El suplicio de una madre De Luis Ortega, con su hermana Julieta. Ser parte del clan Ortega es exponerse a las radiaciones de los rayos paparazzi: cada gesto, cada palabra, cada cacho de piel, cada discusión callejera son tomados como hipérbole de algo no muy bien definido, pero aún así impreso una y otra y otra vez. Luis Ortega (1980) entonces parece responder al chiquitaje con cine: Verano maldito , su nuevo filme, es una propuesta extrema, áspera, personal. Basado en un relato del escritor Yukio Mishima llamado Muerte en el estío , Ortega se anima a pisar un terreno movedizo y narra, con Alejandro Urdapilleta de coguionista (y una pequeña aparición), la historia de una madre que ha perdido a dos de sus tres hijos en un accidente en la costa. Pero Ortega elude la paz del original para tirarse al vacío de filmar la locura antes que el duelo. No busca la construcción del todo-va-a-estar bien: aprovecha lo imposible de comprender, esas ausencias, como pasaje hacía una extrañada lucidez que demuestra el sinsentido del día a día. La propuesta narrativa de Ortega es someternos a lo intempestivo de esa madre perdiendo la razón. Ella es Julieta Ortega. Y Ortega, hermana de Luis, se entrega por completo a su rol: se exhibe, se desnuda, se compromete. Hay en su sensualidad un contraste con ese infierno donde ahora camina. Es Julieta Ortega a quien Luis observa como sigilosamente: en su casa, en el jardín del hijo, en la cama. Pero más allá del gigante trabajo de Julieta el problema aparece cuando Luis sobrecarga su abismo. Como si no confiara en lo monstruoso, Ortega opta por aumentar la idea de locura, por ejemplo, desde el uso de música improvisada. Recurso que pareciera restarle potencia, forzar una lectura. En otros momentos, el sacrificio de Julieta Ortega es retratado mostrando la proeza actoral (por ejemplo, la escena del trío con los turistas) antes que pensando en cierta organicidad para construir la locura. O, al contrario, se deposita tanto en ella, en su cuerpo, que se hace difícil ver todo lo ajeno a ella como una caricatura (como sucede cuando su personaje se enoja en una fiesta de alta sociedad y explota contra la dueña de casa). Luis Ortega se muestra, se expone, y confía en el cine, quizás sobreescriba a nivel estético (substrayéndole fuerza al dolor y a la locura), pero hay algo en su ferocidad y su personalidad que lo diferencian del resto del cine argentino.
Mishima a la argentina Luis Ortega siempre demostró tener claro su camino como director. Nunca complaciente, siempre transitando en los bordes, se niega a la narración clásica. En su oportunidad saludamos su opera prima, Caja negra, que marcaba la aparición de un artista muy personal. A lo largo de sus trabajos posteriores, Monobloc y Los santos sucios, ha adquirido un sello propio, con historias mínimas, un buscado hermetismo, escasos diálogos, ausencia de sobreexplicaciones, personajes difíciles, torturados, y un permanente uso del artificio. No es habitual que los directores argentinos contemporáneos se basen en obras literarias para sus films. Pero en este caso, el guión de Verano maldito, de Ortega y Alejandro Urdapilleta, está basado en la novela Muerte en el estío, del japonés Yukio Mishima. Historia de un duelo, la tragedia sobreviene en una familia joven, del alta clase social y económica, frente a su espectacular casa en la playa. En la secuencia mejor filmada de la película, dos de los niños de esa familia desaparecen en el mar, durante una distracción del adulto (Urdapilleta) que está con ellos. Esa tragedia desencadena un proceso de disolución familiar, y la progresiva alteración de la madre (Julieta Ortega), quien ya no confía en nadie, y en particular desarrolla un rechazo hacia su marido (Joaquín Furriel), algo ajeno a su propio dolor. Como en sus films anteriores, Ortega se niega a explicitar verbalmente el conflicto: diálogos ahogados, ausencia de sonido, esos recursos técnicos se complementan con la emocionalidad a flor de piel de sus personajes. Si bien el director exhibe exquisito placer y destreza a la hora de colocar la cámara, logrando planos de moderna belleza, ante su excesivo artificio se siente una creciente sensación de cosa forzada; resulta evidente que cada pieza ha sido puesta allí, de manera muy planificada, que se ha perdido la frescura con la que sorprendió en Caja negra. Fuera de foco, primerísimos planos, juego de espejos y las disonancias del jazz como expresión de la locura creciente son sólo algunos de los elementos que construyen el relato. Julieta Ortega -cuyo personaje lleva su mismo nombre- sabe conjugar su fuerte sensualidad con la expresión del dolor y la locura. Pero puede objetarse que en ella el artificio está llevado al extremo, sobre todo en algunos momentos como durante su siesta, o en el uso de la máscara, o en su vestuario, para no hablar de la escena torpe y gratuita del ménage à trois. Pese a estas objeciones, Ortega logra su objetivo; queda al espectador dar su respuesta ante esta propuesta diferente.
