ANDAMIO DEL SÉPTIMO ARTE "Utópico y recomendado filme, sobre todo para estudiantes de cine interesados en el origen del detrás de escena y sus secretos. Emocionante entrega y ejemplo sobre el Cine dentro del cine" Mes provinciales, 2018 Étienne se muda a París para estudiar cine en la universidad. Allí conoce a Mathias y a Jean-Noël, que comparten su misma pasión. Sin embargo, a lo largo del año, sus aspiraciones se verán truncadas, ya que deberá atravesar pruebas de amistad, amorosas y artísticas. Jean-Paul Civeyrac se destaca en realzar los claroscuros y el byn de sus protagonistas, trazando su estilo en un magnífico trabajo, valiéndose de sutiles planos y movimientos de cámara. Con respecto al guion, se sostiene gracias a sus elocuentes diálogos. Si bien es de ritmo lento y extenso para cierto tipo de espectador, bien podría afirmar que es una extraordinaria lección para otro avezado público. El Director y Guionista no deja pasar detalle alguno, consiguiendo empatía de manera inmediata. Por otra parte se destaca una inmejorable puesta en escena. El trabajo de utilería es extraordinario. Y por último, las interpretaciones, la permanente interacción de sus protagonistas entre sí y con todo el reparto es inmejorable, destacando a Andranic Manet y Diane Rouxel. " En conclusión, considero que es una excelente e imperdible película, con un impredecible guion y con la oportunidad de bucear en el mágico universo cinematográfico"
Cinefilia mon amour Propuestas de calidad cinematográfica como Una educación parisina no abundan tanto en el cine de pantalla grande como en el universo del streaming (salvo en plataformas especializadas como Mubi) a pesar de que su público siempre se encuentra al acecho una vez superada la inercia de lo comercial. Para entrar en ese retrato generacional, que el director y guionista Jean-Paul Civeyrac rodea de cinefilia con referencias constantes y un nostálgico blanco y negro para transmitir un estado de ánimo más que de época, se debe tener presente el contraste del tiempo. Aquí, conviven los jóvenes estudiantes de cine desencantados de la utopía cultural del Mayo francés del 68 con los nuevos post-modernistas muy poco apegados a las propuestas y estimulaciones del arte contemporáneo. Textura de nouvelle vague sobre textura de aquel cine de buenos diálogos y reflexiones sobre la vida, y la banal existencia humana suman las relaciones y los vínculos de amistad como punta de lanza y las historias de amor como potencia para la creatividad. El protagonista de este film es Êtienne, quien deja a su novia para emprender sus estudios en París. Rápidamente, se empapa de esa cultura académica y entabla vínculo con Mathias y Jean Noël. Con el primero, su relación oscila entre la admiración y la dependencia de sus juicios sobre sus producciones (un cortometraje del propio Êtienne). Mientras que con el segundo, la confianza es mucho menor aunque la colaboración permanente es el plus que Mathias no brinda. Los amores fugaces van y vienen como las ganas y el desgano del joven estudiante a medida que avanza en su educación cinematográfica. Así las cosas, Una educación parisina es un lazo que conecta el buen cine con las buenas historias y siempre fiel a un estilo artístico que se ve plasmado en cada plano y secuencia.
