Violencia contenida No hay nada más difícil que convivir con los vecinos, y menos en las grandes urbes, ya que las diferencias sociales, la envidia y el día a día pueden afectar al máximo los vínculos para transformar el simple saludo matutino en una amenaza de vida hacia el otro. En Sonidos vecinos (O som ao rededor, Brasil, 2012) de Kleber Mendonça Filho, la narración episódica, además, posibilita el acercamiento a las características particulares de los personajes protagonistas. Hay un ama de casa cansada de su rutina (Bia, interpretada por Maeve Jinkings), y que en sus pocos momentos de relajación (a través de sustancias ilegales) intenta desestructurase con una particular insistencia por hacer callar al perro del vecino. Porque justamente en eso es que encuentra y fundamenta su razón de existir. Por otro lado está João (Gustavo Jahn), un huérfano, sobrino de uno de los hombres más poderosos del barrio (Francisco) y que intenta sostener su relación con una joven a quien recién ha conocido, mientras se entiende con el resto de los vecinos en busca de alguna mejora grupal. Y también está Francisco, el otrora dueño del barrio, quien comienza ver como su "reinado" se desmorona ante la llegada de una empresa de seguridad encabezada por Clodoaldo (Irandhir Santos), que por 20 reales, ofrece la posibilidad de poder dejar el automóvil en la calle sin que nadie lo robe (un mal al que todos ya se acostumbraron). Entre estos personajes es que Kleber Mendonça Filho arma una compleja estructura de relaciones, en la que nada queda librado al azar, porque justamente es cuando sin quererlo que comienzan a interactuar y es cuando notamos el verdadero sentido de un film arriesgado, complejo y duro. Sonidos vecinos reflexiona sobre la vivienda, la familia, la sociedad y principalmente sobre un estado de alerta permanente y de amenaza constante sobre el otro en el que los seres comienzan a tensionarse. Nadie confía en nadie, ni en uno mismo, y en esa desconfianza es en donde se fundan los vínculos que luego se irán desmoronando ante la mínima intención de mirar hacia otro lado es sobre lo que habla la película. La progresión lenta y cansina, el virtuosismo y estilo de algunos planos, la ubicación de la cámara en algunas escenas y la construcción de situaciones descontracturantes (ama de casa más aspiradora) le posibilitan una narración que hasta último momento tiene algo para mostrar. Una de violencia contenida a la brasilera en la línea de las recientes Historia del miedo (2014) o la taquillera Relatos salvajes (2014) pero con la diferencia que las historias individuales si tienen una conexión fuera de la temática.
Historia del miedo Esta ópera prima del ex crítico, periodista y programador de cine Kleber Mendonça Filho -premiada en decenas de festivales y candidata por Brasil al Oscar al mejor film extranjero en 2013- narra con una impecable estructura coral las vivencias de varios vecinos de una zona residencial de clase media en la ciudad de Recife. La llegada de unos guardias de seguridad privada dará, en una primera instancia, una sensación de mayor orden y control al barrio, pero los muchas veces angustiados personajes empezarán pronto a experimentar otras sensaciones bastante opuestas. Un director con un mundo y un estilo muy propios (hay algún punto de conexión con la reciente Historia del miedo), que incluye desde citas cinéfilas hasta un gran rigor formal, pasando por un minucioso trabajo con distintas capas de sonido (desde el ladrido de un perro hasta los ruidos callejeros) para describir la creciente alienación urbana. Todo un descubrimiento del nuevo cine brasileño.
