Reseña previamente publicada con motivo de exhibición en el 13° Bafici: http://www.asalallenaonline.com.ar/festivales-cine/bafici-13/239-competencia-internacional/2068-tilva-ros.html Desde hace un par de años atrás el Bafici parece verse atraído por propuestas fílmicas de skaters, y mundos marginales asociados a adolescentes en conflicto, ya lo hizo con Perrone y Van Sant, ahora es el turno de Lezaic. Ubicados en Serbia, adolescentes que infringen contra su cuerpo, se autoflagelan, entre travesías y humoradas...
Los jóvenes de hoy Tilva Ros (2010), del realizador serbio Nikola Lezaic, se centra en la apática vida de un grupo de skaters practicantes de la autoflagelación al mejor estilo Jackass, pero desde una mirada contemplativa. En una zona balcánica en donde alguna vez la actividad minera impulsó un crecimiento económico ahora detenido, un grupo de adolescentes skaters pasa el tiempo desentendiéndose de los reclamos del mundo adulto. No sólo usando el espacio para recorrerlos sobre ruedas, sino emulando al grupo de Jackass, filmándose en maniobras de mediano y alto riesgo. Actividad que da cuenta de la camaradería e ímpetu irreverente de la masculinidad adolescente, aunque en determinado momento las flagelaciones se vuelvan más serias y por lo tanto mucho más atendibles. Tilva Ros tiene como protagonista a uno de esos jóvenes, en disputa con su mejor amigo (quien le prestará más atención a una amiga recién llegada) y en disonancia con el mundo adulto en general. El mayor problema del film es que esas rutinas se tornan repetitivas, y por momentos el caos del mundo representado repercute sobre la puesta. Lo que queda suspendido en algunos momentos muy bien logrados, como el plano secuencia en el supermercado, en donde parte de esa efervescencia juvenil traspasa la pantalla. Con sus logros y desaciertos, Tilva Ros es una propuesta a tener en cuenta ya sea por ser parte de una cinematografía a la que rara vez se tiene acceso -y que siempre es bienvenida- o por poner al espectador en dialogo con la complejidad de un universo distante por el que nunca está de más darse una vuelta.
Esta crítica se publicó en el marco de la 13 edición del BAFICI. Tilva Ros es el filme debut del serbio Nikola Lezaic, que obtuvo el premio a la Mejor Película y Mejor Actor (Marko Todorovic) en el Festival de Cine de Sarajevo, la competencia más importante de la región centro-este de Europa. Dos amigos, Toda y Stefan, forman parte de un grupo de skaters en una ciudad balcánica que vive el ocaso de su prosperidad tras la caída de la industria minera. La realidad de protesta social y falta de oportunidades penetra la vida de unos jóvenes al final de su adolescencia, quienes empiezan a distanciarse de a poco al enfrentarse con los problemas que conlleva crecer. Como en el caso de la estadounidense Kids o la argentina Somos Nosotros, el director logra captar un espíritu adolescente, reflejando las inquietudes y el desconcierto de una generación. El trabajo, el amor, la amistad, son algunos de los tópicos a los que se recurre a lo largo de la película, dividida en cuatro partes. Acompañada de una muy buena banda sonora internacional, con sólo uno o dos temas locales, se construye una historia entretenida, cargada de situaciones cómicas, sostenida con duelos de diálogos muy bien manejados por sus actores. A esto hay que sumar también aquellos efectivos momentos suspendidos en el tiempo, bellamente musicalizados, así como los divertidos cortos al estilo Jackass que filman una y otra vez. El problema recae entonces en que esos 99 minutos terminan por ser demasiado, tendiendo a repetir algunas secuencias y extendiéndose más de la cuenta. Más allá de esto la película alcanza muy buenos resultados, no sólo como reflejo de un grupo que se impone desafíos y riesgos físicos con tal de no enfrentar un dolor emocional, sino que es más lo que abarca ya que se convierte en un retrato generacional. Es la juventud que madura en un lugar estancado, con un futuro más brillante a sólo unas fronteras de distancia.
