Sólido thriller uruguayo Basada en una historia real protagonizada por dos periodistas del semanario político partidario Voces del Frente, esta segunda película de Enrique Buchichio (que debutó en 2010 con El cuarto de Leo) está ambientada en la época de las elecciones de 2004 en Uruguay, que llevarían al Frente Amplio al gobierno de la mano del recientemente reelegido Tabaré Vázquez, y pone el foco en la llamada Operación Zanahoria, destinada a la exhumación de cuerpos de detenidos desaparecidos que habían sido enterrados clandestinamente en predios militares para eliminar cualquier rastro que permitiera identificarlos. Se nota que Buchichio llevó a cabo un exhaustivo trabajo de investigación sobre el tema de los años de plomo en su país y también sobre el convulsionado clima de campaña electoral. Aun con actuaciones desparejas, algunas solemnes declamaciones y más de un subrayado innecesario, la película se consolida gracias a la pericia del director para plantearla como un inquietante thriller cuya tensión crece a medida que avanza la trama. Parte de los objetivos de Buchichio -el papel del periodismo independiente en la revisión del pasado reciente, la relación entre periodistas y oscuros informantes, la decidida complicidad con los militares del Partido Nacional ("los blancos"), que postulaba para presidente al actual senador Jorge Larrañaga- quedan efectivamente plasmados en un film que captura un momento importante de la vida política uruguaya y revela que los ecos de la represión ilegal todavía resuenan en el Río de la Plata.
Si en Amadeus, la celebrada película de Milos Forman de 1984, Mozart aparecía como un genio categórico y expansivo, en esta película del francés Rene Féret es apenas un niñito irritante y egocéntrico, una especie de figura secundaria ensombrecida por su hermana Maria Anna, más conocida como Nannerl, una artista de talento indiscutible que, dicen los estudiosos, sufrió las consecuencias de la firme decisión de su padre, Leopold, de relegarla por el solo hecho de ser mujer; una tara de la época. Nannerl era compositora y una apasionada por el violín, pero ese instrumento era en aquellos tiempos patrimonio de los varones, así que debió dedicarse al clavecín y al canto. En los últimos años se editaron unos cuantos libros destinados a reivindicarla -como The Other Mozart, de Sharon Chmielarz, e In Mozart's Shadow: His Sister's Story, de Carolyn Meyer-, pero es esta película, basada en los reveladores datos aparecidos en algunas cartas que Leopold Mozart remitió a Lorenz Hagenauer, un benefactor que financió el viaje que realizó con su familia por Europa entre 1762 y 1766 para exhibir el talento de sus hijos ante las cortes del siglo XVIII, la que probablemente propague con más eficacia la historia de una niña prodigio eclipsada por su, a la postre, famosísimo hermano. Exponente clásico del cine de qualité, el film de Féret coloca a Nannerl en el centro de una intriga amorosa palaciega destinada a reforzar la idea de la exclusión y remarca también sus intermitentes esfuerzos por independizarse, alterando algunos datos históricos conocidos para acentuar el injusto destino de una víctima de los caprichos del poder paternal y monárquico. Es, sin embargo, en la relación que Nannerl entabla con una de las hijas bastardas de Luis XV en un convento al que arriba donde Féret consigue un acercamiento a su personaje central más conmovedor, encarnado por una de las hijas del director, Marie, indiscutiblemente fotogénica, pero algo fría en su interpretación, incluso cuando es alentada y seducida por el delfín de Francia, que la anima a escribir su propia música. Féret declaró haber pensado en otras recordadas mujeres sacrificadas de la historia francesa Adele H, Camille Claudel como modelos a seguir. Pero su obsesiva prolijidad y su extremo academicismo impiden que se encienda el fuego que hubiese beneficiado a una película cuya corrección formal e ideológica por momentos abruma.
