Recurso humano Si bien el director Eran Riklis (La novia Siria, 2004) sitúa su film en Israel y Rumania para mostrar una historia vinculada a su cultura, Una misión en la vida (The Human Resources Manager, 2010) tiene que ver con los vínculos. Riklis propone el restablecimiento de relaciones y valores que en el mundo capitalista tienden a depreciarse, con una historia simple y optimista. A través de una publicación en la prensa, la empresa panificadora más importante de Israel aparece difamada por su falta de ética y humanidad. En la noticia se da a conocer que una de sus empleadas fallece a causa de un atentado terrorista y nadie fue a reconocer o reclamar su cuerpo. La jefa de la empresa encarga al Gerente de Recursos Humanos (Mark Ivanir) que limpie el nombre de la panificadora. El reconocimiento de la víctima hasta su entierro quedan así en sus manos, y lo que él consideraba un mero trámite se convierte en una verdadera misión. Una vez presentado el conflicto principal, el film se convierte en un Road Movie, con personajes disímiles que se suman al viaje que debe emprender el Gerente para lograr enterrar el cuerpo. En este trayecto, el protagonista se encontrará con el hijo de la fallecida, de origen rumano. Esta relación, a pesar de los problemas de comunicación, es clave para el curso que tomará la historia y para la transformación que el personaje del gerente sufrirá lentamente. Su visión fría y descomprometida frente al asunto que debe resolver empieza a convertirse en una crisis de identidad y un encargo que parecía totalmente ajeno a su vida y su trabajo cotidiano, se le torna su única meta en la vida. La película tiene también momentos de humor que, si bien no tienen gran eficacia, son necesarios para alivianar el clima trágico que la presencia del cajón fúnebre instaura en todo el recorrido. Por otro lado, como se menciona al comienzo de la nota, el director no deja en ningún momento de lado el contexto político y cultural de su país y eso es lo que le otorga a Una misión en la vida su idiosincrasia particular. No se pretende indagar a fondo en ese contexto pero con algunos elementos Riklis deja asomar su preocupación por su país, representando esto a través de la forma en que las personas son afectadas en su vida diaria. La historia se resignifica así desde diferentes ángulos que dejan entrever una mirada crítica, y tal vez de cierto dolor. Esta película intenta conmover al espectador pero muy sutilmente, sin lugares comunes ni golpes bajos. Porque lo que se pretende principalmente es de dar un mensaje esperanzador, sobre los vínculos humanos y las solidaridad, con un relato claro y simple. Misión cumplida.
BURÓCRATAS La nueva película del director de La novia siria tiene algo de aquella: la tendencia a la bajada de línea, la discursividad y el ánimo de hablar sobre “temas importantes”. En ese caso, le suma un perfil de comedia negra-dramática que mezcla algo de Guantanamera, Después de hora y Pequeña Miss Sunshine (extendida en tiempo y espacio) y el resultado se caracteriza dentro de ese subgénero esquivo que podríamos llamar “comedias sobre burocracias” (algo que el cine argentino de la década de los '80 también supo tener). El encargado de recursos humanos de una empresa panadera debe hacer frente a una campaña de difamación ante el asesinato de una empleada de la compañía, sin familiares visibles que reclamen el cadáver. Lo que inicialmente parece un asunto de mero papeleo se convertirá en un viaje absurdo que comienza en Israel y finalizará en los restos de la antigua república comunista de Rumania (justamente con esos restos del megalómano aparato estatal y sus ineficiencias varias es que juega el director: el Estado como un pulpo burocrático, multiplicador de problemas y pesadillas en las vidas de los ciudadanos), pasando por ex esposo, hijo díscolo, diversos diplomáticos y una abuela perdida en un pueblo ignoto. En ese plan es que Una misión en la vida atrasa, por lo bajo, dos décadas: muestra un problema que hoy por hoy no supone tensión alguna, como la supervivencia de los ciudadanos en un Estado que hace décadas ha dejado de ser comunista (aunque hay algo de especulación equiparable a los “temas” que el nuevo cine rumano ha explotado con ese imaginario en diversos festivales), supone una retahíla de lugares comunes sobre el reencuentro de la familia, sobre el valor moral de la vida por sobre las obligaciones laborales y plantea una serie de definiciones sobre la inmoralidad de lucro empresarial que se prevén desde el minuto 2 de película. En definitiva, una excursión a un país viejo, conocido, desvencijado pero con insólitas pretensiones de novedad.
