La vida como baile Es difícil hablar de 120 pulsaciones por minuto como lo que finalmente es, una película. El recorte que hace, y la dimensión de la lucha que Robin Campillo decide mostrar, desbordan los márgenes del cuadro cinematográfico y nos ponen en diálogo con la realidad. La convicción de su puesta en escena es tanta que nos envuelve con facilidad en la lucha a la cual nos invita: la de ACT UP Paris, una agrupación organizada por miembros de la comunidad homosexual que propugnó la visibilización de la epidemia del SIDA a principios de los 90’. Problemática signada por la indiferencia del gobierno y las empresas farmacéuticas escudadas en nombre de la moral hacia la comunidad homosexual y hacia los más marginados: prostitutas, prisioneros, drogadictos e inmigrantes ilegales que morían irremediablemente ante la falta de avances significativos en el combate contra el SIDA. La película nos infiltra naturalmente en las filas de ACT UP, nos hace parte, y en eso recibimos uno de los mayores regalos del cine: entrar a mundos que nos son ajenos para reencontrarnos con las emociones más universales. 120 pulsaciones por minuto es una película brava, áspera, sudorosa y vivaz que nos muestra la esperanza y la indiferencia en una escala política a la vez que íntima; pero por sobre todas las cosas, es una eufórica celebración de la vida ante la certeza de la muerte. En su secuencia inicial, el montaje construye un atrapante ir y venir entre dos tiempos (que se extraña un poco en el resto de la película, dado el inmediato efecto de inmersión que genera): en uno, ACT UP interrumpe una conferencia de prensa sobre avances en la política de salud sobre el SIDA; en el otro, acontecido posteriormente, la agrupación debate encendidamente su accionar en aquella conferencia. En la alternancia, el espectador descubre lo ocurrido: un boicot que empezó pacíficamente encabezado por Sophie (Adèle Haenel), dio un brusco viraje cuando Sean (Nahuel Pérez Biscayart) y Nathan (Arnaud Valois) sujetaron y esposaron al orador de la conferencia, que terminó con una bombita de sangre falsa reventada contra su cara. Ahora, ACT UP es mencionado en todos los medios como un grupo violento, lo cual fomenta la condena moral y el descrédito por parte del gobierno francés; pero, por otra parte, la agrupación está en boca de todos y la indiferencia de sus adversarios políticos se vuelve más difícil. Una primera parte de la película se sustenta en este conflicto: la indiferencia de las empresas farmacéuticas y el gobierno contra la acción permanente y decidida de ACT UP, que irrumpe en escuelas y laboratorios para protestar y concientizar sobre ese estado que los tiene abandonados a su suerte. Por otro lado, ACT UP no es ajeno a las tensiones internas: una facción más intransigente, encarnada por Sean, impulsa a tomar acciones más directas y llamativas mientras otra, representada por Sophie y Thibault (Antoine Reinartz), aspira a una postura más conciliadora. Pero se vuelve difícil debatir en abstracto cuando lo que está en juego es su propia vida. A medida que la película nos va mostrando las consecuencias reales de la desidia, las muertes de compañeros se suceden. De a poco, las vidas de los miembros de la agrupación pasan a ocupar el centro de la escena y es entonces cuando la película cobra otra dimensión. Gradualmente, la trama se va cerrando sobre Sean y Nathan para narrar una conmovedora historia de amor entre varones que va de la euforia de las manifestaciones a imágenes terribles de la degradación física y espiritual de Sean. La actuación de Nahuel Pérez Biscayart viene dando de qué hablar y no es para menos. Es el retrato, totalmente desprovisto de autoindulgencia, de quien está dispuesto a dar pelea aunque la vida no le haya deparado más que injusticias. Sean no pide permiso, devora la vida con frenesí sabiendo que se termina. Nathan, otro personaje profundamente trágico, es encarnado Arnaud Valois con sobriedad y contención, pero no por eso hay que dejar de ponerlo al mismo nivel que Biscayart. Es en ese vínculo que late el corazón de esta película, en el que todos los debates (que a veces ralentizan el relato) se hacen carne y sentimiento. Hay muchos elementos visuales y sonoros memorables en 120 pulsaciones por minuto: los chasquidos con los cuales los miembros de ACT UP Paris manifiestan su aprobación a alguna moción; la sangre falsa que los rudos policías franceses evitan tocar por temor a que sea sangre infectada mientras arrastran a los militantes para sacarlos de un laboratorio; las motas de polvo de un boliche que se convierten en el virus atacando a una célula (una de las transiciones más gráciles y brillantes de la película); por último, las luces parpadeantes de una discoteca. Se reitera, separando secuencias, la imagen de los personajes bailando, en plenitud. En la última manifestación de ACT UP que muestra la película los militantes, Sophie a la cabeza, se arrojan las cenizas de Sean en una reunión de alta sociedad. En medio su accionar, reaparecen estas luces parpadeantes y la película termina. ¿Por qué?, me pregunté. Porque la vida sentida intensamente es siempre un baile, aún en el dolor. Es frente al dolor y a la muerte cuando la vida se enciende. 120 pulsaciones por minuto nos rodea de imágenes difíciles, de enfermedad y de miseria, pero nunca nos desalienta. Quiere darnos fuerzas y, en ella, reencontrarnos con la pasión de vivir.
