Ecos de la dictadura chilena Exhibido en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes, este segundo largometraje de ficción de la chilena Marcela Said nació gracias a su encuentro con Juan Morales, un ex coronel implicado en la represión durante la dictadura de Augusto Pinochet y dedicado en ese momento a las clases de equitación. Said preparaba entonces El mocito, un notable documental sobre un colaborador de la DINA, la implacable policía política del régimen. Mariana, la protagonista de Los perros (intensa y comprometida interpretación de Antonia Zegers), está claramente insatisfecha: su matrimonio con un argentino (Rafael Spregelburd) está en crisis, padece un invasivo tratamiento de fertilidad y es presionada por su padre para avalar algunas decisiones relacionadas con una empresa familiar con las que no acuerda del todo. Su vía de escape será justamente el vínculo que establece con su profesor de equitación, un militar retirado que espera una sentencia por su responsabilidad en crímenes de lesa humanidad. La película apunta a la reflexión crítica sobre un largo período de oscuridad de la historia chilena (Augusto Pinochet llegó al poder en 1973 y recién lo abandonó en 1990), con el foco puesto en la explícita complicidad civil, muy pronunciada en las clases acomodadas del país vecino y componente clave para entender aquella tragedia cuyos ecos aún no terminan de apagarse.
El Delta, con aire de vanguardia Con la sudestada hasta la gente se pone rara, dice Rina, esa mujer obstinada y con la sensibilidad a flor de piel (Marilú Marini, notable) que vuelve a su casa del Tigre después de mucho tiempo para poner el cuerpo y defenderla de la amenaza que instala un ambicioso proyecto inmobiliario. Y si se trata de rareza, vale apuntar que toda esta sugestiva película está atravesada por un extrañamiento que propicia múltiples lecturas y exige un espectador atento y alejado de la comodidad que aseguran los relatos más convencionales. Tigre es una película climática, incluso en el sentido más literal: el clima y el paisaje se transforman en un personaje más de una historia coral minada de conflictos filiales, amorosos, eróticos y existenciales, entrecruzados con mucha sagacidad. Cada escena tiene una duración apropiada, exacta. Esa fortaleza revela un trabajo virtuoso de ensamble de dirección y montaje. Así lo prueba el inquietante pasaje de la cena: un tratado sintético, punzante y magníficamente clausurado sobre la disolución familiar. En ese tramo, Agustín Rittano brilla gracias a su propio talento y al entorno inmejorable que saben armar sus compañeros, a partir de entender a la actuación como un juego colectivo. El excepcional trabajo del elenco, con los niños y los adolescentes a la par de los más experimentados, es un soporte clave para un largometraje que también combina rigor formal y lirismo con una convicción que asombra.
Atrapante relato que apuesta por los inadaptados para salvar al mundo Los números son elocuentes. Cuando empezó a circular por Internet el primer tráiler de esta película basada en una exitosa novela de Stephen King publicada en 1987 y dirigida por un argentino, Andrés Muschietti, fue reproducido 197 millones de veces en apenas veinticuatro horas. Batió así el récord de 139 millones que ostentaba Rápido y furioso 8. Y en sus primeros diez días de exhibición, recaudó en Estados Unidos y Canadá 220 millones de dólares. No siempre un boom de taquilla equivale a calidad cinematográfica, pero en este caso sí hay coincidencia. El propio autor de la novela elogió esta adaptación, beneficiada por una notable imaginería visual, un atrapante ritmo narrativo y una gran capacidad para propiciar múltiples lecturas. Las dos referencias más visibles a las que echó mano Muschietti son Cuenta conmigo (1986), excelente adaptación de una novela de King dirigida por Rob Reiner, y Stranger Things, popular serie que Netflix estrenó el año pasado. El realizador argentino cambió la época de la historia (de los años 50 saltó a los 80, una década cuyo revival está en boga), pero mantuvo la idea medular de la niñez como universo con sus propias reglas y siempre amenazado por la incomprensión de los adultos. En Derry, un pequeño pueblo de Maine que encaja en la tradición de films de terror ambientados en ese tipo de contexto, abundan los padres abusivos, los chismosos y hasta los hostigadores precoces (el australiano Nicholas Hamilton encarna a uno realmente inquietante). Contra ellos y sobre todo contra las fantasmagóricas apariciones de un sanguinario y despiadado payaso asesino que se alimenta del miedo de sus víctimas peleará el heterogéneo escuadrón de preadolescentes que se transforma en el héroe colectivo de la historia. Es un club de perdedores integrado por un niño tartamudo, otro absorbido por una madre hipocondríaca, un judío muy inseguro, un afroamericano que no va al colegio, un charlatán con gafas enormes, una niña encantadora de la que abusa sexualmente su padre y un recién llegado excedido de peso que se enamora perdidamente de ella. Los únicos que perciben el terror y lo enfrentan son ellos. Como el propio Muschietti declaró, son los "raros" de un lugar cuya apariencia perfecta empieza a resquebrajarse. King escribió It para aludir, entre otras cosas, a la parálisis colectiva provocada por el temor social en la era Reagan. Treinta años después, la llegada de Donald Trump al poder reactualiza ese oscuro espíritu de época.