Este documental que cuenta la historia de la relación sentimental entre una transexual y un ex obrero de la construcción, ambos uruguayos, obtuvo una mención especial en la sección Derechos Humanos de la edición 2011 del Bafici. Julia e Ignacio, dos personas maduras, se conocieron una Navidad en una plaza de Montevideo y a partir de ahí se hicieron inseparables. El caso de Julia es muy conocido en su país: en 1993 se practicó una operación de cambio de sexo en el Hospital de Clínicas de la Universidad de la República, pero debió esperar hasta 2005 para que el mismo Estado que avaló esa intervención reconociera legalmente su nueva identidad. Ignacio llevó una vida dura como trabajador, fue alcohólico durante años y recién cuando entabló esta relación encontró sosiego. La película muestra la vida cotidiana de la pareja, que termina casándose, con sencillez y mucho cariño.
Un alma quebrada Abel Ferrara sabe cómo generar escándalos. Toda la filmografía de este auténtico provocador nacido hace 63 años en el Bronx tiene ese sesgo, con dos películas de los 90 -El rey de Nueva York y Un maldito policía- como exponentes ilustres. En este caso, las discusiones tuvieron que ver con el descarnado retrato que Ferrara propone de un verdadero prototipo de hombre poderoso del capitalismo contemporáneo. En 2011, Dominique Strauss-Kahn estaba al frente del Fondo Monetario Internacional y era el favorito en los sondeos previos para presentarse como candidato socialista a la presidencia de Francia. Pero viajó a Nueva York y luego de una breve estancia en la ciudad fue detenido en el aeropuerto JFK. Una empleada de limpieza guineana del hotel donde se alojó lo acusó de intentar violarla en su habitación. El proceso penal terminó en absolución (el testimonio de la acusadora fue declarado inconsistente) y Strauss-Kahn siempre declaró su inocencia, pero su imagen pública quedó tan deteriorada que decidió iniciar una querella contra Ferrara por difamación. La furia que despertó la película en Strauss-Kahn fue sintetizada visceralmente por su abogado, Jean Veil: "Se trata de una mierda de perro y tiene algo de antisemita", declaró a la prensa francesa. Ya desde el inicio, Ferrara pone las cosas claras, contraponiendo dos planos con una intencionalidad evidente: primero, una estatua del Conde de Rochambeau, el mariscal que lideró el cuerpo expedicionario francés en ayuda a las Trece Colonias durante la emancipación estadounidense, y de inmediato, una fábrica de billetes de dólar con la efigie del héroe de la independencia George Washington. Una manera nada sutil de enfrentar el idealismo político fundacional con el desarrollo de un sistema salvaje dominado por la acumulación de capital como pilar para ejercer el poder. Moralista inocultable, Ferrara evita cualquier tipo de empatía con el protagonista, un Gérard Depardieu obeso, lascivo y completamente desprejuiciado que bufa como un animal en celo y logra delinear con solidez un personaje desagradable y atemorizante secundado por una esposa gélida y también cegada por conservar el poder a cualquier precio (la veterana Jacqueline Bisset, también de notable trabajo). Ferrara filma las fiestas sexuales de Devereaux (el álter ego de Strauss-Kahn para el film) con los recursos del soft porno y lo deja en sombras cerca del final de la historia para que despliegue un monólogo interior de corte shakespeareano en el que confiesa el ideario de un alma quebrada: "Las cosas no van a cambiar. Los hambrientos morirán, los enfermos también. La pobreza es un buen negocio. Los hombres sabios se conforman con conocer sus limitaciones. Esta revelación me sobrecoge", dice el personaje que encarna Depardieu, el mismo que en el prólogo de la película habla por él mismo para revelar su aversión por los políticos y autodefinirse como "un anarquista", una generalización algo liviana que parece estar en perfecta sintonía con las convicciones de Ferrara.