La ruta de la identidad Un gerente de recursos humanos, en un viaje extraño. ¿Qué escribimos primero? ¿La buena o la mala noticia? La mala: Una misión... es de esas típicas películas, a la europea, basadas en la corrección política. La buena: esa corrección política no es tan ostensible como en otros casos. Tampoco lo es el género: este filme de Eran Riklis (director de La novia siria y El árbol de lima) tiene tantos desniveles como combinaciones. Es, al mismo tiempo, drama, comedia negra, tragedia, sátira. Todo, con un formato, al menos en su segunda parte, de road movie . Hablamos de una película sobre la identidad; discreta y digna. Empieza en Israel. En su génesis hay componentes políticos: violencia social e inmigración. Una mujer llamada Julia, a la que nunca veremos y la única que tendrá un nombre en la película, muere en un atentado suicida. La empresa panificadora para la que trabajaba debe explicar por qué no intentó reconocer el cadáver en un primer momento. La noticia de que Julia era empleada de la compañía se conoció porque ella llevaba, durante la explosión, el último recibo de sueldo. Entre periodistas y empresarios (empresarias) demasiado estereotipados, mostrados de un modo satírico, el gerente de recursos humanos queda a cargo de “limpiar” la imagen de la empresa y, luego, de repatriar el cuerpo a Rumania, donde vive la fragmentada familia de Julia. Ese viaje irá “humanizando” a un hombre que suele tomar a los empleados como meros objetos o números. La crítica, en este caso, es a la economía de mercado; aunque en Rumania también habrá miradas burlonas al viejo comunismo. Todo, hay que repetirlo, sin grandes subrayados. Tal vez, la principal virtud de la película.
Cuando las sorpresas no son buenas En el cine es fundamental la sorpresa, sobre todo cuando se busca construir sobre los moldes del género. Como en esos casos el código con el que el artista se relaciona con su público se basa en la reiteración de determinadas estructuras, la diferencia y el éxito lo alcanzan quienes consiguen moverse sobre esos carriles con la suficiente habilidad como para torcer el recurso en el momento menos pensado, haciendo que todo el movimiento parezca natural. Ahí está la sorpresa. Una misión en la vida, del israelí Eran Riklis, intenta que el carácter sorpresivo venga de la mano del cruce genérico, combinando sobre todo drama y comedia, pero no consigue que las sorpresas en este caso sean buenas. Por el contrario, no hay cruce alguno, sino un cambio de tono que deriva en dos películas montadas la una sobre la otra, que se restan mutuamente. Pero hay más. La vida de un gerente de recursos humanos de una compañía panificadora en Israel se altera cuando el cuerpo de una mujer que lleva muerta más de un mes en la morgue pública, víctima de un atentado suicida, resulta ser el de una empleada de la empresa despedida recientemente en circunstancias irregulares. La muerta es una inmigrante rumana y la aparición de la noticia en un diario acaba por colocar al desmotivado gerente en el lugar del malo de la historia. Presionado por el periodista que sigue el caso y por la dueña de la panificadora, el tipo deberá acompañar al cadáver en su regreso a Rumania, donde el drama se convierte en una road movie tragicómica, bastante endeble en fondo y forma. De un modo deliberado, Una misión... elige “anonimizar” a su protagonista tras su cargo, negándole un nombre para activar el truco del “soldado desconocido”. Sin identidad, ese individuo representará al cuerpo social completo: Fuenteovejuna son todos. Pero esa idea choca contra la manera en que la película se ocupa de la muerte. Porque no se trata de cualquier muerte, sino de aquella que es causada por la violencia que genera el conflicto que tanto daño causa entre las naciones de Cercano y Medio Oriente. Una misión... apenas si se atreve a hablar de las consecuencias más superficiales de esa muerte, que en definitiva son las que podrían provocar una calculada empatía en el público, pero no del origen de tanta muerte: nunca se menciona que detrás de ese cadáver olvidado hay un conflicto de múltiples y muy complejos intereses, que está lejos de encontrar una solución. Por eso es una película manipuladora en la que nadie es culpable de esas muertes, que apela a convertir lo que claramente era un drama en una comedia melodramática cruzada por un absurdo insignificante, efectista y muy mal manejada.
