Policial fallido e inverosímil Brisas heladas empieza con un vago ajuste de cuentas con la crítica, un tema que probablemente sólo le interese al director. Y continúa con una trama policial vulgar, estereotipada y en más de una oportunidad involuntariamente hilarante, protagonizada por personajes con aspiraciones de malditos que gritan como condenados en situaciones inverosímiles e insisten en agotadoras referencias cinematográficas que lucen como mero copypaste de Wikipedia. La película es la adaptación de una obra teatral del propio Postiglione (director rosarino de El asadito y El cumple) y no consigue despegarse de su origen, a pesar de las ampulosas piruetas de una cámara que, presumiblemente, podría aludir a la inestabilidad de sus traumados protagonistas.
La política como horizonte Fundador del proyecto Arte-Memoria Colectivo, dedicado a recordar a los desaparecidos durante la última dictadura militar a través de obras pictóricas, Jorge González Perrín es el protagonista de este documental sobrio y preciso que reconstruye un singular proyecto nacido a partir de una invitación de la agrupación Hijos Bahía Blanca. En ocasión del juicio al V Cuerpo del Ejército de esa ciudad de la provincia de Buenos Aires, González Perrín lanzó una convocatoria para reunir pequeñas pinturas de 5 x 5 centímetros que recordaran a un desaparecido. Con todos los aportes recibidos armó una obra colectiva destinada a exhibirse en diferentes ámbitos: escuelas, sindicatos e incluso la calle. El trabajo sintetiza sus objetivos como artista: la política como horizonte permanente y la democratización como mandato ético.
Peligrosa obsesión por los detalles El punto de partida de La memoria del agua es lo suficientemente denso como para implicar serios riesgos de desborde. Es lo que cualquier consejero atento y honesto le hubiese advertido a Matías Bize, el director chileno de 36 años, ganador de un Goya en 2011 con La vida de los peces. Una pareja se disuelve tras la muerte de su único hijo, de 4 años, un asunto con evidentes resonancias sentimentales para Benjamín Vicuña, protagonista del film junto con la española Elena Anaya. La historia empieza cuando esa relación se hace trizas. Bize dosifica la información argumental, la entrega en pequeñas grageas, pero lo cierto es que los minutos corren y no hay mucho más que eso: La memoria del agua es la lenta crónica del calvario al que los protagonistas parecen condenados tras acusar un impacto demoledor. Javier (Vicuña) intenta recomponer, pero Amanda, torturada por el fantasma de su desgracia, no está disponible. Hay un tercero en discordia, un viejo amor de ella que reaparece en ese momento, pero queda fuera de juego rápidamente. Si la película no desarrolla una línea argumental más rica es porque Bize se concentra obsesivamente en la angustia de sus dos protagonistas: la cámara los sigue de cerca, acompaña su inestabilidad, registra cada gesto, remarca hasta el hartazgo lo que queda claro muy pronto e insiste en el punto. Entonces debe resolver a las apuradas el desenlace: una simple nevada sirve como disparador de un improbable reencuentro, que no durará mucho y quedará entrampado en un registro cercano a la melosa publicidad de una prepaga. Bize no evita los lugares comunes y termina, así, exponiendo a los protagonistas, que ponen el cuerpo para enfrentar una dura batalla contra los estereotipos, pero no salen del todo indemnes.
