Un retrato a secas El cine de Rodrigo Moreno es realmente un misterio, y no porque el suspenso envuelva sus relatos. En Una ciudad de provincia (2017) se limita a describir la vida de Colón, Entre Ríos. Los personajes, las calles de la ciudad, la actividad cotidiana del lugar durante 88 minutos sin ninguna intención clara sobre el espacio o sus habitantes. Tras una primera e interesante película en solitario como El custodio (2006), en donde seguía con obsesión a su personaje principal hasta que la abrupta resolución del film abría un tendal de interrogantes que enriquecían el relato con más cuestionamientos que soluciones, Rodrigo Moreno abandona la fórmula en sus siguientes películas en una suerte de búsqueda autoral que tiene más de divague sobre temas, motivos y razones, que sobre un camino hacia ideas concretas. En Una ciudad de provincia hace un retrato de la ciudad de Colón ubicada en la provincia de Entre Ríos. Sus distintos personajes en sus diferentes actividades, pasando por varias generaciones de las que describe -con cámara testigo- sus comportamientos, sin ofrecer ni insinuar un discurso acerca de ellos. El cine de observación viene desde los hermanos Lumiere (cuyas “vistas” no superaban el minuto) y, si bien se han hecho grandes películas con la temática, también sus repeticiones incansables han aportado tedio al espectador. En toda observación hay un punto de vista, un discurso para ofrecer. Aquí el director elige el silencio a la hora de reforzar alguna idea sobre lo mostrado. Que la cuarta realización en soledad de Rodrigo Moreno retorne sobre la observación, ya no de la clase media como en Un mundo misterioso (2011), ni de una empleada doméstica de bajos recursos como en Réimon (2012), sino de un pueblo del interior, parece ser una decisión del cineasta que resuelve que menos es más. Y lo es, pero en su mera observación no excede la contemplación, no trasmite emociones, ni destaca una cualidad del lugar, ni mucho menos reflexiona sobre aquello que expone ante la cámara. Simplemente observa sin agregar nada, nada para contar, nada para decir.
Documentales sobre pueblos o pequeñas ciudades hay miles. Aquí y en el resto del mundo. Cualquiera puede tomarse unos días, instalarse en determinada localidad, comenzar a filmar la dinámica del lugar y, con un poco de intuición, persistencia y sensibilidad, hasta podrá encontrar esos personajes entrañables que pululan en todo entramado social. Lo que diferencia el simple documental observacional de la película con vuelo propio es el ojo del director, su capacidad para conseguir algo más que el registro puro y duro, y luego para construir en la mesa de edición una narración superadora de esa “realidad”. Rodrigo Moreno consigue en varios momentos de El custodio y Una ciudad de provincia que los viejos que se reúnen cada noche en el bar, los adolescentes que juegan al truco o van a la disco, los entusiastas rugbiers, las vendedoras de artesanías (industriales), los músicos, los perros, los que pasean en motos o los pescadores en el río adquieran una dimensión especial. Esa sinfonía de la ciudad es en el conjunto -en el fluir y la deriva que presenta el director- bastante más que la suma de sus partes. La propuesta del director de Un mundo misterioso tiene dos características aparentemente contradictorias entre sí: la ciudad luce más fea de lo que en verdad es y, por suerte, no se regodea en el patetismo que suele abundar en todo pueblo o ciudad pequeña (¡y en las grandes urbes también, vamos!). El relato coral y la falta de testimonios a cámara reveladores o emotivos (lo más “intimo” que hay es una charla entre dos chicas en moto sobre miserias afectivas de personajes que no conocemos) hacen que ningún personaje genere particular empatía o interés. Todos son seres anónimos porque, en verdad, el eje del film es la ciudad en sí misma. El resultado es un retrato comunitario con un tono amable y, en ciertos momentos, incluso lírico y fascinante. No es poco.
