La academia de las musas es original y bella como sus ideas Siempre conviene estar atento al estreno de una película de José Luis Guerín. Cineasta culto, elegante y curioso, este catalán de 56 años viene construyendo un notable cuerpo de obra desde mediados de los años 80, borrando fronteras entre ficción y documental, apuntando siempre a la originalidad y planteando constantes desafíos para el espectador, una decisión que revela más consideración y respeto por el otro que vanidad. En este caso, la historia gira alrededor de un filólogo devoto de la poesía, y particularmente de la obra de Dante Alighieri, que proclama la enseñanza como forma de seducción, sostiene contra viento y marea el valor de la palabra y termina enredándose en una compleja trama amorosa con un grupo de mujeres que vislumbra como sus propias musas. Protagonizada por actores no profesionales que intercalan conversaciones en catalán, italiano, castellano y sardo, la película se va cargando de tensión a medida que avanza, hasta desembocar en una especie de melodrama académico que cruza con gran eficacia la angustia con el humor. La realidad y la ficción como propulsores complementarios en el cine, la sensorialidad y el intelecto como vías de aprehensión de la belleza y la distancia entre el mundo de las ideas y la crudeza de la realidad son algunos de los temas que desarrolla este film singular e inteligente, producido sólo con una cámara doméstica y una capacidad de invención que no garantiza ningún presupuesto millonario.
Comedia ligera y sin pretensiones La música está en el corazón de Casi leyendas, la segunda película de Gabriel Nesci, quien ya había revelado su interés por el asunto en Días de vinilo (2012). Cruzada otra vez por los efectos de la nostalgia, la historia protagonizada por Diego Peretti, Diego Torres y el español Santiago Segura (viejos compañeros de una fugaz y no muy prolífica banda de rock de los 90 que se reencuentran sorpresivamente para rearmar el proyecto), también está atravesada por los vaivenes de la amistad, la fe en las segundas oportunidades y la mejora de perspectiva que puede proporcionar la madurez. El peso de la comedia recae básicamente sobre Segura, encargado de interpretar un personaje que sufre síndrome de Asperger y debe afrontar las dificultades que ese trastorno implica para relacionarse con el mundo. Su absoluta carencia de represiones a la hora de decir lo que piensa provoca las situaciones más graciosas de un film ligero y sin grandes pretensiones, cuya mecánica narrativa, apegada a los cánones más tradicionales, funciona bien, aun cuando cae varias veces en la tentación de las soluciones ramplonas. Además de dirigir, Nesci, autor también del guión de la celebrada comedia televisiva Todos contra Juan, compuso los reflotados "hits" de Auto Reverse, una banda ficticia que hasta tiene su propio lugar en Wikipedia, y la música incidental del largometraje.
Dos criaturas en busca de una conexión El viaje interior de dos curiosos personajes es el gran tema de esta película atípica, basada en una pieza teatral. Uno es un filósofo e historiador torturado por las dudas existenciales; el otro, un maratonista ciego más confiado en el sentido práctico que en maquinaciones intelectuales. En un escenario deliberadamente artificial, enuncian objetivos diferentes, pero en el fondo buscan lo mismo: una conexión real con el mundo, "después de haber creído que todo es sueño, entre las brumas del pasado y la ilusión del futuro", como sintetiza ese hombre asaltado por las dudas que compone con mucha solvencia Roly Serrano, muy bien complementado por Gonzalo Urtizberea. Un film singular y de notable belleza plástica.
Ley primera: denuncia construida con trazo grueso Además de ser el encargado del guión y la dirección, Diego Rafecas también asume en este largometraje la responsabilidad de interpretar a dos personajes muy importantes de la historia, hermanos de sangre que, sin embargo, simbolizan mundos completamente diferentes. Uno permanece apegado a las tradiciones de sus raíces tobas, mientras que el otro es un ejecutivo de una poderosa empresa extranjera que busca un negocio jugoso sin reparar en los perjuicios que puede causar a una comunidad aborigen del Chaco. Esa oposición tan subrayada entre el noble y el malvado atormentado es la que sintetiza el espíritu y determina los procedimientos de una película que apela muy seguido al efectismo, a las resoluciones elementales y a los trazos gruesos para sostener con solemnidad su perfil de denuncia.
Un momento único Para el nutrido grupo de personas involucradas en este documental -la mayoría con algún vínculo de mayor o menor cercanía con la Universidad del Cine-, el regreso a la actividad de Hugo Santiago, luego de un prolongado paréntesis -su último film había sido Las veredas de Saturno, de 1985-, fue un verdadero acontecimiento. Esa evidente pleitesía tiñe cariñosamente a la película, que con gracia, sobriedad e inteligencia logra capturar unas cuantas claves del riguroso programa de un cineasta realmente atípico. Hoy no hay nadie en el mundo que haga cine como Hugo Santiago, asegura Mariano Llinás, protagonista de un rico intercambio epistolar con el veterano director argentino radicado en París que monopoliza un buen tramo del film, permite esbozar la concepción y el desarrollo de El cielo del centauro y también ayuda a adivinar la personalidad de los dos cineastas. Una cita de Borges, punto de referencia común, sintetiza muy bien el espíritu del proyecto: para conseguir una trama fantástica implacable, es preciso ir encontrándole solución a cada problema hasta solucionarlos todos, y a menudo cada solución es una idea. Santiago se aboca a esa tarea con una obstinación ejemplar, convencido de la eficacia de un alfabeto que, en apariencia, sólo él domina completamente. Pero además logra que todos aquellos que lo rodean se entreguen a ese juego, convencidos de ser parte de un momento único de la historia del cine argentino. Esa clase de felicidad es la que respira y contagia El teorema de Santiago.
