Loza y otra muestra de su libertad creativa Un workshop en Toulouse sirvió como disparador para esta nueva película del prolífico Santiago Loza. Un grupo de actores con poca experiencia protagoniza esta película que explora los límites del documental y la ficción, y logra, en más de una oportunidad, cargar las escenas de belleza y densidad dramática (el encuentro ocasional de dos de ellos en una estación de tren es particularmente efectivo). También hay curiosos homenajes a Sandro y Brigitte Bardot, y un clima general de extrañamiento que domina un film que revaloriza el accidente y la investigación sin patrones rígidos como motores de la narración. El extravío, como el propio Loza explicita en el título de este largometraje libre y singular, no siempre es un mal punto de partida. También puede ser un incentivo para la invención.
Prejuicios y lugares comunes Plagada de lugares comunes y golpes de efecto, dos características repetidas en la inmensa mayoría de las películas de terror de los últimos años, Desde la oscuridad cuenta la historia de un matrimonio que abandona su vida en Londres para mudarse a Santa Clara, un pueblo colombiano donde funciona una planta productora de papel de la que está a cargo un empresario que guarda un secreto ominoso. No bien llega al lugar con su pequeña hija, la pareja empieza a sufrir el acoso de un grupo de fantasmas que trama la venganza de un luctuoso suceso del pasado. Se supone que la película tiene una veta política centrada en la denuncia del colonialismo, pero el catalán Lluís Quílez desnuda involuntariamente sus propios prejuicios: en América latina, los hospitales no funcionan y dependen de la buena voluntad de médicos que hablan inglés en lugar de español, y la pobreza y el atraso son apenas parte de un paisaje pintoresco. Las escenas que pretenden asustar causan gracia y el elenco conformado por actores con talento y trayectoria, como Stephen Rea y Julia Stiles parece perdido en medio de una historia obvia, carente de tensión verdadera y resuelta sobre el final de una manera torpe y aparatosa.
Al cuidado de la poesía en un mundo banal El mundo no está preparado para los poetas. Eso piensa la maestra del título del segundo film del israelí Nadav Lapid, el mismo que había sorprendido gratamente con la compleja y provocadora Policeman, ganadora del premio mayor del Bafici en 2012. Y, decidida a ser ella la "intérprete oficial" del pequeño Yoav, se lanza con fe inquebrantable a una aventura con final incierto. Yoav tiene 5 años, es uno de los niños del jardín de infantes donde trabaja, visiblemente su predilecto, y es evidente que tiene una personalidad singular: súbitamente, sin nada que parezca motivarlo con claridad, recita poemas de una profundidad y una belleza notables. Nadie se toma del todo en serio esas iluminaciones poéticas del chico: ni su niñera, una actriz principiante que conoce el don, pero sólo lo considera cuando intuye que puede resultarle útil para sus propios intereses, ni su padre, un empresario gastronómico muy adinerado cuya aparición en la película es formidable. En una escena corta, pero intensa y muy sugestiva, Lapid demuestra su pulso para dirigir actores y logra cargar de múltiples sentidos a ese encuentro ocasional donde la soberbia del poderoso se cruza con un erotismo latente, el mismo que la protagonista irá poniendo en juego alternativamente con su esposo, con un infatuado maestro de literatura transformado en amante y hasta con el mismo Yoav, aun cuando ese vínculo sea puramente platónico. Pero, igual que en Policeman, Lapid enriquece la trama que dispara el conflicto central -en este caso, la relación entre el niño genio y la maestra decidida a pelear contra un entorno cegado por la banalidad cotidiana- con una envidiable habilidad para filtrar información sobre la abulia del matrimonio, la superficialidad de la televisión y la naturalizada militarización de la sociedad israelí. Y lo hace con inteligencia, acidez y una generosa gama de recursos orientados a enriquecer la puesta en escena que incluye inusuales variaciones de la altura donde coloca la cámara, utilización de tonos y registros diversos (del naturalismo a la ficción más desmelenada), y hasta un precioso miniclip playero de la niñera que parece llegado de otra película. Todo, aunque pueda lucir a simple vista discordante, responde rigurosamente a las necesidades del relato. Lapid no es un cineasta atildado ni medido. Su talento, igual que el del exótico Yoav, fluye a partir de la imprevisibilidad y el arrebato.