El film cuenta las desventuras de un hombre en crisis en busca de la redención La acción de Una misión en la vida comienza en Jerusalén y termina en algún lugar del interior de un país del este europeo no identificado. El punto de unión entre tan disímiles territorios es el gerente de recursos humanos de una panificadora israelí que debe hacerse cargo de una tarea imposible: reconocer y devolver a su familia el cuerpo de una ex empleada muerta en un ataque terrorista. Con un tono realista que luego abandonará, las primeras escenas del film intentan presentar al personaje central -del que nunca se sabrá el nombre-, pero lo que consiguen es mostrarlo como un estereotipo del hombre en crisis. A todos sus contactos profesionales y personales les falta intensidad, emoción y sentido, tal vez porque, a excepción del protagonista Mark Ivanir, el resto de los actores carece de la habilidad para comunicar alguno de esos sentimientos. Tampoco ayuda la edición desprolija que atraviesa la película, que de todos modos gana en interés cuando el hombre decide viajar al país de origen de su empleada para resolver el grave problema de relaciones públicas que su muerte creó a la empresa. Siguiendo sus pasos está el periodista que dio a conocer la noticia, un personaje tan desagradable y poco logrado que consigue poner el film a la altura de la menos sofisticada de las telenovelas de la tarde. Una vez llegado a destino, el gerente intentará reparar algo del daño que la muerte de la mujer causó a su familia y para eso se pondrá al frente de una caravana que recorrerá el país. A partir de ese momento, el director Eran Riklis ( La novia siria ) intentará cambiar el tono realista por uno más absurdo, una road movie musicalizada con sonidos balcánicos que busca crear una atmósfera similar a los films de Emir Kusturica y no lo consigue, aun teniendo una camioneta que se empeña en romperse, un chofer borracho, un adolescente rebelde y un ataúd a bordo. La aparición de un refugio nuclear, una repentina enfermedad y un tanque agregan sinsentido pero nada del humor negro o trágico que el director quiso conjurar.
Una encrucijada moral Identidad; territorio; nación; país; lugar de pertenencia son conceptos abstractos que se pueden desintegrar con el correr del tiempo y que recién cobran sentido cuando el olvido amenaza arrasar con todo. Y cuando la muerte llega repentina y golpea las puertas de alguien completamente ajeno todas esas palabras vacías se llenan de historia y en un sentido aún más profundo de significado. Ese es el proceso que experimenta a partir de su viaje, suerte de odisea burocrática que parte de Jerusalén hasta un ignoto pueblo de Rumania, el protagonista de este nuevo opus del realizador Eran Riklis. Una misión en la vida (ese es el título local) es un drama con dosis de comedia mezclado en la estructura de una road movie que se centra en el periplo que debe realizar un gerente de recursos humanos de una panificadora de Jerusalén, la cual se ganó mala prensa al recibir acusaciones de negligencia tras la muerte de una de sus empleadas oriunda de Rumania en un atentado terrorista. A partir de la identificación del cadáver -que ningún familiar reclama en la morgue por razones obvias- se llega a la conclusión de que la víctima había sido despedida de su trabajo y gracias a un cheque que sobrevivió entre sus pertenencias se pudo averiguar su paradero. Sin embargo, para el gerente de recursos humanos no es más que un legajo y una carpeta que necesita acumular un papel más para cerrarse definitivamente, aunque para ello deba enterrar el cuerpo en su tierra natal de Rumania. Desde ese momento, el film transita por los caminos convencionales de toda burocracia donde entrarán en juego tanto los intereses de la empresa por lavar su imagen ante la opinión