Los límites de la propia mitología El cielo del Centauro fue anunciada como una "película chica", destinada a calentar motores para llevar a cabo un proyecto más ambicioso titulado Adiós, cierre de la trilogía integrada por Invasión (1969) y Las veredas de Saturno (1985), dos largos en los que trabajó con socios literarios de alta alcurnia: Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, en el primer caso; Juan José Saer, en el segundo. Pero el film contradice esa premisa modesta e impone su personalidad, aun con sus arbitrariedades y su vocación por inscribirse en una tradición que se repliega sobre sí misma. En el transcurso de una trama cargada de misterio y humor, Santiago consigue que la información circule a un ritmo vertiginoso, con el objetivo de prolongar la intriga y delinear un universo levemente desfasado que funciona con sus propias reglas. Su obsesión por la composición detallada de cada plano siempre está al servicio de la fluidez del relato. Pero el rigor de una puesta en escena fortalecida por el exquisito trabajo de fotografía y sonido, la pertinente utilización de la música y la refinada reconfiguración de la imagen y el espíritu de la ciudad que siempre lo ha desvelado serían ociosos si la película no invitara al contacto emocional. Y El cielo del Centauro se propone ese objetivo confiando en la interpelación que pueden generar las ilustradas alusiones al cine, la literatura, el amor o la guerra (y por lo tanto la economía, la política y la muerte) que se van desplegando dentro de los límites de la lógica de su particular mitología, despegada sin ambigüedad del presente.
Poca acción para un relato sobrenatural Surgida de un ejercicio de improvisación actoral y filmada en apenas ocho días, esta película del formoseño Ezio Massa, notorio cultor local del cine de género, tiene el popular juego de la copa como eje de una serie de relatos de tono sobrenatural que van hilvanando sus protagonistas y que se cruzan con otro, también muy dramático, de una mujer (interpretada por Cristina Alberó) que sufrió la pérdida de su hijo. En principio, el proyecto de Massa era editar un libro con esos relatos. Y ese origen queda en evidencia en este film de bajo presupuesto que necesitaba que la acción se impusiera sobre la palabra, algo que desafortunadamente terminó sucediendo con cuentagotas.
Viaje emocional y fantástico El inesperado regreso de un hijo a la casa de sus padres es el disparador de esta ópera prima de tono fantástico filmada en Santiago del Estero y San Luis. La trama argumental es ambigua y algo farragosa, pero a partir de un imaginativo trabajo de puesta en escena la directora, egresada de la carrera de Diseño de Imagen y Sonido de la Universidad de Buenos Aires, consigue crear con eficacia una atmósfera densa y enrarecida que funciona como entorno ideal para el despliegue de las pulsiones de los protagonistas, tironeados constantemente por deseos y represiones. Pensada sobre todo como viaje emocional de sus atribulados personajes, Vigilia tiene también el contorno de la fábula, aunque no necesariamente contenga una moraleja ni un sentido único. A lo largo del zigzagueante recorrido del relato hay pocas palabras, violencia contenida y explícita, un perro cimarrón que continúa al acecho aún después de ser fríamente despachado y una serie de situaciones del agobiante espesor onírico de la pesadilla que, apoyadas por una banda sonora adecuada, terminan caracterizando inevitablemente a la historia. Es sólido el trabajo de Osmar Núñez, actor de vasta trayectoria que se revela muy preciso en la composición de ese padre huraño y resentido que esconde como puede sus angustias, debilidades y evidentes contradicciones.
El poeta en su laberinto Ovacionado en el Festival de Cannes, este sexto largometraje del chileno Pablo Larraín (Tony Manero, No, El club) despertó en su país una polémica inútil acerca de la "veracidad" de la historia que cuenta alrededor de Pablo Neruda, poeta ganador del Nobel en 1971 y figura del Partido Comunista chileno. Es justamente su vertiente política la que privilegia Larraín, centrando el relato en la persecución que sufrió a fines de la década del 40, cuando era senador y el país era gobernado por Gabriel González Videla, impulsor de la "ley maldita", destinada a proscribir al PC del país trasandino por pedido de los Estados Unidos. Pero lo hace construyendo un film más conceptual que narrativo, sin ninguna aspiración documental evidente, que utiliza con inteligencia y precisión los recursos clásicos del cine negro e incluso algunos del melodrama. El hilo conductor del notable guión de Guillermo Calderón, reconocido dramaturgo chileno que vive en Nueva York, es la voz en off del prefecto Oscar Peluchonneau (García Bernal), un torturado personaje que vive literalmente a expensas de Neruda, exclusiva presa de su cacería, un intelectual megalómano, seductor y libertino que claramente no responde al canon mitológico. Con humor e irreverencia, Larraín dibuja su propio Neruda en esta película provocadora y barroca que rinde homenaje al personaje protagónico confiando más en el aliento poético de una ficción atrapante que en el rigor histórico que le vienen reclamando los partidarios del biopic reverencial.
Decime qué se siente: la venganza o una infidelidad que lleva a la comedia En 2014, el boom de Ocho apellidos vascos sorprendió a todos en España: explotando los estereotipos sobre vascos y andaluces, recaudó casi 80 millones de dólares. Este film intenta una operación parecida: a partir de un caso de infidelidad amorosa, se desata una historia con tintes de comedia televisiva que involucra un viaje a la Argentina de dos brasileños dispuestos a consumar una venganza torpe e inútil. La factura técnica es impecable y el elenco es, en líneas generales, sólido. Pero el humor apela todo el tiempo a los lugares comunes en torno a una rivalidad que se proyecta desde la cancha de fútbol a cada aspecto de la vida, un mecanismo que consolida una importante cantidad de prejuicios.