La tragedia del Pilcomayo El caso ha aparecido más de una vez en los medios, pero con un enfoque parcial. Históricamente, la frontera chaqueña entre la Argentina y Paraguay estuvo definida por el cauce del río Pilcomayo. A medida que ese cauce fue retrocediendo, la divisoria se convirtió en línea seca. Para evitar entredichos por límites fronterizos, ambos países acordaron establecer puntos geográficos como divisoria, y el Pilcomayo sigue hoy como frontera en los escasos 60 kilómetros en los que corre entre la Argentina, Paraguay y Bolivia. Salvo esos 60 kilómetros de río, todo el cauce restante está cubierto de sedimentos (lo que se conoce técnicamente como "colmatación"). El tema es que no se habla demasiado de cuáles fueron las razones de esa sequía. Los realizadores de Uahat intentaron encontrarlas, a partir de un hecho fortuito: llegaron al lugar con el propósito de grabar un spot institucional con artesanos del Chaco salteño y se encontraron con un corte de ruta llevado a cabo por dos comunidades indígenas, los wichi y los weenhayek. Decidieron empezar a investigar el conflicto que motivaba esa protesta, la falta de peces en el Pilcomayo (básicamente, sábalos), una de las fuentes más importantes de subsistencia de los lugareños. Y descubrieron que lo que produjo el problema es el proyecto Pantalón, llevado a cabo en los 90 por los gobiernos de la Argentina y Paraguay para dividir el río entre ambos países a la altura de Formosa. Ese proyecto se inició a partir de una necesidad de la Sociedad Rural Paraguaya, que ha invertido unos siete millones de dólares para abrir, con máquinas anfibias, un canal que estimule el paso del agua. Del lado argentino la inversión fue muy pobre, un descuido que produjo malos resultados: el cauce del río se corrió dentro de la provincia de Formosa y un inmenso arenal taponó por completo el área. El canal del lado argentino se encuentra hoy en línea perpendicular al río. En esas condiciones, las posibilidades de que pueda tomar aguas del Pilcomayo son muy pocas y los problemas para los nativos aumentan. La película termina con la llegada del reclamo a una de las reuniones de la Comisión Trinacional para el Desarrollo de la Cuenca del Pilcomayo, donde los representantes de las comunidades se chocan con la cruda realidad: las expectativas alentadas por los medios de una solución veloz y eficiente son falsas, apenas el resultado de un tratamiento superficial del tema que este documental pone de manifiesto.
Un acto de magia La primera escena de la nueva película de Woody Allen es un acto de magia: el ilusionista oriental que encarna Colin Firth hace desaparecer un elefante del escenario ante la extasiada audiencia que colma un teatro de Berlín. La propia personalidad del mago es una ilusión: detrás de la máscara del chino Wei Ling Soo está el rostro de Stanley Crawford, un pomposo misántropo inglés que es convocado para, justamente, desenmascarar a una autoproclamada vidente que seduce con sus presuntos poderes a una aristocrática familia afincada en la glamorosa Riviera Francesa de la década del 20. Nada de lo que se ve en la superficie de este relato es del todo confiable. Y si bien las pequeñas intrigas que Allen plantea a lo largo de su desarrollo pueden ser resueltas tempranamente por un espectador medianamente entrenado y atento, la película tiene el magnetismo necesario para mantenerlo atrapado al módico precio de entregarse al juego. Estamos en el terreno de la comedia amorosa, y todo lo que cuenta para que el sistema funcione luce sólido y aceitado: los diálogos son chispeantes, teñidos de gracia y agudeza, están plagados de sutiles claves que revelan el espíritu de la historia; las actuaciones de los protagonistas son formidables: Colin Firth consigue una