Observar una ciudad Tras un inicio como co-director y luego como solista -dos ficciones, un documental de observación- Rodrigo Moreno vuelve a incursionar en este segundo género, esta vez sin el carácter individual de Réimon (2014), donde retrataba a una empleada doméstica. Aquí, por el contrario, el enfoque es colectivo y apunta a los habitantes de la ciudad entrerriana de Colón. El registro de la cotidianidad, sin guión ni linealidad narrativa, nos provee calidez frente a las apacibles imágenes de las personas y los paisajes. De tal modo presenciamos un día de pesca, una conversación entre dos adolescentes mientras andan en moto, un partido de rugby, una charla de ancianos en un bar e incluso la limpieza de un local bailable al día siguiente. Como toda ciudad, Colón ofrece un sinfín de peculiaridades cuya aprehensión requiere estar con la cámara en el lugar y el momento indicados. Los espacios se llenan con preciosismo o con crudeza, o con ambos componentes a la vez. Una ciudad de provincia lleva a cabo su indagación de manera relajada, sin necesidad de imponer, forzar o subrayar nada. El resultado es ambiguo. La simpleza buscada en la propuesta, que apela al naturalismo, da cuenta de un cine menor, pequeño, apenas promiscuo, que no termina de saciar como experiencia cinematográfica.
El espectáculo plácido de la vida El director de El custodio elabora una serie de viñetas que captan distintos aspectos de un lugar y sus habitantes. Siguiendo las reglas del documental de observación, en Una ciudad de provincia el cineasta Rodrigo Moreno realiza un recorrido por la ciudad de Colón, Entre Ríos, a través del cual consigue aprehender una parte esencial de la vida en esas pequeñas urbes que vistas desde Buenos Aires pueden ser percibidas como pueblos grandes, pero que en el contexto demográfico de las provincias trascienden con claridad dicha categoría. Uno de los aciertos de la mirada del director de El custodio y Un mundo misterioso radica en esa capacidad para detectar y capturar ese carácter dual del objeto que decidió retratar. La película trabaja a partir de una serie de viñetas breves que capturan distintos espacios vivos de la ciudad y a través de ellas hace avanzar su registro sobre una línea de tiempo que parece abarcar el espacio de una semana. El relato comienza con un largo plano secuencia que sigue la línea de la costanera, donde se ve a distintas personas realizar sus rutinas matinales, como hacer ejercicios o caminar hacia destinos que Moreno no se preocupa ni precisa señalar. Enseguida, desde un estudio de radio dos músicos populares le ponen sonido a la mañana. No es difícil imaginar que así es como se viven los lunes temprano en una ciudad como Colón. Las viñetas pasan como diapositivas animadas y registran diversas rutinas de la ciudad, y al irse montando dan cuenta de la vida del lugar. La crónica de las actividades de dos pescadores de río. Un grupo de chicos se junta a jugar al truco en una panchería al final de la tarde. Las empleadas de un local de souvenirs y artículos tradicionales limpian y montan la vidriera. Un par de perros vagos dan vueltas por el centro y les alcanza con ponerse a ladrar en medio de un cruce de calles para detener el tránsito. Ese recorrido no solo capta distintos momentos de la vida cotidiana en Colón, sino que también registra con oído afinado las diferencias sonoras de cada espacio y da cuenta de las diferentes máscaras que el lenguaje se va calzando dependiendo del ámbito en que se desarrolla cada escena. A veces utiliza a un personaje como guía para pasar de un espacio a otro, un nexo para unir momentos que de otro modo bien podrían mantenerse inconexos. Con ese recurso simple el director fortalece la unidad del relato y le propone al espectador una modesta pero bienvenida complicidad, al mismo tiempo que alimenta la sensación de que esas ciudades de provincia son como pequeños Aleph en los que todas las líneas se cruzan y todos se conocen. Moreno también se permite la libertad de apelar a recursos ligeramente emparentados con géneros como, por ejemplo, la comedia física. Como cuando convierte al patio central de un edifico municipal en el escenario de una coreografía de personas que entran y salen de un sinfín de puertas, y que al cruzarse por las galerías abiertas obligan a que la cámara vaya saltando de una