En estos años baldíos de Marvel, gore y las más diversas formas de cancelación, la mera existencia de este film bastaría como motivo de júbilo. Sus personajes son jóvenes estudiantes de cine desencantados de sus abuelos, es decir, de quienes hicieron el mayo francés de 1968, la nouvelle vague, la imaginación al poder y el prohibido prohibir, y más tarde traicionaron sus principios -sin el humor de Groucho- para transformarse en esos buenos burgueses contra los que tanto habían combatido. Jean-Paul Civeyrac, director del film, es legatario de una indignación similar a la vez de una nostalgia ajena, ya que era un niño cuando ocurrieron aquellos hechos (hoy tiene 57 años, y 52 en el momento del rodaje). Estos estudiantes provienen del interior (Lyon, Bordeaux, etcétera) y llegan a París para estudiar cine, tanto en la teoría como en la práctica de cortometrajes. Civeyrac los filma en blanco y negro, pantalla panorámica, y los dota de atributos más literarios que reales: discuten en los cafés como se discutía cuando aún se fumaba (ellos siguen fumando); debaten películas como en los tiempos de la Cinemateca de Henri Langlois, y citan autores, filósofos y cineastas como lo hacían los personajes de Godard, pero con una diferencia básica: lo que en la nouvelle vague era expresión de libertad o contingencia (Belmondo en la bañera leyendo en voz alta una edición “poche” de la Historia del Arte de Elie Wiesel, en Pierrot le fou), acá las citas responden a un orden estrictamente cartesiano; todas ellas se pueden explicar en el contexto de lo que les ocurre a los personajes y a la dirección moral que toma la película con respecto al mundo y a la historia (o, como se decía en una época, las citas son el “mensaje”). La contradictoria moraleja podría ser: si los abuelos nos traicionaron, nos vengaremos de ellos con una lógica pre-godardiana aunque naveguemos sus mismas aguas y empleemos sus mismas armas. Mes provinciales, título original del film que alude a esos estudiantes de provincia que vienen a tomar su educación parisiense, es también el de una obra de Pascal en la que el autor de los “Pensamientos” arremete contra la hipocresía de los jesuitas: la mentira es lícita siempre que no intentemos engañar a Dios. El protagonista del film, Étienne (Andranic Manet), una versión más melancólica que la del Antoine Doinel de Jean-Pierre Léaud de Truffaut, o la del de La maman et la putain de Jean Eustache (aunque menos problemático para irse a la cama con la que sea), se compra una edición, también poche, del Pascal referido, porque esa idea rige su vida: desde luego, sustituyendo el lugar de Dios por el de él mismo. Así, con esta individualidad frágil que necesita siempre de una lógica contenedora (cosa que no les ocurría a los desenfadados próceres del 68) transcurre un film donde los vínculos entre sus personajes están mediatizados por la cultura que consumen. El seguimiento de esos consumos se vuelve didáctico, aunque -ni falta hace aclararlo- para un público fuertemente cinéfilo. Sólo para ese público esta película será un festín. En tal línea, la forma en que uno de los tres amigos protagónicos, Jean-Noël (Gonzague Van Bervesselès), homosexual, enamorado en vano de Étienne, encuentra para hablarle por primera vez del tercero, Mathias (Corentin Fila), el líder del grupo y el cinéfilo más agresivo (aunque de corazón tierno, si se lo compara con algunos especímenes locales), es diciéndole: “Le encantan las películas de Boris Barnet”, cosa que sorprende gratamente a Étienne. Barnet (1902-1963), el director ruso de La chica del sombrerero y El agente secreto, se alinea en el guion enciclopédico de esta película con otros artistas soviéticos disidentes, seguramente los preferidos por Civeyrac, con el fin de establecer vínculos entre los personajes y, como se dijo antes, explicar lo que les ocurre en su propio contexto. Poco más tarde será el turno de Marlen Khutsiev (1925-2019), cuya película La puerta de Ylich ven los tres amigos en una proyección casera en el departamento que alquila Étienne en París. Tal proyección dará pie a que se entrometa Annabelle (Sophie Verbeeck), su compañera de piso y activista de cuanta causa circula por allí, y se entable una extensa discusión, como en los años 60, de arte militante contra arte por el arte. Los rostros cambian, los debates permanecen y también las citas: el socialista Marcel Sembat le pidió a Matisse que no se enrolara en el frente, durante la Primera Guerra, porque –le enrostra Mathias a Annabelle— la misión de un artista es ejercer el arte y no morir en el frente. No sólo son cineastas los soviéticos disidentes citados en el film sino que también hay músicos, como la pianista Maria Yudina (1899-1970), que hacía llorar a Stalin aunque nunca dio el brazo a torcer, y a quien el profesor de cine de Étienne le hace escuchar el CD de una de sus versiones de Bach). Flaubert, su correspondencia artística; Pasolini, sus Cartas Luteranas, y algunos de los poemas de Novalis y Gérard de Nerval (a quien Mathias menciona, familiarmente, sólo como Gérard) son otras de las referencias literarias sobre las que se sostiene la arquitectura de citas del film, su tardío romanticismo y su spleen mórbido (pese a que otro de sus personajes desprecie a Baudelaire de manera manifiesta). Mathias, con su típica iracundia de cinéfilo, suele reprocharles a los cortometrajes de sus compañeros la falta de realidad, la carencia de una expresión regida por la necesidad en lugar de esos asuntos que llenan los medios y las redes sociales, o que no son más que literarios. El film de Civeyrac suele ponerse a salvo de esos riesgos justamente cuando deja de lado lo literario y asoma una “realidad” distinta: la visita de los padres provinciales de Étiene a París, por ejemplo, o esa magnífica escena nocturna en la que el protagonista pasea a solas con Mathias, observan el Sena, y el film construye una metarrealidad sobre sus propios diálogos, sin citar a nadie más que a ellos mismos.
