Una aparición luminosa Basada en una novela publicada en 1760 del francés Didier Diderot, figura clave de la Ilustración, esta película de Guillaume Nicloux -director casi desconocido en la Argentina que en 2014 estrenó una película protagonizada por el polémico escritor Michel Houellebecq- pone el foco en las penurias de Suzanne, una joven de 16 años, la menor de las tres hijas de una familia del siglo XVIII, que es obligada a recluirse en un convento donde no la pasará nada bien. Su familia tiene problemas económicos y vislumbra la supuesta protección de la vida religiosa como una solución razonable. Casi de inmediato, Suzanne empieza a sufrir el tedio y la presión de un ambiente cargado de rigidez y autoritarismo. Intenta liberarse de ese compromiso no deseado y eso desata una serie de maltratos que incluyen la tortura física y psicológica. Naturalmente, para la época en la que Diderot publicó su novela, el planteo del derecho que tiene una mujer a tomar sus propias decisiones era osado. Hoy ha perdido cierta vigencia. Y de algún modo eso también se ve reflejado en el tono de la película, morosa, solemne, por momentos realmente aburrida y decididamente inferior a la versión que en 1966 filmó Jacques Rivette. Lo que la mantiene viva es la formidable actuación de su protagonista, Pauline Etienne, que recuerda en más de un pasaje a la inolvidable María Falconetti de La pasión de Juana de Arco (1928), de Carl Theodor Dreyer, y la aparición en la segunda mitad del relato de esa formidable actriz que es Isabelle Huppert, la madre superiora de un convento al que la protagonista es trasladada luego de que un funcionario eclesiástico de alto rango comprueba las crueldades que Suzanne tuvo que tolerar con entereza en su destino original. El personaje de Huppert parece llegado de otra historia: se enamora perdidamente de la jovencita y termina perdiendo los estribos, una situación anómala que quiebra el acartonamiento que caracterizaba a la historia hasta ese momento. Huppert juega ese papel oscilando entre la ternura y la perversión, y renueva el aire de la película. Ese inesperado amour fou será la última zozobra que vivirá la protagonista, decidida a salir a conocer el mundo y encontrar su verdadera identidad, escondida detrás de un secreto que su familia se había negado a revelarle y que descubrirá lejos de la irracional severidad de los conventos.
Cromagnon, en primera persona Pasaron más de diez años de la tragedia de Cromagnon, pero algunas heridas siguen abiertas. Y está claro que es importante conservar la memoria sobre los desaguisados que provocaron el desastre en aquel fatídico concierto de Callejeros que terminó con 194 muertes y más de 700 personas que aún hoy sufren trastornos graves (sin contar al entorno familiar de cada una de ellas, claro). Ese parece ser justamente el objetivo central de este documental de la debutante Mayra Bottero, armado sobre la base de testimonios de familiares, sobrevivientes y material de archivo televisivo. Es cierto que la película no presenta demasiadas novedades en torno a lo que ya se conoce del hecho y de la causa judicial. También que el estilo del documental es simple, de tono predominantemente informativo. Sus fortalezas están apoyadas sobre todo en esas dramáticas historias narradas en primera persona, más que en novedades formales. El otro eje importante es la vinculación entre las negligencias (de la banda; del responsable del local, Omar Chabán; de las autoridades del gobierno de la ciudad que encabezaba Aníbal Ibarra, destituido por este hecho) que fueron condición necesaria para aquel suceso luctuoso y para otros que marcaron a la sociedad argentina en los últimos años (el accidente ferroviario de Once, las inundaciones en La Plata, por citar apenas dos casos), una articulación en la que viene trabajando desde hace un buen tiempo el grupo de familiares de víctimas de Cromagnon "Que no se repita". La conclusión, triste, contundente, indiscutible, es que es imposible pensarlos sin tomar en cuenta el entramado de corrupción que involucra a funcionarios, políticos e integrantes de altos mandos de las fuerzas de seguridad en cada uno de los casos. Con un recurso simple, la apelación a lo que la Justicia determinó en su fallo sobre el caso, la película también desmonta algunas mitologías urbanas en torno a los fans de Callejeros: la de la "guardería" que hipotéticamente funcionaba en los baños de Cromagnon durante los conciertos, por ejemplo. Pero también les recuerda a los que aún hoy siguen reclamando absolver de toda responsabilidad a los integrantes de la banda liderada por Patricio Santos Fontanet que todos ellos sabían perfectamente que se permitía en sus recitales el ingreso de bengalas y de una cantidad de público que triplicaba la capacidad del lugar. No hay cariño ni fanatismo que puedan borrar ese dato concluyente.
