Luchando con una pesada herencia, la protagonista deambula entre aquello que ya no quiere para sí misma y sus deseos. Profunda y reflexiva mirada sobre la mujer, el cuerpo y la profesión en los tiempos que corren.
Este filme viene precedido de nominaciones, premios y muchísimas criticas elogiosas, pero, siempre hay uno, tiene la posibilidad de ser leído desde dos variables. Es un documental con elementos de ficción o es una ficción con estructura y estética de documental. La primera postura deja muy mal parado al personaje central, la segunda opción produce el mismo efecto con la guionista y los realizadores. Los directores son los mismo que la sobre valorada “La Pivellina” (2009), sin profundizar demasiado, un fallido homenaje a “El Pibe” (1921) de Charles Chaplin, pues es un filme que cae en infinidad de inverosimilitudes, claro Charles Chaplin hubo uno solo. Vera Gemma, una de las hijas del actor Giuliano Gemma, famoso en los 70 por su participación en varios Spaghetti western, es
Vera Gemma nació hace 52 años en Roma, es algo parecido a una celebridad, ocasional actriz e “hija de” uno de los grandes mitos del cine italiano, Giuliano Gemma, galán y héroe de los spaghetti westerns. Con un cuerpo y un rostro “reconstruido” por decenas de operaciones, prótesis y unas imponentes extensiones rubias (“ahora mi modelo de belleza es el de las mujeres trans”, asegura), luce como una suerte de barbie artificial que se niega a aceptar el paso del tiempo. Y ella es la protagonista absoluta del nuevo film de la dupla Frimmel-Covi, siempre atenta a estos personajes entre encantadores y patéticos, entre seductores e irritantes, entre inocentes y exóticos. Rodada en Súper 16 milímetros, Vera es una película sobre cómo es vivir a la sombra de un mito, sobre el complejo de Edipo, sobre las diferencias de clase, sobre los engaños y las pequeñas estafas, y sobre cómo seres que no encajan en los cánones establecidos la tienen difícil en una sociedad que tiende a rechazarlos, a aprovecharse de sus debilidades o limitarlas para un consumo irónico. Vera tiene un agente, pero ni siquiera va a los eventos sociales a los que debería concurrir; participa de bastante mala gana en distintas sesiones de casting, pero no suele ser elegida para ningún papel; tiene una vida bastante ostentosa (chofer, deslumbrante vestuario), pero en verdad ha dilapidado la herencia y ha sido (y sigue siendo víctima) de hombres inescrupulosos que le sacan plata por todos lados (véase sino a Gennaro, su joven y curvilíneo novio actual, un aspirante a director que le pide/exige contactos y sobre todo dinero para financiar su nuevo proyecto). Solitaria, algo angustiada y decidida a combatir una inevitable decadencia, Vera tiene como único y fiel ladero a Walter (Walter Saabel), un veterano chofer que supo trabajar con su padre y la conduce y protege día y noche. También está su hermana Giulianna Gemma, con quien comparte recuerdos (hermosas las imágenes en Súper 8 de ellas siendo niñas con su padre Giuliano en la playa), pero difieren en cuanto al manejo de los fondos familiares. El principal conflicto de Vera se desata ya en los primeros minutos cuando nuestra protagonista se interesa/obsesiona por la suerte de una familia de clase baja. En determinado momento, Walter atropella a una moto que manejaba un hombre con su hijo detrás. Lo cierto es que Manuel, de 8 años, sufre una fractura en la mano y el chofer está convencido de que se trató de uno de esos accidentes prefabricados, con la idea de sacar dinero del asunto. Sin embargo, nuestra heroína visitará cada vez más seguido a ese padre llamado Daniel (Daniel De Palma), quien ha perdido a su esposa, al pequeño Manuel (Sebastian Dascalu) y a la abuela (Annamaria Ciancamerla). La duda quedará instalada de inmediato: ¿hay algo genunino en esa relación o se trata de una familia de una barriada pobre que ni siquiera tiene agua corriente tratando de aprovecharse de una crédula mujer de clase alta originaria del Trastévere romano? Quizás la zona menos interesante de un film casi siempre interesante sea cuando aparece en escena Asia Argento (otra “hija de”, aunque mucho más exitosa y reconocida que Vera) y juntas (porque ambas además son amigas en la vida real) van a un cementerio a visitar la tumba del “hijo de” Goethe. Sí, un recurso un poco obvio, subrayado y trillado. De todas formas, Vera tiene muchos más pasajes genuinos, creíbles, sinceros, honestos y queribles que impostaciones o imposturas. Se trata de una nueva posta -valiosa y por momentos fascinante- dentro del derrotero artístico que siguen alimentando Frimmel y Covi, dos cineastas con vuelo y sello propios.