De amor, de locura y de muerte Luis Ortega se ha manifestado, a lo largo de su corta carrera, como uno de los más interesantes realizadores que componen la nueva (o ya no tan nueva) camada de cineastas argentinos. Con apenas cuatro largometrajes en su haber, su obra se caracteriza por poseer una arriesgada búsqueda estética y narrativa poco convencional para los tiempos que corren. Sus trabajos pueden gustar o no pero nunca pasan desapercibidos y eso no es moneda corriente dentro de una cinematografía en la que el riesgo pareciera no existir. Verano Maldito (2010) es una versión libre inspirada en el cuento Muerte en el hastío del escritor japonés Yukio Mishima. El relato es un viaje de ida a través del calvario que sufre una joven mujer tras la trágica muerte de dos de sus tres pequeños hijos. Julieta -una descomunal composición de Julieta Ortega- irá transformando su vida, y la de todos la que la rodean, en un verdadero infierno, aún sin proponérselo. Luis Ortega (Monobloc (2005), Los santos sucios (2009)) propone un juego visual equilibrado que en cierto punto sirve como contrapunto con el estado que irá atravesando el personaje. Un espacio equilibrado en donde pareciera que nada está librado al azar compone el mundo que rodea a Julieta y que el realizador sabe plasmar de manera arquitectónica, tiñéndola de una enorme belleza banal. Todo ese orden externo, que en un comienzo definirá la vida de esa familia, se irá contradiciendo con lo que les sucede en el interior a medida que la historia avanza. Si por fuera el orden pareciera no inmutarse –no solo en lo visual sino en todos los personajes que los rodean- por dentro el desorden desembocará en la locura. Julieta Ortega sostiene su personaje al borde del abismo con una naturalidad extraordinaria. Su actuación logrará conmover hasta el más ajeno de los espectadores. Casi sin palabras, cada gesto, cada mirada, cada movimiento de su cuerpo, serán vitales para transportarnos por la locura que la va poseyendo. Y claro está que Luis Ortega supo captar para incorporar a la trama. Joaquín Furriel la acompaña a la perfección como ese marido que sufre la perdida no solo de sus hijos sino de la mujer que ama y no sabe cómo ayudar. Son personajes que cada uno a su modo descenderán a los infiernos sin intentar salir. Verano Maldito es una película tan visceral como mental. Una película que vuelve a ubicar a Luis Ortega en el lugar de l'enfant terrible del cine argentino y le otorga el privilegio de ser uno de los pocos directores del que uno espere con ansias cada uno de los proyectos en los que se embarca. Podrá gustar lo que hace un poco más o un poco menos. Sus películas se podrán amar o se podrán odiar pero nunca pasarán desapercibidas. Un director que ha logrado una marca personal dentro de un cine con búsquedas estéticas y narrativas como muy pocas veces se puede percibir y que con cada nueva obra logra reconfirmar. Arte en su máxima expresión.