Elocuentefresco de la comunidad boliviana Después de una buena ópera prima dedicada al director de cine porno más famoso de la Argentina, Víctor Maytland, Marcelo Charras pone el ojo en la vida de una comunidad de inmigrantes cada vez más numerosa en el país, la boliviana, mediante la singular historia de Erasmo Chambí, figura emblemática del pintoresco universo de la lucha libre, bajo el seudónimo "El Ciclón", y referente en su barrio, Liniers. Mediante algunos apuntes inteligentemente presentados, fruto de un trabajo de observación minucioso y selectivo, la película ofrece un sintético pero elocuente panorama de los consumos culturales, el mundo del trabajo y la conservación de las tradiciones de una colectividad, protagonizado por un entrañable héroe anónimo de una vitalidad asombrosa.
Romper tabúes El punto de partida de Madres perfectas es atractivo, estimula a imaginar un film provocativo y perturbador. Dos mujeres maduras que son amigas desde la infancia entablan relaciones amorosas no del todo convencionales: cada una de ellas se vinculará con el hijo de la otra. Ese juego de relaciones cruzadas es el que desatará una serie de complicaciones en la vida de los cuatro. Romper tabúes, se sabe, suele tener sus costos. Hay en la película una idea de puesta en escena que también es interesante: la elección de una locación completamente aislada de la vida urbana, un paradisíaco paraje costero australiano de arenas blancas, aguas turquesas y frondosa vegetación refuerza la idea de hermetismo y endogamia del grupo de protagonistas de la historia. Además de ser muy bonitas, Naomi Watts y Robin Wright son dos grandes actrices. Todo parecía estar en sintonía para que Anne Fontaine -la misma de Como maté a mi padre (2001), Nathalie X (2004), Coco antes de Chanel (2009) y Mi peor pesadilla (2011)- cargara a su película de los componentes que sostienen la novela de Doris Lessing en la que está basada: el hastío vital, los traumas de una vejez que se avecina y, sobre todo, una observación de orden sociológico orientada a la descripción del particular funcionamiento de los grupos cerrados, en este caso el de uno conformado por personajes de clase acomodada que tiene muy poco contacto con el resto del mundo. Los musculosos chicos de la historia practican surf, toman sol y bebidas caras y no parecen preparados para moverse con comodidad fuera de ese entorno. Cuando uno de ellos lo intente y se instale en Sidney, movido por su interés por el teatro, la trama empezará a complicarse. Pero es también a partir de ese punto de inflexión donde empezarán a aparecer situaciones propias de una mala telenovela que los dos jóvenes actores escogidos por la directora resolverán con mucha menos aptitud que Watts y Wright. La diferencia en el nivel de actuaciones se hace notable, del mismo modo que llama la atención que el paso del tiempo, cifrado en un par de bruscas elipsis temporales, no se note en el cuerpo de ninguno de los protagonistas, aunque esa bien puede haber sido una decisión de la directora: los cuatro personajes parecen inclinados a quedar anclados en el tiempo, detenidos en el momento en el que pudieron ser fieles a su deseo, ajenos a todo lo que los rodea.