Vera Gemma y Asia Argento recorren el cementerio de Roma. Visitan la tumba del hijo de Goethe que carece de nombre de pila. Basta con ser “hijo de” para perder para siempre todo atisbo de la propia identidad. En la caminata, los fantasmas parecen despertar junto a los recuerdos del pasado, un pasado de vida y de cine. Vera Gemma es la hija del célebre Giuliano Gemma, rostro del spaghetti western, bello Adonis del apogeo del cine italiano en los 60 y 70. Vera lidia con ese recuerdo con sincera nostalgia y también con el peso de un mandato indelegable. Una belleza que en ella fue una búsqueda imposible, un remedo espectral de aquel padre inalcanzable. Pero Vera se ha hecho a sí misma, ha modelado su rostro y su cuerpo para agradar y agradarse, y también para rozar aquel mito que definió su crianza, que contagió su infancia de un aire de película. Los directores Tizza Covi y Rainer Frimmel –conocidos por aquel éxito que fue La pivellina (2009), sobre una niña abandonada luego recogida por una familia circense- recrean la estrategia de amalgamar la observación de lo real con la elaboración de un minucioso universo de ficción. Vera, como aquella niña, está desamparada; se percibe solitaria en sus recorridos por la noche romana, desencantada tras el intento de triunfar en el cine, abandonada por los amantes que pasan por su cama. Un accidente la pone en el camino de un niño y su padre, un territorio en los suburbios que resulta fascinante y desconocido. Desde allí la película entreteje un camino impensado, lleno de sobresaltos y vericuetos, con Vera latiendo en su centro, siempre en carne viva. La fortaleza de la película radica en su sutil estructura, esquiva a los rigores del documental y abierta a la magia de la ficción. Covi y Frimmel atesoran la potencia de Vera Gemma sin nunca convertir a ese personaje en un instrumento, arribando a lo profundo de su corazón con la mirada más noble. Vera disfruta de los encuentros con los demás, vive su generosidad como una apuesta a los mismos dioses que dieron a su padre éxito y belleza. Su necesidad de amor, de genuina comprensión de aquellos a quienes conoce, se desliza en su vocación confesional, en esas charlas trasnochadas sobre la vida en la casa de su infancia. Con su hermana recuerdan las rinoplastias que se hicieron para tener la nariz perfecta, el terror a la gordura; con Asia, la experiencia compartida de tener un padre famoso, los espectros que habitan en la sala de cine. Ingmar Bergman creía que no había mejor formar de acercarse a la verdad que a través de la máscara: Persona consagra en su título esa idea. Y Vera es pura máscara y artificio, su pelo platinado, sus pómulos modelados por el bisturí, el sombrero de cowboy y los chalecos de piel confeccionan su máscara permanente al igual que su doliente revelación. Es en ese territorio artificial donde los directores descubren lo real, las lágrimas húmedas detrás de los llantos de ficción. Y también consiguen una narrativa llena de sorpresas e intrigas, una aventura que trasciende al personaje, que habla de cine y de fama, de padres e hijas.
