Un viaje a lo desconocido ¿Qué es lo verdaderamente importante en El color cayó del cielo? En principio, el nuevo documental de Sergio Wolf -crítico de cine, docente, ex director del Bafici- se propone develar algunos de los misterios que giran alrededor del Mesón de Fierro, un enorme meteorito descubierto por los colonizadores españoles que llegaron a fines del siglo XVI a Campo del Cielo, zona ubicada en el límite entre las provincias de Santiago del Estero y Chaco. Wolf viaja hasta el lugar, descubre la leyenda de los indios mocovíes, convencidos del estatus sagrado de todo el asunto, y entrevista también a dos estadounidenses que se han especializado en el tema: un científico, el profesor William Cassidy, y un hombre que tuvo la habilidad de inventar un gran negocio, Robert Haag, traficante de rocas espaciales. En ellos encuentra las dos fuerzas antagónicas que mantendrán viva la tensión en la película: el estudioso amable y discreto interesado en la geología y las "ciencias planetarias" frente al hiperbólico dealer de meteoritos que seduce con las armas del showman. De a poco, el documental parece ir abandonando el objetivo inicial -la investigación de un fenómeno sobre el que sobran las teorías- para dejarse llevar por las extravagancias de Haag, que no se priva de nada: muestra con orgullo el costoso caserón el que vive en Tucson (su "baticueva"), exhibe también su impactante colección de meteoritos y detalla su discutible modus operandi: si algo cayó del cielo, no es propiedad de nadie. O sí: es del primero que lo encuentre y tenga los medios suficientes para apropiárselo. Eso fue lo que ocurrió cuando Haag (una especie de Roger Daltrey súper excitado) intentó, en la década del 90, llevarse de Campo del Cielo un enorme meteorito y terminó preso gracias a la fortuita intervención de un policía local. Aquella trama absurda terminó provocando el nacimiento de una legislación de protección patrimonial y seduciendo a Wolf tanto como para dedicarle un buen tramo de un film que, igual que su ópera prima, Yo no sé qué me han hecho tus ojos -codirigida con Lorena Muñoz- inicia el viaje con un destino que parece preciso y termina sorprendiendo llevándonos a más de un lugar nuevo. Una vez que abre esa virtual caja de Pandora, Wolf se entrega, se deja llevar y no descarta casi ninguna de las posibilidades que le ofrecen, incluyendo el rescate de una serie de materiales fílmicos originales y asombrosos que develan su pasión por el cine. Eso es, en definitiva, lo verdaderamente importante.
Así en la realidad como en la ficción En un momento de Me perdí hace una semana, el Michi, un tarotista gay convertido provisionalmente en vocero de la conciencia que regula el cine de Iván Fund, cuenta lo que él siente: "hay una desconexión entre lo que uno es y la ficción". Allí está cifrada una clave fundamental de esta película pequeña y provocativa que es también la crónica de un fracaso. O de dos. El de la joven pareja protagónica, en un lento proceso de descomposición que la película acompaña al mismo ritmo, y el del propio proyecto de filmación, puesto en cuestión por casi todos los que rodean a Fund durante el rodaje, como el propio director se encarga de dejar en evidencia. Y es justo que sea el Michi -que también aparece en AB, la otra película de Fund estrenada esta semana- el personaje a cargo de la revelación. Porque unos segundos después, travestido, se luce con una sentida versión de "Amor entero", una melodramática canción romántica de la puertorriqueña Lucecita Benítez. Con él habrá también una muy buena escena que transcurre en una noche de copas en la casa de la pareja en conflicto. Con una cámara inestable que es reflejo no sólo del presente de los personajes, sino también de la relatividad de los límites entre ficción y documento en su cine, Fund logra momentos más verdaderos que la mayor parte de los que el cine mainstream argentino produce cuando se pone serio. En la película aparecen también una mujer policía (Eva Bianco, quien ya había estado en Los labios, codirigida por Fund y Santiago Loza, con quien la actriz trabaja habitualmente) y su hijo, conviviendo en una subtrama deliberadamente desdibujada en la que una vez más aparecerá involucrado el Michi, médium de otra convicción del director: "Yo sigo adelante, no me interesa. Si se viene el mundo abajo, que se venga". La frase sintetiza muy bien la obcecación de Fund en seguir su propio sistema. Esas historias donde los vínculos, los géneros y las etiquetas son necesariamente imprecisos.