Una travesía hacia la emoción Todo cambia de repente para Teresa, la protagonista de esta película que, luego de un elogiado paso por la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes, se aseguró el estreno en unos cuantos países del exterior (entre ellos, Francia, Estados Unidos, China y Brasil, territorios atípicos para el cine nacional). Debe dejar la casa en la que se desempeñó como empleada doméstica durante treinta años y mudarse muy pronto a San Juan, donde aparece una nueva posibilidad de trabajo. Ese contexto desconocido la intranquiliza, pero el azar jugará a su favor cuando se cruce casualmente con el Gringo, un solitario vendedor ambulante con el que vivirá un encuentro revelador. El motor argumental de esta historia sencilla es convencional: el viaje que transforma en empatía la desconfianza inicial entre dos personajes. En ese plan, la química entre los protagonistas siempre es clave. Y funciona bien entre Paulina García y Claudio Rissi, dos profesionales con experiencia y buena gama de recursos. Menos eficaces son algunas decisiones de puesta en escena, tendientes a subrayar el peso de un entorno que el también chileno Sergio Armstrong, habitual colaborador de Pablo Larraín, hoy por hoy uno de los cineastas trasandinos de mayor proyección internacional, fotografía con un preciosismo al que el cine latinoamericano apela con frecuencia (se podría pensar en la exitosa Estación Central como paradigma) y que, lejos de erigirse como virtud, siempre termina debilitando.
El arte de expandir los sentidos "Cuantas más interpretaciones tiene la máquina, más marcha", señaló Umberto Eco sobre El jardín de las delicias. El intelectual italiano fallecido en 2016 era uno de los elegidos por el español José Luis López Linares para desarrollar la larga charla sobre el famoso tríptico que pintó El Bosco en el siglo XVI, columna vertebral de este fascinante documental. Eco no pudo estar, pero sí participaron Orhan Pamuk, Salman Rushdie, Laura Restrepo y Michel Onfray, entre otros. La idea de entender esta compleja obra pictórica que es parte del patrimonio del Museo del Prado madrileño como una pieza de conversación permanente, tal como se supone que lo era en la corte de los Nassau -en cuyo palacio de Bruselas la vio por primera vez Antonio de Beatis, biógrafo del pintor-, es del historiador del arte holandés Reindert Falkenburg. Y López Linares supo cómo trasplantarla al cine con fluidez e inteligencia. Las reacciones e interpretaciones que dispara la pintura dejan entrever su poder de sugestión. Una de las más conmovedoras es la de la catalana Silvia Pérez Cruz, que en un momento abandona la reflexión intelectual para entregarse al canto. Como cualquier obra de arte de excelencia, El jardín de las delicias, lejos de clausurar sentido, lo expande en múltiples direcciones. Tanto como para que López Linares incluya en la banda sonora a Bach, Elvis Costello y Lana del Rey, y hasta se permita un inesperado paralelismo con el festival de Woodstock.