Jean-Paul Civeyrac entre cinefilia y sueños de juventud Un personal e intimista retrato sobre la juventud, las relaciones, la literatura y el cine es la propuesta que el francés Jean-Paul Civeyrac (Mon Amie Victoria, Ni d’Eve ni d’Adam, Des filles en Noir) ofrece a través de "Una educación parisina" (Mes Provinciales, 2018), película que formó parte de la 68 Berlinale y del BAFICI. Etienne (Andranic Manet) llega a Paris, proveniente de Lyon, para estudiar cine en La Sorbona 8 y así desarrollar sus sueños artísticos. Atrás quedan su amor por la pequeña ciudad de provincia como el que siente por su novia. La ciudad no solo le depara un nuevo estilo de vida sino también nuevas amistades. Entre ellas, Jean-Noël (Gonzague Van Bervesseles), el introspectivo y callado compañero de clase que se enamora platónicamente de él, y Mathías (Corentin Fila), un magnético afrodescendiente, radicalizado y aspirante a cineasta que reniega sobre los gustos del público y no se guarda ninguna crítica frente a los trabajos realizados por sus colegas universitarios. Personaje con el que Étienne siente una terrible y obsesiva fascinación mientras, en paralelo, disfruta de los amoríos de la bella Valentina (Jenna Thiam), su primera compañera de departamento, y Annabelle (Sophie Verbeeck), una efervescente militante que lo introduce en el activismo político. Fotografiada en un sofisticado blanco y negro que le imprime elegancia y atemporalidad (está ambientada en el París de las dos últimas décadas del siglo pasado pero bien podría suceder en el presente), Una educación parisina se divide como un libro en cuatro capítulos (“Un pequeño castillo de bohemia”, “El iluminado”, “Una chica de fuego”, “El sol negro de la melancolía”) y un epílogo que le permiten a Civeyrac estructurar la evolución (e involución) del personaje a través del periodo de tiempo estudiantil, y lo hace apelando a un relato compuesto por un sinfín de citas cinéfilas (Serguéi Paradjanov, Marlen Kutsiev), discusiones vinculadas al mundo del arte, y referencias literarias (Novalis, Flaubert). Nada que no hayamos visto en películas francesas de Philippe Garrel, Olivier Assayas o Arnaud Desplechin, pero, la diferencia es que en Una educación parisina, cuyo título original Mes Provinciales referencia a la obra homónima de Blaise Pascal, todo ese bagaje intelectual no ahoga la trama, sino que funciona como complemento para que pueda tomar otras bifurcaciones, abrirse hacia otros temas, caminos mucho más sustanciales y complejos narrativamente. Civeyrac ofrece una historia hipnótica, que como Etienne va mutando a través del tiempo. Ni el peronaje ni la película son los mismos después de los 135 minutos de metraje, y ese cambio es producto de un director capaz de tomar las decisiones correctas a través de una feroz puesta en escena, un pulso narrativo al que nunca la tiembla la mano y un agudo desarrollo de sus personajes. Sin concesiones, pero con una mirada romántica y melancólica.