Enfrentar un duelo anticipado AB se filmó gracias a una iniciativa de coproducción del festival CPH:DOX, el más importante dedicado al género documental de Escandinavia y el mismo que apoyó la realización de El escarabajo de oro, la película de Alejo Moguillansky y la sueca Fia-Stina Sandlund que ganó la competencia argentina del último Bafici. En este caso, Iván Fund trabajó asociado al director danés Andreas Koefoed en una historia simple y emotiva, la de dos amigas que viven en un pequeño pueblito de provincia cuya vida cotidiana es sosegada, muchas veces gris. Una de ellas, Belencha, planea mudarse a la gran ciudad, lo que despierta algún recelo en Arita, su compinche de toda la vida. Recurriendo una vez más a un tono que oscila entre la ficción y el documental -algo que Fund ya había probado con éxito en Los labios, codirigida por Santiago Loza-, la película va exhibiendo los modestos avatares del día a día de ese lugar donde casi todos se conocen y las novedades no son demasiadas. La trama argumental arranca a partir de un hecho anecdótico: la perra de una de las protagonistas tuvo cría y se impone la necesidad de repartir los cachorritos. Con esa excusa, las dos amigas visitan a una serie de personajes del lugar, casi todos simpáticos, algunos un poco más bizarros, y en ese recorrido se va armando una postal inacabada pero más de una vez elocuente sobre ese micromundo que, como todos, tiene sus propias reglas. Ya más cerca del final, en el último cuarto de hora, Fund abandona el asunto de los cachorros para adentrarse en una coda filmada en 3D más orientada a la contemplación del paisaje y puntuada por un texto poético escrito por Loza. El verdadero tema de la película es ese duelo anticipado que Arita y Belencha enfrentan como pueden para mitigar el dolor de una separación. La suma de la ambigüedad en el registro y una progresión dramática tenue, alejada de sucesos impactantes, da como resultado un film que plantea un alto nivel de exigencia para el espectador.
En la misma semana, llegaron a la cartelera porteña dos películas del llamado "nuevo cine cordobés". Y las dos con temáticas relativamente similares. Si El tercero aborda con sencillez y convicción el asunto de una sexualidad libre y vinculada sobre todo con el placer a través de una pequeña historia protagonizada por tres hombres, en Amar es bendito también hay un trío, pero aquí se trata de mujeres. Y la diferencia entre ambas no es sólo ésa: la de Liliana Paolinelli es una película mucho más convencional, por momentos desconcertante y cerca del final, decididamente disparatada. Aquí, el triángulo se arma entre una mujer de mediana edad que no se decide entre su pareja, con la que convive hace siete años, y su amante. Las tres se ven envueltas en una trama bastante bizarra que pendula entre la comedia y el policial, a partir de la aparición de un hombre antipático y machista que pondrá en evidencia tanto las grietas de una relación que entra en una crisis que parece terminal como algunos patrones de conducta que reproducen los peores vicios de la mayor parte de los vínculos amorosos desgastados: caprichos, sumisión, ocultamientos, pequeñas venganzas. Obligadas a lidiar con textos de notoria artificialidad, las actrices apelan a un registro plagado de subrayados, cercano al que es más habitual en las tiras televisivas, y pilotean como pueden las exigencias de un guión que no se caracteriza por la lógica. Directora de otros dos elogiados largometrajes, Por sus propios ojos (2008) y Lengua materna (2010), Paolinelli apuesta esta vez a un tono que no remite al cine independiente pensado para festivales ni tampoco al de las producciones de la industria. Esa inclinación por la anomalía es probablemente el mayor mérito de una película que, sin embargo, en más de una oportunidad queda presa de una anarquía que la hace trastabillar, perder el rumbo, antes que profundizar en una pretendida indagación en el lenguaje cinematográfico