Fábula obvia y sensiblera Filmada con un presupuesto de 26 millones de dólares, con un elenco de estrellas -Emily Watson, Tom Wilkinson, Kevin James- al que fue difícil convencer para que participaran (no querían filmar en México por el ambiente de inseguridad que se vivía en ese momento en aquel país) y una estética deliberadamente inspirada en las famosas ilustraciones del artista estadounidense Norman Rockwell, El gran pequeño es una película obvia, lacrimógena y orientada a promover al cristianismo (el cine "faith based" es desde hace mucho todo un género). Su atribulado protagonista es un niño (Pepper Flint, interpretado por Jacob Salvati, elegido tras un casting al que se presentaron cerca de mil interesados) cuya baja estatura lo convierte en el centro de las burlas de otros chicos del pueblo de California en el que vive. El único aliado con el que cuenta es su padre (Michael Rapaport), pero todo se desmorona con el inicio de la Segunda Guerra Mundial y la partida al frente de batalla de ese hombre que para él es, naturalmente, un émulo de Dios.
Una propuesta de estilo muy personal A lo largo de una carrera que arrancó hace más de una década, Ezequiel Acuña ha consolidado un pequeño cuerpo de obra distinguible y sólido, trabajado sobre la base de constantes temáticas y estéticas. Los cuatro largometrajes de Acuña están unidos por vínculos muy notorios y terminan configurando una identidad artística definida. La vida de alguien es otro paso en la afirmación de ese programa. La línea argumental de la película es deliberadamente simple, funcional a las obsesiones del director: los vaivenes de la amistad, la nostalgia por un pasado en sociedad con alguien importante que ya no está, el amor a primera vista, la vocación melancólica y, ahora más que nunca, el vínculo estrecho con la música, tejido con los temas de Jaime Sin Tierra en Nadar solo (2003), los de Mi Pequeña Muerte en Como un avión estrellado (2005) y los del grupo uruguayo La foca en excursiones (2009) y La vida de alguien. Esta vez, el protagonista es Guille (Santiago Pedrero, una de las piezas más significativas de un omnipresente team masculino que completan Matías Castelli, Nicolás Mateo e Ignacio Rogers), músico treintañero que encuentra en la posibilidad de edición de un disco grabado hace muchos años una oportunidad de despegue. Porque esas viejas canciones llegarán acompañadas de una historia romántica teñida de candidez y buenas expectativas con Luciana (Ailín Salas) y de una liberación propiciada por la chance de saldar distintas cuentas del pasado que pinta como definitiva. Y si la historia es sencilla, sin sobresaltos exagerados ni derivaciones demasiado inesperadas, lo que luce cada vez con mayor desarrollo es el trabajo de puesta en escena. En La vida de alguien, el cine de Acuña viaja liviano y levanta vuelo gracias a la imaginación para resolver cada plano, a la precisión de un montaje que modula el ritmo que calza a la perfección con lo que la película cuenta y sobre todo a la belleza del excepcional trabajo de fotografía de Fernando Lockett, garantía de valor agregado en cualquier película en la que participa. A priori, un film de una hora y media con más de treinta tracks puede prejuzgarse haragán o falto de ideas. Pero La vida de alguien le contesta a esa desconfianza con puro cine: un plano del protagonista con el rostro hundido en la arena, otros que lo muestran, en ralenti, disparando un rifle o divirtiéndose con un compinche al que añora y otro más que aprovecha sensiblemente la capacidad que la playa y el mar tienen para cargar la atmósfera de sentido. Todos son tan plásticos como sugestivos o elocuentes. En ese diálogo vivo y permanente que Acuña ha conseguido entre sus propias películas, La vida de alguien tiende puentes más fluidos con las dos primeras que con Excursiones, probablemente la más celebrada. Son parentescos más cercanos dentro de un clima de familiaridad evidente. Más que repetirse, Acuña se va volviendo personal y único. Eso se llama estilo.