Una educación parisina trae una historia que ha sido contada y vivida por muchas generaciones: los intensos años de la juventud -en este caso de un sector particular de la pequeña burguesía francesa- donde todo cambia y todo se discute y la fascinación y la melancolía por aquello que nunca llegará, atraviesan los días, que se hacen noche y luego se hacen día. Aquí el realizador se reconoce como parte de una historia del cine francés de los últimos 50 años. Y por esa clara decisión narrativa a nadie sorprenderá, pero sin embargo no dejará de interpelar al afecto de los espectadores, como quien hace sonar una bella y nueva versión de una canción conocida y querida. Etienne va a París para estudiar cine. Deja en Lyon a su familia y su novia, todo eso que desde la capital se ve como una simple vida pueblerina. Lo que sigue a esa primera escena son tiempos intensos de discusiones sobre cine, poesía, política, deseos, convicciones y amores o desamores. Tiempos de conocer nuevos amigos y parejas, y rápidamente perderlos de vista y seguir construyendo -a tientas- las certezas sobre el mundo y la vida. La película cuenta esto de una manera sumamente honesta y cercana a los personajes. Si alguien durante el desarrollo imagina que hay dobles intenciones, críticas veladas, referencias intelectuales complicadas, olvídelo. La película cuenta el modo en que Etienne atraviesa esa educación parisina con los ojos bien abiertos, admirando lo que imagina de los demás, escuchando lo que dicen con cierta fascinación –especialmente al misterioso y arbitrario y polémico Mathías- y pensando el sentido que de aquello que lo llevó algún día a París a estudiar cine. Gran parte de la película pasa inmersas en las discusiones de los jóvenes Etienne, Valentina, Jean-Noël, Mathías y Annabelle, ya en el departamento compartido, ya las aulas de la facultad París 8 o en los bares. El director Jean-Paul Civeyrac decide utilizar una estilizada fotografía en blanco y negro y eso profundiza la referencia a gran parte del cine francés. Así aparecen Rohmer, Truffaut o Garrell mientras los jóvenes cineastas discuten sobre la posibilidad de contar la vida desde la honestidad de un solo plano. El maximalismo, los principios indeclinables, las posturas políticas, las certezas estéticas, todo está allí discutido; como estuvieron y están en cualquier juventud exuberante en habitaciones llenas de humo de cigarrillo, donde las miradas traen amores efímeros o eternos según a qué hora se crucen. Esa elección plástica de Civeyrac cuenta el estado personal de Etienne, alguien melancólico por lo que imagina que nunca será al mirarse en el espejo de los otros; pero también nos lleva de paseo por una París lejana de lo luminoso, de la gran ciudad que brilla. Es ruidosa y gris, casi burocrática. Una ciudad sin naturaleza. Etienne, y quienes pasan por su vida y quienes llegan a sus días, son parte de una historia ya contada muchas veces. Pero que, a pesar de los cambios de eras y tecnologías y tiempos e imaginarios, sigue ocurriendo cotidianamente. Y no está mal volver a contarla. UNA EDUCACIÓN PARISINA Mes Provinciales. Francia, 2018. Dirección: Jean-Paul Civeyrac. Guion: Jean-Paul Civeyrac. Fotografía: Pierre-Hubert Martin. Elenco: Andranic Manet, Diane Rouxel, Jenna Thiam, Gonzague Van Bervesseles. Duración: 137 minutos.
Una educación parisina parece querer conjurar el espíritu de París nos pertenece, el primer largometraje de Jacques Rivette. Allí hay estudiantes universitarios enfrascados en largas discusiones intelectuales; romances complicados, libros como parte de la conversación y del decorado y caminatas por una siempre espléndida París fotografiada en blanco y negro. Hasta la duración de ambos films, alrededor de dos horas y 20 minutos, se asemeja. Sin embargo, hay una diferencia fundamental entre el film de Civeyrac y la ópera prima de uno de los fundadores de la Nouvelle Vague. Cuando Rivette filmó París nos pertenece, hace exactamente 60 años, era parte de una revolución en el cine. En cambio, Una educación parisina evoca a un pasado cinematográfico, con bastante nostalgia y sin aportar demasiada novedad. El dilema sobre cómo debería ser el cine está contenido no solo en las decisiones estéticas de Civeyrac, sino que aparece de forma explícita en los diálogos. La trama se centra en Etienne, un joven que se muda de Lyon a París para estudiar cine. En la universidad se hace amigo de dos compañeros, uno de los cuales, Mathias, es intransigente en cuanto a sus ideas sobre el cine, que para él debe capturar la realidad. Etienne comparte su opinión, aunque no la expresa de manera tan extrema. En contraposición a ellos, hay un compañero de clase al que desprecian porque defiende al giallo y las películas de zombis. El film cuestiona el extremismo de Mathias, pero en su propia naturaleza se mantiene cercano a sus ideas. Si bien tiene virtudes, entre ellas la belleza de la fotografía y la música clásica que abunda en la película, Una educación parisina responde a una idea de lo que el cine debe ser, que resulta algo limitada y, en todo caso, tiene mejores exponentes.