pública; las inquisidoras preguntas del periodista que puso el caso en primera plana y acompaña al gerente en sus viajes; las improvisaciones de la vice cónsul junto a su marido que intenta sacarse el ataúd de encima, entre otros personajes que se irán sumando al raid. Entre ellos, el principal afectado será el hijo adolescente de la víctima (Noah Silver), con quien el protagonista entabla una relación singular que modifica paulatinamente su conciencia y lo obliga a replantearse los errores de su vida y su misión en el mundo. El realizador de El árbol de lima no cae en verdades absolutas respecto a lo que se debe y no hacer ante situaciones como la planteada, simplemente construye, a partir del derrotero que atraviesa el protagonista, una encrucijada moral que intersubjetivamente reflexiona sobre el valor de la historia y la identidad. Al despojarse de un tono grave y adoptar un estilo desenvuelto el film gana atractivo gracias a la excelente entrega del elenco con un destacado trabajo de Marck Ivanir en el rol de este gerente diferente.
Paisajes lúcidos de una extraña misión De Eran Riklis, el autor de «La novia siria» y «Los limoneros» (que acá se estrenó como «El árbol de lima») nos llega ahora una nueva película, más volcada a la tragicomedia. Pero una tragicomedia, digamos, aligerada, aparentemente leve, cosa de hacernos digerir sin susto las cosas profundas que contiene. Cosas como la soledad de los inmigrantes, la sequedad de los jefes que en el fondo tienen su corazoncito, la indiferencia de las empresas hacia su personal más prescindible, la preocupación de esas mismas empresas por la imagen, cuando se les enrostra la mencionada indiferencia, y también el destino, la ironía del destino, la diáspora y las diásporas, el cuerpo, la belleza desatendida, el viaje a la última morada, la emoción de una despedida colectiva, y también, de forma curiosa, inesperada, y tan lógica que parece mentira que suene inesperado, el derecho universal a eso que muchos todavía llaman Ciudad Santa, y entienden de distinto modo. Cómo se abarca todo esto, cómo se hace entretenido y al final hasta un poquito emotivo, convirtiendo en metáfora una anécdota aparentemente menor, es mérito de tres personas. El director Eran Riklis, por supuesto. Antes, el guionista Noah Stollman, que supo adaptar, y en parte mejorar, una interesante novela. Y antes aún, el autor de esa novela, Abraham B. Yehoshuá, que la publicó como «Una mujer en Jerusalén», según reza la edición española. En ella cuenta con singular percepción humorística, pero de humor asordinado, un asunto digno de Mark Twain o Ernst Lubitsch. Protagonista, el jefe de Relaciones Humanas de una panadería industrial donde las personas son tan anónimas como los panes hechos por máquinas. Nadie tiene nombre, solo son el jefe, la hija, la secretaria, el supervisor, la ex mujer, los empleados, etc. Solo una persona tiene nombre, y apellido, pero recién después de muerta. Antes era la mujer de la limpieza. Ahora, el jefe de Relaciones Humanas debe conocerla por su nombre, y llevar su cuerpo a su tierra natal, porque era extranjera y murió en un atentado de una guerra ajena. La historia deriva luego en un viaje medio pintoresco, algo apoyado en caricaturas y clisés (y en la novela también se pierde un poco), pero de pronto descubrimos que llega a buen puerto, vale decir, por algo hace semejante viaje y llega hasta la aldea perdida donde llega. Y es ahí donde el susodicho jefe, y el espectador que lo acompaña, y que también es medio anónimo, empiezan a percibir algo más que la anécdota, y empiezan a soltar la lágrima. ¿Qué es lo que perciben? Llegado a ese punto, el hombre bien podría decir, como dijo aquel marinero del viejo romance español, «Yo no digo mi canción, sino a quien conmigo va». Conviene ir.