Cuando los skaters toman las calles Lo notable del film de Lezaic es la forma en que, de la manera más natural, articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante. Películas sobre skaters hay muchas, desde Paranoid Park, de Gus Van Sant, hasta Bonus track, de Raúl Perrone. Pero Tilva ros, sorprendente ópera prima del realizador serbio Nikola Lezaic, tiene la virtud de ir más allá de la mera descripción de un universo adolescente para ir construyendo toda una red de tensiones entre sus personajes, que reflejan a su vez los conflictos de toda una sociedad. Lo notable del film de Lezaic es la manera en que articula distintos niveles de lectura sin resignar jamás la ligereza y espontaneidad de su puesta en escena, asombrosa para un director debutante. La situación básica de Tilva ros (el título alude a un “Monte Rojo” en valaco, el idioma del grupo étnico de Serbia relacionado cultural y lingüísticamente con los rumanos) es sencilla de describir. En la ciudad de Bor, que supo ser la principal cantera de cobre de Europa, ahora queda solamente tierra horadada y un desempleo creciente. En ese contexto, un grupo de adolescentes enfrenta, no sin angustia, el fin del verano. Terminaron el bachillerato y mientras unos se preparan para ir a la universidad, en Belgrado, otros en cambio deben afrontar la triste realidad de quedarse a pelear por un puesto de trabajo que probablemente nunca consigan. Esa es la disyuntiva de Toda y Stefan, amigos desde la infancia y divididos no sólo por los rumbos que empiezan a tomar sus vidas, sino también por la llegada de Dunja, una compañera del grupo que vuelve de Francia y provoca, sin buscarlo, una sorda, tácita batalla entre ellos. En términos estrictamente narrativos, no hay mucho más para contar en Tilva ros, que fue descubierta por el Festival de Locarno y luego tuvo paradas estratégicas en Rotterdam y el Bafici. Pero el director Nikola Lezaic sabe muy bien cómo ir construyendo densidad dramática a partir de pequeños detalles, que van cobrando peso y espesor a medida que transcurren los últimos días de libertad de esos chicos que han encontrado en la cultura skate su sentido de pertenencia. Además de las típicas marcas de época –como la comunicación por mensajes de texto, fotos o grabaciones, todo a través del teléfono celular, que ocupa un lugar central en sus vidas– esos amigos de Bor tienen una afición muy particular: la autoflagelación. Casi sin quererlo, jugando como si todavía fueran chicos que nunca aprendieron nada acerca del peligro, Toda y Stefan compiten no sólo en la pista de skate, sino también en una serie de “trucos”, como los llaman ellos, que van desde arrojarse al vacío desde una altura temeraria hasta atravesarse un pómulo de la cara con una aguja, pasando por prenderse fuego a su cabellera. Lejos de todo morbo o sensacionalismo, el film de Lezaic va registrando esas acciones con la misma naturalidad con que da cuenta de una discusión entre los chicos sobre gustos musicales o una aburrida cena con los padres. Esa cotidianidad de la violencia contra sí mismos, encarada como una suerte de competencia frente a la mirada entre ingenua y cómplice de Dunja, que recibe los registros en video de esas barbaridades como si fueran ofrendas, va dejando un regusto cada vez más amargo. Hay un nihilismo fuerte y creciente en Tilva ros, que a su vez se compensa con la energía vital de esos chicos que encuentran en una indeterminada cultura punk su válvula de escape. No hay duda, Nikola Lezaic es un director a seguir. A los 30 años y con su primer largo ya demuestra un extraordinario dominio de su medio. En primer lugar, tiene ojo, no sólo para el casting (la selección de sus skaters la hizo a través de Internet), sino también para poner la cámara, que siempre parece estar en el lugar justo. Elige también locaciones muy expresivas, como esa fábrica abandonada que sirve de improvisada pista de skate. Y demuestra una seguridad absoluta cuando decide sostener un plano sin cortes: si usa un plano-secuencia, nunca lo hace para lucir una proeza técnica, sino para potenciar el capital dramático de una escena. En este sentido es ejemplar uno de los momentos finales, cuando el grupo de skaters se suma a una manifestación de desocupados que pelean contra la privatización de las minas de cobre, y que termina con los chicos patinando a toda velocidad dentro de un supermercado y destruyendo la mercadería a su paso. En esa secuencia se expresan tanto dos generaciones como dos tradiciones de cine, porque así como la marcha obrera parece referir, irónicamente, a las del Novecento de Bertolucci, el raid por los pasillos del autoservicio da toda la impresión de ser una paráfrasis de la legendaria corrida del trío de Bande à part, de Jean-Luc Godard, por las alas del Louvre.