Valhalla I´m coming Taika Waititi estaba en una posición inmejorable: a esta altura, Marvel ha desarrollado una máquina de hacer películas cuyo éxito en términos de crítica y taquilla está prácticamente asegurado. En este contexto de inimputabilidad, el director neozelandés tomó las riendas de una de las propiedades que menos alegrías le han dispensado a la empresa: Thor, hijo de Odín, el Dios del Trueno. Se trata de uno los personajes de Marvel (el otro es Capitán América) que venía recibiendo un trato bastante solemne, en consonancia con la mitología nórdica que lo inspiró. Ragnarok lleva al personaje en sentido contrario. Antes de hablar de la película, conviene aclarar algo: a contramano de lo que la mayoría de los críticos ha comentado sobre ella, Thor: Ragnarok no es una comedia. Es una película de acción, fantasía y aventuras con toneladas de humor y calidez. Los chistes afloran de la misma manera que lo hacen en Indiana Jones y la Última Cruzada o en Volver al futuro, a tono con un concepto de cine de entretenimiento que Hollywood perfeccionó a lo largo de la década del 80′. Ragnarok está construida en base a una operación fundamental del cine narrativo: poner al protagonista en problemas. Al enterarse de que el evento del título amenaza con destruir Asgard, Thor regresa a su reino para encontrar que su tramposo hermano Loki (Tom Hiddleston) ha usurpado el trono de Odín (Anthony Hopkins), padre de ambos. Para colmo de males, el dios de un solo ojo les revela un terrible secreto: Hela (Cate Blanchett), diosa de la muerte e hija suya, se ha liberado de sus cadenas y viene para dominar Asgard. Los poderes de Hela sobrepasan por mucho los de Thor: sin mucho esfuerzo, la diosa estruja el martillo del Dios del Trueno y lo destierra. Thor termina en Sakaar, un planeta en el que The Grandmaster (Jeff Goldblum) se dedica a organizar torneos de gladiadores. Capturado por Valkyrie (Tessa Thompson) y rodeado de un abanico de personajes decadentes que no lo respetan en lo más mínimo, se ve obligado a pelear contra el gran campeón de esos torneos para obtener su libertad. De esa manera podrá volver a Asgard, vencer a Hela y evitar el Ragnarok. Las situaciones humorísticas fluyen con la trama, se entrelazan con ella, pero la película siempre tiene claro cuándo es necesario imprimirle urgencia, dramatismo y épica. En ese sentido es que la labor de Taika Waititi resulta encomiable: las costuras entre su autoría y el molde prefabricado por Marvel se funden y el resultado convence a todos. Esto se logra porque Thor: Ragnarok es una sentida carta de amor al cómic en sentido amplio: el uso de colores intensos y saturados que remite a los 60´y los 70´, cuando el trabajo de color era más esquemático y precario que el actual; sus encuadres y la fluidez del trabajo de cámara le dan un vértigo y una plasticidad análogas a la del arte secuencial. Y no sólo se trata de un homenaje al cómic norteamericano: el humor parece sacado de las páginas de Ásterix, como si los diálogos entre el Dios del Trueno y e Increíble Hulk fueran la encarnación de más alto presupuesto de las andanzas del héroe galo y su amigo Óbelix. En cuanto a la inevitable referencia a los 80′, Ragnarok es un inmejorable exponente de cómo esta tendencia puede capitalizarse para hacer grandes piezas audiovisuales. En una época donde Stranger Things copia y pega referencias directas al cine de aquellos años y se ata al homenaje (teniendo méritos propios que podría explotar mucho más), Taika Waititi adopta un código, un espíritu, un tono que trae ese cine al presente y lo mantiene vivo.
