y exacto suministro de información esencial de contexto, mediante carteles que aparecen al comienzo y al final. Sin excluir la extraordinaria secuencia inicial. Tormenta salvaje desatada en la noche, entre relámpagos que iluminan y oscurecen, ráfagas de viento sacudiendo la columna sonora, la potencia visual y sensorial en estado puro de esa secuencia recuerda los primeros tiempos del cine, cuando el arte nuevo se dejaba arrastrar por las fuerzas de la naturaleza, un siglo antes de refugiarse para siempre en la protegida comodidad de lo digital.
Defender la tierra y los recuerdos Eran poco más de 7000 los habitantes de Chaitén, en el sur de Chile, cuando en 2008 una sucesión de sismos coronada por violentas erupciones del volcán del mismo nombre, primero, y el desbordamiento de los cursos de agua cercanos, después, terminó destruyendo la comuna y la convirtió en algo parecido a un pueblo fantasma. Apenas unas veinte personas estaban allí cuando dos realizadores de Bariloche, Fernando Molina y Nicolás Bietti, llegaron un par de años más tarde con el propósito de filmar un reportaje sobre esa extraña realidad: gente que -como todas las poblaciones de la zona- había sido evacuada en los tiempos de la catástrofe y que quiso volver a su lugar, a vivir como refugiados en su propia tierra, resistiéndose a las ofertas de relocalización que les proponían las autoridades y a las alarmas que hablaban de contaminación y señalaban que el lugar era inhabitable y peligroso. No querían abandonar su lugar en el mundo, lo poco que quedaba de sus casas y sobre todo su historia, su pasado, sus recuerdos. En contacto directo con esas personas que les dieron albergue, a las que lentamente fueron sumándose otros regresos, el proyecto de Molina y Bietti fue modificándose y prolongándose en el tiempo: hicieron diez viajes en cerca de cuatro años, durante los cuales lo que el documental registra son pequeños trozos de realidad, páginas sueltas de una crónica de vida que tanto describe la dureza de las condiciones en que transcurre como los sentimientos que animan esa lucha diaria: no es apenas empecinamiento, sino voluntad de defender lo que sienten de verdad propio, lo que contiene su pasado y su memoria, algo que no siempre transmiten en palabras, más allá de las contadas que hacen oír cuando se reúnen entre vecinos o son convocados por algún funcionario para determinar cuáles son las necesidades prioritarias, o para considerar posibilidades de reconstrucción o de mudanza. Lo demás es el lento transcurrir de los días en un escenario que es al mismo tiempo desolador y poético gracias al estrecho vínculo entre la cámara y la realidad, y a la sensibilidad que sabe transmitir la mirada de los realizadores, la silenciosa elocuencia de los rostros y la impresionante y conmovedora presencia de la naturaleza.
Dignidad entre cenizas Chaitén es un punto minúsculo en la cartografía de Chile; es una palabra que hace referencia a un lugar a la distancia y con el enfoque siempre desde lo alto sólo un recuerdo de un espacio atrapado en el tiempo de la ceniza. De los cinco mil habitantes que ocupaban viviendas, trabajaban con la mirada puesta en el futuro, sólo mil decidieron volver una vez transcurrida la erupción de un volcán. Pero cuando la mirada baja a la superficie; cuando deposita el ojo en lo que queda de las ruinas de un pueblo que además fue arrasado por el agua y abandonado, en términos institucionales, emergen las historias de resistencia de aquellos que bregan por conservar el pasado y la identidad de una comunidad, la cual para los papeles de la burocracia chilena –tanto el gobierno de Sebastián Piñera como el de Michelle Bachelet- debe exiliarse por estar en un lugar peligroso, no apto para habitar por los altos grados de toxicidad. Refugiados en su tierra -2013- es un documental de observación y su mérito es haber registrado el proceso durante cuatro largos años en el que un grupo reducido de habitantes ejerce su derecho de defender su tierra, pese a los boicots y a la dejadez manifiesta -sin luz ni agua- por considerar a Chaitén una geografía reciclable. La tentación de la venta de aquellas casas que lograron permanecer en pie ante las otras que ya forman parte del escenario apocalíptico son el punto de tensión entre pares, pero también la disputa de convicciones frente a ideas del sálvese quien pueda. Los realizadores Fernando Molina y Nicolás Bietti encuentran la distancia justa para que las diferentes aristas coexistan en el relato y dan voz a los verdaderos protagonistas de esta épica cotidiana, con un impecable trabajo en los rubros técnicos como el sonido o la imagen que encuentra las mejores postales en la fotografía. Con las palabras justas y sin discursos detrás, Refugiados en su tierra acompaña la resistencia social y hace de esa batalla anónima su mayor compromiso desde el punto de vista ético, ya que vuelve al lugar de la tragedia natural, acaecida en 2008, una y otra vez, para dejar en claro que cuando se trata de documentales de observación los retratados no son elementos plásticos de bellas imágenes sino personas con historia, dolores y sobre todo dignidad.