Un estudiante de cine que llega a Paris, se siente un turista, un extranjero en una ciudad que tardará en conquistarlo. Ayudado por sus padres comienza el camino del crecimiento, la difícil tarea de encontrar su voz, su personalidad como realizador, mientras la vida transcurre entre descubrimientos, dolores y tristezas. El director Jean Paul Civeyrac ama el cine, las discusiones sobre lo que vale la pena ser filmado, la vida real, y no hace caso cuando uno de los personajes declara estar cansado “de las películas quejumbrosas francesas”. Esta es una de ellas, pero con mucho encanto. Filmada en blanco y negro, con un protagonista atado al pasado en sus gustos literarios y cinematográficos, ese largo camino de hacer amigos, perderlos y encontrarlos, los encuentros amorosos, las rupturas y dolores contribuyen a sazonar el motor vital del protagonista que se interroga constantemente sobre su talento, sus capacidades y un futuro incierto. Jóvenes que todo lo observan y discuten con una pasión de noches intensas y constantes replanteos. Hacia la segunda hora el filme adquiere una dimensión dramática más profunda y dolorosa, con un final que puede movilizar al espectador hacia muchos significados.
LOS JÓVENES VIEJOS En la película escrita y dirigida por Jean-Paul Civeyrac un joven de Lyon se va a París para estudiar cine, dejando atrás a sus padres y a su novia, con la que la distancia irá lastrando la relación. Hay en Una educación parisina una mirada interesante acerca de las distancias que existen entre la gran ciudad y el interior, no solo geográficas, sino acerca de cómo la gran ciudad corrompe un poco el espíritu más ingenuo del que llega con todas las ilusiones. Lejos de caer en reduccionismos o en una lógica tradicionalista que defiende la vida de provincias como más noble, Civeyrac piensa el conflicto desde un lugar más complejo e interesante, porque lo expone a través de la experiencia artística. El problema, y a la vez su plataforma conceptual -porque es verdad que la película se difunde más por cómo respira un aire nuevaolero que por estos asuntos que señalamos-, es que el director relega un poco este asunto para construir un relato sobre jóvenes conflictuados en su relación con el arte y el compromiso social y político. Una educación parisina está filmada en blanco y negro, y su materia son extensos diálogos intelectuales acerca del cine, la literatura, la política y la militancia, en fiestas nocturnas o entre las sábanas luego del sexo. Jóvenes en estado de ebullición con sus definiciones irreductibles acerca de todo, especialmente Mathias, por quien Etienne -nuestro protagonista- siente una particular admiración. Está claro que Civeyrac aprovecha este universo como guiño y reverencia a la nouvelle vague, a nombres como Jacques Rivette o Eric Rohmer, e incluso a referentes más contemporáneos y revisionistas como Philippe Garrel, en una película que reproduce sus mecanismos a la vez que intenta repensarlos. No de gusto elige protagonistas jóvenes, que tienen la función de pensarse como herencia de aquel mundo y continuadores de un legado, no sin antes ponerlo en crisis y discutirlo. El inconveniente es que ocasionalmente Una educación parisina se acerca más a lo museístico, con sus personajes recitando parlamentos que connotan el conocimiento de un mundo y su simulación. Hay algo de pose que la película no logra disimular del todo. Claro está que Civeyrac tiene un notable manejo de las herramientas narrativas a su disposición, o en todo caso conoce de tal manera cada rincón de la nouvelle vague que su reproducción es fidedigna: sus escenas callejeras en una París alejada de lo turístico, sus diálogos que parecen surfear un naufragio y terminan encontrando el centro, sus departamentos de estudiantes que nunca terminan de ser un lugar. Lo que le faltó, en todo caso, es construir personajes empáticos con los que podamos lograr cierta identificación. Si aquellos burgueses de la nouvelle vague respiraban el aire de revolución de un tiempo, los de Una educación parisina son esa turba actual de las redes sociales que parece enojada constantemente con todo. El onanismo de pensarse a sí mismo como lo más importante del mundo.