Un encuentro peculiar Javier Torre recrea un tenso almuerzo llevado a cabo en los albores de la última dictadura militar, días después del secuestro del recordado escritor Haroldo Conti. La conversación en esa inusual mesa que reunió a Jorge Rafael Videla y uno de sus más estrechos colaboradores, el general Villarreal, con gente notable del mundo de la literatura es animada básicamente por las ocurrencias de un Borges que oscila entre la agudeza y la candidez. Es el personaje encarnado al borde de la mimesis por Jean Pierre Noher (quien ya se había puesto en la piel del autor de El Aleph en otra película del mismo director, Un amor de Borges) el que le pone algo de humor y ligereza a una reunión reconstruida esquemáticamente por Torre: ominoso y amenazante, Videla (Alejandro Awada) explica con frialdad los siniestros planes de su gobierno y Sabato (Lorenzo Quinteros) opina con la mesura y la solemnidad del original. Horacio Ratti, un gris funcionario de la Sociedad Argentina de Escritores (Roberto Carnaghi), y el sacerdote Leonardo Castellani (Pompeyo Audivert) intervienen menos. No hay demasiada información novedosa en la película, que tiene un buen trabajo de fotografía y puesta en escena, pero se corre muy poquito de la discreción y la corrección política.
La primera baronesa punk H ay dos maneras de enfrentar la vida: vivirla o soñarla, asegura una tarotista barbuda que es parte de la exótica comitiva que acompaña a Marguerite, la hilarante protagonista de esta película exhibida en la última edición del Festival de Venecia, la sexta en la carrera de Xavier Giannoli, el mismo de El cantante (2006) yLa mentira (2009), ambas con el gran Gerard Depardieu. Y está claro que Marguerite (interpretada con solvencia y gracia por Catherine Frot) ha elegido soñarla: aunque su impericia para el canto lírico es más que evidente, ella decide sostener contra viento y marea una carrera cuyo desarrollo está apoyado en el engaño, la conveniencia o, en el mejor de los casos, la compasión de los que la rodean. Basada en la historia real de Florence Foster Jenkins, una excéntrica soprano estadounidense que a lo largo de treinta años interpretó, con un estilo bizarro y poco convencional, un repertorio operístico que incluía obras de Mozart, Verdi y Strauss, la película -dividida en cinco capítulos- no esquiva el humor, pero lo matiza con un saludable cariño por su personaje protagónico. Está claro que Marguerite cantaba pésimo, pero también que su fe insobornable y su confianza en sí misma son requisitos indispensables para cualquier artista verdadero. Giannoli usó muchos elementos de la historia real de Jenkins cuyo potencial para la ficción es indiscutible (de hecho, este año se terminó de rodar otro film sobre su vida dirigido por el británico Stephen Frears y protagonizado por Meryl Streep y Hugh Grant), pero decidió cambiar el entorno: de los Estados Unidos de los 40 a la Francia de los 20. Acartonados aristócratas, impetuosos vanguardistas de la época y pillos atentos a cualquier oportunidad de hacerse una moneda extra interactúan con esta mujer que vive en su propio planeta, pero cuya profunda humanidad desacomoda a cínicos e incautos. En Marguerite conviven la osadía, la ingenuidad y el tesón, un arsenal desplegado sin demasiada conciencia que desarticula tanto como el arte más experimental. Su vida y su carrera tienen ribetes cómicos y trágicos. Y Giannoli los aprovecha para superar la parodia y transformar esta historia de tono inverosímil en una loa a la libertad y la insumisión que se ha convertido en un éxito de taquilla en Francia (hasta hoy la han visto allí cerca de un millón de espectadores). Protegida por un fiel mayordomo negro que tiene las mejores líneas de la película (muy buen trabajo de Denis Mpunga), Marguerite ahoga la pena provocada por un marido infiel y atemorizado por los fantasmas del ridículo con su firme convicción y se erige orgullosa como la primera baronesa punk.