Humano, demasiado humano Hace rato que una película no me generaba el impacto que me ha provocado Blade Runner 2049. Tuve que remitirme al lejano 2008 para evocar una impresión similar: la que me quedó después de ver El caballero de la noche, otra secuela brillante. Allí, Christopher Nolan lograba un artificio imposible: mantener bajo control una película que, en términos de escala, amenazaba con el desborde permanente. Sin embargo, a lo largo de una duración muy extensa, Nolan lograba sostener la capacidad de impacto, de asombro y de emoción en constante incremento. Sólo el mejor cine de Hollywood puede conseguir algo así: ese Hollywood que piensa, que ambiciona, pero que, sobre todo, está a la altura de esa ambición. Denis Villeneuve ha hecho eso con el universo de Blade Runner. El abordaje que el director canadiense hace de la obra maestra de Ridley Scott, con la ayuda invaluable de los guionistas Hampton Fancher (coautor de la original) y Michael Green (quien recientemente entregó el guion de Logan), se ubica más cerca del que David Lynch realizara este año con Twin Peaks que de lo realizado por J. J. Abrams de The Force Awakens en términos de regreso a un universo icónico. Si bien el amor de Villeneuve y su equipo por la película original está presente en cada escena transcurrida en ese Los Ángeles eternamente lluvioso, el director no se achica ante el desafío ni opta por la reverencia; no es un devoto de la obra original como J. J. 2049 expande el universo planteado por Scott y le añade nuevos horizontes, nuevos paisajes y nuevas preguntas. Estas, justamente, son una clave del éxito artístico de esta nueva Blade Runner (así como lo son de la nueva Twin Peaks): las preguntas. Blade Runner 2049 sabe que la belleza de la primera película radica en su ambigüedad y que, si pretende hacerse un lugar dentro de su universo, debe sostenerla. Incluso se permite coquetear con la eterna pregunta suscitada por la original: ¿es Rick Deckard (Harrison Ford) un replicante? La respuesta es: no importa, porque eso no significa nada. Si Blade Runner giraba en torno a un policía humano de Los Ángeles que terminaba descubriendo que la línea que lo separaba de un androide era prácticamente nula, 2049 parte del camino opuesto: el protagonista es un policía androide que descubre que es más humano de lo que creía. K (Ryan Gosling) es un replicante de un nuevo modelo desarrollado por el genio tecnológico de Niander Wallace (Jared Leto, quien afortunadamente tiene poco tiempo para atiborrar la pantalla de su pedantería actoral), quien rescatara de la bancarrota la Tyrell Corporation de la película original. La misión de K, diseñado para ser esclavo, es “retirar” replicantes de modelos anteriores al suyo, menos obedientes. Sin embargo, durante una misión rutinaria aparece un milagro: los huesos de una replicante revelan que ha dado a luz. En un mundo donde los replicantes son discriminados y segregados por los humanos que aun sobreviven en un planeta arrasado por las durísimas condiciones climáticas, este hecho significa el colapso de la civilización: la desaparición definitiva de la ya difusa frontera entre androides y humanos. En cuanto a K, las dudas sobre su propio origen y la posibilidad de que él sea el hijo de aquella replicante lo empujarán a desafiar su programación y emprender un viaje que lo llevará hasta Rick Deckard (Harrison Ford). Sin embargo, Niander Wallace no es indiferente a las potencialidades de construir esclavos que puedan dar a luz, y envía a Luv (Sylvia Hoeks), su sirviente más letal, tras los pasos de K. De todos los “hijos” que la ficción le ha dado a Harrison Ford en los años más recientes, K es sin dudas el más interesante. Todo en él desafía, a la vez que reafirma, lo que debe ser un héroe. Hace rato que los beats esperables dentro de una estructura dramática clásica en una película de Holllywood no cobraban tanta resonancia. Villeneuve, Roger Deakins (desde el extraordinario trabajo de fotografía y cámara) y el montajista Joe Walker sostienen las escenas en el tiempo y le otorgan el peso dramático que cada paso que K da hacia su destino necesita: no le temen a la detención, no le temen al silencio. Su relación con Joi, una amante holográfica, es una página aparte: aunque le impone a la película repetidos momentos de detención no del todo bien enhebrados en términos de ritmo con la trama principal, ofrece un panorama sobre las relaciones amorosas en ese mundo distópico con varios puntos en común con Her (Spike Jonze, 2013). A medida que profundiza su investigación, K se ilusiona con ser especial, cosa que Joi siempre le ha dicho: un mesías, un elegido para reconciliar para siempre a los replicantes con los humanos. Sin embargo, a partir de cierto punto de la trama, descubre que probablemente no lo sea. Su destino sólo comparte con el de un mesías el hecho de ser mártir, la entrega por una causa que lo trasciende. Cuando K lo comprende, da lugar a una de las escenas más emocionantes de la película, una especie de reescritura nevada y muda de aquel icónico monólogo de Rutger Hauer bajo la lluvia torrencial. En algún punto, Blade Runner 2049 llega a la misma conclusión de su protagonista. Sabe que desea lo imposible: estar a la altura de un clásico, amplificado por el paso del tiempo y por su fandom; sin embargo, está dispuesta a morir para lograrlo. La metáfora perfecta se encuentra en la escena en la que Rick Deckard y K pelean a puñetazo limpio en el salón de un casino arrasado. Proyecciones intermitentes de Elvis y de otros íconos de un pasado ya muy remoto funcionan como telón de fondo visual y sonoro (otra área técnica descollante de la película). El pasado es mítico, pero la película, como K, está dispuesta a abrirse paso a los golpes.