Road movie litoraleña Hijo del cineasta Nicolás Sarquís, Sebastián Sarquís vuelve al territorio de la filmación de una película estrenada en 1968, Palo y hueso, ópera prima de su padre, basada en un reconocido libro de relatos de Juan José Saer, para reencontrarse con sus protagonistas y desarrollar un viaje en el tiempo que pendula entre la ficción y el documental. Parte del mapa de ese recorrido se arma en base a otro relato de Saer, El camino de la costa, otra historia de personajes que no logran rebelarse contra su destino. Concebido durante el rodaje de aquella primera película de su padre, Sebastián protagoniza una road movie litoraleña que tiene como guía clave la memoria familiar y como meta la búsqueda, en San José del Rincón -la localidad donde se rodó Palo y hueso-, del elenco para una nueva ficción que terminará invadiendo el registro documental de ese derrotero lleno de sorpresas, recuerdos y emociones.
Poesía y economía en un film revelador En el inicio de Réimon se enumeran, en una serie de placas, las condiciones de producción de la película. Filmado con apenas 34 mil dólares y el esfuerzo de un equipo pequeño, pero muy rendidor, el último largometraje hasta la fecha del director de El custodio y Un mundo misterioso arranca con tono documental, siguiendo la vida cotidiana de una empleada doméstica del conurbano bonaerense, y vira luego hacia la ficción para acompañarla en su trabajo en la ciudad, la limpieza de algunos departamentos de gente de clase acomodada con la que tiene un contacto cortés y limitado. Sin embargo, Moreno captura con enorme precisión el significado de esos encuentros frugales; cifra en cada gesto, por pequeño sea, el peso de la clase social en las relaciones entre los personajes. Mientras Ramona -rebautizada en su lugar de trabajo como "Réimon", una de las señales del humor de una película seria, pero prudentemente alejada de la solemnidad- elimina el polvo de estantes llenos de libros y discos, lava la vajilla, pasa la aspiradora y le saca brillo a vidrios y azulejos, los propietarios que le pagan por esa labor leen en voz alta y analizan El capital, de Marx, escuchan vinilos -en la actualidad, un consumo menos anacrónico que chic- o directamente no están. Económica en más de un sentido, la película clarifica la distancia entre esos dos mundos apelando al detalle más que al subrayado: basta, por caso, con registrar la dieta de Ramona y la de sus empleadores para mensurarla. Pero Moreno no agota ahí su búsqueda, más orientada por el afán investigativo que por la pretensión didáctica. Al mismo tiempo que tematiza las diferencias de clase sin declamar, encuentra poesía visual en la vida corriente, sin caer en tentaciones esteticistas. Y construye un epílogo cinematográficamente muy inspirado que, apoyado por el Preludio a la siesta de un fauno, notable poema sinfónico para orquesta de Claude Debussy, realza la belleza y el misterio de su silenciosa protagonista.
Riguroso alegato político Para Santiago Mitre, el desafío que representaba la remake de La patota, película de Daniel Tinayre estrenada a inicios de los 60, no era menor. Pasar de la independencia absoluta de su película anterior -El estudiante, una experiencia exitosa en términos cinematográficos y comerciales- a una megaproducción empujada por un poderoso canal de televisión abierta parecía una jugada riesgosa. Pero Mitre la enfrentó con convicción e ideas. Escribió un guión sólido y elocuente con Mariano Llinás, apostó por la fluidez narrativa y la claridad argumental sin subestimar al espectador, incluso asumiendo la decisión de incomodarlo con un tema espinoso -una profesional de clase acomodada que toma una determinación inesperada luego de sufrir una violación- y trocando la problemática religiosa que tiñe la historia original por el contenido político, un giro que redundó en mayor vigor, espesor y actualidad. El trabajo en la dirección de actores de Mitre en la película es ejemplar: es muy notorio en las dos potentes discusiones ideológicas transformadas en extraordinarios duelos actorales entre Dolores Fonzi y Oscar Martínez, que puntúan el relato en el inicio (un virtuoso plano secuencia de ocho minutos) y cerca del epílogo. También en la fortaleza de los secundarios (Esteban Lamothe, Verónica Llinás y especialmente Laura López Moyano, quien logra delinear en breves intervenciones un personaje de conmovedora humanidad). La patota es una película oscura, amarga, que pendula entre la violencia latente y la explícita. Igual que El estudiante, revela el cariz político que Mitre desea imprimirle a su cine (su próximo proyecto es una historia que se desarrolla en una cumbre presidencial en Chile) y encuentra en Dolores Fonzi a su motor más evidente. Concentrada de principio a fin, rigurosa en cada gesto, Fonzi dota a su Paulina de elocuencia y misterio, de acuerdo a la exigencia de cada escena, y la carga de tozudez y verdad. Como señala con inteligencia y sagacidad el poeta y periodista Martín Rodríguez en una muy buena nota publicada por la revista online Panamá, su personaje saca el cuerpo del territorio de libertad que su clase y posición le garantizan y lo recoloca en lo social, decide replicar el derrotero de miles de mujeres para las que el aborto es una alternativa vedada. Esa determinación, que luce exótica y fuera de cauce en relación con las expectativas que la rodean, es puramente política. Y también invita a acompañarla en ese agudo plano final que la exhibe solitaria, caminando con valentía y entereza hacia su propio destino sin que nadie ni nada pueda detenerla.