"Vera": el peso de ser la hija de Giuliano Gemma No se trata de un documental, al menos no de forma convencional. Porque si bien la película está organizada en torno a la protagonista, también hay una trama de ficción, a la que bien podría catalogarse de neo-neorrealista. “¿Estás lista?”, le pregunta a Vera un director de teatro antes de comenzar una prueba de casting. Ella lo mira de costado, pero es difícil interpretar si el gesto es de amabilidad o desdén. La expresión más reconocible de Vera es una especie de sonrisa involuntaria, producto de la acumulación de cirugías estéticas, que le da un aire de familia con el Guasón de Heath Ledger. La respuesta de la mujer, que tiene poco más de 50 años –aunque podrían ser más (o menos)—, es casi tan difícil de interpretar como su rostro. “Una nunca está lista en la vida”, dice ella con los ojos oblicuos clavados en el dramaturgo, que parece más interesado en terminar de armarse un porro que en sostener un contacto humano con la persona que tiene adelante. Entonces Vera recita “El infinito”, una de las obras más conocidas del poeta romántico italiano Giacomo Leopardi. Lejos de ser una declaración de principios, esa certeza de nunca estar lista para nada se parece más a la resignación que al nihilismo. La seguridad de que no hay nada por hacer, como si la vida fuera solo dejarse arrastrar por una corriente que fluye a pesar de uno. Esa sensación atraviesa todo lo que dura Vera, octava película dirigida por la dupla que integran la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel, cuyo trabajo más recordado es la estupenda La pivellina (2009). La mujer en cuestión es Vera, la hija menor de Giuliano Gemma, una de las estrellas italianas más populares del cine en las décadas de 1960, 1970 e incluso de 1980, famoso sobre todo por su participación en las películas de vaqueros que en esa época se filmaban en el sur de Europa con repartos internacionales. Para Vera el vínculo con su padre no es inocuo. Por un lado lo venera como a la encarnación del dios Apolo, como si su mayor atributo hubiera sido una belleza física deslumbrante. Don que la protagonista confirma con la proyección de películas familiares rodadas durante unas vacaciones en la playa, cuando ella y su hermana mayor, Giuliana, tenían no más de tres o cuatro años. En efecto, la fotogenia de Giuliano era innegable. Tanto que la pobre Vera sintió toda su vida que se trataba de competencia desleal, una hermosura olímpica que ella no había heredado. Y por eso tanta operación en busca de una belleza cada vez más inalcanzable; por eso la afirmación de que ahora su ideal estético es el de las mujeres trans. La trama edípica se afirma en la escena en que Vera visita a su amiga Asia, que no es otra que Asia Argento, la segunda hija de una celebridad del cine italiano de aquella época, el cineasta Dario Argento. Como si se tratara de un club de autoayuda para quienes crecieron bajo el estigma de ser “hijos de…”, Vera y Asia visitan el cementerio de Roma en el que está enterrado August von Goethe, hijo del poeta alemán, en cuya lápida no figura su nombre, sino que apenas se lee: “El hijo de Goethe”. Frente a tamaña anulación de la identidad de un hijo bajo el peso del padre, las dos mujeres no pueden sino sentir que las une al pobre August un espíritu de hermandad, que ambas transitan aferradas al humor ácido que comparten. Pero Vera no es un documental, al menos no de forma convencional. Porque si bien la película está organizada en torno a la protagonista, a sus actividades cotidianas y a la forma en que su mundo interior se proyecta en ellas, también hay una trama de ficción, a la que bien podría catalogarse de neo-neorrealista. La misma está vinculada a un accidente de tránsito, en el que el chofer de Vera atropella a un niño, hijo de un mecánico, y al vínculo que la mujer comienza a generar con ellos. El recurso es usado, entre otras cosas, para generar contrastes. Por ejemplo, el que surge al enfrentar el entorno artificial que rodea a la mujer, que compra zapatos como si quisiera rellenar con ellos una existencia hueca, con la contundencia carnal de la “vida real”, la de la clase obrera, también repleta de huecos, aunque en este caso más esenciales. El resultado es bienvenídamente extraño. Habrá que ve si ese trayecto le sirve a Vera para repensar su propio destino.
Vera Gemma es una personalidad reconocida en la industria del cine italiano, aunque de forma moderada. Es decir no todo el mundo que la cruce le pedirá un autógrafo o una foto. Sin embargo, ella transita las calles de Roma con el glamour de una diva, sin importarle la mirada de los demás, o al menos eso aparenta.