De Serbia con amor (y en skate) No es técnicamente una crítica, pero publicamos esta nota (con opinión incluída y ahora también con calificación) publicada en el diario La Nación del 19/7/2012: A pesar de la escasa difusión que han tenido tanto su reciente inauguración como su muy cuidada programación, en el subsuelo del Centro Cultural General San Martín (Sarmiento y Paraná) funcionan dos modernas y confortables salas dedicadas al cine de calidad, tanto clásico como contemporáneo. En ese ámbito, la nueva distribuidora Tren está presentando un ciclo de películas que tuvieron un fugaz pero elogiado paso por el Bafici porteño. En un principio, se estrenó allí Flores del mal, del francés David Dusa. Este vienres 20/7 será el turno de Tilva Ros, del serbio Nikola Lezaic; y en agosto se conocerá Gabi on the Roof in July, del estadounidense Lawrence Michael Levine. Tilva Ros -que se exhibirá en el Centro Cultural San Martín este viernes 20 y el sábado 21, a las 19; el viernes 27, a las 21; y el domingo 29, a las 20 y se estrenó ayer en la sala El Cairo de Rosario y en el Cineclub Hugo del Carril de Córdoba- es una multipremiada película sobre unos jóvenes skaters serbios que utilizan las ruinas (y un inmenso hoyo) de lo que alguna fue la mina de cobre más importante de Europa como una de las locaciones preferidas para filmar sus videos caseros y extremos con proezas físicas (y golpes) a-lo-Jackass. Toda y Stefan, dos íntimos amigos recién salidos del colegio secundario (de diferente estrato social y con diferentes aspiraciones, ya que uno irá a la universidad y el otro no), que reciben durante el receso veraniego la visita de Dunja, una bella chica que regresa por unos días de su estancia en Francia. La complicidad y la lealtad que existían entre ambos se verán amenazadas por los celos y la competencia por conseguir la atención de la seductora muchacha. A pesar de ser su debut en el largometraje, Lezaic -de apenas 30 años- construye (casi siempre en virtuosos y coreográficos plano-secuencias) algunos momentos de gran cine, como el robo de los skaters en un supermercado o una manifestación de los mineros en conflicto. Un muy logrado retrato sobre el siempre desconcertante (y conflictuado) espíritu adolescente.