De lo particular a lo general La educación como caja de resonancia de la sociedad. Ésa es la idea-eje de este documental en que los alumnos de un colegio muy particular, el Domingo Faustino Sarmiento, ubicado en el selecto barrio de la Recoleta, son protagonistas excluyentes. Fundado en 1892, este colegio fue durante años cuna educativa de la élite dominante (uno de sus egresados más conspicuos fue el ministro de Economía de la última dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz, por ejemplo). Hoy, con la vigencia de la ley sancionada en 2006 que determina la obligatoriedad de la escuela secundaria, el Sarmiento también recibe a decenas de estudiantes que viven muy cerca, pero en condiciones bastante diferentes: chicos de la villa 31. Pablo Márquez, director de la película, llegó al colegio hace unos años, convocado por Roxana Lewinsky, por entonces rectora del establecimiento, para trabajar junto con otros profesionales en el trazado de recorridos pedagógicos alternativos destinados a incentivar una mayor participación de los alumnos. Y se encontró con una serie de conflictos que revelan con claridad meridiana la importancia determinante de la pertenencia de clase para dispararlos. Los alumnos de la mañana, en su mayoría chicos de clase media, y los de la tarde, de origen más humilde, discuten sobre la conformación de un centro de estudiantes unificado. Las posiciones de cada sector delatan sus vínculos, bien diferentes, con el ejercicio de la democracia. Lo mismo que la participación en clase, que requiere de incentivos y estrategias diversas de parte de los docentes de acuerdo con los interlocutores. Lo que, en definitiva, la película pone sobre la mesa es la realidad de la educación pública en la ciudad de Buenos Aires, en un contexto en el que el gobierno porteño acaba de aumentar notablemente los subsidios a las escuelas privadas. En una muy interesante entrevista con Françoise Dubet publicada por este diario el 30 de agosto, el sociólogo francés explica cómo el debilitamiento de los lazos de solidaridad erosiona la integración social, un problema que la elección del tipo de educación que hacen los padres pública o privada refleja. Después de Sarmiento abre también ese debate y plantea los desafíos de la escuela pública sin declamaciones, pisando el terreno donde se desarrolla esa problemática y dándole voz a sus protagonistas: los docentes y, sobre todo, los alumnos.
Una niña tras las huellas de su padre Es evidente que hay algo que inquieta a Lila, la niña que protagoniza Ciencias naturales. En la escuela rural a la que asiste, en plena zona montañosa cordobesa, su maestra nota que su atención es dispersa, que la relación con sus compañeros es tensa, que hay alguna preocupación que no le permite estar relajada. Muy pronto se revelará el motivo de esa perturbación: la chica desconoce la identidad y el paradero de su padre. Se propone averiguarlo como sea y finalmente, después de un par de intentos individuales fallidos, logra que esa maestra atenta a su irregular conducta se convierta en su socia fiel para un viaje de búsqueda que tendrá algunas peripecias y equívocos hasta concluir en el destino deseado. La historia de Ciencias naturales es austera en términos de cantidad, pero generosa en materia de calidad: los sucesos dramáticos son acotados, pero intensos. Y eso tiene que ver en buena parte con el nivel de las actuaciones: Paola Barrientos (la docente) es una actriz formidable, Paula Hertzog (quien ya se había lucido en El premio, de Paula Marcovitch) se desenvuelve con gran soltura y tanto Sergio Boris como Eugenia Alonso, en roles más reducidos, también resuelven con solidez y eficacia sus participaciones. Se trata de una película sencilla, efectiva y equilibrada, más allá de algún subrayado musical innecesario. Lucchesi aprovecha con inteligencia el entorno natural en el que está ambientada la historia, usándolo como correlato del ánimo de la protagonista (frío y gris en los momentos de incertidumbre, soleado y policromático en los de liberación y promesa de un futuro distinto). El recorrido internacional de la película fue realmente notable: elegida mejor película de la sección Generation K Pluz del Festival de Berlín, también se llevó los premios a la mejor película, el mejor guión y la mejor actriz (Paula Hertzog) en el Festival de Guadalajara, obtuvo una mención especial del jurado en la sección Horizontes Latinos del Festival de San Sebastián y pasó por Toulouse, Lima, Miami, Cartagena, Los Ángeles, San Pablo, La Habana y Bousan (Corea del Sur). También fue exhibida y elogiada en la edición 2014 del Bafici. Todos reconocimientos merecidos para un film para ver con el corazón abierto.