Década del 60. Los Four Seasons graban "Sherry" y se ubican al tope de los charts de los Estados Unidos. Y Clint Eastwood protagoniza en la cadena televisiva CBS la serie La ley del revólver, un recordado western que aparece en apenas un instante, a manera de autohomenaje y evocación nostálgica, en Jersey Boys, la nueva película de este prolífico y venerado artista de 84 años nacido en San Francisco. Basada en el exitoso musical homónimo, que se mantiene aún en la cartelera de Broadway y ganó cuatro premios Tony, la película ha sido recibida por la crítica de su país con moderado entusiasmo. Y la recaudación de su primer fin de semana en cuartel -donde quedó cuarta- no fue la esperada. El proyecto nació casi de casualidad: Eastwood pretendía filmar una remake de Nace una estrella (1954), con Beyoncé como protagonista, pero la agenda de la cantante no permitió que avanzara. Aún así, continuó con la idea de una película que consolidara su estrecha relación con la música: Eastwood suele intervenir en las bandas sonoras de sus films y pergeñó Bird, film dedicado al genial saxofonista Charlie Parker. El protagonista de Jersey Boys es Frankie Valli, un cantante de voz llamativamente aguda que era la figura principal de los muy populares The Four Seasons, incursionó en la música disco en los 70 y hoy, con 80 años y sordo luego de una operación fallida, todavía hace algunas presentaciones. Eastwood convocó para el papel a John Lloyd Young, el mismo artista que encarnó a Valli en el musical de Broadway y que en la película lleva a cabo un notable trabajo, dotando de sensualidad y carisma a ese vocalista singular, acosado por los problemas familiares y vinculado directamente con la mafia. Igual de ajustado está Christopher Walken, que construye con economía y rigor un capomafia sensible y muy gracioso. Con el Scorsese de Buenos muchachos como inspiración en más de un pasaje, alternando la narración en off entre distintos personajes -con el recurso de la mirada a cámara que es característico de la serie House Of Cards- y con un brillante trabajo de ambientación, Eastwood consigue transmitir con eficacia el espíritu de una época a través de su propia perspectiva del funcionamiento de una industria musical emergente y frívola. Y, de paso, rinde pleitesía al musical con un film que, aún con algunas notas amargas, asume un espíritu celebratorio muy bien sintetizado en la vivaz coreografía de la secuencia final.
No hace mucho, la prestigiosa revista inglesa Sight & Sound señaló a la cinematografía rumana como una de las más interesantes y prometedoras de la actualidad -las otras eran la mexicana, la surcoreana, la iraní y la argentina-. Después de las limitaciones impuestas por el régimen autoritario de Nicolae Ceausescu entre 1967 y 1989, el cine de ese país recuperó la vitalidad de la mano de directores que regresaron del exilio -el de Lucian Pintilie es el caso más notorio-, funcionaron como eslabón entre dos generaciones -Cristi Puiu, guionista de Pintilie y realizador de la celebrada La noche del señor Lazarescu- o inauguraron lo que se conoce como "la nueva ola" -el caso de Corneliu Porumboiu, ganador de la Palma de Oro en Cannes con Bucarest 12:08 y de la competencia oficial del Bafici con Policía, Adjetivo-. Las propuestas de Porumboiu suelen ser radicales, como lo certifican The Second Game, película exhibida en la última edición del Bafici en la que el director conversa durante 90 minutos con su padre, el árbitro que dirigió en 1988 el clásico del fútbol rumano, Steaua-Dinamo, en una cancha cubierta de nieve, mientras nos muestra las imágenes del partido completo, y ahora Cae la noche en Bucarest, un film que contiene apenas diecisiete planos, casi todo el tiempo fijos (a veces la cámara se desplaza levemente, no más que eso). Esa decisión formal le imprime a la película un ritmo particular, relajado, muy adecuado para que los dos personajes protagónicos puedan desarrollar sus cavilaciones y el espectador perciba sus reacciones ante cada estímulo. Lo que sostiene ese andamiaje es sobre todo el alto nivel de las actuaciones. La película supone una enorme exigencia para los protagonistas, que no cuentan esta vez con la protección del montaje o las variantes en el encuadre. Son sus cuerpos, su gestualidad, los recursos que ponen en juego, en suma, los que determinan el peso dramático de cada escena, puntuada además por una serie de parlamentos -inteligentes la mayor parte de las veces, ocurrentes como mínimo en otras- sobre el cine, las diferencias entre la cocina de Occidente y la de Oriente o la posibilidad de vivir en Francia. El argumento es casi anecdótico -un director que se enamora de una actriz secundaria de su película y decide a partir de allí una serie de cambios en su propio proyecto-, una excusa elegante para que Porumboiu despliegue sus reflexiones sobre el cine y de hecho las ponga en práctica con un tipo de puesta en escena que en más de una oportunidad remite -por austeridad, rigor y uso inteligente del humor- al coreano Hong Sang-soo, otro favorito de la crítica y los festivales.
Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con más asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en el de Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era un bebé, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única pariente viva de Anna y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba. Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y sobre todo Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky le otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo. Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guera Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas su fortaleza, un corazón que late intensamente.ß Hemos tenido pocas noticias del cine polaco en los últimos años. Lejos de la época en la que la obra de directores como Krzysztof Kieslowski y Andrzej Wajda circulaba con asiduidad por Buenos Aires, llega por fin una película de ese origen, gran ganadora del Festival de Gijón y premiada por los críticos de Fipresci en Toronto el año pasado. Quinto largometraje de Pawel Pawlikowsky, Ida tiene dos protagonistas femeninas, Anna (Agata Trzebuchowska), una joven novicia a punto de hacer sus votos finales en el mismo convento católico donde fue abandonada en 1945, cuando era una beba, y Wanda Gruz (Agata Kulesza), una mujer dura, misántropa, castigada por la vida, aficionada al tabaco y el alcohol. Wanda es la única parienta viva de Anna, y el encuentro entre ambas es el disparador de una road movie seca y minimalista, motorizada por una noticia familiar que la futura monja no esperaba. Filmada en blanco y negro en el formato cuadrado de 4:3 (el que usó Michel Hazanavicius en El artista y hoy está en boga en el cine con aspiraciones de vanguardia), en lugar del habitual panorámico, la película no oculta sus referentes: Bergman, Bresson y, sobre todo, Dreyer, otro obsesionado por el asunto de la fe, aquí encarnado en los sacrificios de la vida religiosa y en los crudos efectos finales de una existencia entregada a la aplastante burocracia comunista. Pawlikowsky les otorga una importancia capital a la fotografía y el encuadre, al límite del preciosismo, pero la sangre de la historia que cuenta y las poderosas interpretaciones de las dos protagonistas obturan reclamos por la frialdad propia de los meros ejercicios de estilo. Cuando sale al mundo, Anna explora cada detalle, sorprendida por todo aquello que le fue vedado en la gris reclusión del convento. Se encuentra con la gélida Polonia controlada por la URSS de los 60, todavía abrumada por la devastación de la Segunda Guerra Mundial, pero también con atisbos de una mundanidad que resulta para ella tan reveladora como su vocación religiosa. Independientemente de la resolución algo barroca de los conflictos que plantea su argumento, Ida encuentra en esa relación, trabajosa pero llena de cálidas vibraciones, entre dos mujeres de vidas completamente distintas, su fortaleza, un corazón que late intensamente.
Pasó el tiempo, pero los efectos de la brutal crisis de 2001 en la Argentina se siguen sintiendo. En el bolsillo, en el ánimo, en el cuerpo. Luis Ziembrowski aborda el tema con una ópera prima que rehúye establecer un diálogo con el espectador en los términos más convencionales. Alejada deliberadamente del naturalismo, la película tiene como protagonista a Bruno (Sergio Boris, de excelente trabajo), que vive con su pareja y su hijo adolescente en una calle sin salida de un suburbio habitado por un par de remiseros con pinta de mafiosos, un desempleado que ocupa una fábrica abandonada y una mujer con ínfulas revolucionarias que lanza proclamas incendiarias desde su silla de ruedas y un bizarro canal de TV clandestino. Narrada en un tono elusivo e intrigante, la película logra transmitir el clima opresivo que evidentemente se propone gracias a un muy buen trabajo de cámara y sonido, que apoya el singular registro de actuación que todo el elenco sostiene con mucha convicción. Estéticamente, Ziembrowski utilizó como visible referencia la aspereza del cine de los hermanos Dardenne -incluyendo la voluntad intrusiva de la cámara que es marca registrada de los cineastas belgas-, pero apeló también a leves toques de humor grotesco, ese que suele aparecer en situaciones límite como la que vive ese protagonista agobiado por el peso de una realidad que no se anima a cuestionar del todo. Revulsiva y radicalizada, la propuesta de Ziembrowski no parece destinada a sumar en la taquilla. Se trata más bien de un experimento que funciona como nueva relectura de la desintegración social posmenemista con crudeza, osadía y una frialdad que rechaza cualquier tipo de empatía.