Sobre la ingenua búsqueda de la libertad Tercera ciudad más poblada de Colombia, Cali es un auténtico hervidero cultural: conocida como la capital mundial de la salsa, alberga una juventud inquieta, creativa, desencantada con la política y muchas veces perseguida por los sectores más conservadores. Es la juventud que en esta segunda película de Oscar Ruiz Navia, el mismo de la elogiada internacionalmente El vuelco del cangrejo (2009), representan Calvin y Ras, dos grafiteros que crecen como hongos solitarios en pleno asfalto de esa urbe luminosa e hiperactiva. Uno, hijo de padres divorciados, cuida a su abuela enferma de cáncer; el otro, de origen más humilde, sufre en un trabajo elemental, exigente y mal pago hasta que es despedido por robar unos litros de pintura. Lo que la película -premiada en los festivales de Locarno y Rotterdam captura con nervio y eficacia es la deriva anárquica de los protagonistas en plena etapa de desarrollo de su personalidad, la previa a una adultez que amenaza con la abulia y la integración a la sociedad de consumo. Calvin y Ras pintan paredes inspirados en las revueltas de la primavera árabe, deambulan por rincones apartados de la ciudad, fuman marihuana, entran en contacto con las tribus urbanas que intentan resistir la lógica del sistema y, naturalmente, son perseguidos por la policía. En torno de una trama deliberadamente sinuosa y fragmentaria, Ruiz Navia abre algunas otras líneas argumentales que abandona súbitamente: la de una padre simpático e indolente que intenta sostener su inestable carrera como cantante popular, y la que involucra a una jovencita en ebullición hormonal que parece pretender un noviazgo menos formal que el que Calvin le propone. La película avanza a tientas, cambia de humor repentinamente, coquetea con el registro documental y vuelve a internarse en la pura ficción, funcionando como espejo de la oscilante conducta de los dos protagonistas, y se reserva un final poético y de singular belleza pictórica, el que merecen esos dos chicos que se mezclan en el tráfico pesado de una avenida caleña con una bicicleta y un skate, soñando cándidamente con una libertad difícil de conseguir.
Comedia romántica y narcótica No hay respiro en Operación Ultra. Desde el momento en el que una pareja de jóvenes fumones de West Virginia que planea un ansiado viaje romántico a Hawai se entera de que la CIA está detrás de sus pasos, todo es vértigo. Y eso ocurre muy rápido, en el primer tercio de la película. El inconveniente inicial se produce en el aeropuerto: Mike y Phoebe (Jesse Eisenberg y Kristen Stewart, la misma feliz sociedad de Adventureland) pierden el vuelo a Honolulu porque él sufre un ataque de pánico y elige encerrarse en un baño en lugar de subir al avión con su novia. Y de ahí en más se de-sata una cadena de sucesos completamente disparatados que incluye tiros, explosiones, violentas peleas cuerpo a cuerpo y un humor zumbón al estilo Piña Express (otro célebre film de stoners, lanzado directo al video en la Argentina) que funciona intermitentemente. Nadie puede sospechar seriamente, observando al desgarbado Mike, que está frente a una máquina de matar entrenada por la CIA. Ni siquiera él mismo, sobre todo porque la poderosa central de inteligencia se ocupó de lavarle el cerebro para que no recuerde su participación en un programa secreto que, aunque parezca irreal, se dice que existió (y se llamó "MK Ultra"). No es la primera vez que el cine americano se toma en solfa a los agentes secretos, pero no siempre la parodia es tan ácida e hiperbólica como en este caso. Dedicado durante años a la publicidad y director de clips de Franz Ferdinand, Hot Chip y Lilly Allen, el británico Nima Nourizadeh consigue, con una buena cantidad de recursos visuales y un ajustado trabajo de montaje, que la narración sea ágil, que la trama -aun con una líneas argumental extravagante- se entienda (en buena parte de las películas de acción de Hollywood eso no está del todo asegurado, vale la pena aclarar), se despliegue, fluya. Cuenta, además, con dos protagonistas con mucho carisma que logran que también funcione una línea romántica que a primera vista puede quedar opacada por tanta pirotecnia, pero finalmente termina emergiendo con fuerza. La película oscila constantemente entre la acción desenfrenada y la comedia romántica y narcótica. Mike es un Jason Bourne colgado y alejado de toda solemnidad. Salta de su oscuro puesto de cajero en un pequeño minimercado pegado a la ruta a las batallas más sangrientas contra enemigos peligrosísimos y armados hasta los dientes. Agotado el chiste de esa inesperada transformación, queda la historia de amor. Y es la química entre Eisenberg y Stewart la que logra mantenerla obstinadamente viva. Sobre el final, una notable secuencia de títulos rinde homenaje a la novela gráfica, obvia fuente de inspiración de esta película ideal para una trasnoche cargada de pochoclo.