El Himalaya, escenario trágico Lo que estaba pensado como aventura se transformó en tragedia. En mayo de 2008, un grupo de montañistas argentinos llevó adelante una expedición a la cordillera del Himalaya con la idea de llegar a la cima del Dhaulagiri (8167 metros de altura). Uno de ellos, Darío Bracali, de larga experiencia en ese tipo de desafíos (fue la primera persona que ascendió hasta las cumbres de las diez montañas más altas de la cordillera de los Andes y se proponía alcanzar el tercer pico, de más de 8000 metros en su carrera), desapareció en el intento. Este atrapante documental cuenta la historia de ese viaje, registrada con precisión en un entorno realmente difícil para una filmación, e incluso reconstruye ficcionalmente con mucha pericia los dramáticos momentos previos a la desaparición de Bracali. A la vez que funciona muy bien como puerta de entrada a una actividad tan excitante como llena de riesgos, la película logra transmitir el espíritu de camaradería necesario para desarrollarla en grupo y explicar con eficacia, sobre la base de los testimonios de los protagonistas, las motivaciones de sus adeptos. No hay efectismo ni golpes bajos en este film singular, honesto y conmovedor con el que los directores rinden homenaje a un amigo y revalorizan la noble ambición de los que se dedican a una disciplina nacida en el siglo XVIII que abreva en la siempre compleja relación entre el hombre y la naturaleza.
Un eficaz cuento moral La llegada de una nueva maestra a una escuela de Bratislava en 1983 -pleno auge del comunismo en Europa- altera primero la vida de un grupo de alumnos y luego, la de sus padres. Maria Drazdechova, la antipática protagonista de la historia, aprovecha sus conexiones con la cúpula del PC checoslovaco para extorsionar a todo aquel que se cruce con ella. Petr Jarchovsky, el guionista de este film de importante recorrido en festivales y muy celebrado por la crítica internacional, partió de sus recuerdos personales para elaborar un cuento moral que detalla con eficacia los sofisticados mecanismos de acoso de un personaje siniestro que funciona como síntesis individual de las miserias de todo un sistema. El humor negro y corrosivo que sobrevuela la película morigera un poco su aliento moralizante, quizá su principal defecto. Cineasta desconocido en nuestro país, Jan Hrebejk ya dirigió una decena de largometrajes y parece moverse más cómodo en el terreno de la farsa que en el de la gravedad. Su cuidado trabajo de puesta en escena y su capacidad para alinear a un elenco numeroso en un mismo registro son evidentes fortalezas. La idea de volver sobre las mezquindades y los abusos del régimen -en este caso en la época en la que tímidamente empezaba a fermentar la famosa Revolución del Terciopelo-, en cambio, recicla una vez más y sin demasiados matices novedosos una crítica ya suficientemente difundida.