Lo que quedó de una catástrofe La catástrofe ocurrió en 2008. El volcán explotó y hubo que abandonar el pueblo. Luego desbordó el río. Cuando los habitantes volvieron, muchas casas habían desaparecido y otras tenían la entrada tapada por metros de cenizas. En circunstancias como ésa, lo lógico sería aceptar el consejo del Gobierno e instalarse en otro sitio. Pero quienes son de ahí de toda la vida, y cuyos mayores también fueron de ahí, bueno, ahí quieren quedarse. Este es el registro de cómo pasan sus días los viejos pobladores de un caserío del sur de Chile llamado Chaiten (no confundir con el santacruceño Chalten), gente que no piensa moverse ni aunque le digan que el río tiene arsénico y el aire está contaminado, y le reiteren que el Gobierno ya cortó el envío de electricidad, gas y agua corriente. Gente que no sabe cómo hacerse oír, y que ya no tiene muchas ganas de seguir hablando. Un paisaje,diríamos, como después del Apocalipsis, de piedras quemadas y cenizas todavía humeantes, aves rapaces solitarias y sucias, atmósfera turbia y personas extrañas que llegan con planes sospechosos, como si el pueblo y hasta sus habitantes ya estuvieran oficialmente muertos, pero todavía habría que convencerlos de irse a enterrar a sí mismos a otra parte. Fernando Molina y Nicolás Bietti, barilochenses, saben de cenizas volcánicas y de gente curtida. Ellos, a lo largo de cuatro años, visitaron reiteradamente el Chaiten, siguieron el quehacer de sus habitantes, su ancestral terquedad, su paulatina vejez sin esperanzas. Respetuosamente los fueron grabando, y también respetuosamente captaron los paisajes inquietantes, de oscura belleza, que hoy conforman ese lugar. Casi 40 festivales de documentales y encuentros de ecologistas, y casi una docena de premios, certifican la calidad del trabajo. Pero no explican la fascinación de ese paisaje, ni la terca entereza de esa gente. Por contraposición, el asunto recuerda un hecho ocurrido en 1932, cuando las cenizas de los dos Descabezado y el Tupungato llegaron hasta General Pico y hoy nadie lo creería, de no ser porque Domingo Filippini y su hijo filmaron todo eso, en uno de los pocos noticieros provinciales que todavía se conservan.
Mientras los cuervos acechan, la memoria resiste Ese espacio de luz que deja entrar la cortina a medio cerrar al principio del film, aún con lluvia, muestra la resistencia dentro de la oscuridad. El documental de Fernando Molina y Nicolás Bietti nos invita a conocer a algunas familias que no están dispuestas a dejar su hogar, Chaitén. A contramarea de todos los juicios externos, ellos se aferran a su suelo y sus recuerdos. A pesar de los destrozos que sufrió esta ciudad debido al volcán, en ningún momento la película se vuelve morbosa, ni tampoco utiliza los testimonios de los protagonistas para generar golpes bajos. Muy lejos de eso, la estética que toma el film está apoyada en esa esperanza que todo lo embellece. La impactante puesta de sol, los juegos de los chicos, la familia y la unión entre los vecinos siguen existiendo aunque convivan con el desgastante cartel de un presidente que los ignora, las casas que nunca van a volver, la luz que no llega, el humo del volcán que pareciera no dejar de salir y el susurro de ese río que amenaza a cada chaitenino al oído que crecerá como su peor pesadilla. Son justamente esos momentos de fortalecimiento lo que los hacen seguir en la resistencia por respuestas. La espera es una sensación bien trabajada en el documental. No sólo la cuentan los protagonistas, sino que la sentimos por el modo en el que se organiza la narración. Tachamos junto a ellos los días del almanaque en los que las autoridades responsables no aparecen y nos ubicamos, gracias la bella fotografía que nos transporta, al lado de cada uno de los habitantes a mirar pasar el tiempo. El constante ruido ambiente también hace que uno sienta la cercanía, ya que nos inserta en un clima determinado. La fotografía toma un gran peso en el relato, las voces aparecen y nos informan de datos importantes, pero las imágenes están tan bien utilizadas que dan peso a todo lo que se pueda decir. Los cuervos acechando en lo alto son la imagen de todo lo que fueron contando los habitantes sobre las conspiraciones para sacarlos del lugar y son asimismo la muestra de que los refugiados tambalearon, se sintieron moribundos por la desesperación de no encontrar respuestas. Pero por cada cuervo, uno de los refugiados se levanta.