Panahi burla la censura a bordo de un taxi Jafar Panahi vive desde hace años una situación absurda. Detenido por las autoridades de su país en marzo de 2010 bajo la acusación de filmar un largometraje "crítico" con el Estado de Irán y de "planificar su proyección fuera del país", logró que le concedieran la libertad condicional en mayo de ese mismo año, pero unos meses más tarde, en diciembre, el Tribunal de la Revolución Islámica lo condenó a seis años de prisión domiciliaria por encontrarlo responsable de fomentar la propaganda contra el Estado. Se lo inhabilitó para ejercer cualquier actividad profesional, pública o social durante veinte años. Lisa y llanamente, Panahi, de 55 años y ganador de varios premios importantes -la Cámara de Oro en Cannes por El globo blanco (1995), el León de Oro en Venecia por El círculo (2000)-, no puede escribir guiones, filmar películas ni viajar al extranjero. Sin embargo, decidido a enfrentar esa situación exótica e injustificable, ha seguido produciendo cine en condiciones particulares y con un espíritu decididamente provocador. Desde que fue condenado, estrenó -siempre fuera de su país- Esto no es una película, un documental sobre su vida bajo arresto domiciliario; Closed Curtain, en sociedad con su compatriota Kambuzia Partovi, quien viajó a Berlín a presentar el film y sufrió la confiscación de su pasaporte cuando regresó a Irán, y Taxi, ganadora del Oso de Oro en la última edición del Festival de Berlín y distribuida ahora en la Argentina. En esta nueva película, Panahi ignora su arresto domiciliario, se convierte temporalmente en chofer de un taxi que recorre las calles de Teherán y dialoga con distintos pasajeros de temas diversos, siempre con la clara intención de poner el dedo en la llaga. Aunque trabaja en un registro en apariencia documental, está claro que los personajes actúan y que las situaciones están armadas para permitirle al director pintar un panorama crítico de la situación política de su país, condimentado con permanentes referencias a su propia obra (ahí están los pececitos que transportan dos señoras, alusión directa al que desvelaba a la niña protagonista de El globo blanco, por caso). Filmada con apenas 32 mil euros y la fundamental colaboración de unos cuantos allegados, la película tiene la virtud de matizar su tono de denuncia con un humor liviano, pero eficaz. En su recorrido internacional ha sido celebrada por su osadía, un valor innegable que los europeos han puesto en primer plano. Pero también es cierto que el promocionado premio en Berlín, un festival financiado en buena parte por el Estado alemán y que tradicionalmente ha puesto el foco en lo político, revela una utilización deliberada para bajar línea sobre el actual orden mundial y destila una inocultable hipocresía: el trato que los inmigrantes reciben hoy mismo de parte del gobierno de Angela Merkel, elegido por una porción muy relevante de la sociedad alemana, no podría calificarse precisamente como humanitario. Panahi no tiene responsabilidad en ese asunto, pero involuntariamente su caso ha funcionado para expurgar algunas culpas.