Los ruidos sociales En la excelente ópera prima de Mendonça Filho hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que nunca están enunciados de manera explícita, sino que deben ser inferidos. El silencioso prólogo de Sonidos vecinos, con unas viejas fotos testimoniales en blanco y negro, da un poco una pista de lo que vendrá. Quizás esos humildes campesinos y proletarios del estado brasileño de Pernambuco, con sus miradas tristes y, a veces, cándidamente ilusionadas sean quienes, a pesar del tiempo transcurrido (que no es tanto: ver entrevista con el realizador), aún se encuentran en el sustrato de la ciudad de Recife, brutalmente modernizada con esos enormes edificios de departamentos que semejan fábricas, o incluso cárceles, por más que sus moradores pertenezcan a las clases más acomodadas. En la excelente ópera prima del brasileño Kleber Mendonça Filho (un director que a partir de ahora habrá que seguir), hay toda una serie de niveles de lectura e interpretación que, sin embargo, nunca están enunciados de manera explícita, como si el guionista y director se hubiera propuesto dejar que afloren libremente de las relaciones entre los personajes y sus ambientes. Es que Sonidos vecinos (un título local que no alcanza a hacerle justicia a la polisemia a la que invita el original, O som ao redor, de difícil traducción) no es un film que trabaje sobre estereotipos sino más bien sobre arquetipos: la rica familia propietaria de esa calle en la que transcurre casi todo el film, lo mismo que la clase prestadora de servicios que la abastece, no expresan prejuicios inmutables a la manera de los teleteatros sino que, por el contrario, parecen responder más bien a una profunda cadena de imágenes de valor simbólico, representativas de la constitución de una sociedad. Lo notable de Sonidos vecinos es el modo, eminentemente visual y por supuesto sonoro, con que Kleber Mendonça Filho pone en escena esta asordinada, austera microrrepresentación de la lucha de clases. Hecho de infinidad de detalles que se van superponiendo y encastrando como las piezas de un rompecabezas, el film de Mendonça Filho emana un extrañamiento, un aura esencialmente misteriosa, que tiene que ver con su forma. En primer lugar está su magnífica utilización del espacio urbano, de una caracterización casi abstracta, como si el modelo visual del director hubiera sido el de algunos films de Michelangelo Antonioni. Luego está su estructura, dividida en tres capítulos, como si fuera una novela hecha a su vez de pequeños mosaicos o párrafos autónomos que, sin embargo, van cobrando una misma dirección de sentido. Y finalmente está el sonido –de aspiradoras, sirenas, lavarropas, teléfonos, sierras eléctricas y hasta del incesante aullido de un perro– que va creando una lenta pero creciente tensión dramática, clara expresión de una violencia latente, tanto social como intrafamiliar. Tal como bien señala el director, hay dos evidentes cisuras en el relato, dos excursiones al pasado que quiebran deliberadamente la rabiosa estética contemporánea del film. La primera es la visita del joven Joao con su novia a la vieja fazenda rural de su familia, el arcaico origen de su riqueza actual. Esa recorrida fantasmal de Joao y su chica por habitaciones abandonadas parece remitir a una escena similar en El Gatopardo (1963), de Luchino Visconti, cuando Tancredi (Alain Delon) le muestra a Angelica (Claudia Cardinale) las enmohecidas estancias del palacio siciliano del viejo príncipe Salina (Burt Lancaster), un patriarca feudal que tiene en el abuelo de Joao un inesperado sucesor tropical. En espejo, el otro viaje hacia el pasado es aquel en el que la novia de Joao lo lleva a ver la casa donde ella vivió en Recife y que está a punto de ser demolida para levantar en su lugar otra horrible torre de cemento cubierta de rejas. Y esa piscina abandonada que encuentran parece expresar no sólo el extraño vacío que de pronto se abre ante ellos sino también entre los distintos estratos de una misma sociedad.