Perspicaz estudio sobre la construcción de la identidad La propia Nele Wohlatz, nacida en Hannover en 1982, tuvo que enfrentar el siempre arduo proceso de adaptación a un nuevo entorno cuando se instaló, hace ya unos cuantos años, en Buenos Aires. Esa experiencia la impulsó entonces a contar la historia de Xiaobin, una joven inmigrante china que, como miles de sus compatriotas, llegó a esta ciudad en busca de las oportunidades de trabajo y desarrollo económico que no pudo encontrar en su país. Y la manera que eligió la directora alemana es indudablemente original, un mérito que le permitió quedarse con el premio destinado a la mejor ópera prima del prestigioso Festival de Locarno y circular también con buena recepción por los de Viena, Rotterdam y Macao. La gramática de esta película atípica y desafiante tiene una lógica rigurosa: mientras la protagonista debe lidiar con un idioma que le resulta completamente desconocido, la puesta en escena es más austera y esquemática; pero a medida que lo empieza a dominar, el film abandona ese límite autoimpuesto y levanta vuelo con una soltura que también empieza a notarse en el cuerpo y el temperamento de Xiaobin. Mientras teje una rebelión secreta a espaldas de sus padres, decididos a protegerse de la hostilidad de un territorio ajeno con una innegociable estrategia de reclusión, la jovencita china deambula tensa e insegura por un circuito limitado de la ciudad (la escuela para aprender español, un bar para comer o tomar algo, el supermercado donde trabaja) y hasta se enreda en una relación de futuro enigmático con un joven programador indio. Su derrotero porteño tiene algunos matices humorísticos, pero el trasfondo es mucho más denso: queda claro que Xiaobin intenta construirse una identidad casi en soledad y con poquísimos recursos. Wolhatz enfoca ese drama íntimo con una lógica muy particular: El futuro perfecto es, en definitiva, una película que impone tenazmente su singularidad. Filmada con un presupuesto módico a lo largo de cuatro meses y casi desprovista de actores profesionales (salvo por una breve participación de Nahuel Pérez Biscayart), consigue perfilarse como una ficción exótica y cautivante que, a la vez que discute sin titubeos con los sistemas narrativos más tradicionales, funciona como perspicaz ensayo sociológico sobre los problemas de adaptación que suelen sufrir los expatriados.
Un viaje de regreso al corazón Como cantante profesional, Mario tiene una carrera discreta: su circuito de trabajo se limita a despedidas de solteras, casamientos y cumpleaños. Como padre, las cosas no van mucho mejor: su hijo lo desprecia, notoriamente contrariado por la ausencia de un canal de comunicación fluido que los vincule afectivamente. Pero las cosas empiezan a cambiar cuando ese papá desaprensivo tiene la idea de invitar al chico a una modesta gira que tiene como sede más importante un balneario más bien desangelado de la costa atlántica. La película pone el foco entonces en el proceso de reconstrucción de una relación que en principio parecía destinada inevitablemente al fracaso. Y lo hace con ternura, candidez y un humor de baja intensidad que casi siempre descansa en las ajustadas intervenciones de El Oso, un manager obstinado que interpreta con gracia y soltura Iair Said. El trabajo de Mike Amigorena, sobrio, equilibrado, en completo control de su personaje -un errático, pero tenaz imitador de Sandro-, es otro de los fuertes del film, que en más de una oportunidad queda al borde de sumergirse en un sentimentalismo muy propio de las tiras televisivas, pero termina esquivándolo con una prudencia que se agradece. En ese tour cortito y atado con alambre no es la carrera del cantante lo que importa de veras. Mario lo sabe y a su manera, con paciencia y dedicación, busca dar vuelta un partido que venía perdiendo por goleada.
Una heroína tan singular como admirable "He nacido anarquista como se nace genio, como se nace imbécil o como se nace rico", dijo alguna vez Salvadora Medina Onrubia, mujer con una vida realmente apasionante que rescata este valioso documental de Diana Rosenfeld, la misma realizadora que había ganado un merecido Martín Fierro en 2016 por Los ojos de América, otra buena película, codirigida con Aníbal Garisto y dedicada a América Scarfó, la joven compañera sentimental del famoso libertario Severino di Giovanni. Basada en diarios autobiográficos, poemas y documentos personales de la protagonista, Salvadora cuenta el derrotero de una heroína tan singular como admirable que se lució como periodista y dramaturga, fue capaz de enfrentar a José Evaristo Uriburu y se casó muy joven con Natalio Botana, el legendario creador del diario Crítica, medio que ella misma terminó dirigiendo entre 1946 y 1951, tras la muerte de su esposo. No faltaron sobresaltos ni tragedias en la existencia de esta pionera del feminismo nacional. Y el film los detalla sin resquemores, al tiempo que va recreando con precisos apuntes la convulsionada historia de la Argentina del siglo XX, a manera de necesario contexto. Para Salvadora Medina Onrubia, el anarquismo era, más que una filsofía política, un estado espiritual. Ese fuego sagrado es el que rememora oportunamente este film, justo en una época en la que ese tipo de tenaces convicciones brillan por su ausencia.