a otra, cambiando todo el tiempo la dirección. Algo parecido pasa con una sucesión de planos en los que registra la superposición de perros callejeros y motociclistas que tiene lugar sobre las calles de tierra de un barrio de la periferia. La vida cotidiana convertida en una comedia leve a partir de la mirada y el montaje. Lo mismo se puede decir de una secuencia en la que un par de chicas jóvenes, comerciantes, se juntan a chismorrear sobre la vida y las miserias de los otros, mientras vuelven a su casa en ciclomotor y permiten que la película se convierta por un rato en un novelón de pueblo. Mientras tanto las viñetas se acumulan y marcan el ritmo del relato. Un hombre y una mujer que parecen testigos de Jehová recorren un barrio tocando los timbres de las casas, pero no consiguen que se abra ni una puerta; los jóvenes se juntan frente a una disco y adentro bailan, se miran y se divierten como los de cualquier otra parte del mundo. La decisión de Moreno de darle continuidad a algunas de estas viñetas a lo largo de la película le da al tiempo una dimensión concreta y permiten imaginar el paso de la semana. Eso ocurre al unir la secuencia del entrenamiento del equipo de rugby de la ciudad en la primera mitad de la película, con otra sobre el final en la que se muestra un resumen del partido con el equipo de otra ciudad, generando esa sensación de avanzar temporalmente en una dirección determinada y sobre un lapso concreto de tiempo. Y así como parece pasar la vida en Colón, así pasa Una ciudad de provincia, sin sobresaltos, como el espectáculo plácido de la vida yendo hacia ninguna parte. O hacia todos a la vez.
“Una ciudad de provincia” muestra el día a día de Colón, y cómo desde el detalle de las actividades y de las rutinas se desnuda una reflexión sobre los habitantes, siendo ahora personajes de una propuesta que devuelve al documental de expectación su sentido original y pasión. Rodrigo Moreno reposa su mirada y en cada decisión sobre la puesta de la cámara hace una profunda reflexión sobre las rutinas y las posibilidades de trascenderlas con charlas banales e intrascendentes.
BAFICI 2017: películas para celebrar y discutir. Como sus títulos de crédito, esta incursión de Rodrigo Moreno en las rutinas de una ciudad entrerriana está escrita con minúsculas. Después de un comienzo en el que la cámara envuelve, con un elegante movimiento, una majestuosa edificación mientras se escucha la música que un pueblerino interpreta en una emisora de radio local, se da paso a una mirada que pone su atención en lo pequeño y lo frágil. Moreno no busca satirizar ni idealizar las sencillas costumbres de los pobladores; sólo se detiene en gestos y detalles, que van apareciendo como en bloques, determinados por distintos ámbitos. Delectándose con los empleados que entran y salen de distintas oficinas en el interior de una dependencia oficial, o con una mano que intenta acomodar pequeñas artesanías en una vidriera, logra gags imprevistos que recuerdan el cine de Jacques Tati; colándose en las conversaciones de dos pescadores o de un grupo de risueños adolescentes, consigue extraer miradas y expresiones sinceras, en las que puede hallarse algo de esa nobleza difícil de encontrar en las grandes ciudades; acompañando a dos chicas que no paran de criticar a personas que conocen mientras circulan en moto, convierte un hecho intrascendente en un acto vital y gracioso. Algunas decisiones no parecen justificadas, como demorarse dos veces en el juego de unos jóvenes rugbiers (si bien en la segunda ocasión una pelea entre los mismos produce chispazos), aunque se evidencia, y se agradece, que el director esté todo el tiempo raspando el diamante en bruto que ofrece su material, encontrando a menudo fulgores y explotando, con el encuadre o la edición, ideas con sentido lúdico. En estos tiempos en los que casi no apartamos la vista de nuestros teléfonos celulares, el film reivindica el placer de mirar (personas, perros, calles, paisajes, lo que sea), distrayéndose incluso, sin apuro ni fines utilitarios. Fernando G. Varea