particular precisión en su interpretación del caballero racionalista y petulante que esconde una larga serie de frustraciones detrás de su arrogancia; es especialmente notable la evolución de su personaje a medida que va cediendo a la seducción de la joven Shopie Baker, encantadora aún en los pasajes donde sospechamos con más intensidad que puede ser una embustera. Emma Stone compone su papel equilibrando con maestría candor, charm, fragilidad y astucia, en un trabajo memorable. Se desplaza con notoria comodidad en ese ambiente que remite a algunas novelas de F. Scott Fitzgerald (a El Gran Gatsby, como se ha señalado con más insistencia, pero también a Suave es la noche) y tolera con entereza, y sin perder del todo el humor, los embates de un hombre que la dobla en edad y en cantidad de certezas. Son las seguridades que siempre tambalean ante los misterios de la vida amorosa las que aquí están en primer plano. Un tema del que la agitada biografía del propio Allen, próximo a cumplir los 79 años, da sobrada cuenta. Con una banda sonora que combina Stravinsky, Ravel y Beethoven con Cole Porter y Rodgers & Hart marcando el pulso, el veterano neoyorquino sostiene durante más de una hora y media un ritmo narrativo envidiable, logra que la liviandad opere como pasaje al disfrute y estimula la imaginación del director de fotografía iraní Darius Khondji, un colaborador habitual, para que aproveche a pleno la luz natural de la Costa Azul con un criterio evocativo de inspiración impresionista. No se trata de una película que pueda ubicarse entre las cimas de su carrera (Annie Hall, Manhattan, Broadway Danny Rose, Crímenes y pecados), pero sí en el grupo de las más entrañables (en el mood de Todos dicen te quiero y Medianoche en París, por ejemplo). Es, sobre todo, una demostración contundente de lucidez y vitalidad que doblega al riesgo de agotamiento con la autoridad que otorga la consolidación de un estilo.
El despertar de la sexualidad es el tema central de Atlántida, ópera prima de la cordobesa Inés Barrionuevo que ya fue exhibida en el Bafici y en el festival de Berlín con buena repercusión. Dos jovencitas quedan transitoriamente solas en su casa; sus padres se han ido de viaje. Esa ausencia parece estimular de algún modo sus leves exploraciones amorosas. El contexto -un verano de fines de los 80 en un pequeño pueblo cordobés- es puntualizado por la directora con la misma sutileza con la que la película aborda cada tema: los conflictos y las intrigas amorosas entre adolescentes, los pequeños cortocircuitos en las relaciones fraternales, las proyecciones vocacionales, la comunicación entrecortada entre jóvenes y adultos. Atlántida se beneficia del carisma de sus dos jóvenes protagonistas (Melissa Romero, Florencia Decall), de la solidez con la que Guillermo Pfenning compone un médico de pueblo ciertamente perturbado por las insinuaciones de una menor y del notable trabajo de puesta en escena de Barrionuevo, muy precisa para crear un universo particular atendiendo sobre todo al detalle. La forma en la que la directora filma esos cuerpos adolescentes en los que empieza a brotar el deseo es muy efectiva: sugiere sin remarcar, invita a imaginar, elude la obscenidad y las obviedades, apuesta a la sensualidad, respeta a sus personajes y los contiene. Mirados a la distancia, los protagonistas de la historia viven sucesos comunes, circunstancias típicas para jóvenes de clase media de su edad. Lo que Barrionuevo logra es revelarnos la importancia que tienen para ellos. En la aparente liviandad de esas minúsculas aventuras juveniles está cifrada la conformación de la personalidad de estas dos hermanas preparadas para romper el cascarón familiar. La película provoca empatía con ellas y curiosidad por su futuro. No es poco.