Pasajeros de una pesadilla La cifra impacta: en la Argentina se cometen cerca de 300 femicidios por año. Los datos son de la Asociación Civil La Casa del Encuentro, especializada en el tema. No son tan comunes las ficciones del cine argentino que abordan este problema de una manera tan clara y tan directa como lo hace Refugiado, cuarto largometraje de Diego Lerman, presentado en el último Festival de Cannes. Una madre y su hijo de siete años emprenden una traumática huida de su propia casa para evitar más incidentes con un padre celoso y violento. Ella, además, está embarazada. Con mucha pericia, sin apelar a golpes bajos, Lerman se las arregla para transformar ese escape en lo que él mismo definió ocurrentemente como una "road movie doméstica", cargada de tensión y malestar. Pero también para ir delineando con pequeños detalles la fortaleza de un vínculo -el de la madre y su hijo- que sobrevive a la serie de zozobras que se le van presentando casi sin pausa. El trabajo de Julieta Díaz es ejemplar: la actriz se pone en la piel de esa mujer de clase trabajadora que pelea por no quedar paralizada por el temor con convicción y nobleza. Le pone el cuerpo al papel, lo llena de verosimilitud con cada gesto: cuando es presa del miedo, cuando tiene que tomar decisiones, cuando debe ser tierna, cuando tiene que mostrarse dubitativa e impotente. Sebastián Molinaro la acompaña con una madurez actoral que asombra, su trabajo conmueve por la precisión y la entrega: pasa de la inocencia a la picardía, de la confusión a la templanza con insólita fluidez. En más de un pasaje, Lerman apela a los climas ominosos del cine de terror -la música de José Villalobos apoya con eficacia y sin subrayar- para acentuar el drama de la dolorosa odisea privada. Cuando no están escondiéndose en hoteles modestos o inapropiados, sus protagonistas circulan cercados por la paranoia en una ciudad gris y mayormente hostil perfectamente delineada por la fotografía del polaco Wojciech Staron, ganador de un Oso de Plata en el Festival de Berlín por su trabajo en El premio, de la argentina Paula Markovitch. Se podría aventurar que Staron apeló a la memoria del tono monocorde que caracterizó a su país bajo el control soviético como inspiración categóricamente funcional a la trama. Recién cuando lleguen a un paisaje diferente, los personajes principales podrán observar con la distancia necesaria su cruda realidad, los tristes avatares de la alteración de la vida cotidiana cuando la inestabilidad transforma en transitorios cada uno de los refugios en los que urge protegerse, los que ocasionalmente ofrecen la burocracia judicial, algunas organizaciones civiles y hasta la fugaz complicidad de otra víctima infantil con la que hay química a primera vista. Todo está a punto de desmoronarse alrededor de los perseguidos de Refugiado, un cuadro de situación inquietante que Lerman presenta con sequedad e intachable solvencia.
Sucesos no muy extraordinarios En los primeros minutos de Barroco, Estanislao Buisel deja delineado con eficacia el argumento de su ópera prima: Lucas acaba de dejar la carrera de Letras, entra a trabajar como empleado a una librería, tiene una novia que se dedica a la música barroca, prepara con la ayuda de un amigo una fotonovela y vive en un departamento que calienta haciendo fuego con desperdicios, ya que le cortaron el suministro de gas. Es el punto de partida de una historia que hilvanará algunos sucesos no muy extraordinarios que serán narrados siempre en un tono sosegado, casi neutro, que sólo se verá alterado por una reacción violenta del protagonista con un pedante pianista que en el pasado tuvo una historia amorosa con su novia. Estrenada en el Bafici 2013, la película pone el foco en un sector social bien determinado: gente de la clase media porteña con un cierto nivel de ilustración que el espectador podrá confirmar a partir de algunos parlamentos deliberadamente explicativos. Buisel no altera el ritmo de la narración en ningún momento y mantiene el volumen discreto aun cuando aparece el conflicto que Julio desatará en su flamante trabajo cuando decide perpetrar un robo sin tomar los recaudos necesarios para que no lo descubran. Más tarde, comprobaremos que parte de la vida personal de los personajes se irá filtrando en esa fotonovela que funcionará como coda del film. En ese epílogo de casi veinte minutos que homenajea a un clásico de la fotonovela, la italiana Killing, publicada en la Argentina en la década del 70 -y que remite de algún modo al trabajo de Chris Marker, el artista francés al que se le atribuye la invención del documental subjetivo-, Buisel acelera necesariamente la velocidad de la narración y despliega un humor, una inventiva y un temperamento lúdico que asomaban con más recato en la otra zona de su película. Una vez más, la música de Gabriel Chwojnik, en esta ocasión de inspiración barroca, es excelente y colabora a generar clima en cada aparición sin apelar a subrayados ni lugares comunes.