Una cámara registra, más que documentalmente, una ciudad del interior del país en la última producción de Rodrigo Moreno (El custodio, Reimon, Un mundo misterioso) que fue parte de la Competencia Argentina del BAFICI 2017 donde recibió una Mención Especial del Jurado. Los documentales de observación juegan a hacernos creer en su registro como una totalidad abarcativa y en la posibilidad cierta de alcanzar una imparcialidad objetiva a través del mecanismo utilizado. Una ciudad de provincia demuestra que tal cosa no es cierta. El que crea que conoce Colón, en la provincia de Entre Ríos, tras mirar el documental no ha entendido nada. Moreno planta su cámara en diferentes lugares y frente a personas comunes y corrientes y hace pasar esas imágenes en un encadenamiento, en un montaje que es, por principio, resultado de toda una decisión. No persigue personajes carismáticos o subyugantes que seduzcan fácilmente al espectador. No se ciñe a localismos ni a postales turísticas de exportación (salvo quizá cuando filma al músico en el río) ni a los sitios reconocibles de la ciudad. Trata de atrapar la vida cotidiana de esa gente y el color de sus paisajes. Va del río y sus pescadores a una radio “pueblerina”, de una noche de truco entre jóvenes en un “drastor” (el drugstore colonizado) a una práctica vespertina de rugby o una mañana de partido, de una noche de hombres y cartas en un bar a una de jóvenes en un boliche y la posterior limpieza del lugar por un dúo de mujeres, de un negocio de artículos regionales y “artesanías industriales” a uno de ropa interior, de una charla nocturna entre dos mujeres yendo en una moto cada una de ellas a un día de actividad municipal. Y siempre los perros sueltos como amos y señores del lugar. La intervención del material está siempre a la vista. La charla de las damas entre motos es toda una puesta en escena que igualmente hace gala de una naturalidad plena y verosímil. El “objeto” de la charla podrá preguntarse si vale la pena alcanzar la fama a costa de su vida expuesta públicamente pero eso es otra cosa. Mostrar como un vodevil de puertas que se abren y se cierran constantemente, un desfile de empleados municipales en plena actividad diaria, carpetas que van y vienen, personas en espera de ser llamados, mucha pero mucha caminata, grupos fumando en el patio central del edificio que es donde se sitúa la cámara, es contar la actividad pública bajo una mirada determinada. Lo evidente es que Moreno ha alcanzado un vínculo con lo registrado que le permite que éste se mueva frente al ojo de la cámara como si ella no existiera, los participantes en general se manejan con una naturalidad sorprendente y como si no prestaran atención a la imagen que se va imprimir.
Instantáneas En el montaje se concentra la vitalidad del nuevo opus de Rodrigo Moreno, Una ciudad de provincia, y tan taxativo como su título lo que el director de El custodio intenta reflejar es la vida de la ciudad de Colón, Entre Ríos, sin otro propósito que el de todo documental de observación desde el punto de vista de la partida de este relato. A modo de viñetas, el retrato de personajes en su rutina cotidiana, en sus trabajos o reuniones de amigos, con una cámara en su rol de testigo, distante de todo acto de intervención. Los espacios son los que expresan la fisonomía de la ciudad de Colón y los rostros la geografía de las diferentes emociones. Nada es impostado o por lo menos esa es la sensación que perdura en la transparencia de la imagen, así como resulta difícil trazar alguna correspondencia entre las viñetas. Allí, en el espacio cinematográfico capturado por Rodrigo Moreno coexisten por ejemplo el acompañamiento a unos pescadores, el seguimiento de los perros y las motos, con un programa de radio mañanero que presenta a un dúo de acordeón y guitarra. Todo eso superpuesto con ese ritmo de pueblo y un tiempo que parece no transcurrir, salvo por el corte que se genera desde el armado de la secuencia y el montaje para ensayar alguna línea cronológica. Otro aspecto a destacar de este documental de Rodrigo Moreno obedece al uso del sonido y la captación de los diálogos, de las las banalidades propias de cualquier conversación mundana como la que mantienen dos chicas en regreso con ciclomotores mientras la cámara de frente encuadra una típica secuencia de lo que podría ser cine argentino luego de Mundo grúa. Con Una ciudad de provincia el director de Reimon deja de lado su coqueteo con la ficción y confirma su capacidad de gran observador ya demostrada con creces con su debut en solitario junto a Julio Chávez en la gran película El custodio.