Trillada y banal Ya hay una rica y encomiable tradición de lo que hace unos años conocimos inicialmente como "nueva comedia americana". Ha circulado bastante en el mercado local: jóvenes de clase media urbana cuya relación con el cine es más bien ocasional, orientada al ocio, cinéfilos avezados e incluso la crítica de rigurosos medios especializados son parte de su audiencia permanente. Llegan de cuando en cuando -a las salas o directo a DVD- para el que sabe estar atento. Sin embargo, el cine argentino no ha producido todavía ningún eco del todo feliz a partir de esa relación. Delirium se piensa a sí misma como comedia contemporánea, pero apuesta en primer grado al golpe de efecto de la curiosidad: la estrella más convocante de la industria nacional, el símbolo del cine taquillero y celebrado internacionalmente por la prensa masiva, embarcado en un proyecto chiquito, casi artesanal -casi, porque es un film financiado por el Incaa-. Eso y una serie de fugaces apariciones de personajes de la TV, universo con el que la película tiene afinidades más evidentes. El punto de partida es banal: tres amigos que pretenden hacerse millonarios filmando una película con Ricardo Darín, aunque nunca antes han visto de cerca una cámara. No hay mucho más que eso en el argumento del film: Darín y el trío mantienen el insostenible equívoco por apelación de un guión que no se impone el respeto al verosímil ni la evolución como fórmulas. Obviamente, una comedia de este tipo admite el disparate. El verosímil en este caso equivaldría simplemente a que la historia funcione dentro de su propia lógica, así sea del todo exótica. Pero en Delirium todo parece sostenido por alfileres y luce desteñido e inconexo. La película es una sucesión de gags poco imaginativos, plagados de lugares comunes -sobre la amistad, el sexo, el progreso económico-, actuados y resueltos dramáticamente con la liviandad que es moneda corriente en la televisión de alto rating, esa completamente destinada a lo que hoy se conoce con buen nivel de consenso como entretenimiento y que navega con el flotador de la pauta publicitaria. Las provocaciones del film son leves (aun en su viraje al humor negro), los chistes, más bien chatos, y la energía colocada en la generación de situaciones originales, prácticamente nula. No hay inventiva, mordacidad u osadía en esta película, pero aún así una major se asoció en su distribución, confiando con obstinación en eso mismo que la ficción propone y subraya nominalmente como delirante.
Una realidad desconocida Hay varias capas que se superponen en esta atípica película argentina, guionada y dirigida por Gerardo Naumann y la alemana Nele Wohlatz, que fue exhibida en el último Bafici. El documental sobre un joven religioso que vive y trabaja en una chacra ubicada en la frontera entre la Argentina y Brasil se va transformando de a poco en el registro de las dificultades para llevar adelante el proyecto, al mismo tiempo que se van sucediendo una serie de peripecias que operan como demostración fehaciente de que las auténticas convicciones religiosas rara vez mudan, aun cuando observadas a una módica distancia luzcan algo exóticas. El protagonista del film es un personaje extraño y a veces desconcertante que vive en una zona de colonias alemanas, habla portuñol y pertenece a la iglesia bautista. Su vida está dedicada sobre todo al trabajo y la actividad en su comunidad religiosa. En los días de Ricardo Bär prima una disciplina que se ve alterada por la llegada de dos desconocidos que andan casi todo el tiempo con una cámara encima, toman cerveza cerca de la iglesia y usan ropa inadecuada para ingresar al templo. Con perspicacia y buen humor, Naumann y Wohlatz van configurando un mapa sociológico del lugar, que investigan a partir de detalles tan pequeños como reveladores: vehículos caros que llegan los días de las ceremonias religiosas, reacciones adversas de anfitriones devenidos en detractores y hasta una magnífica escena donde conviven la tradición del trabajo rural y el avance tecnológico: en medio de una plantación de tabaco, Ricardo intercambia con un cultivador información sobre la capacidad de almacenamiento de un pendrive y el cine de Mel Gibson. De a poco, la película empieza a mimetizarse con los problemas encadenados que se les presentan a los realizadores para hacerla avanzar y va tomando la forma que determinan sus condiciones de producción, un asunto importante en el cine que aquí queda en primer plano, pero no opaca la pintura impresionista de un lugar y un estilo de vida que nos resultan completamente ajenos. Son los trazos irregulares de ese cuadro terminado en función de circunstancias inesperadas los que estimulan nuestra curiosidad y nos enfrentan con un cine lúdico y felizmente vivo.
