Nueva York, lejos de la postal En la superficie, la de Nicolás, el protagonista de este tercer largometraje de Julia Solomonoff, luce como una historia conocida: la del inmigrante latinoamericano que intenta abrirse camino en una ciudad de la magnitud y el charme de Nueva York, siempre tan seductora como excluyente con los recién llegados. Lo que singulariza a la película es su capacidad de capturar ese ambiente áspero con sutileza e inteligencia. Con un puñado de pequeños apuntes -traducidos en escenas sintéticas, con buen timing, eficaces-, la directora consigue revelar algunos mecanismos de funcionamiento social y cultural de ese escenario que le queda visiblemente incómodo al protagonista, cuya angustia más profunda, de todos modos, parece más existencial que provocada por su accidentada estada allí. Es una pena de amor lo que tortura al personaje que Guillermo Pfening (un actor que deja una telenovela en Buenos Aires para filmar una película de un director mexicano) logra llenar de matices. Y ese lugar poco familiar, tan prolijo como frío, mecánico y hostil, no parece el mejor para atenuarla. Finalmente, no son el exilio territorial, los problemas con el acento o la astucia para elegir un look adecuado aquello que lo incomoda, sino más bien la resolución de esa historia íntima, que parece urgente para Nicolás, aunque él tarde un poco en darse cuenta de que puede ser la llave para ingresar a otra etapa, para aprovechar lo aprendido y enfocarse de nuevo.
Amargo retrato de la hipocresía La hipocresía es el tema de La hija, tercer largometraje del tucumano Luis Sampieri. Así como la retraída empleada doméstica que cuida al patriarca de una decadente familia de la burguesía provincial oculta mientras puede su embarazo, cada uno de los personajes de la historia parece tener más de un secreto. Sampieri trabaja con precisión en la creación de ese ambiente dominado por las tensiones, las sospechas y los silencios incómodos que también funciona como inevitable caja de resonancia de un orden social injusto. El riguroso trabajo de puesta en escena y el buen trabajo de un elenco sin nombres rutilantes son dos de las fortalezas de esta película, amarga y contundente.
El candidato: lúcida y cargada de ironía Martín Marchand se prepara para triunfar en la política. Cuenta con un pintoresco grupo de asesores que se reúne con él en una fastuosa estancia para elaborar una campaña más apoyada en las estrategias de marketing que en propuestas tangibles. Todos los datos que circulan abierta o solapadamente en El candidato conducen al mismo destino: las iniciales del político, que además tiene un padre poderoso que lo presiona constantemente a la distancia, las tres letras que identifican al espacio político al que pertenece (NEO, en este caso), el nombre de la colega más experimentada que podría ser su aliada en la campaña (Eloísa). Es difícil no encontrar paralelismos con la actualidad argentina. Pero este segundo largometraje de Daniel Hendler excede el marco de las referencias evidentes y funciona a la perfección como comedia lúcida y cargada de ironía, apoyada en ese humor agudo e inteligente que Hendler suele imprimirle a sus personajes cuando actúa. La película se beneficia notoriamente de la solidez de un elenco muy ajustado (es excelente el trabajo del protagonista, Diego de Paula). Más cerca del final, la película se zambulle imprevistamente en el terreno del thriller, un giro que parece destinado a señalarnos que, más allá de su visible patetismo, los discursos presumiblemente vacíos también pueden derivar en consecuencias muy peligrosas.
Viva: liberación sexual en La Habana Producida por Benicio del Toro, fue la elegida por Irlanda para competir por los Oscar del año pasado. Fan declarado de Cuba, Paddy Breathnach -que llamó la atención de la crítica con El crimen desorganizado- ambienta este relato de liberación sexual, búsqueda de identidad y batalla contra la homofobia en los circuitos mundanos de La Habana. Formalmente impecable, Viva captura la esencia de ese universo nocturno poblado de travestis, drag queens y sexualidad ocasional con un trabajo encomiable de cámara, fotografía y montaje. Es menos ocurrente para escapar de los estereotipos en el desarrollo de una historia que también enfoca los conflictos de una paternidad intolerante y abusiva, encarnada en el hostil personaje de Jorge Perugorría.