De lo indiferente a lo oprimido. Llega por fortuna a nuestras carteleras porteñas la tercer película de Eran Riklis (sus dos anteriores estrenadas aquí fueron La Novia Siria y El Árbol de Lima) un director que continúa eligiendo filmar en su país de origen, Israel, porque según sus palabras, puede interpretar más cabalmente el sentir nacional. Una vez más, en el contexto de una situación política (un atentado que se cobra una víctima) el gerente de Recursos Humanos de la panadería donde trabajaba una inmigrante rumana, es comisionado para repatriar su cadáver. Aquí lo que prima es lo humanitario. El Gerente en cuestión, una brillante composición de Mark Ivanir, aparece desgranado en sus pequeñas miserias y desdichas de vida, y, asumiendo una responsablidad que la siente esquiva, comienza con una travesía que intentará devolverle a la fallecida, Julia, su identidad perdida y tal vez, la suya propia. Y es aquí donde la película gana en frescura, fluidez, dinamismo, ya que aparecen una serie de personajes entre Kaurismakianos y Kusturikianos (la cónsul, el chofer, el hijo de la difunta, su ex marido) que dotarán a la cinta de esta amarga, ácida, divertida y hasta conmovedora realidad, en suelo ajeno, descubriendo dificultades aun mayores que aquellas que se describen inicialmente. (Las nuevas generaciones rumanas aparecen retratadas con un gran escepticismo, oprimidas por la dura realidad que les toca, sin posibilidad de futuro) Se adivina una sugerente metáfora a través de lo que sucede en Rumania, ya que el reacomodamiento de las identidades aun no ha sido del todo resuelto (la madre de la víctima se pregunta: ¿por que la trajeron aquí?) Negarle a Julia su condición de israelí, y por lo tanto, no enterrarla en su país elegido por adopción, significaría desprenderse de la gran responsabilidad que el país sigue teniendo con relación a la situación política en general. Riklis no rehúye el bulto por suerte. Sólo lo humano nos salvará del odio y del olvido parecería querer decir el director a través de sus queribles personajes, y es por ello, tal vez, que la película no busque conmover a la platea, sino que lo logre aun sin proponérselo.
"Dios se lo pague" El director responsable de filmes tales como “La novia siria” (2004) y “El árbol de lima” (2008) parecería, en principio, continuar con la línea iniciada con esos dos ejemplos, entre descripción y denuncia de la vida en el choque de dos culturas o religiones, tan cercanas y tan disímiles al mismo tiempo como son la religión judía y la musulmana. Pero esa primera impresión (no siempre son las validas) queda desarticulada a partir de una segunda lectura del texto fílmico. Ya sea partiendo del titulo original, “El gerente de recursos humanos”, o su nominación en estas playas “Una misión en la vida”. El cambio de nombre empieza a justificarse cuando podemos corrernos de una lectura literal para llevarla al orden de lo metafórico o lo metonímico, que parece ser lo mismo pero no lo es. En el orden de la realidad el filme narra, luego veremos la estructura, digo, narra literalmente las vicisitudes por la que deberá atravesar un empleado jerárquico, el ya mencionado Gerente de recursos humanos, de una empresa israelí obligado, pues es parte de su función, y con el sólo fin de limpiar la imagen institucional, a encargarse del entierro de una ex-empleada que había sido despedida reciente e injustificadamente, que encontró la muerte en una atentado en la ciudad. El punto es que esta empleada era de origen rumano, no tenia familia en Israel y su cuerpo estuvo un mes en la morgue judicial sin ser reclamado por nadie, hasta que fue identificada. En relación a otro tipo de lectura, se podría decir que Eran Riklis, el realizador, conjuntamente, o no, con el guionista Noah Stollman, (no he podido encontrar la novela de Abraham Jehoshua) plantearon una historia plagada de personajes sin nombres y, conociendo uno de los axiomas del cine que reza (valga la palabra) “en el arte cinematográfico nada es casual”, es que se impone poder pensar más allá de lo narrado. Es en este aspecto que el filme se torna más interesante. Deja de