Denuncia con humor Se sabe que trabajar en un call center tiene sus desventajas. Contratos cortos, salarios pobres, exigencias desmedidas, maltrato de gente que supone que la categoría de cliente da vía libre al reclamo ilimitado... ¿Hay algún telemarketer que no haya sufrido ese tipo de experiencias ingratas? Producido por el colectivo militante Cine Ojo Obrero, vinculado al Partido Obrero -que ha tenido mucho que ver con la necesaria organización gremial de los trabajadores del sector- este documental es útil para conocer de primera mano cómo es ese universo plagado de miserias laborales, frustraciones y verdugos. La película incluye un breve segmento de animación y una dramatización del funcionamiento de un call center en tono de comedia que es su flanco más débil, pero aprovecha bien un recurso simple para revelar con crudeza el funcionamiento de esa industria: la contraposición entre las declaraciones de un grupo de ex empleados y las directivas que gélidos y desprejuiciados representantes de empresas de "recursos humanos" reparten en distintos congresos para adoctrinar a quienes deberán controlar a trabajadores por lo general muy jóvenes, capacitados a las apuradas y, sobre todo, precarizados. El registro de esos consejos útiles para "aumentar la productividad" provoca escalofríos. Personajes que, sin inmutarse, califican los convenios de trabajo como "una cosa del siglo XX", piden "exterminar a los resistentes" (aquellos que se rebelan ante la explotación), los califica como "desgraciados" y no tiene empacho en admitir que "evitar siempre mayores costos" es un objetivo irrenunciable, sin reparar en los medios para conseguirlo. En este panorama desolador, muchas provincias argentinas compiten ofreciendo cada vez más exenciones impositivas a las empresas del sector, con la idea de "atraer capitales". Es decir, es el propio Estado el que avala prácticas completamente retrógradas e incluso hace la vista gorda ante la persecución a los que se animan a ponerse de acuerdo para protestar. Vale la pena ver esta película y después pensar dos veces cómo vamos a tratar al próximo telemarketer con el que nos comuniquemos.
Mucho ruido y muchas nueces Debut cinematográfico del canadiense Peter Lepeniotis basado en su propio cortometraje Surly Squirrel (2005), Locos por las nueces es un largometraje producido por un estudio de Corea del Sur (un país con una industria cinematográfica muy poderosa), aliado con otros dos de Estados Unidos y Canadá. El resultado comercial de esta película de animación en 3D ha sido realmente bueno: se invirtieron para producirla 42 millones de dólares y hasta hoy se llevan recaudados más de 90 en todo el mundo. Ya está programada, de hecho, una segunda entrega para 2016. El argumento de la película recuerda vagamente al de un clásico de Stanley Kubrick, Casta de malditos (1956), con dos robos en paralelo: el que lleva a cabo una banda de malvados y torpes delincuentes que pretende ingresar en las bóvedas de un banco usando como fachada un negocio de venta de nueces, y el de un grupo de animalitos liderado por una ardilla que pretende un botín más modesto, las nueces que son base de su alimentación. Plagado de chistes obvios y hasta de dudoso gusto (el ramplón recurso de las flatulencias está a la orden del día), el film contiene, además, algunas referencias a la cultura pop (desde el juego para celulares Angry Birds al famoso intérprete coreano Psy y su agotador "Gangnam Style", insólitamente viralizado en YouTube). En el núcleo del relato aparece un antihéroe solitario y egoísta, la ardilla Surly, tan obsesionada con las nueces como la simpática Scrat de La edad del hielo. Expulsada de su comunidad por su falta de conciencia solidaria, Surly queda atrapada en la histeria de una gran ciudad, muy diferente al parque en el que había vivido hasta entonces. Y allí, en medio de un tráfico de objetos y situaciones que le resultan completamente ajenos, se desata la ardilla y sus particulares socios una serie de aventuras demasiado parecida a la de Vecinos invasores, la película de Dreamworks estrenada en 2006.
Por amor al arte Integrado por los artistas plásticos Juan Carlos Capurro, Pedro Roth y Daniel Santoro, el músico Juan Carlos "Tata" Cedrón, el cineasta Marcelo Céspedes y el periodista -hoy fallecido- Nano Herrera, el Círculo Social Artístico Deportivo y Cultural Estrella del Oriente viene trabajando desde 2007 en indagaciones en torno al mundo del arte. En este caso, el grupo intenta desarrollar un curioso y provocador proyecto: un barco gigante con forma de ballena que podría trasladar a cientos de voluntarios de distintos países del Tercer Mundo hasta prestigiosos museos de los naciones más poderosas. Para financiarlo intentan conseguir el apoyo de una institución europea que no parece especialmente interesada. El grupo cumple con los requisitos necesarios para participar por los fondos, pero nunca recibe una respuesta formal. Y cuando empieza a buscarla con denuedo se desata la parte más divertida de la historia, una comedia de enredos telefónicos que de algún modo simboliza esa actitud que pendula entre el paternalismo y la arbitariedad, que es casi moneda corriente en el universo de los benefactores del arte. Con humor y constancia, los integrantes de Estrella de Oriente pugnan por ensanchar las fronteras de lo que comúnmente se entiende por obra artística y de paso reflexionan y hacen entrar por la ventana a la política, telón de fondo de todo el asunto.