Con fogonazos de humor En El amor y otras historias, ópera prima de Alejo Flah, guionista del policial protagonizado por Ricardo Darín Séptimo y de la serie Vientos de agua, que dirigió Juan José Campanella, hay dos películas en una: la que Pablo Diuk, un escritor que editó un libro de relativo suceso y se hundió en una larga crisis creativa, guiona por pedido de un productor amigo, y la que tiene como protagonista al propio escritor en plena crisis de pareja. El encargo que recibe Diuk, interpretado por Ernesto Alterio, es claro: una comedia romántica tradicional, sin barroquismos ni experimentos, algo que sea capaz de capturar al gran público, como le reclama con claridad y sin escrúpulos el personaje que encarna Luis Luque. A medida que Diuk va elaborando el guión, una voz en off va desgranando las fórmulas de un género plagado de estereotipos que Flah pone en escena en la parte madrileña de la historia, protagonizada por dos treintañeros que también responden a los tópicos del género: son lindos, graciosos, sensibles. Pero las dificultades de la vida real del guionista, la parte porteña del film, van filtrándose en la historia de ficción, que empieza a funcionar como inquietante espejo. El primer problema que aparece en El amor y otras historias es su previsibildad: parece claro de entrada que la película irá reproduciendo una serie de lugares comunes de cientos de películas que hemos visto, y de hecho lo hace irremediablemente. El proceso de metabolización que se pone en marcha termina replicando todos los patrones conocidos y produce un resultado más cercano a la simple analogía que al pretendido homenaje. Pero aún con ese punto de partida que la limita, la historia se beneficia de una fluidez narrativa apoyada en la solidez del elenco -se lucen particularmente los que participan del relato "argentino": Alterio y Luque están ajustadísimos, y Julieta Cardinali, Mónica Antonópulos y María Alché logran delinear sus personajes con solvencia con breves apariciones- y los fogonazos de un humor que contiene dosis equilibradas de ligereza y mordacidad. No ayuda demasiado la utilización intensiva de la música, que remarca el clima de cada situación (aún decodificada como mera parodia de la receta del género, su omnipresencia puede ser irritante) y genera más de un momento cercano al lenguaje publicitario.
El romance de hacer películas En su segunda película, Rosendo Ruiz cambia notoriamente de rumbo: del universo furiosamente popular del cuarteto cordobés, donde la estrella es desde hace años La Mona Jiménez -la zona que exploró en la exitosa De caravana-, a uno mucho más restringido, el del cine independiente argentino. El protagonista del nuevo film de Ruiz es un joven estudiante de cine que llega al Festival de Cosquín para filmar el making of del evento. Ese punto de partida sirve como excusa para que Ruiz incluya una serie de entrevistas con algunos directores y críticos que participan del festival que se va cruzando con la pequeña historia que vertebra el relato, la de la relación entre el aspirante a cineasta y una colaboradora ocasional locuaz y atrevida que se transforma rápidamente en cómplice. A lo largo de la historia se suceden testimonios de directores relevantes del cine alternativo nacional -José Campusano, Nicolás Prividera, Gustavo Fontán- que exponen con convicción sus ideas sobre estéticas y modos de producción. Lo mejor de la película es que Ruiz logra integrar esas opiniones y algunas otras que aparecen diseminadas a lo largo del film (la del experimentado crítico y pope de la cinefilia porteña Jorge García, por ejemplo) con el desarrollo de una ficción ligera, fresca y entretenida, una especie de comedia de flirteos y leves enredos amorosos con final feliz que avanza con fluidez, siempre puntuada por el registro documental de las reflexiones sobre los avatares del cine independiente que el director eligió introducir expresamente. La solemnidad que asoma en algunos fragmentos de esos discursos sobre el cine tiene su necesaria contracara en el humor blanco que Ruiz hace aflorar en más de una situación. Su mirada sobre la curiosa familia del cine independiente revela cariño y sentido de pertenencia, un tono apropiado para desmarcarse de la pura enumeración de tesis y al mismo tiempo generar un marco amable para que se filtren con eficacia en cada espacio que la ficción les cede.