Suena trillado, pero es lógico emocionarse con la historia de un hombre que se construyó a sí mismo, luego de superar decenas de adversidades, decepciones y malos tragos. La historia de Sergio "Maravilla" Martínez tiene todos los condimentos de una atrapante épica individual, a la manera de la inolvidable Rocky que Sylvester Stallone protagonizó en 1976. Aquí no hay prestamistas de Filadelfia ni aparece Apollo Creed, pero sí asoma un cuento con final feliz lleno de sacrificios, voluntad de hierro y agallas. Después de muchos años de batallas, de una derrota dolorosa contra El Tornado de Tijuana, Félix Margarito; una seria lesión en la mano izquierda, y una reinvención iniciada con la decisión de instalarse en España luego del brutal estallido social de 2001 en la Argentina, Martínez se convirtió, a base de talento y esfuerzo, en uno de los mejores boxeadores del mundo, una historia a esta altura bastante conocida. En este film armado con testimonios de familiares, periodistas, boxeadores, empresarios y dirigentes de primer nivel y las extraordinarias imágenes que Juan Pablo Cadaveira seleccionó del crudo que le cedió HBO con lo que filmaron sus ocho cámaras durante el inolvidable combate con el mexicano Julio César Chávez Jr., un auténtico match de película con 40 puntos de rating, Martínez destila carisma y se revela como un gran estratego dentro y fuera del ring. El quilmeño es único porque a su técnica impecable en el cuadrilátero sumó inteligencia para lidiar con los tiburones del negocio del boxeo, cuyo funcionamiento la película sintetiza con gran agudeza. Es un deportista de elite y un self made man que no dudó en bailar en el programa de Tinelli o hacer un número de stand up cuando entendió que eso podía ayudarlo a consolidarse como una celebridad atractiva para los reyes del pay per view. El film de Cadaveira lo retrata con solidez en esa doble faceta y arma en torno a su duelo con Chávez una rivalidad propia de los films de superhéroes y villanos, muy similar a la que el británico Asif Kapadia pergeñó entre Ayrton Senna y Alain Prost para su fabuloso documental dedicado al piloto brasileño fallecido en 1994.
El de José Celestino Campusano es un caso atípico en el cine argentino. Sus películas ambientadas en el conurbano profundo, atentas a la sensibilidad de las clases populares, a sus modos de relacionarse, a sus códigos y sus estrategias de supervivencia son casi únicas (Diagnóstico esperanza, de César González, aborda un territorio parecido, pero su perspectiva es levemente diferente). Fango es parte de una filmografía sólida y consistente cuya obra más ambiciosa, Fantasmas en la ruta (una miniserie de trece capítulos pensada para la TV Digital que, transformada por Campusano en un intenso film de tres horas y media) estuvo entre lo mejor del último Bafici. Las novedades que aporta el cine de Campusano son unas cuantas. Una gramática narrativa y actoral sin antecedentes, por momentos insólita si nos atenemos a los parámetros más tradicionales, una notable capacidad para generar sucesos en cada escena que filma (lo contemplativo no forma parte del lenguaje del director) y mucho corazón: los personajes de Campusano suelen ser entrañables, aún cuando muestran sus debilidades y miserias. En Fango hay dos líneas argumentales que se terminan cruzando: por un lado, dos músicos con mucha ruta encima empujan un proyecto de futuro incierto, una banda de "tango trash" que cruza guitarras heavy con el bandoneón de un veterano amateur retirado; por el otro, una chica de armas tomar secuestra a la amante del marido de su prima por una convicción puramente moral y termina desatando un final sangriento. El universo de Fango se limita al de los espacios por el que circulan sus personajes: calles de tierra, vías abandonadas, construcciones más bien precarias y a medio terminar. En ese lugar, los protagonistas parecen aislados del contacto con el mundo exterior, sus historias se cruzan porque no hay mucho más que ellos y su vida cotidiana, marcada por dilemas económicos, vocacionales, familiares, sexuales y existenciales, pero alejada de las lógicas de la gran ciudad. Su vidas son tan periféricas como el cine de Campusano, una anomalía que hay que celebrar.