Retrato del Brasil de hoy El título original ya lo anticipa. Es el mundo que vive a nuestro alrededor, hoy. Para el caso, Recife, la ciudad en la que nació, reside y trabaja el crítico Kleber Mendonça Filho, que hace aquí un brillante debut en el largometraje de ficción después de haberse destacado en diversos campos, del videoclip al documental. Pero lo que este cineasta pernambucano retrata con singular penetración e inusual sutileza bien podría caber a muchas otras ciudades del mundo contemporáneo. Un barrio de clase media en el que la despersonalización, la paranoia y la inseguridad caracterizan las relaciones humanas. Mucho se ha hablado y escrito sobre el desarrollo de esa clase en el Brasil durante las últimas décadas, y el fenómeno de Avenida Brasil así lo corrobora. Pero no es sólo la atención puesta en el fenómeno sociológico lo que llama la atención de este film que ha sido aplaudido en numerosos festivales sino la agudeza con que el autor observa lo que sucede a su alrededor y el modo perspicaz con que apunta a los detalles para descubrir a través de ellos la trama que establece y regula los vínculos y los desniveles sociales y las diferencias de clase que se manifiestan de nuevas maneras pero se prolongan invariables en el tiempo. Mendonça consigue todo esto sin otro recurso que la pintura de unas pocas jornadas de vida cotidiana en un área residencial urbana de la clase media de Recife, a partir del momento en que la gente del barrio decide contratar un servicio de seguridad. En lugar de la periferia y la estilización de la violencia, la favela, la marginalidad a la manera de Ciudad de Dios, aquí se adoptan modos más acordes con los rasgos que la nueva clase copia de las elites. El silencio se vuelve más elocuente y los estallidos dramáticos no abundan, pero el temor y el estado de alerta perduran: por algo se vive entre rejas, se contrata personal de seguridad y los poderosos los que siguen siendo los señores poderosos, dueños de los latifundios y también de las torres de departamentos que casi todos alquilan conchaban guardaespaldas. La especulación inmobiliaria ha dejado sus señales a la vista. Una escena central del relato la que más nítidamente describe los rasgos de la "nueva" clase, sus conductas y aspiraciones sigue el desarrollo de una reunión de consorcio, donde se discute si el viejo encargado del condominio merece ser despedido porque se lo ha visto dormitar en horas de trabajo o porque una de las copropietarias ha recibido la revista a la que esta suscripta con la cubierta de plástico desgarrada. Sonidos vecinos no necesita gritar para ser escuchado ni tampoco empeñarse en retratar y enlazar personajes para desarrollar una o varias historias centrales. Es el cuadro general, en esa suerte de instantánea sobre el mundo de hoy, lo que importa. Y sobre todo, la precisión con que el sagaz cineasta combina la inteligencia del guión, la exactitud del montaje y el ingenioso empleo del sonido (lo cual incluye los oportunos efectos, además por supuesto, de la música) para concretar una obra que vale por su imaginación formal y su sustancioso contenido, en un tiempo en que en el cine lo que prevalece es por lo general, el impacto.
Retrato del medio pelo con errores de amateur Este film ganó premios del público en festivales de Rio de Janeiro, San Pablo y Gramado. La gente apreciaba en esos lugares la presentación verista de unas formas de vivir y de tratarse, y un estado de ánimo perceptible en el aire de la sociedad brasileña. Se reconocía. Pero en Mar del Plata 2012, sobre 14 participantes por el voto del público, salió décimo. La gente apreciaba lo mismo. Y se aburría. No es igual reconocerse, que mirar de afuera. Sobre todo cuando la obra carece deliberadamente de nervio, ritmo y variedad, y abunda en extensión. Veamos los méritos. Caracterizaciones representativas del medio pelo de cualquier ciudad, exposición de la confusa geografía barrial, típica de un crecimiento desordenado (para el caso, barrio Setúbal, de Recife), comportamientos de natural desconfianza o silencio frente a posibles ilícitos callejeros, retratos de personas supuestamente respetables con malos hábitos y demasiado tiempo libre, observación atenta de las relaciones entre dueños de casa y personal doméstico, a veces más práctico que los patrones, latente explosión de la violencia alimentada durante largo tiempo. Todo eso está presente y bien representado. Destacables, la escena de los niños jugando en la terraza enrejada, rodeados de padres y empleadas vigilantes, o el chico solo, la mujer que reacciona con odio cuando ve que su hermana se compró un televisor más grande, la reunión de consorcio donde piensan prejuiciosamente que el viejo portero próximo a jubilarse se duerme sólo para hacerse echar cobrando una buena indemnización (y nadie quisiera pagar una expensa extraordinaria), el vigilante que recuerda el cuerpo de una chica destrozado por decenas de autos que no se detuvieron, la joven a quien devuelven un estéreo robado. Descubre que no es el suyo, pero se lo queda porque es más lindo. Como ésa, hay otras cuantas observaciones sobre el referido medio pelo, incluyendo al canoso dueño de varias propiedades, resabio de los llamados coroneles del Nordeste. Pero también se van sumando incomodidades. Figuras poco desarrolladas, situaciones discontinuas, cortes abruptos, planos de razón inexplicable, un numerito de actuación a la americana que no se corresponde con el estilo general (el niño rico que se da por ofendido cuando le observan algo), un par de fantasías y un momento de homenaje al cine que tampoco se corresponden, y otros detalles que delatan falta de rigor, o "rigurosidad", como dicen ahora los extensores de la lengua. Se entiende. Es la opera prima de un crítico y programador de cine arte, fogueado en el amateurismo. De pronto, faltando apenas cinco minutos para el final, aparece una excelente vuelta de tuerca que involucra al coronel con los vigilantes locales. Pero el autor no quiere o no puede ajustarla, y además ya nos agarra cansados.