Pocas películas permiten visualizar con tanta claridad y cariño la subjetividad global adolescente de nuestro tiempo como en estas dos ópera primas A juzgar por películas como Tilva Ros, ópera prima de Nikola Lezaic, los adolescentes del mundo están unidos. Hijos de la era digital, su ser en el mundo no puede ser menos que global. Las nuevas tecnologías los moldean; su cotidianidad e identidad, más allá de las coordenadas simbólicas de una cultura y una lengua, se experimentan y expresan bajo un mismo sistema de comunicación. Lo que pasa en un pueblo perdido de Europa del Este no es diferente de lo que le sucede a un joven de Cruz del Eje, y en pocos segundos, si quieren, lo pueden socializar, publicar, mostrar. Tras finalizar la escuela secundaria, Toda, hijo de un minero, y Stefan, hijo de un empresario, junto con la bellísima Dunja y otros jóvenes, esperan por un futuro que resulta inestable e incierto. Viven en un pueblo de Serbia, pero podría ser cualquier pueblo del mundo globalizado. Algunos de ellos irán a la universidad, otros no tendrán otra opción que buscar trabajo. Durante ese último verano sin demasiadas responsabilidades se deslizan con sus skates entre los escombros de una fábrica abandonada o inventan juegos extremos, a veces masoquistas, que suelen filmar para subir a YouTube. No es casual que elijan saltar desde puentes, viajar en el techo de un auto y marcar sus propios cuerpos. La experiencia física y extrema constituye una evidencia de que existen, lo que explica la socialización de los impactos y las proezas en la web: no se trata de exhibicionismo narcisista sino más bien de un impulso por forjar una identidad en un mundo en el que el mercado laboral absorbe el deseo. Lezaic, cuyos personajes pueden rapear a imagen y semejanza de MTV, elige un procedimiento formal a contramano de esa lógica audiovisual dominante. Los planos secuencia son constantes y alcanzan su perfección en dos pasajes centrales (una manifestación callejera en contra de algunas privatizaciones seguida de una moderada revuelta por parte de los skaters en un supermercado) donde Lezaic, en un control absoluto del espacio (cinematográfico), explicita el contexto político que define imperceptiblemente la subjetividad de sus criaturas a la deriva. El amor que profesa por todos sus personajes es ostensible, lo que no le impide sugerir ciertas tensiones de clase en el seno de las amistades: Stefan y Dunja se filman con i-phones; Toda, con un celular miserable. Tilva Ros es una película notable. Si en Marte hubiera antropólogos sería ideal enviarles vía dropbox una copia en DVD. En menos de una hora y media sabrían qué significa ser joven a principios del siglo XXI en nuestro planeta.
Un Jackass, para peor, de cabotaje Según parece, unos skaters dedicados al huevo existencial, como no podían registrar proezas deportivas que no hacían, influenciados por «Jackass» decidieron un día grabar en video sus golpes y desafíos de resistencia física (y desafíos al buen gusto, también). Alguien compiló y subió a Internet ese material, muchos pibes se engancharon para verlo, un fulano se puso a teorizar sobre el notable alcance de la protesta juvenil que, según él, implica eso de exhibirse a sí mismos lastimándose de puro gusto, y otro fulano ya medio grandecito decidió hacer con eso su primera película. Habló con los cabecillas del asunto, les inventó una mínima situación argumental, y los puso a actuar. La situación era simple: dos compañeros han terminado la secundaria y disfrutan su último verano. Después uno irá a la universidad y el otro tendría que ir a conseguirse un trabajo. La acción transcurre en un pueblo minero de Serbia venido a menos. A dicho pueblo llega de vacaciones una amiga de ambos chicos. ¿Habrá entonces algún planteo social por la falta de futuro para el menos capacitado de ellos? ¿Habrá algún debut sexual con la amiguita? ¿Habrá una pelea de fondo entre los dos amigos por esa chica? ¿Quizás una reflexión filosófica, una buena carrera de skates con obstáculos, algo? Lasciate ogni speranza, voi che entrate. No pasa nada. Mejor dicho, pasan algunos episodios de vandalismo típicos de cualquier bandada de gandules, pasa una manifestación obrera por si alguien quiere encontrarle una segunda lectura que el autor no se molesta en ajustar, pasan unos cuantos temas musicales de grupos norteamericanos, los pibes pasan el día jugando en el «patio» de la mina abandonada y otros lugares sin evidenciar mayor preocupación por nada, y al fin, tras largo tedio, pasan los 99 minutos de duración de esta película. Presentada en el Bafici como la gran cosa en materia de expresión del alma adolescente, se estrena ahora en una sala under y cineclubes que tampoco parecen preocuparse por su futuro. La verdad, los que se grababan golpeándose «accidentalmente» para un concurso televisivo de bloopers, al menos tenían una expectativa pecuniaria bastante clara. Rodaje en Bor y Majdanpek, que hasta los 80 concentraron una de las mayores explotaciones cupríferas de Europa.