ser anecdotario, y en sendos títulos existe una referencia clara a imponerse la necesidad de dilucidar el discurso oculto en el texto. El gerente, inmerso en una sociedad neoliberal, donde los valores parecen haberse extraviado sin remedio, donde todo lo que se hace es en pos de un resultado y beneficio económico, de muy mala gana emprende con la misión que le encomendaron y que finalmente le cambiara la vida. Existe una palabra en la religión judía que define el acto del gerente, se llama mitzva, que traducido literalmente significa “obligación”, existe en ese conjunto de reglas llamada Halaja 613 mitzvot (obligaciones), todas las que se encuentran en la Tora. Pero hay otras mitzvot más cercanas a lo moral, a lo ético, a lo cultural, que se establecieron como practicas de lo correcto. En ambas, en verdad, lo importante es cumplirlas. De las en apariencia laicas una de ellas es darle entierro a las personas, ya que es el ultimo homenaje, o “favor”, que se le puede hacer a cualquiera sin esperar recompensa o devolución por parte del beneficiado. Esta es la justificación desde lo fáctico, profundizar en otras no agregaría nada en este momento. Es así que es este un buen intento de retornar, de recuperar, los valores a lo que nos dicta la moral con todos los recursos que el humano posee, y esto que parece un juego de palabras esta instalado en el titulo en hebreo desde un modismo israelí. Los responsables creo que acertadamente no profundizaron en la problemática político- social de esas latitudes, pues hubiese sido hasta confuso y/o se hubiera perdido en lo cotidiano, al menos para mí lo importante es desde lo ideológico. En cuanto a su estructura, comienza siendo un filme clásico, con la presentación de los personajes y el conflicto, para luego, y por imposiciones del relato, se transforma en una road-movie. Esto se muestra no sólo como un cambio estructural sino también espacial. La segunda parte de la historia transcurre en Rumania, utilizada igualmente en la recuperación de algunos elementos, donde los vestigios de una sociedad no ha sido “enterrada” del todo, de la cual todavía algunas “cosas”, léase principios, se pueden reconquistar. También es de destacar que, sobre todo en esta segunda parte, tiene un tono más tragicómico. Entre las cosas que suceden y los personajes que se cruzan en el viaje iniciático emprendido por nuestro héroe por azar, desde el hijo de la muerta hasta la madre, pasando por los ahora nuevos burócratas del nuevo régimen político, todos extremadamente humanos, reconocibles y proyectables. Basándose en un muy buen guión que circula sobre rieles, disculpe la alegoría, de la mano de su realizador, ayudado por las muy buenas interpretaciones, un muy buen trabajo de selección de actores y la calidad técnica de la realización. (*) Realización de Luis César Amadori (Argentina, 1948).
Un cuento humanista La ganadora del premio del público en el festival de Locarno 2010 tiene un arranque poderoso: Yulia, inmigrante de algún país ex comunista de Europa del Este (no se especifica, pero es Rumania) y empleada extranjera de una empresa panadera en Jerusalén, muere en un atentado suicida. Un cheque la vincula con la compañía, lo que lleva a un periodista a publicar una historia sobre el maltrato de las empresas con los extranjeros. El director del departamento de Recursos Humanos intentará frenar la arremetida amarillista y terminará involucrado con el destino de los restos de la víctima en un viaje a través de la tierra de la difunta acompañado de su hijo adolescente. Algunas secuencias formalmente interesantes y elementos iniciales de la trama, como cuando el gerente entiende las razones del despido de Yulia, o el registro general de la vida cotidiana de Jerusalén, van desdibujándose a medida que el relato avanza. La transformación de un drama sugestivo en una comedia picaresca, que intenta ser una crítica de la burocracia y una alegoría sobre la condición errante del pueblo judío, todo matizado por el humanismo elemental característico del cine de Riklis, no alcanza para redimir un guión descabellado poblado de lugares comunes y estereotipos.