De lo mejor del cine latinoamericano de los últimos años –y todo un suceso crítico y comercial en Brasil de alcances todavía incomprobables–, esta película del realizador y también crítico brasileño se centra en lo que sucede en un condominio de clase media en Recife, en el que los habitantes contratan a una firma de seguridad. Lo que sucede a partir de eso, a través de diversas historias y personajes, es lo que cuenta esta película inusual para los que están acostumbrados a un cine brasileño “for export”, tanto desde los que explotan la violencia urbana como los que lo hacen con el pintoresquismo del interior profundo del país. osomaoredorKleber trabaja sobre la violencia y los conflictos de clase comunes a buena parte del cine brasileño y latinoamericano, sí, pero lo hace desde una perspectiva inusual, más cerca del cine de Michelangelo Antonioni que del realismo social, creando a la vez tensión y suspenso en situaciones aparentemente pequeñas e intrascendentes como un perro que ladra o un CD que se pierde en un filme en el que el espacio urbano (la ciudad de Recife, con sus particulares conflictos) es un protagonista más –y clave– del relato. Películas sobre los conflictos de la clase media no son lo que usualmente exporta el cine de América Latina. Esta película es eso y más. Ganadora de uno de los tres Tiger Awards del Festival de Rotterdam de 2012 y precandidata brasileña al Oscar 2013, de hecho uno ya puede ver sus repercusiones en otros filmes latinoamericanos (y, obviamente, brasileños) de los últimos años. Tarde pero seguro, finalmente SONIDOS VECINOS llega a Buenos Aires. Vale la pena correrse hacia el Gaumont o al ArteCinema –los dos cines en los que se exhibe– para verla.
El cine brasileño más reciente cautivó al mundo mostrando lo que hay más allá de los carnavales, las playas y el Pan de Azúcar. Ciudad de Dios mostró las favelas, que volvieron a tener protagonismo en Tropa de Élite, el siguiente gran suceso proveniente de tierras cariocas. Tampoco hay que olvidar otros films igual de sórdidos, como Carandirú, de Héctor Babenco. Sonidos Vecinos no sucede ni en una favela ni en una cárcel, pero se las arregla para plasmar esa otra cara en un suburbio de Recife, adonde llega una empresa de seguridad privada. Ahora todo es rejas, cámaras de vigilancia, patrullas, garitas, guardias. Una manera de combatir y prevenir la delincuencia. Sin embargo, estas medidas no hacen que los habitantes empiecen a tener menos temor y más tranquilidad, sino todo lo contrario. Así podremos conocer a la ama de casa que debe criar a sus dos hijos y lidiar con el perro de los vecinos, al muchacho que sale en busca de quien le robó el estéreo a su novia, al ladrón con intenciones de redimirse, al adinerado que quiere proteger lo que es suyo… Un puñado de vidas, con sus anhelos y temores. Valiéndose de una estupenda y cuidada factura visual (perfectos los planos secuencia, de una frialdad kubrickiana, siempre funcionales a la historia), Kleber Mendonça Filho nos presenta un drama cotidiano que funciona como un microcosmos del Brasil actual, donde abundan la tensión entre los personajes, sobre todo si son de distintas clases sociales; donde la solución a la inseguridad generar otra clase de problemas; donde progreso y modernidad no siempre son sinónimos de bienestar. Incluso las escenas donde los protagonistas no parecen hacer nada especial contienen una inesperada carga de incomodidad. Pero no se queda en localismos: esa contracara de la urbanización también es aplicable a otras partes de Latinoamérica y el mundo, lo que la vuelve universal. Mendonça Filho también es periodista y crítico de cine, y viene de filmar documentales, lo que habla de una especial preocupación por registrar y analizar lo que sucede a su alrededor sin caer en panfletos ni en superficialidades. Aunque no está a la altura de los exponentes más célebres del cine brasileño actual, Sonidos Vecinos logra destacarse porque sigue ofreciendo una mirada cruda y sincera sobre una sociedad, sobre la vida contemporánea.