Juventudes en conflicto La gran promesa de la temporada vacacional infantil resultó finalmente una discreta decepción: Valiente, la nueva película de los estudios Pixar, parece confirmar la claudicación definitiva de la productora a la ideología Disney, que en definitiva es su verdadera dueña. No se trata de un detalle menor, pues significa la pérdida de una entera visión del mundo que había sabido distinguir a la compañía de John Lasseter, desafiando incluso a las tradiciones del imperio de Mickey. Pero aún con ciertos hallazgos estéticos, Va-liente significa el regreso de la hegemonía de las princesas, del conservadurismo ramplón y calladamente reaccionario de Disney, de su exaltación acrítica del status quo y del relato con destino de moraleja. El primer indicio lo da su argumento: Mérida, la joven protagonista de grandes rizos colorados, es (tenía que ser) una princesa. Acaso para justificar su futura rebeldía y su naturaleza salvaje, su ascendencia será vikinga, en tierras escocesas, y ya en la primera escena se planteará la dicotomía que dominará la película. Su padre, el enorme rey Fergus, le regalará un arco con flechas, a despecho de su madre Elinor; unos años después, cuando ya despunte su adolescencia, Mérida se habrá convertido en una excepcional arquera, pero también en una rebelde que se resiste a seguir los mandatos maternos, que la intentan educar en el rol de una princesa. El conflicto estallará cuando llegue el día de arreglar su matrimonio con los príncipes de otros clanes: Mérida terminará huyendo hasta encontrar a una bruja, que le preparará una poción mágica para cambiar a su madre… aunque el cambio será más físico que intelectual, y ahora Elinor correrá el riesgo de quedar convertida para siempre en un animal. A no ser, claro, que ambas se reconcilien con la tradición (que no tardará en tener su justificación). Dirigida alternativamente por Brenda Chapman y Mark Andrews, Valiente mantiene sin embargo cierta elegancia formal y precisión técnica, marcas estéticas de Pixar a las que por suerte aún no han renunciado. El vistoso plano secuencia aéreo que abre la película será continuado intermitentemente por otros, en una utilización a veces (sólo a veces) virtuosa del 3-D por su concepción del espacio como una entidad cinematográfica, aprovechando la profundidad de campo y toda la extensión del plano para dotar de dimensión dramática a los escenarios. Una distinción que se replica en la construcción plástica de los personajes, de una precisión técnica importante. Aunque si aún sobreviven ciertas reminiscencias de maestros como Hayao Miyazaki en su estética, nada de eso ocurre en lo argumental, ya que Valiente termina siendo un cuentito con gran moraleja final sobre la importancia de la obediencia a las instituciones. Muy diferente es el mundo que muestra Tilva Ros, magnífico debut del serbio Nikola Lezaic que hoy estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril, cerrando una sorprendente trilogía sobre la juventud contemporánea (junto a las ya proyectadas Los amores imaginarios y Flores del mal). Retrato de la devastación social, cultural y económica de un país entero a través de la vida de tres jóvenes skaters, Tilva Ros es otro gran testimonio de nuestro tiempo, aunque esta vez urgente y radical. Formal y políticamente lúcido, el filme sigue la cotidianeidad de Toda y Stefan, dos amigos inseparables que se encuentran en un momento clave de sus vidas: han terminado la secundaria y están a punto de separarse porque uno irá a estudiar a la capital. La llegada de Dunja, mejor amiga de ambos pero novia de Stefan, terminará de desatar un triángulo de celos y violencia entre ellos (que por momentos se asemeja al filme cordobés El espacio entre los dos, aún no estrenado), quienes ya de por sí se relacionan a fuerza de golpes y agresiones. Hijos de la cultura audiovisual contemporánea, los jóvenes filman no sólo sus trucos con patinetas, sino también sus constantes pruebas de autoflagelación al estilo del programa Jackass. Se