People are strange En una de las múltiples entrevistas que ha ofrecido Lucrecia Martel en el último mes, ella mencionaba cuáles fueron sus razones para eliminar la violación de una esclava del montaje de la película: su intención era no alimentar las fantasías violatorias que mostrar una escena de violencia de género podría generar en nuestra sociedad. Martel no se sintió capacitada para lidiar con las implicaciones de incluir semejante escena en la película. A lo largo del metraje de mother! (con minúscula y signo de exclamación, como querría su director) pensé mucho en este comentario: la película se posiciona en la vereda exactamente opuesta, narrando el suplicio de una mujer a lo largo de dos horas que alcanzan picos de tensión inusitados; también ofrece al menos dos imágenes que permanecerán en mi cabeza (y en mi estómago) durante mucho tiempo. Su apuesta es el impacto; sus pretensiones, un tanto banales. Cada película de Darren Aronofsky es una apuesta fuerte en la que toma decisiones claras. Si tiene que estrellarse contra una pared (como en la infame La fuente, de 2006), se estrella, pero sus películas jamás sufren de las vacilaciones propias de un director con más recato. Tras El luchador (2008) y El cisne negro (2010), en las que pareció acercarse a temáticas y sensibilidades más cercanas al Oscar, dio un volantazo hacia una fantasía épica de alto presupuesto como Noé (2014), que fue un desastre de taquilla y de crítica. Acá vuelve a dar otro volantazo, pero en un ámbito mucho más controlado. Si mother! se convierte o no en otro desastre, es pronto para decirlo. El máximo elogio que se le puede hacer a la película es que su puntapié inicial parece el de un cuento de Cortázar, como certeramente me lo señalara un amigo. En un espacio-tiempo convenientemente ambiguo, la esposa de un poeta (Jennifer Lawrence) se dedica con afán a reconstruir la casa donde conviven. Él (Javier Bardem) adolece de un bloqueo creativo muy sostenido que ha tenido como consecuencia un creciente distanciamiento afectivo de ella, quien procura comprenderlo y alentarlo en todo momento posponiendo sus deseos de ser madre. Todo cambiará cuando reciban la visita de un inesperado huésped (Ed Harris), un admirador del poeta que ha deseado conocerlo antes de que una enfermedad terminal acabe con su vida. Con este admirador vendrán otros, de una conducta cada vez más intrusiva y exasperante. Lawrence, protagonista excluyente de la película, verá amenazado su nido de amor y luchará por defenderlo, a la vez que procurará complacer a su marido artista, quien no parece acusar recibo de lo extraño de todo y se muestra inspirado por la llegada de los desconocidos. Esta película es una maravilla: Aronofsky hace gala de un manejo de la tensión superlativo para freírle los nervios al espectador y a su protagonista, además de mostrar un humor agudo y malvado que recuerda a esa obra maestra que es Funny Games. No comprender la situación es parte del encanto y nos mantenemos atornillados al punto de vista de Lawrence en todo momento; la puesta de cámara, que mantiene su mirada en primer plano y su referencia en casi todo momento, tampoco nos permite irnos muy lejos. Lamentablemente, por cada exhibición de su maestría, Aronofsky se comporta intermitentemente como un estudiante de cine deseoso de que lo tomen en serio. Y aparecen los traspiés. Si bien durante toda la película algo se nos permite sospechar, el tramo final aclara todo a través del diálogo más explicativo e indignante posible entre los personajes de Bardem y Lawrence: se trata todo de una alegoría. Bardem no es un artista, es “el” artista; tal vez hasta sea Dios. Lawrence es su “obra”, que tiene que destruirse para que él pueda volver a crear otra. Esta revelación, que seguramente Aronofsky imaginó como una genialidad, me frustró muchísimo. Nuevamente se manifestaba el director de La fuente, el que no cuenta historias sino que elabora una idea mental y la ilustra de la manera más literal posible. Es la tiranía del “mensaje”, la literalización del sentido. Ni siquiera la idea que procura plasmar (y luego explica) es demasiado inteligente: es más bien un lugar común, vestido con las ropas