Luis Ortega construye un film personal en el que se destaca la actuación de su hermana Julieta Cineasta personal y siempre capaz de construir universos tan densos como encerrados en sí mismos, Luis Ortega consigue con Verano maldito su obra más madura y convencional. Aunque lo convencional del director de Caja negra sea mucho más inspirado e interesante de lo acostumbrado en el cine nacional. El guión que el propio Ortega -junto a Alejandro Urdapilleta- adaptó de un cuento de Yukio Mishima utiliza pocas palabras para contar la historia de una familia en la que todo parece ser perfecto. Hasta que se la mira de cerca. En un puñado de secuencias, el director enuncia lo suficiente de sus personajes centrales como para que quede claro que bajo el lujoso exterior se esconden complejas relaciones familiares y personales. Sin adornos y apenas con una línea de texto -"¿Esa quién es? Qué linda"-, queda al descubierta para quien quiera oírla la inseguridad que Julieta (Julieta Ortega), la protagonista, lleva escondida entre ropa de marca y tonos displicentes. Ella, su marido Federico (Joaquín Furriel) y sus tres hijos reciben a Tito (Urdapilleta), un familiar caído en desgracia que no parece encajar en su mundo de apariencias y comodidades. Aun así, será el encargado de cuidar a los tres hijos de la pareja mientras juegan frente al mar y su madre duerme de espaldas a la ventana, más allá de todo lo que sucede fuera de la casa que su marido diseñó para unos ricos clientes. Repartiendo el peso dramático entre la subjetiva y algo desviada mirada de Tito y la obsesiva fijación en el cuerpo de Julieta, la cámara de Ortega consigue construir una tensión que anuncia la tragedia que vendrá. Los dos hijos mayores desaparecerán en el mar mientras su hermano menor los mira jugar desde la orilla. A partir de allí, el cuerpo en reposo, suave y seductor de la madre devendrá en envase de un dolor desgarrador, puro nervio a punto de estallar en desvaríos y fantasías destructivas. La enorme tarea de interpretar el descenso a los infiernos de esa madre desesperada recayó en Julieta Ortega que, al igual que su hermano, consigue su trabajo más maduro. Ausente esposa y mamá primero y paranoica detective de su propia tragedia después, la actriz transmite sus cambiantes y turbulentos estados de ánimo con gestos contenidos, sin recurrir al golpe bajo aunque sin caer tampoco en el desapego emocional. Cierta insistencia en la repetición de imágenes del lugar de la tragedia y una banda de sonido que por momentos cae en obviedades que el resto del film evita no le quitan mérito a una película tan perturbadora como valiosa.
El bien y el mal, sin fronteras El filme si bien se apoya en un cuento de Mishima, tiene la identidad de un curioso y original cineasta como Luis Ortega y ese es el mayor aval de este filme, en el que se destacan Julieta Ortega y Joaquín Furriel. Hace varios años que Luis Ortega quería llevar al cine el cuento de Yukio Mishima "Muerte en el estío", finalmente lo logró. "Verano maldito", igual que su filme anterior "Los santos sucios" se ubica dentro de una poética despojada, austera, en la que sus personajes parecen inmersos en un cierta enajenación que los lleva a crear un mundo con reglas propias. Estas criaturas que tanto le atraen a Ortega, coguionista y director de uno u otro modo desafían y desdibujan contornos culturales, en pos de ser fieles a su libre albedrío. Eso sucede en este filme, en el que Julieta Ortega concreta uno de sus papeles más comprometidos dentro de su carrera, a la que la actriz le pone el cuerpo sin prejuicios, dejándose someter a las postulados de una historia, que la ubican en el papel de una madre joven, cuya espiral de locura, la sumerge en una subrealidad en la que el bien y el mal ya no tienen fronteras. CASA BLANCA La historia se ubica durante un verano. En el interior de casa blanca cerca de la playa, se observa a una mujer que duerme mientras su cuerpo es bañado por el sol. Más adelante en la orilla del mar, un hombre observa el horizonte, unos niños corren cerca del agua y de pronto un vertiginoso giro provoca un accidente, los niños mueren y eso que parecía apacible se convierte en una pesadilla. La mujer y su marido, ya no parecen entenderse ni comunicarse más a partir del accidente y cada uno termina escondiéndose en un mar de silencios, de caminatas, de situaciones que parecen extraídas de un estado de cierta alucinación. Ya nada es lo que parece y lo que sucede choca, pega, cuestiona al espectador. Luis Ortega filma con una libertad narrativa, que entre una y otra película, parece ir despojándose de ciertos vicios estilísticos, para centrarse cada vez más en la adquisición de una narración propia, en el que las imágenes se apoderan de cada fotograma y ejercen un cierto magnetismo y fascinación en el espectador, que incentivan el interés por querer saber más de lo que se cuenta. "Verano maldito" si bien se apoya en un cuento de Mishima, tiene la identidad de un curioso y original cineasta como Luis Ortega y ese es el mayor aval de este filme, en el que se destacan Julieta Ortega y Joaquín Furriel.