La vida santa de Sebastião Salgado Hijo del famoso fotógrafo brasileño Sebastião Salgado y codirector con el alemán Wim Wenders de este documental de tono celebratorio y trascendente, Juliano Ribeiro Salgado ha contado en alguna entrevista que la relación con su padre nunca fue del todo fácil. Durante mucho tiempo, Sebastião pasó gran parte de cada año lejos de su casa, trabajando en una obra realmente monumental enfocada en la vida y el sufrimiento de trabajadores oprimidos y las migraciones de las víctimas de hambrunas feroces y guerras sanguinarias. Luego de trabajar un tiempo en la administración de la Organización Internacional del Café, Sebastião decidió dedicarse de lleno a la fotografía, un terreno al que llegó casi por casualidad. Muy pronto, a fines de los años 70, fue contratado por la agencia Gamma, con sede en París, y después por la prestigiosa Magnum Photos. Recién en 1994 fundó su propia agencia, Amazonas Images, también en París, y se dedicó a recorrer el mundo para mostrar su impresionante obra, reunida en proyectos muy difundidos como Trabajadores (1993), que documenta las dificultades en la vida cotidiana de la clase obrera en todo el mundo, y Éxodos (2000), que recopila parte de su trabajo sobre la emigración masiva provocada por los desastres naturales, el deterioro medioambiental y la presión demográfica. La narración de la historia de este artista de perfil sociológico es diáfana, ágil, apoyada en valioso material de archivo -sus propias fotos, que ha exhibido en todo el planeta, y las de carácter más íntimo, vinculadas con su vida familiar- y en breves y más bien solemnes apuntes de la voz en off de Wenders. Es difícil no rendirse ante el poder de esas imágenes y el tamaño de la epopeya de este hombre dedicado de lleno a la investigación social en los lugares más inhóspitos y hostiles, desde África hasta el Ártico. También resulta valioso el registro del imponente emprendimiento del Instituto Terra, destinado a recuperar con un costoso trabajo de reforestación la selva de la Mata Atlántica que rodeaba la finca de Aimorés, en Minas Gerais, donde Sebastião nació, antes de que se introdujera el ganado: un refugio en la naturaleza para combatir la destrucción de la que fue testigo durante demasiado tiempo. Pero hay algo que la película elude soberanamente y que, es evidente, le resta solidez y equilibrio: no hay una sola mención a las objeciones en torno al trabajo de Salgado, que han sido muchas y provenientes de voces tan autorizadas como las de la intelectual estadounidense Susan Sontag y la periodista sudafricana de The New Yorker Ingrid Sischy, ambas fallecidas. Se ha señalado con insistencia que Salgado ha estetizado la tragedia, que ha usado la miseria con fines comerciales, que se ha erigido en estrella de sus trabajos, relegando a los protagonistas de las fotografías a un segundo plano, y que ha anestesiado de ese modo la reacción ante las injusticias, transformándolas en mero objeto de contemplación. Pensado como hagiografía, el documental no se hace cargo de esas acusaciones y termina recalentando también los señalamientos que han disparado los críticos de Wenders, sospechado de vampirizar convenientemente el talento ajeno en más de un caso: el de Nicholas Ray en Relámpago sobre el agua, el de Compay Segundo y sus colegas en Buena Vista Social Club, el de Pina Bausch en Pina y el de Michelangelo Antonioni en Más allá de las nubes. Puntos de vista, naturalmente. Vea y decida.
Ritual de pasión y violencia "Cuanto más se ama a alguien, más cerca se está de odiarlo." Eso asegura una de las máximas que el aristócrata francés François de La Rochefoucauld pergeñó en el siglo XVII y calza a la perfección con el espíritu de esta película del francés Jacques Doillon que revitaliza la saludable idea de programar estrenos en la Sala Lugones del Teatro San Martín, un espacio mayormente dedicado a valiosos ciclos y revisiones (de hecho, habrá un foco de otros tres largos de Doillon que acompañará a este film). Cineasta veterano (nació en 1944) y de vasta filmografía (ha dirigido cerca de treinta largometrajes), Doillon pertenece a la misma camada de Philippe Garrel, posterior a la explosión de la nouvelle vague. Los cinéfilos locales más memoriosos seguramente recordarán Ponette (1996), conmovedora película protagonizada por Victoire Thivisol cuando tenía apenas cuatro años. La problemática amorosa y el despliegue físico para tematizar los misterios psicológicos son dos de las constantes del cine de este director. Y en este caso quizá más que nunca: los protagonistas excluyentes de la película son los personajes sin nombre específico que encarnan Sara Forestier y James Thierrée, embarcados en una disputa verbal que evolucionará gradualmente hacia un tipo de violencia corporal cargada de pasión y erotismo. Doillon reitera el juego durante buena parte de la historia, convierte ese extraño ritual que replica algunas investigaciones de la danza contemporánea en el corazón del relato y también encuentra allí una de sus limitaciones más evidentes: la simbología es un poco obvia y la tensión disminuye a medida que la información se repite. Una cámara inquieta sigue a los personajes en un escenario de límites precisos ubicado en medio de la inmensidad de la campiña francesa y subraya sus ánimos inestables, ecos notorios de algunos traumas del pasado: "Mi problema es la familia de mierda que tengo desde hace veinte años; el tuyo, que nunca pudiste acostarte conmigo", sintetiza la impulsiva y provocadora jovencita que Forestier interpreta con la misma intensidad con la que Thierrée, nieto de Charles Chaplin y bisnieto del dramaturgo Eugene O'Neill, aborda su papel. Temáticas muy transitadas, como la pulsión amorosa (con las perversiones, la dominación y la entrega como motores), la paternidad y hasta los asuntos vocacionales son parte del menú que Doillon intenta presentar de una manera novedosa. Lo logra de a ratos, cuando consigue que, como explicita en un pasaje el personaje de Thierrée, la excitación sea provocada por no saber lo que va a ocurrir. Pero está claro que en la película hay más eficacia conseguida por el efecto de la acumulación que por el de la sorpresa.