EN EL NOMBRE DEL PADRE Vera Gemma posa para los fotógrafos con su rostro invadido por las cirugías. Tiene un chofer propio, de particulares características, se reúne con su hermana Giuliana, recuerdan a su padre y especialmente exalta el cuerpo de Apolo de aquel actor de westerns spaghettis y policiales (y que llegó a filmar en Argentina: Ya no hay hombres, película olvidable). Vera va de casting en casting, tiene un representante poco preocupado por ella sino por los contactos que pueda obtener para engrosar su alicaída cuenta bancaria. Vera reflexiona, opina, observa a su alrededor desde su origen del Trastevere romano. Difícil ser la “hija de” cuando su vida parece estancada y a la búsqueda de un lugar en el mundo. Pero Vera Gemma es inquieta, se mueve todo el tiempo, divaga en diferentes espacios intentando no caer en una rutina que puede resultar fatal. La octava película de la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel (responsables de La pivellina) recorre una vida inestable, a un personaje frágil, en principio poco empático con el espectador, que empieza a transmitir seducción y carisma de acuerdo al devenir de los acontecimientos. Alguno más que inesperado. Ocurre que Vera no es solo la construcción de un personaje rememorando a un padre celebrado por el cine. La estructura narrativa del film gira hacia otra zona, a las costuras de una película neorrealista siglo 21, a propósito de un accidente que daña a un chico, la presencia de su padre de profesión mecánico, un hogar de clase media baja y sobreviviente y un paisaje novedoso para la protagonista, lejos del auto y el chofer propio, los castings y las fotos de los paparazzis. En esas dos vertientes temáticas oscila Vera, yendo y viniendo de la historia personal y privada al suceso impensado, al descubrimiento de un nuevo mundo al que el personaje accede por casualidad. Allí la película decide su destino definitivo: no anclarse en la nostalgia por un pasado cinéfilo a través de la rémora de un padre actor sino meterse de lleno en la historia de Vera, ya sin necesidad del sustento vía apellido, ahora solo desde ella, con sus carencias y virtudes, su rostro de sorpresa en ese hogar ajeno, sus visitas al taller mecánico, su rol de madre de ese chico al que protege contra todos los males de este mundo. Sí, claro, el imponente cuadro de Giuliano Gemma en la casa de Vera y junto a la cama (vaya Edipo) seguirá gobernando o acaso guiando las acciones de la atribulada hija. Pero Vera es Vera a secas ya sin el Padre Apolo como necesidad. Por eso, la escena en la que se encuentra con Asia Argento y ambas concurren a un cementerio donde está enterrado “el hijo de Goethe” termina resultando antagónica al devenir del relato. Allí, como construcción emotiva de la memoria cinéfila el impacto hacia el espectador es inmediato y eficaz. Pero poco tendrá que ver con esa Vera que camina y camina, como se observa en la última toma de la película, tal vez menos frágil que antes y ya sin necesidad de trascender por su famoso apellido.
Vera Gemma vive a la sombra de su famoso padre, el legendario actor de Spaghetti Western Giuliano Gemma. La actriz se interpreta a sí misma y toda la película es una mezcla de documental sobre ella con una ficción construida alrededor de su persona. No sabemos cuánto de la película es real y cuánto está armado. Algunas cosas se pueden definir más o menos con facilidad, pero muchas otras juegan al límite. Gem tiene problemas para relacionarse y sufre la superficialidad de vínculos con hombres que no están preocupados realmente por ella. Con más de cincuenta años, Vera intenta buscar en Roma la respuesta a sus angustias. Busca mantenerse joven y lucir espléndida, aunque en el fondo la figura de su padre es un refugio y a la vez una sombra. Un retrato de Giuliano Gemma sobre su cama habla de una relación especial. Vera es, en definitiva, encantadora. Sincera, complicada, generosa hasta la inocencia, tratando de ayudar, cayendo en la trampa de quienes sólo desean aprovecharse de su nombre. Cuando accidentalmente se cruza con un niño al que su chofer choca, decide ayudarlo en todo lo que pueda, aunque tal vez eso pueda producir en ella una nueva herida. Y también tiene una amiga que no es otra más que Asia Argento, la hija del gran director Darío Argento. Ambas mujeres comparten la problemática herencia de padres famosos y admirados por todos. Las charlas entre ellas fluctúan, de eso no hay duda, entre lo escrito y lo improvisado y la película saca provecho de ambas cosas. Vera Gemma, la real o la inventada, es un gran personaje cinematográfico.
Por suerte aún podemos ver películas como las del matrimonio austriaco Covi-Frimmel, aquí nuevamente en el filo entre la realidad y la ficción (como en las notables “La Pivellina” y “Míster Universo”) para seguir una aventura entre el jetset y barrios periféricos de Roma que, a partir del tema de vivir bajo la sombra de un padre famoso, trata de responder a esa pregunta de cómo encontramos y cuál es nuestro lugar en el mundo. Gran película de cámara.
Vera tiene una cualidad que sólo es compartida con las mejores propuestas autorales: el ser tan impredecible como la vida misma. Ni el más avezado de los espectadores podría saber en qué dirección avanza la narración, ni dónde se encuentran sus intenciones, ni cuál es el tema central de la película hasta casi finalizado el metraje.