Una extraordinaria Julieta Ortega en durísimo papel El amor de una hermana suele ser incalculable. Para Luis Ortega, Julieta ha interpretado un personaje de tremendas exigencias, agotador, exhaustivo, con el que muchas actrices sueñan pero pocas se animan a hacer, porque deja huellas terribles. Ella lo ha hecho. Aún más, con ese personaje hizo el papel de su vida, uno de esos papeles que se imponen ante todos los públicos y en todos los festivales y balances anuales de cualquier parte. Pero Luis no mandó la película a ningún certamen, incluso la retiró del único en que estaba anotado. Dijo que quería rehacer unos planos y perfeccionar el sonido de fondo. Y ahora, un año más tarde, la estrena de golpe y con mínima salida. Sólo unos pocos podrán apreciar el trabajo de su hermana. Y ella no se queja. La historia es terrible. Está contada con la exquisitez, el sentido artístico y el manejo de la extrañeza que ya mostró Luis Ortega en otras películas, y con un guión mucho mejor que el de la última, pero es terrible. Para no entrar en detalles, digamos simplemente que se inspira en un cuento largo de Yukio Mishima, «Muerte en el estío». Un lugar tranquilo de veraneo, apartado. Una joven mujer duerme la siesta cuando le avisan de una desgracia. La parienta que cuidaba a sus hijitos tuvo un síncope. Ahora ve un solo niño, y descubre que los otros desaparecieron en el mar. El marido está trabajando en la ciudad. Ella se siente culpable. Pero más adelante irá teniendo también otros sentimientos, hacia la familia del marido, los niños que cada tanto percibe cerca suyo, el único pequeño que le queda, la gente que la rodea fingiendo piedad, la propia evolución de su dolor. «Detrás de las persianas, ríen ya», culminaba un poema de Luis Sadi Grosso dedicado a las diversas etapas del luto entre los deudos. Pero una madre tiene otra clase de risa, si es que logra tenerla. «Acunaba su pena», dice el escritor, esperando que la pena se duerma. Ese es el cuento. La adaptación tiene algunos cambios, que empiezan por una pequeñez (la parienta que estaba «lejos de poseer una mente brillante» ahora es un tío de aún menor cociente intelectual) y se van expandiendo, la madre es la única de tez cobriza entre maestras y amistades todas rubias, en fin, la paranoia crece. La historia se hace aún más fuerte. Y el mar y el verano, van y vienen, tal vez acechan. No corresponde contar más. Ya puede imaginarse el lector lo que ha de encontrar en pantalla. Lástima que la película haya encontrado apenas una sola pantalla, la del Malba, para ir solo un día por semana, a veces dos.