Crítica de “Una educación parisina” Un film de Jean-Paul Civeyrac El noveno largometraje del director francés llega a las salas de cine el 30 de septiembre, tres años después de su estreno en el festival de Berlín. Étienne es un joven de clase media alta, con una personalidad introvertida y una evidente pasión cinéfila, que toma la decisión de abandonar su ciudad, la comodidad de su vida con sus padres y una relación en pareja de seis años, para ingresar a la universidad de cine de París y abrirse camino en la realización cinematográfica. De esta manera, el protagonista inicia un nuevo camino, en una ciudad en la que se respira cine. Lugar donde se relaciona con otros jóvenes dentro de un universo de descubrimiento cultural y en donde tanto el cine, como la música y la literatura son los principales propósitos dentro de sus vidas. En ese marco, es que recae el conflicto primordial del relato acentuando estas interacciones, que se producen entre Étienne, en su nueva vida parisina y sus recientes amistades. Discusiones juveniles que se brindan en torno al cine tradicional y de vanguardia, que se disipan en el bar, en la calle o en la cama de algún cuarto. Allí, se exponen las diversas visiones sobre el arte cinematográfico, en donde las historias personales de los estudiantes, se mezclan reflejándose en sus relatos al momento de realizar sus películas. En este sentido, el film busca dejar en claro la importancia del cine, tanto en su compromiso político como en la vida. Jean-Paul Civeyrac decide con precisión filmar esta historia en un romántico blanco y negro, trasmitiendo mediante la estética audiovisual una fehaciente nostalgia en las imágenes y el recuerdo de aquellos años de la nouvelle vague, movimiento cinematográfico de notable influencia en la obra del autor y más que importante en la vida de todo cinéfilo y cinéfila o estudiante del séptimo arte.
Todo es gris en Una educación parisina, la película de Jean Paul Civeyrac. Cuando el péndulo se inclina para el blanco, respiramos cine, nos conmovemos con los personajes viendo un plano de Marlen Khutsiev, participamos de alguna fiesta y disfrutamos de los rostros juveniles anclados en París. Pero si el péndulo se corre al color negro, la ciudad se vuelve tediosa, los protagonistas sacan a relucir su arrogancia y son capaces de consultarle a Pascal antes de coger. Así están dadas las cosas, en una cornisa entre las telarañas museísticas de la Nueva Ola y ver qué se puede hacer con el cine más allá de la reflexión. No obstante, un epígrafe de Novalis y un primerísimo primer plano de “Cumbres borrascosas” (la primera cubierta de tantas que transitarán a lo largo de la historia) ya advierten el romanticismo de este mundo en blanco y negro (bellísimo por cierto). Etienne se traslada desde Lyon a la capital francesa para estudiar porque “la cinematografía está en París”. Allí intentará dar sus primeros pasos como director, aunque quedará enganchado en su propia película, una vida donde se alternan hermosas mujeres, amigos, y la imposibilidad de conciliar eso con su novia Lucie, que estudia en otro lugar. Civeyrac no descuida uno de los tópicos favoritos de la tradición a la que pretende honrar y la cuestión del amor problemático es uno de los ejes visibles. No obstante, también retoma (a modo de homenaje) las discusiones acerca de taxonomías y posiciones con respecto a las diversas formas de hacer y leer el cine. No faltarán referencias a Rivette, Truffaut, Rohmer y otros cahieristas en torno a debates en cuanto a la ética de las imágenes y otros asuntos pasados de moda. Porque si hay algo interesante en la película es cómo se escenifica el dilema de las nuevas generaciones con respecto a los fantasmas de la teoría del autor. En una escena clave durante una clase de cine italiano salen a relucir argumentos de todos los costados. Están quienes defienden los géneros, están aquellos que se aferran a la idea de que todo pasado siempre fue mejor, los que reniegan del estatuto de las imágenes como si fueran la reencarnación de Serge Daney o los que simplemente viven la experiencia desde un lugar menos contracturado. Un personaje, Mathias, demuele las ideas del resto para escudarse en una pared de soberbia que prontamente mostrará las grietas y las consecuencias emocionales. Etienne ve en él un espejo de su propia arrogancia porque él ha comprado el discurso de