Ajustado retrato de la explotación En la Argentina -informa la película en su inicio-, hay unos 3000 talleres cladestinos de confección de ropa que emplean, en negro y en condiciones cercanas a la esclavitud, a unas 40.000 personas, la mayoría de ellas provenientes de Bolivia. El estreno de Bolishopping llega un par de semanas después del incendio de un taller textil en el barrio de Flores, que provocó la muerte de dos niños y tuvo gran despliegue en los medios. Y lo cierto es que la historia funciona como síntesis precisa y ajustada de las penurias de esos trabajadores explotados impunemente, de su monótona vida cotidiana y de sus módicos sueños por lo general truncados. Stigliani define con rigor y convicción el territorio de esta cruda ficción realista y consigue que el siempre eficiente Arturo Goetz -actor fallecido en julio del año pasado- se luzca otra vez, encarnando al dueño de un taller transformado en cómplice necesario de una situación que ya lleva demasiado tiempo sin resolverse en el país, mientras los políticos y la sociedad miran para otro lado.
Terror con estética de telefilm No es la originalidad lo que distingue a esta película con inocultable look de telefilm. Luego de un accidente automovilístico producido en el inicio de la historia, la joven y atribulada protagonista (la australiana Sarah Snook, de muy buen trabajo) sufre terribles consecuencias: queda en silla de ruedas, pierde a su novio y al hijo que estaba gestando. Desesperada, decide acudir a su padre, al que no ve hace años. Pero el regreso a su casa de la infancia no será buena idea. Aterradoras amenazas se harán cada vez más palpables. Fantasmas, mensajes de ultratumba grabados en viejas cintas de VHS, tarot y ritos vudú son parte de un menú sobrecargado que también incluye una pesada serie de flashbacks que intenta explicar lo que de todos modos resuena obvio, redundante, carente de imaginación, apegado a la fórmula.
Crónica de una relación en ruinas De movida, se escucha en El incendio una pregunta: "¿Llamaste a Paglieri?". La que habla es Lucía (Pilar Gamboa), pero Marcelo (Juan Barberini) no la escucha. Porque aún está dormido y porque ella pronuncia con dificultad mientras se cepilla los dientes. En esa pequeña escena está cifrada la clave de la historia de una pareja que no puede comunicarse. O que se comunica de la peor manera. Un rato más tarde Marcelo le preguntará a su novia: "¿Estamos bien?". Se sabe: nadie que esté bien en una relación necesita despejar esa duda. De ahí en más se desatará una guerra de nervios cuyo epicentro es la compra de un departamento (Paglieri es el agente inmobiliario) en el cual los dos protagonistas planifican una convivencia que se vislumbra complicada. Con perspicacia, el sólido guión de Agustina Liendo va plantando pequeñas pistas que permiten armar el mapa en el que se mueven los torturados personajes de la historia: Buenos Aires es una ciudad con problemas de vivienda (línea que aparece en la película con sutileza); los dos tienen dificultades en el trabajo. Ella parece tener alguna historia sentimental oculta; él, un pasado adolescente que añora, sintetizado en una emotiva y lograda escena de regreso al nido familiar. La comunicación entre ellos está claramente entrecortada y la violencia se va transformando en sistema. Después de una tensa conversación en una reunión de amigos que Schnitman resuelve con notable dominio de la puesta en escena, sobrevendrá un encuentro sexual cargado de furia y tristeza. En lugar de apelar al montaje para simplificar su trabajo, confía en la capacidad de resolución de los protagonistas y acierta, siempre siguiéndolos con una cámara de pulso inestable. Esa escena, que tiñe de angustia el desenlace, exige compromiso en la actuación más que yeites mecanizados. Y la apuesta resulta. Barberini deja aflorar una energía oscura e inquietante con mucha eficacia. Y Gamboa se desarma de a poco, poniendo en juego su amplia gama de recursos y dejando en claro que tiene un corazón enorme.