Un cineasta en estado de búsqueda permanente Un cineasta en estado de búsqueda. Eso parece, siempre, Luis Ortega. Desde su debut como realizador, a los 19 años, el hijo del medio de Palito y Evangelina pasó del documentalismo frágil de Caja negra al artificio surreal de Monobloc, y de allí al alegorismo a medio cocer de Los santos sucios. Ahora, en Verano maldito, da la sensación de buscar más que nunca. Basada en Muerte en el estío, de Yukio Mishima –una vez más con guión co–escrito junto a Alejandro Urdapilleta, como en Los santos sucios–, en su nueva película Ortega parece plantearse, a cada plano, cómo abordar un asunto difícil, sumando a ello la pregunta por el encuadre, la posición de cámara, las actuaciones, la puesta en escena en general. Cuestión de ensayo y error, hay momentos en los que logra transmitir el desgarro, la desesperación, el súbito brote de locura, así como en otros da la impresión de no dar con la mejor respuesta. El tema es uno que desvela a la contemporaneidad, en particular al cine: la muerte del hijo. De los hijos, en este caso. Lo sufre, en un accidente producto de un descuido, un matrimonio de muy buena posición, integrado por el arquitecto Federico (Joaquín Furriel) y su esposa Julieta (Julieta Ortega). Más que hacer un estudio –sistemático, psicologista– del modo en que ambos lo llevan, Ortega prefiere abordar el duelo como quien recoge los pedazos de un espejo roto. Decisión acertada: da la sensación de que en un momento como ése no puede hacerse otra cosa. De los dos, la más afectada es ella. Porque estaba presente en el momento en que el hecho ocurrió y porque lo vive con más intensidad. Por roto que esté por dentro, la propia mecánica de su vida lleva a Federico a ponerse el traje todas las mañanas, a sonreír en algún cóctel, a guardar las formas. Julieta, en cambio, no podrá evitar la angustia, la paranoia, las conductas locas, arrastrando consigo al hijo menor. Ortega trata el tema y la situación de modo elíptico, y las elipsis no siempre son prolijas. Además de no quedar muy claro si el responsable de cuidar a los niños (Urdapilleta) es un pariente o alguna otra cosa, ¿por qué se lo nota tan incómodo antes de que suceda la tragedia? ¿Es por alguna clase de presentimiento, por su condición de “extraño” a la familia o por una simple idea de incomodidad cósmica que se quiere transmitir? ¿Por qué Federico cruza esas miradas, esos silencios, también incómodos, con la mujer de su socio? ¿Tienen un affaire o es la paranoia de Julieta la que la hace verlo así? Si es el suyo el punto de vista que adopta el relato, ¿cómo entender esas subjetivas en medio de las olas, que no pueden corresponder sino a alguno de sus hijos? ¿Por qué la cámara se entretiene tanto en recorrer su cuerpo, en la secuencia inicial? ¿A qué obedece la atención puesta en una mosca que se posa sobre ella? ¿A qué apunta la obsesión con la desnudez, o la semidesnudez, de Julieta Ortega? En otros casos, más que de incertidumbre se trata de decisiones discutibles, a veces tan aisladas como injustificadas (un par de desenfoques), otras obvias y esteticistas (un espejo facetado, como metáfora de un personaje quebrado), algunas de ellas resultado, tal vez, de influencias no del todo procesadas. La tendencia a hacer “flotar” las escenas hace pensar en Lucrecia Martel, del mismo modo en que una larga caminata sólo puede explicarse como resonancia de alguna semejante en Gloria, de Cassavetes. Con la diferencia de que allí la extensión potenciaba la sensación de urgencia, cosa que aquí no sucede. Cuando Ortega se conecta con la emoción del personaje, logra transmitirla. El momento en que Julieta sale corriendo en busca de sus hijos y la cámara también lo hace, con tanta desesperación como ella. La pelea a trompadas, muy cassavetiana también, pero tan cruda y angustiada como debía, entre ella y el marido. Y toda la parte final, cuando la locura definitivamente toma posesión, de la protagonista y de la puesta en escena.
Hay algo por demás interesante en la filmografía del director Luis Ortega (Caja Negra, Monobloc) y es la constante búsqueda por encontrar un estilo como propio. Ya habiendo incursionado en distintos géneros dentro de los cuales encontramos su mejor trabajo hasta el día de hoy con Los Santos Sucios, film donde exploraba territorios y circunstancias de personajes individualmente pedidos a través de una mirada apocalíptica y surreal; hoy este, se vuelca a un texto de Yukio Mishima, específicamente la novela “Muerte en el Estío”...
Publicada en la edición impresa de la revista.
Luis Ortega es un director anticonvencional, que muchos llaman de culto. Y en su tercera película sigue explorando esa línea basada en una búsqueda narrativa y visual permanente que, en este caso, no alcanzó el mejor resultado. La historia se basa en una pareja que sufre un drama incomparable, la muerte de dos de sus hijos. A partir de allí lo que era una vida burguesa apacible troca en un infierno. Julieta Ortega cumple con darle el tono justo a un personaje desquiciado y en ese marco su hermano, desde la dirección, explota la faceta erótica de su cuerpo generoso. Joaquín Furriel pasa desapercibido y más aún Alejandro Urdapilleta, que está muy poco tiempo en cámara por exigencias del guión. Es la típica película que termina imprevistamente y que deja insatisfacción en el espectador. Mucha más que la de la pareja protagonista.