que hay que ser una esponja absorbente de conocimiento y dormir en los laureles de la pose (un poco como la película misma, incapaz de inyectar vida allí donde solo hay una enumeración de citas). Algunos intercambios verbales en tertulias hacen recordar al mundo de la crítica cinematográfica, con sus exclusiones, sus variadas formas de desvirtuar, de formar cortes de acompañamiento, incluso, con la tozudez de quienes pretenden reducir cualquier fenómeno estético a una idea personal de política, de modo tal que todo aquello que no entra en sus propias categorías mentales no se discute, se anula, se vapulea desde los lugares más miserables de la chicana. En ese sentido, Civeryac parece tocar una tecla que por estos pagos suena muy seguido. “¿Cómo se sabe si algo vale la pena?” pregunta en un café Etienne a su interlocutor. Posteriormente, avanzada la película, lo vemos sentado entre dos mesas. De un lado, dos jóvenes hablan sobre los poetas malditos; del otro, una mamá le regala una canción de cuna a su bebé. Etienne está en el medio, mira a ambos lados y esboza una sonrisa por primera vez. ¿Encontró una respuesta a la pregunta? ¿Hay que separar el cine de la vida, encapsularlo en la vitrina de un museo enciclopédico, consagrarlo a la amargura infinita? ¿O el cine también es una forma de felicidad posible? Los personajes de Una educación parisina, pese a su condición de burgueses angustiados, tienen sus argumentos. Pero el punto de vista que construye la cámara deja un sabor agrio.
La película de 2018 del realizador francés se centra en un joven provinciano que llega a París a estudiar cine y descubre un mundo nuevo, tan apasionante como complicado. El film del realizador de MON AMIE VICTORIA parece –y en cierto modo es– la prototípica película francesa, esa que sentís que viste cientos de veces. Jóvenes discutiendo sobre cine, política y literatura en camas, calles y cafés, amoríos cruzados, deseos no correspondidos, música clásica (Bach, Mahler) y, sobre todo, el más elegante blanco y negro. ¿Se puede escapar a ese cliché que parece ser un combo de Eustache, Rohmer, Truffaut, Desplechin, algún Garrel y decenas de otros cineastas franceses que versionaron ese mismo universo de la «educación sentimental» parisina? Se puede. Bah, quizás no del todo, pero cuando los resultados son tan buenos no importa demasiado. Etienne (Andranic Manet, que luce como Julian Casablancas pero en versión XL) es un joven de veintitantos que se ha ido a estudiar cine a La Sorbona 8, a Paris, abandonando su ciudad, Lyon, su novia y su familia. Sus aventuras en la capital comienzan haciéndose amigos en el curso: un amable Jean-Noël –que tiene un amor platónico con Etienne– y el más misterioso Mathias, un chico moreno y extraño, apasionado por el cine de autor más radical pero también muy violento en sus críticas a los demás. El grupo se completa con su roommate, ocasionales parejas y amigas, y la relación con su novia ahora lejana que se va complicando. A lo largo de 136 minutos muchas cosas van cambiando en la vida y las relaciones de Etienne. Nuevos amigos y amigas entran, otras y otros desaparecen, llega a su vida la actividad política y se discute mucho sobre el rol del cine como catalizador de debates sociales, así como antes en La Sorbona se peleaban los más «comerciales» y los fans del cine arte. Civeyrac filma a «sus provincianos» con el romanticismo, la melancolía y la mezcla de fascinación y confusión que para todos ellos tiene llegar a la capital y empezar a vivir una vida de apasionamientos culturales, cine y literatura, largas noches de fiesta, infidelidades y alcohol (que, para Etienne, son novedades) y también sufrir las consecuencias de todos esos fascinantes y potencialmente peligrosos juegos. En la película se habla mucho de cine, pero lo que emociona y hace vibrar al espectador es lo bien que el realizador conecta con ese momento de la vida de los que llegan a una gran ciudad a estudiar, especialmente este tipo de carreras repletas de personajes intensos, difíciles y complicados. Hay una mirada que bordea el escepticismo o la tristeza seguramente ligadas a la dificultad, hoy, de sobrevivir haciendo un cine fuera de las normas de la publicidad y las series, más cercano a una verdad personal. Pero la misma película parece negar esa tesis con su propia existencia. Es verdadera, es real, es personal. Y es cine.