Pinamar: los visitantes del invierno El duelo, la fraternidad, el amor y también el azar. Esos son los temas que atraviesa Pinamar, película argentina muy bien recibida en los festivales de San Sebastián y Biarritz con la que reaparece Federico Godfrid, a ocho años del estreno de La Tigra, Chaco, una celebrada ópera prima que codirigió con Juan Sasiaín. Igual que en aquella historia, los amores de juventud están en el centro de la escena, aun cuando inicialmente son otros los planes de los protagonistas, dos hermanos que llegan a la ciudad balnearia del título para arrojar las cenizas de su madre al mar y vender un departamento que han heredado. Llegan fuera de temporada y se encuentran con un paisaje más gris y notablemente menos animado que el de los veranos, pero también con la chica (Violeta Palukas) que terminará iluminando esa expedición a priori sombría. El evidente flechazo que conecta a la jovencita con Pablo (Juan Grandinetti), un joven serio y reservado que es la contracara de su hermano Miguel (Agustín Pardella), más relajado y extrovertido, le agrega un sentido nuevo a ese viaje pensado originalmente para cerrar un ciclo. En medio de ese trance dominado por la tristeza, entonces, Pablo encuentra inesperadamente la posibilidad de un romance. Y también se acerca más que nunca a su hermano, un desplazamiento que la película narra con espíritu noble y tono delicado. Siempre confiable, Fernando Lockett explota con un exquisito trabajo de fotografía las posibilidades del entorno en el que se desarrolla la historia.
Personal Shopper: un film sugestivo e hipnótico Fiel a su estilo, Oliver Assayas elige otra vez en Personal Shopper el camino más sinuoso, claramente convencido de que ponerse en estado de pregunta es mucho más excitante que caminar sobre seguro. Abucheada en Cannes, esta película sugestiva e hipnótica pone en escena las tensiones entre dos mundos: el puramente material y el de nuestro interior, que aquí entra en pleno funcionamiento con el alimento de los combustibles de la espiritualidad y la imaginación. Maureen (una Kristen Stewart muy afianzada) es la asistente personal de una celebridad cualquiera en París. El trabajo no le gusta, pero le permite pagarse la estancia en la capital francesa, mientras espera una manifestación del espíritu de Lewis, su hermano gemelo, fallecido hace unos meses. De pronto comienza a recibir extraños mensajes anónimos en su celular. La película desenvuelve de a poco ese argumento simple, pero cargado de misterio, y lo condimenta con una serie de anomalías que van transformando su universo hasta volverlo de ensueño: las fantasías y los miedos parecen ir tallando ese entorno frío, distante y mecánico en el que se mueven los personajes. Uno de los grandes temas de Personal Shopper, está claro, es el diálogo que entablamos con los muertos, siempre presentes de alguna manera. La tipología es muy amplia y el cine suele abordarla desde los lugares comunes. Pero Assayas, sagaz y aventurero, los elude con elegancia, asumiendo como propia la ética de sus cineastas favoritos -John Carpenter, Wes Craven, David Cronenberg, los maestros de la Nouvelle Vague- y manifestando expresamente su propia voluntad artística en la cita abierta a la obra de Hilma af Klint, pionera sueca del arte abstracto. De a ratos, la identidad de Maureen -el papel de Stewart, quien ya había trabajado con este director francés en El otro lado del éxito, de 2015- es vampirizada por la de su hermano muerto. Y da toda la impresión de que en algún momento, el fantasma puede apoderarse completamente de ella. Son muchas las capas de lectura que propone este film de presupuesto modesto (se rodó en parte en Omán para obtener ventajas financieras) que esconde bajo una superficie de austeridad una serie de preguntas inquietantes que de nuevo giran en torno de una mujer que ocupa el centro de la escena, como en Demonlover e Irma Vep, otras dos muy buenas películas de Assayas.
Frantz: talento y vuelo poético Prolífico como pocos cineastas de su generación, el francés François Ozon, a los 49 años, lleva filmados dieciséis largometrajes, desde su comentado debut con Sitcom (1998), programado en la prestigiosa Semana de la Crítica de Cannes. Y con Frantz reafirma su vocación por la variedad (ha dirigido desde una comedia farsesca hasta un thriller erótico), apoyándose esta vez en la obra de un artista mayor (Remordimiento, film de Ernst Lubitsch basado en una obra de teatro de Maurice Rostand y estrenado en 1932), pero sin privarse de introducir algunas modificaciones sustanciales en la trama, sobre todo para dotar de espesor y profundidad al rol femenino, interpretado con asombrosa solidez por la alemana Paula Beer, que tenía apenas 21 años cuando se rodó el film. Es Anna, su riquísimo personaje, el renovado corazón de una película que refleja bien los sinsabores de la Primera Guerra Mundial sin resignar la calidez y un vuelo poético realzado por el notable trabajo de fotografía, que cruza la melancolía del blanco y negro dominante con breves y vivaces apuntes en color. Su perfecto contrapunto es el ex soldado francés que compone con delicadeza Pierre Ninney. Culto, refinado y elegante, el joven carga con un peso en la conciencia que se hará más evidente gracias a la persistencia de Anna, primero agobiada por el luto y después, en la atrapante segunda mitad de la historia, decidida a levantar vuelo e incluso a moverse como lo haría un eficaz detective.