Estrellas del desamparo La mirada intimista en un barrio de Recife. La lucha para combatir el miedo. Una invasión a la intimidad. Inseguridad. El negocio para luchar por el bienestar dentro de un área residencial de Recife, donde la clase media busca asomar cabeza. Todo esto refleja Sonidos vecinos, primer largometraje del brasileño Kleber Mendonça Filho, quien parece marcar la respiración de una zona urbana que conoce bien (nació allí). El continuo estado de alerta que transmite esta película se plasma con los múltiples sonidos (e historias) del filme: varios de ellos construyen las situaciones de conflicto. Como bien dice su director, Sonidos vecinos proviene de notas que tomó él sobre la vida que sucede “a través de mi ventana, o en la azotea del vecino, del otro lado de la calle”. Porque el aspecto intimista y costumbrista que genera el filme se ensambla con el aislamiento de sus personajes: un anciano preso del poder que acumuló y que teme una represalia, un ama de casa con insomnio (que se masturba con la vibración del secarropas y droga a un perro que ladra de más) o el amor/desamor que sufre João, un joven agente inmobiliario con pretensiones. Los detonantes del filme irán activándose poco a poco, a fuego lento, de la mano de una sospechosa empresa de seguridad independiente que irrumpe en las solitarias vidas de los vecinos, en donde la arquitectura del lugar casi siempre se muestra despojada o vacía. Metáfora del desamparo. La irrupción a una propiedad por la noche, el maltrato al servicio doméstico, la puesta en escena de las torres de departamentos (a las cuales Mendonça Filho filma desde casas aledañas, mostrándolas imponentes, inalcanzables) evidencia la continua lucha de clases y poder en el que navega Sonidos vecinos. ¿Punto en contra? Un metraje excesivo y, por momentos, cierto ritmo cansino en una narración que anticipa situaciones.
Clases en colisión Sonidos vecinos, dirigido por Kleber Mendonca Filho, trabaja los miedos de cierta clase media a partir de la presencia de una empresa de seguridad -y sus hombres- en el exclusivo barrio de Setúbal en la ciudad de Recife. Con inteligencia, el director va pintando progresivamente un retrato coral que va desde lo cotidiano hasta la creación de atmósferas que lindan con el género del terror. Este particular film brasileño posee un atractivo entramado narrativo, donde se van construyendo las tensiones de clases sin prisa pero sin pausa. Allí, los personajes se cruzan en un aparente juego de casualidades que luego se develan como causalidades: el trabajo de la puesta en escena es muy cuidadoso, especialmente su trabajo de sonido y encuadres. Estos van desde la amplitud del plano general hasta los planos detalles más asfixiantes, aportando intensos climas. Hay que señalar que en todo sentido, la película de Mendonca Filho es coherente en su coqueteo entre extremos, pasando de secuencias bastante lindantes con el humor a otras donde se va anunciando una tragedia. El director lleva su apuesta hasta las últimas consecuencias, ya que el final, bastante abrupto, resume esa vocación un tanto arbitraria del relato por ser una tesis sobre las diferencias sociales en Brasil.