La nueva película del realizador de “Un mundo misterioso” y “Reimon” es un retrato observacional de la ciudad entrerriana de Colón a lo largo de un fin de semana. Se exhibe en la Sala Lugones desde el jueves 26 de abril al miércoles 14 de mayo. En la década de 1920 se hicieron varias películas que se dedicaban a retratar visualmente (generalmente con acompañamiento musical de orquesta en vivo) una ciudad, siendo sin dudas la más conocida de todas ellas, BERLIN, SINFONIA DE UNA CIUDAD, de Walter Ruttman. A su manera, y casi un siglo después, la búsqueda de Moreno es similar, aunque más que de una sinfonía, lo suyo estaría más cerca de un cuarteto de cuerdas o un “unplugged”. En lo que parece ser un fin de semana, la cámara de Moreno (la fotografía es de Alejo Maglio) recorre la ciudad de Colón, Entre Ríos, retratándola en diversos aspectos sin más eje temático que descubrir la discreta belleza de la vida cotidiana en una ciudad en algún punto equidistante en su dimensión y actividad entre las grandes ciudades y los pequeños pueblos. Este retrato va pasando por distintas zonas y personas: el río, la playa, los bares, los negocios, la vida nocturna, las calles, por momentos utilizando el audio de modo indistinguible, casi de fondo, y por otros –como en el largo recorrido en moto de dos mujeres por la ciudad– poniéndolo en primer plano. El desafío del filme es encontrar la manera de retratar a una ciudad a la que podríamos definir como normal o común (cada ciudad tiene sus características y Colón cuenta con la fuerte presencia del río y su costado turístico) y convertirlo en materia cinematográfica interesante, rica para la observación, a la manera de un retrato fotográfico en movimiento. Moreno lo consigue, la mayor parte del tiempo, deteniéndose en algunos detalles (el “drugstore” llamado Drastor, las rutinas del boliche nocturno, un peleado partido de rugby, la actividad de los pescadores, los animales que circulan) y recorriendo tanto su arquitectura más destacada como su centro comercial más convencional. Es compleja la tarea que Moreno se propuso ya que no hay nada más inasible –por más visible que sea– que la “vida común”. Y hacerlo sin usar ningún hilo narrativo –ni personajes a seguir– plantea un desafío aún mayor. Pero el realizador de UN MUNDO MISTERIOSO sale airoso de su autogenerado problema, llevando al espectador a hacer sus propias asociaciones con su historia, con su mirada y hasta con su propia “normalidad”. Una mirada amable, de observador curioso, de viajante que visita un pueblo y nos cuenta con imágenes el lugar en el que pasó un fin de semana.
La sinopsis de Una ciudad de provincia podría hacerla idealmente Agustín Ferrando, el uruguayo de Tiranos Temblad y Otra semana en Cartoon, con su tono sin apuro: un señor tocó la guitarra, dos mujeres conversan de la vida de otros mientras van en moto muy despacio, dos perros impiden que avance un auto. Este es un documental sobre una ciudad del interior, Colón, Entre Ríos, que atrapa la vida (!) o fragmentos de ella editando imágenes de su dinámica cotidiana. Si se mira con atención y sensibilidad, cualquier situación es cine en potencia, y el director Rodrigo Moreno (El Custodio, Un mundo misterioso) salió a registrar escenas, callejeras o puertas adentro, con sus sonidos y diálogos "incidentales". Y lo hizo con una mirada y una atención que dio, edición mediante, con el cine que guardaban, incluidos picos de sutiles emociones y hasta escenas desopilantes, como la de las empleadas que, al cerrar, salen en moto a dos por hora entregadas a una larga conversa, con los cascos puestos, sobre la vida de otra. Hay una cadencia, un ritmo, que hacen de este ejercicio de observación uno dedicado y sin prisas pero nada parsimonioso. Una invitación a observar y compartir expuesta de tal forma que hace de Una ciudad de provincia una experiencia atrapante y placentera. Todo un logro para un film que no tiene tema ni personajes centrales. Este es un mosaico, una pintura de una comunidad hecha desde la ausencia de superioridad y que jamás se acerca a la burla o la condescendencia. Tampoco se acerca Moreno a sus personajes lo suficiente como para que nos interesemos más en ellos, ubicándolos como parte de un todo, coro en el que también tienen lugar algunos animales, los colores del agua y el cielo, la sinfonía de canto de los pájaros.