El porvenir: una pesada broma del destino De repente, sin demasiadas pistas que previamente le permitieran sospechar la debacle, Nathalie Chazeaux, la severa profesora de filosofía interpretada por Isabelle Huppert, observa atónita cómo se desmoronan los pilares de su existencia: su marido la deja por una mujer más joven; su madre -una anciana visiblemente neurótica- entra en una profunda crisis emocional y física y la editorial que publica sus libros, entregada a los superficiales mandatos de marketing, empieza a retirarle la confianza. Todo junto y en forma simultánea, como si fuese una pesada broma del destino. Mia Hansen-Løve (El padre de mis hijos, Edén) cuenta con sobriedad e inteligencia la historia de la tenaz supervivencia de una protagonista que enfrenta esa situación agobiante con una entereza admirable. Huppert, siempre capaz de dotar a los personajes que encarna de infinitos matices, es su aliada perfecta. Su descomunal trabajo -que destila perseverancia, templanza, agudeza y melancolía- es el centro de gravedad de una película que profundiza sobre los dramas existenciales sin resignar la posibilidad de reflejar los avatares políticos de la vida contemporánea, a la vez que trabaja lúcidamente sobre los desfases de la comunicación entre personas de distintas generaciones y, de paso, se florea con una serie de citas delicatessen (Woody Guthrie, Schopenahuer, Levinas, Rousseau) que, lejos de ser meros elementos decorativos, son notoriamente funcionales a la trama.
Ejercicios de memoria: recuerdos del Paraguay La convulsionada actualidad política de Paraguay transforma en muy oportuno el estreno de esta película de Paz Encina, hija de un férreo opositor al régimen dictatorial de Alfredo Stroessner (1954-1989). Trabajando sobre dos ejes recurrentes en su obra, la ausencia y el tiempo, la directora reconstruye esos dramáticos años a partir de las vivencias de la familia de Agustín Goiburú, militante político asesinado en 1977. Y lo hace desarrollando un impecable trabajo de investigación, imagen y sonido que radiografía el horror pero también se obstina en la búsqueda de restos de pregnante belleza en los pliegues de esa atrapante memoria familiar.
Ghost in the shell: impacto y filosofía de moda Scarlett Johansson regresa a la pantalla grande con esta película, que generó mucha polémica durante su rodaje Se habló mucho de esta película de gran presupuesto (120 millones de dólares) y elenco internacional antes de su estreno. A la aceitada campaña de marketing se sumó la inútil polémica por el whitewashing tan de moda hoy en Hollywood (aun cuando el personaje que interpreta Scarlett Johansson es un robot) y las especulaciones habituales en redes sociales de los fans del manga original creado a fines de los 80 por Masamune Shirow que Mamoru Oshii adaptó para un largo de animé. En términos visuales, el film es realmente impactante (y deudor de predecesores célebres como Blade Runner y Matrix). Su andamiaje narrativo es sólido y su línea argumental simple: el cíborg construido en una primera secuencia, que remite al inicio de la serie Westworld, no sólo tiene cerebro humano, sino también su propio ghost -alma de esa máquina diseñada para combatir el crimen en una alienante ciudad futurista cargada de estímulos visuales-y de pronto descubre un pasado que la poderosa compañía para la que trabaja ha borrado deliberadamente de su memoria. Aparece entonces el melodrama familiar, una de las capas de la historia, que obviamente incluye escenas de acción -algunas realmente notables por su equilibrio entre espectacularidad y nitidez- y un trasfondo ideológico propio del mindfulness -otra moda- que machaca con la idea de que lo mejor es tomar conciencia de que son nuestros actos del presente los que nos definen, más que los de un pasado al que es inútil aferrarse.