Ópera prima en largometraje ficcional de Kleber Mendonça Filho, Sonidos vecinos recurre a tópicos ya vistos previamente para hablar de la difícil convivencia en un barrio brasileño. La gran ciudad parece absorbernos a todos, y cada uno de nosotros actuamos en consecuencia. Somos bichos de ciudad, rara vez mejor usada esa expresión. En Sonidos Vecinos se nota la mayor experiencia del director en el terreno del corto y lo documentalista periodístico. Hablamos de un film episódico, pero con relaciones, historias interconectadas entre sí. Maeve Jenkings interpreta a Bia, un ama de casa “alucinada” que intenta hacer callar a un perro vecino. Gustavo Jahn es João que intenta “formalizar” con una chica que conoció recientemente y encabeza una movida vecinal. W. J. Solha es Francisco, tío del huérfano João, otrora “cabecilla” de la comuna en decadencia desde que se enteró que otro viene a ocupar ese lugar con nuevas propuestas. E Irandhir Santos que interpreta a Clodoaldo, justamente la amenaza de Francisco, quien promete por una módica suma proteger a los vecinos del robo de sus automóviles, al parecer el grave delito que asola el lugar. Un puñado de personajes que establecen una relación tirante entre sí, que el director intentará distender con suerte dispar. Sonidos Vecinos juega sobre los bordes, el límite de la exageración, y combina un ritmo leneto en el que por momentos pareciera que nada pasa, con un clima circulante al grotesco aunque nunca ingresando en él. Estamos frente a un film mutante, cambiante, que vira de un lado al otro de los géneros y en el que permanente pareciera que algo está a punto de estallar; una radiografía de estados alterados. También es fluctuante su estructura de ritmos y clima, su postura estética de cámara y fotografía, como si constantemente fuese probando. No puede negársele una cierta coherecia interna frente a tantos cambios, el objetivo, el mensaje, siempre es claro y contundente, retratar la convivencia, forzada, de gente a punto de colapsar por el ritmo de la urbe. Despareja, más lograda o estancada esporádicamente; Sonidos Vecinos se sigue con un cierto interés, y aun que se ubique en Brasil, pareciera hablar de temas universales. Las vecindades existen en todo el mundo.
La brecha El filme Sonidos vecinos está ambientado en Recife, Brasil, y aborda el tema de la inseguridad a través de lúcidos microrelatos. Gran película sobre un tema que obsesiona a los comunicadores latinoamericanos: la inseguridad. Por cierto, este filme ostenta una solidez conceptual inobjetable y viene cortejado por una búsqueda formal a la altura de las circunstancias. Unas fotos fijas abren el relato remitiendo al pasado de Brasil, seguidas por un plano secuencia (en steadicam) en el que una niña va patinando, todo esto sumado a una banda musical que calza perfectamente en el tono: en menos de un par de minutos ya se comprende que aquí hay un director. Para filmar una emoción dispersa como la desprotección hay que articular una cartografía visual. He aquí la primera inteligencia de Mendoça Filho: mostrar un vecindario como una red simbólica sin límites precisos, en el que las calles y los edificios, vistos tanto en panorámicas como en planos generales, puedan establecer una situación social y un momento en la historia de un país. Recife luce poderosa, transformada por cierto esplendor económico que se traduce en rascacielos novedosos en esa geografía. El mar apenas se ve, y cuando se pueda divisarlo se advertirá un cartel que anuncia la presencia de tiburones. El peligro acecha por todos lados. Sonidos vecinos avanza por microrrelatos que se desarrollan en un espacio común. Hay varios personajes: estancieros, inmobiliarios, amas de casa, personal doméstico, guardias. Hay dos secuencias oníricas inesperadas, y en una de ellas el miedo por el otro encuentra su expresión perfecta en tanto visualiza el imaginario propio de una clase. El inconsciente sin trabas de una niña mientras duerme orquesta una invasión (la inteligencia sonora de la secuencia es formidable). La conclusión es contundente: la propiedad privada ya no funciona como una esfera de salvaguarda, sino como una membrana permeable colmada por intrusos potenciales. Pero la cotidianidad no se agota en su descripción, y la captación de una sensación tampoco se reduce a su escenificación. Lo que sucede en el epílogo del filme, cuando los guardias sostienen un diálogo con el patriarca de uno de los edificios, es un dato que reenvía la totalidad del filme a otro universo conceptual. Una fecha es la clave: 27 de abril de 1984, época crepuscular aún sin democracia que enfrentaba en otros términos a ese patrón con sus empleados. El discurso se ve, no se dice; menos todavía se baja línea. No hay aquí ni desprecio, ni apelación a una catarsis en la que valga todo, pues lo que se intenta es confrontar el miedo, incluso historizarlo. Ver y entender es siempre mejor que explotar y denostar. El debut en la ficción de Mendoça Fihlo es notable.