La verdadera casa del horror La del clan Puccio es una historia argentina oscura, ominosa, con resonancias y misterios que persisten. Pablo Trapero fue hábil para detectar el potencial cinematográfico de ese exótico entramado tejido alrededor de un relato que parece pensado directamente para la ficción: una familia religiosa y con vínculos estrechos con el cerrado y elitista mundo del rugby de la zona norte de Buenos Aires, dedicada a recaudar fortunas a partir de un sistema de secuestros extorsivos armado con un nivel de impunidad y precariedad en las estrategias que, visto a la distancia, asombra. Ahí está una de las primeras claves de la película: el registro certero de la distancia que la sociedad argentina ha recorrido en los últimos treinta años de vida institucional. La historia del clan Puccio puede observarse hoy como coletazo evidente de una lógica de funcionamiento social que la dictadura selló a fuego: la violencia como herramienta de disciplinamiento y progreso económico, el ocultamiento, la falsedad, la omisión y la complicidad como espíritu de época. El film nos sitúa en un contexto claro con apenas un par de apuntes: en el inicio, un afiebrado discurso del general Galtieri; más adelante, las pistas del final de una etapa, sintetizado en el resquebrajamiento del vínculo entre Arquímedes Puccio y un paradigmático comodoro que opera desde las sombras (ese comodoro es uno, pero podría ser muchos otros, nos dice Trapero). Pero lo que duplica el valor de la película es su capacidad por volar por encima de esa lectura política -valiosa, definida- y transformarse en un thriller nervioso y atrapante, una virtud notable si se toma en cuenta que, de una manera u otra, con mayor o menor detalle, casi todos conocemos su desenlace. Se ha hablado muchas veces de la fluidez narrativa de las películas de Trapero, y El clan impulsa a rendirse ante las concluyentes pruebas. La narración tiene, efectivamente, un ritmo vertiginoso, todo lo que ocurre importa, los enigmas se revelan armónicamente, los juegos con la temporalidad del relato colaboran para clarificarlo y enriquecerlo, la idea del montaje paralelo entre una escena de sexo y otra completamente virulenta sobrevive al riesgo de la obviedad. A ese dominio envidiable de los recursos cinematográficos, Trapero le añade más condimentos: una inspirada recreación de época, el excelente trabajo de caracterización de Guillermo Francella (mérito de Araceli Farace), la introducción sutil del melodrama amoroso y un creativo uso de la banda sonora -con la inoxidable "Sunny Afternoon", de los Kinks como estrella- que ayuda al mismo tiempo a situar cronológicamente y a descomprimir, a aligerar el ambiente cuando la densidad se hace difícil de tolerar (una herramienta que Martin Scorsese, referencia ineludible para Trapero, ha usado con mucha solvencia a lo largo de su carrera). Pero además Trapero se ratifica como gran director de actores: consigue que el debut en cine de Peter Lanzani (como el rugbier Alejandro Puccio) sea sólido, convincente, que los secundarios se luzcan y que Francella descuelle en el mejor papel de su carrera, elaborando con precisión milimétrica a un psicótico enigmático y siniestro que entiende la paternidad como chantaje e inquieta por lo que deja latente: una faceta monstruosa que puede anidar en los lugares menos sospechados.