trata no sólo de la manifestación de un malestar interno ante una sociedad que no ofrece futuro, sino de un modo de existencia, de una cultura de la violencia y la marginalidad que los encierra en un círculo vicioso. La virtud de Lezaic es habitar ese mundo sin juzgarlo ni menospreciar a sus personajes, aunque a veces roce el límite del amarillismo, pero el virtuosismo en la puesta salva todo desliz: el realismo está dado aquí por la creencia en el plano secuencia como una ética formal, y no por la explicitud de la violencia. Cuando ésta emerja, será como testimonio de una forma de existencia, a través de la incorporación de los lenguajes audiovisuales de los propios protagonistas (sobre todo, sus filmaciones caseras de golpizas y hazañas), otra virtud de una película que esta vez sí intenta comprender a los jóvenes en sus propios términos. Por Martín Iparraguirre
Jóvenes skaters destructivos en una Serbia de protestas y descontento. Eso es Tilva Ros. Pero, un poco más adentro, también es protagonismo cambiante, multitudes que irrumpen y obligan a abrir el plano, violencia y ternura en simultáneo, cambio, fluidez y transiciones constantes. En la película de Nikola Lezaic todo sigue un camino definido, pero no de forma que sea un sólo paisaje el que pueda verse, sino de manera que sea posible encontrar en un hecho o personaje múltiples lazos y relaciones con todo lo demás. Ni la contundencia del punto de vista de Toda (Marko Todorovic), personaje dominante, intenso, acaso principal fuente emisora y sobre todo receptora de las mayores destrucciones (emocionales y físicas) consigue limitar el amplio terreno sobre el cual Tilva Ros elige moverse. Y los múltiples travelling y panorámicas no son más que otra expresión de esa voluntad: la de no aislar, la de abrir y hacer converger personajes, relaciones y conflictos para fundirlos en un espacio común. El mejor ejemplo de ese programa es una escena en la que, y luego de que Toda se enoja y se aparta de sus amigos, aparece tras las paredes una multitud marchando. Toda sale caminado, y el grupo entero lo sigue. Al pasar junto a los manifestantes, nuestros personajes se confunden entre otros, hasta que se desvían hacia un supermercado en donde se organizan para destruir todo a su paso. En ese recorrido en patineta, mientras los productos caen de las góndolas, la cámara los sigue a cada uno por tan solo unos segundos, hasta cruzarse con otro de ellos y entonces perderlo, y así sucesivamente. Al final de la misma escena, los encargados del supermercado llegan y entonces vemos a nuestros protagonistas salir por la puerta de atrás, hasta alejarse en sus patinetas por la calle. Pero el contraplano de los trabajadores en el supermercado nunca aparece. Lo mismo que en los hogares, el lugar de trabajo o la calle, no hay registro de una mirada ajena, extrañada y sentenciosa que pese demasiado por sobre sus acciones. Y allí es donde la película nuevamente se libera de ser capturada rápidamente por una visión que reduzca las particularidades y quiera fundirlo todo a una concepción unidimensional (y en algunos casos, quizás peyorativa) acerca de la juventud. Así, Lezaic expone la certeza de que es posible encontrar mucho más por fuera de los límites de lo que parece estar cerrado en sí mismo. Por eso es que la pista de skateaparece como refugio, y no como hogar; los dobles de riesgo como confirmación y desconfirmación de una amistad, y no como un simple hobbie peligroso; Toda como una plataforma desde la cual se observa mejor la velocidad de los cambios, antes que protagonista indiscutido. Y el esfuerzo es mucho menos un intento de psicologizar y explicar comportamientos que una forma de observación y comprensión más expandida y menos forzada. Lo que resulta es una especie de danza entre figuras y fondos, que se juntan y se separan, se chocan con fuerza y luego se abrazan, justo en el momento en que, tal como sus personajes, parecían irreconciliables entre sí.
Publicada en la edición digital #242 de la revista.