Líbranos del mal retoma el tema que Scott Derrickson ya había abordado en El exorcismo de Emily Rose (2005), primer largometraje de este realizador estadounidense que lograría más tarde unos cuantos elogios con Sinister (2012), aquel film turbio y perturbador protagonizado por Ethan Hawke que presentaba una vez más al celuloide como superficie sensible a la influencia del mal (igual que la famosa El círculo, de Hideo Nakata, y que Imágenes del horror, de John Carpenter, por citar dos casos conocidos). Esta vez, la historia es protagonizada por un policía neoyorquino que recorre una ciudad plagada de crímenes y acechanzas. Luego de un traumático paso por Irak a las órdenes del ejército de su país, el sargento Ralph Sarchie -encarnado por Eric Bana- investiga una serie de crímenes que parecen tener una misteriosa vinculación. Cuenta para eso con la colaboración de un singular sacerdote, el padre Mendoza, un ex heroinómano que, recuperado de su adicción, ahora combina footing con una moderada pasión por el bourbon. Buscan a un par de asesinos, también soldados estadounidenses, aparentemente poseídos luego de enfrentarse a una críptica inscripción en un refugio subterráneo del desierto iraquí. La película -basada en un "hecho real", se informa- tiene un comienzo prometedor. Mientras la trama es puramente policial y está centrada en la investigación de violentos asesinatos que involucran a menores, Derrickson se mueve con soltura: filma con solidez, ritmo y eficacia. Pero la aparición de los primeros indicios vinculados con el terror, lo que en realidad le interesa al director, empieza a generar grietas. Derrickson consigue por momentos un tono amenazante con detalles clásicos: lluvia en las calles, interiores sombríos, transformación de amables objetos cotidianos en elementos inquietantes. Ese despliegue de pequeños recursos es cinematográficamente más valioso que el de los efectos destinados a impresionar, acumulados torpemente en el final de la película, cuando el sinsentido la absorbe por completo. A esta altura de la historia del cine de terror, parece obvio que la sugestión es un mejor camino que el efectismo, pero a los cultores del género les resulta difícil admitirlo. Para colmo de males, los breves arrestos de humor no tienen filo y algunos momentos pretendidamente tensos se tornan involuntariamente humorísticos, particularmente en el desquiciado exorcismo final. El sentido común obligaría a descartar la alegoría, pero lo cierto es que los soldados yanquis son poseídos por Satán en Irak y redimidos gracias a la intervención de un sacerdote cristiano. Y Derrickson se graduó en una universidad protestante. De terror.
Es notorio ya desde el arranque de Marea baja: ese hombre que llega a un desolado paraje del Delta del Tigre esconde un secreto. No habla demasiado, apenas lo necesario para que una mujer del lugar le rente un espacio donde refugiarse, y recorre el lugar, un entorno selvático rodeado del agua marrón del Paraná, buscando algo que no sabremos qué es exactamente hasta la aparición de dos exóticos matones que lo pondrán en serios aprietos. Seis años después del estreno de su primer largometraje, El sueño del perro, Paulo Pécora, periodista especializado en cine y director de numerosos cortos muy elogiados, regresa al mismo ámbito de aquel debut para armar con paciencia e imaginación un inquietante thriller de bajo presupuesto sostenido por la solidez inapelable de su protagonista (Germán de Silva, el mismo de la celebrada Las acacias, de Pablo Giorgelli), muy bien acompañado por Susana Varela, actriz de larga trayectoria en el teatro porteño. Pécora logra construir un clima amenazante y ominoso con una modesta gama de recursos, a contramano del despliegue fastuoso que el cine industrial pone en marcha cuando busca el puro impacto, pero no descuida ningún aspecto técnico de la película. En ese sentido, es notable el trabajo de cámara, realizado en forma colectiva por varios de los integrantes del equipo de filmación, una saludable apuesta por el trabajo cooperativo que no conspira en absoluto con la estudiada propuesta visual del film. En su corta estadía en el lugar, el protagonista se enredará en un par de encuentros amorosos con su seca anfitriona y su pareja, una mujer más joven, antes de que lleguen sus violentos secuaces a reclamar la parte de un botín mal habido que simboliza ajustadamante un destino negro para todos.