Historia marcada por la sexualidad Hay que estar muy atento para no perderse en la enmarañada trama de Mariposa, la película más arriesgada y estilizada hasta la fecha de Marco Berger, una vuelta de tuerca interesante dentro de una filmografía que se va consolidando y es muy apreciada en el circuito de festivales internacionales (la película fue exhibida en el Festival de Berlín, donde el director había sido premiado por Ausente, largo de 2011). Berger usa como punto de partida la famosa teoría del caos (la que dice que el aleteo de una mariposa puede generar un caos en el otro extremo del planeta) para elaborar una historia marcada por el sinuoso deseo sexual de sus protagonistas y los imprevistos del azar. Hay un inicio que se bifurca, con una beba que su madre conserva en una línea del relato y abandona en el otro. La escena se desarrolla en un bosque, algo que ayuda a cargarla de un misterio que la película sostendrá hasta el final. A partir de ese comienzo ambiguo, trazado con la lógica del doppelgänger (el doble fantasmal de alguien, una figura común en las historias fantásticas), Mariposa se enfocará en el destino de esa misma chica, pero en dos versiones que se entrecruzan y de algún modo se complementan, gracias a un mecanismo de relojería que Berger trabaja a la perfección apoyado en un riguroso montaje. Romina (Ailín Salas) y Germán (Javier de Pietro) son hermanos y tienen pareja, pero es evidente que existe algo más entre ellos. Al mismo tiempo, la otra Romina (otra vez Salas, pero teñida de rubia) y Germán (de nuevo Di Pietro, pero con barba y pelo más largo) son amigos, pero también la tensión sexual flota en el ambiente cuando están juntos. Los otros personajes que participan en la historia son Bruno (Julián Infantino), novio de Romina que coquetea abiertamente con Germán y finalmente tendrá un romance con otro chico, y Mariela (Malena Villa), pareja de Germán en las dos historias. Los vericuetos de la trama son muchos (Berger ha citado a otras películas laberínticas -Los amantes del círculo polar, Reencarnación y La doble vida de Verónica- como influencia), pero la clave del film quizás esté en otro lugar: en los dilemas morales que plantea la historia y el omnipresente clima erótico que la tiñe, una auténtica especialidad del autor.
Otro gran acierto de Piñeiro Una novia, una ex pareja despechada y otra obsesiva y demandante, una amante, una pretendiente... Víctor vuelve a Buenos Aires después de pasar un año en México y está rodeado de mujeres con las que protagoniza una serie de enredos amorosos que son el corazón de La princesa de Francia, una más de las "shakespireadas" de Matías Piñeiro, director argentino afincado ahora en Nueva York. Más que novedades con respecto a las otras dos películas que forman parte de una misma serie (Rosalinda y Viola) basada en obras del célebre dramaturgo inglés, La princesa de Francia consolida un estilo, refina la estética de Piñeiro, ajusta el pulso de su particular enfoque de la comedia amorosa. La referencia más inmediata, se ha dicho bastante, es el cine de Eric Rohmer, uno de los realizadores más personales de la nouvelle vague francesa. Las virtudes de Piñeiro no son pocas: tiene pleno dominio de la puesta en escena, imaginación para explotar diferentes recursos visuales, convicción en la dirección de actores, habilidad para imprimirle ritmo a la narración e inteligencia para traficar información que ilustra sin sonar didáctica. Además de los bellos y contundentes textos de Shakespeare, en La princesa de Francia circula data que rara vez aparece en un mismo contexto: parte de la nutrida obra de William-Adolphe Bouguereau, pintor del siglo XIX valorado por los ricos de su época y aborrecido por Van Gogh y Cézanne, el pop luminoso de los Beach Boys y la inspirada música de Jvlián, de lo más interesante de la escena independiente porteña actual. Los personajes de las historias de Piñeiro son siempre jóvenes de clase media urbana que se mueven en ambientes bien determinados (teatros, museos, un club tradicional de Vicente López, en este caso), discuten sobre tópicos académicos y, por lo general, protagonizan entretenidas aventuras sentimentales. Hablan mucho, pero con un tono y un ritmo que se entretejen a la perfección con la narrativa visual del director, siempre grácil y fluida. Y son interpretados por un grupo de actores curtidos en la escena teatral independiente que responde con notable eficacia a las necesidades de Piñeiro. Ahí están para certificarlo Julián Larquier Tellarini, el atribulado protagonista en torno al cual gira la historia, dotando de misterio y seducción a su personaje y resolviendo con mucha pericia la exigencia de un primer plano sostenido, y Pablo Sigal, transformado por un rato en proto-rapper poético. Cargada de pliegues, superposiciones de puntos de vista y paralelismos, esta nueva película de Piñeiro denota convicción y honestidad. Y está llena de ideas, que no sobran en el cine contemporáneo.