Una auténtica caja de Pandora Una de las claves de un buen documental puede ser el hallazgo de una historia singular, de personajes fuera de lo común, de situaciones que echan luz sobre un universo desconocido que, por alguna razón, puede resultar atrapante. Todo eso tiene Vergüenza y respeto, película que revela, a través de la historia y la vida cotidiana de los Campos -una numerosa y muy particular familia gitana del conurbano bonaerense, la lógica de comportamiento, los valores y las tradiciones de una comunidad originada en la India que, con el paso del tiempo, se fue dispersando por el mundo, víctima de persecuciones y una salvaje discriminación que hasta el nazismo no vaciló en poner en marcha en su momento. Las reglas de la estricta ley gitana son áridas para los que no pertenecen a la comunidad (los payos, según la denominación que usan los gitanos): los niños van a la escuela sólo por un tiempo, hasta que aprenden nociones básicas de lectura y escritura; las mujeres deben llegar vírgenes al casamiento y prácticamente no salen de su casa; los hombres, en cambio, gozan de un buen número de libertades y casi siempre tienen la palabra. Sin intervenir de manera concluyente, Lipgot se acerca a ese mundo cerrado y visiblemente anacrónico con cautela e inteligencia. Es evidente que el director, que en 2012 estrenó Moacir, un documental dedicado a un artista brasileño surgido de una favela, supo ganarse la confianza de los Campos, condición fundamental para abrir una auténtica caja de Pandora. En apariencia, Lipgot trabaja en el marco de lo que se conoce como "documental de observación", pero lo cierto es que la selección de situaciones que configuró en la sala de montaje fue lo que operó a favor del armado de un complejo y estimulante mapa en el que la efervescencia de los testimonios, la vitalidad de la música, los patrones de conducta de los más pequeños y la severidad aplicada al respeto de los rituales dicen mucho sobre un tema del que sabemos muy poco. La película no tiene la pretensión de llegar a conclusiones definitivas, más bien se plantea como vehículo de una investigación apasionante cuyo potencial de desarrollo es evidente.
La fiesta y la melancolía Hace unos años, Sven Hansen-Love se había alejado de la música, la actividad que había ocupado buena parte de su juventud. Después de trabajar años como DJ, de fundar un sello que terminó quebrado y de llenarse de deudas, cambió de rumbo y se dedicó a otra de sus pasiones: la literatura. Pero su historia, una prototípica de ascenso y caída vertiginosos, era sin lugar a dudas digna de ser contada. Y quien se puso manos a la obra fue su hermana, Mia Hansen-Love, directora de tres buenos largometrajes previos a Edén: Todo está perdonado, El padre de mis hijos y Un amour de jeunesse. En Edén el foco está puesto en Paul, álter ego cinematográfico de Sven, un joven parisino que vivió desde adentro lo que en la industria musical se conoció, allá por los 90, como "French Touch", una movida de la que Daft Punk -el famoso dúo tiene una breve y divertida aparición en la película- fue el emergente más notable. La película captura muy bien el clima a la vez festivo y melancólico de ese ambiente cargado de hedonismo, colores flúo, desprejuicio y vacuidad que Sven vivió apoyado en su genuino entusiasmo por el estímulo artístico, provocado por la explosión del house garage, una variante de la electrónica de baile muy influenciada por el sonido disco de Chicago, y dosis generosas de alcohol y cocaína. El espíritu de la época reunía la despreocupación, el puro presente, la ausencia de preguntas y la velocidad de desplazamiento: de París a Nueva York sin escalas para aprovechar una oportunidad que parecía inmejorable. Sven fue en esos años un exponente indiscutible de la única política que erotizó a buena parte de su generación: el consumo. Su hermana armó la historia con evidente conocimiento de causa, superó más de un escollo para que el proyecto sobreviviera (tenía una versión inicial de cuatro horas que fue recortada a la mitad por falta de presupuesto) y se las arregló finalmente con menos de lo que pensaba (cuatro millones de euros, que no es una fortuna para el estándar europeo) para situar la acción en los escenarios originales (la Coupole, el Cirque d'Hiver, las oficinas de Radio FG) y sintetizar en la figura del protagonista el derrotero de una cultura (la del DJ) que parecía destinada a relevar el egocentrismo bobo del rock star, pero terminó generando su propio star system, encarnado en figuras tan empalagosas como David Guetta, un francés al que le fue bastante mejor, en términos económicos al menos, que al atribulado Sven.