lujosas de una “película loca”. Para colmo de males, este giro de la trama que Aronofsky ideó objetiviza a su protagonista. La objetiviza de manera literal: en una de esas escenas que mencioné anteriormente, y de las cuales mi estómago tomó nota, el personaje de Bardem le arranca el corazón al de Lawrence y de él extrae una piedra de una material extraño, que ya apareciera al inicio de la película: la inspiración, una idea brillante, el concepto abstracto que quieran. Total, nada de lo que vimos es lo que es, sino que representa algo más, algo que habrá que googlear en algún lado. ¿Habrá alguien que considere esto ingenioso? El personaje con el que viví una película entera, una mujer cuya transformación consistía en liberarse de un hombre que la ignora y la oprime, solo sirve a los propósitos de una reflexión bastante banal sobre la creación artística. ¿Por qué a Aronofsky no le basta con esto? ¿Por qué no le basta con crear un thriller de una intensidad increíble? En sus pretensiones, se minimiza. Celebro que Darren Aronofsky tenga oportunidades para realizar una película con las libertades que se toma mother! en términos artísticos. Sólo deseo que las aproveche mejor. Y que no sea vueltero cuando está haciendo cine.
Space Oddity Hacen falta más películas como Valerian y la ciudad de los mil planetas. También es necesario que sean mejores. Al verla, o más bien admirarla, debido al altísimo nivel de detalle, de creatividad y de ingenio volcado en la construcción de su universo, pensé reiteradamente en la versión que Alejandro Jodorowsky jamás logró filmar de Dune, como está descrita en el documental Jodorowsky´s Dune. Aquel proyecto hacía gala de un eclecticismo y una extravagancia análogos a la película que hoy nos presenta Luc Besson. Aquí se mezclan los actores con figuras del mundo de la música pop (Herbie Hancock, Rihanna) y el modelaje (Cara Delevingne) en un universo vertiginoso de colores brillantes y extraterrestres de todas las formas y los colores. En esto radica su mayor virtud: Valerian se siente nueva, vibrante y original en contraste con las películas del mismo género y los valores de producción que puede ofrecer el cine norteamericano. Besson, como su película, es una rareza. Alcanzado ya el estatus de culto con El perfecto asesino, Nikita y El quinto elemento, sus producciones más recientes han merecido cierto desdén de la crítica y del público cinéfilo. Su pericia a la hora de manejar un alto presupuesto está más que probada y Valerian lo confirma con creces. La apertura narra el desarrollo de Alpha, la estación espacial que se convertirá en la ciudad del título, en un ejemplo de síntesis fortalecido por la inmortal melodía de Space Oddity. Mención especial merece, también, la secuencia de persecución en el Gran Mercado en la cual Valerian y Laureline deben incautar objetos de contrabando moviéndose entre dos dimensiones diferentes. Esta secuencia es de una complejidad, una audacia y un brío pocas veces visto en una producción a así. En estos momentos, Valerian se convierte en la película excitante, intensa y vertiginosa que pretende ser el resto del tiempo. ¿Dónde falla, entonces? Claramente, el problema no proviene del apartado visual. Parece como si los creativos implicados hubieran dado todo de sí, inundando los cuadros de un barroquismo de apabullante belleza (lo cual, pese a todo, no termina de ayudar a la inteligibilidad de su narrativa). El universo de Valerian se percibe inagotable, y si La ciudad de los mil planetas fuera el primer capítulo de una saga (perspectiva dudosa teniendo en cuenta los magros resultados que viene consiguiendo en términos de taquilla), todavía quedarían muchas historias por contar. El mayor problema de Valerian es el casting de Dane DeHaan en el protagónico. Resulta difícil señalarlo, porque él no hace nada mal: su actitud de atorrante encantador a lo Han Solo es la correcta, y sus filosos galanteos con Laureline (Cara Delevingne) suman al desparpajo general de la película. El problema es que Luc Besson, el guionista, construye un personaje a contramano del actor que eligió Luc Besson, el director, para encarnarlo. En un segmento exasperantemente expositivo (en el cual, afortunadamente, la película no recae), Laureline comenta las múltiples condecoraciones que Valerian ha recibido por sus servicios como agente especial, así como la lista que mantiene de todas sus conquistas amorosas. Uno no puede menos que enarcar las cejas ante el hecho de que la película pretenda tan denodadamente convencernos de que el rostro aniñado y el cuerpo esmirriado de DeHaan encarnan, no sólo al mejor agente de su tipo, sino a un seductor nato. A su vez, el aspecto muy juvenil que Besson eligió darles a sus Valerian y Laureline genera varios momentos de extrañeza involuntaria, sobre todo cuando ambos discuten la posibilidad de casarse. Esto termina trabajando en contra de la empatía del espectador, acrecentando una sensación de desconexión con respecto a las emociones de los personajes, que no logran resonar auténticas pese al denuedo de los actores. Pese a todo, Valerian se enciende cuando Delevingne toma la iniciativa. Su carisma, su fotogenia y su ajustadísimo delivery a la hora de los diálogos hacen soñar con una película que la tenga como heroína excluyente. Del resto del elenco, cabe destacar a Rihanna como Bubble, un alien que tiene la capacidad de cambiar de forma. A pesar del poco tiempo que ocupa en pantalla, la cantante de Barbados logra dotar a su personaje de una hondura y una emotividad notables, a pesar de que no siempre se mantiene en su forma humana. Tratándose de una película con una estética tan llamativa, resulta necesario volver sobre ella. A la vez que el mayor atractivo de Valerian es la creación de su universo, su barroquismo termina entorpeciendo la trama, realmente muy sencilla. Se termina produciendo una sobrecarga de información visual que vuelve el cuento derivativo y disperso; el entorno cobra una fuerza que desplaza a los personajes, convirtiéndolos en la excusa y no en la razón para ver la película. Hacen falta más películas como Valerian y la ciudad de los mil planetas: hacen falta su arrojo, sus ideas estéticas, su sensibilidad artística. También es necesario que sean mejores: en un panorama dominado por las secuelas y las remakes, un producto como Valerian (que si bien viene del comic, goza de una popularidad mucho menor que la de otras franquicias) debe afrontar exigencias muy altas. Los errores, en este caso de casting, se cobran caros. Esperemos que Besson se salga con la suya, pese a todo, y nos obsequie, de alguna manera, la posibilidad de continuar con esta rareza espacial.
Pensé que era una de miedo El caso de Viene de noche es muy similar al de La bruja (The Witch, Robert Eggers, 2015): un trailer promete una cosa, pero en la sala de cine se nos ofrece otra. Ambas fueron producidas por A24 y se promocionaron con la misma estrategia: simularon ser una película de terror con jump scares y acción, y fueron en realidad películas de espíritu indie, imágenes sugerentes y tiempos mucho más lentos. La diferencia con La bruja es que Viene de noche tiene muchas más falencias. Lo que en La bruja era claridad conceptual e iconografía precisa, acá termina deshilachándose en pura ambigüedad. La secuencia inicial está narrada de manera notable: vinculando íntimamente los movimientos de cámara, la iluminación, el espacio, el sonido y la música, se construye un clima opresivo e intenso que cautiva y, como todo en esta película, promete. Paul (Joel Edgerton), el patriarca de una familia conformada por su esposa Sarah (Carmen Ejogo) y su hijo de 17 años, Travis (Kelvin Harrison Jr), se ve obligado a asesinar a su suegro: una enfermedad muy contagiosa ha afectado al anciano y pone en peligro a la familia. Travis contempla el asesinato y la quema del cuerpo de su abuelo en el bosque, asistiendo por vez primera a la muerte de un ser querido. Uno de los puntos altos de la película, la secuencia sirve para criticar lo que viene después: si la destreza de la dirección permitió construir un comienzo tan tenso, tan enfocado, el resto merecía estar a la altura. Con una minuciosa dosificación de la información, se nos va contando el contexto de esta tragedia. La enfermedad es una epidemia que se ha extendido muy rápidamente, obligando a los que no están infectados a dispersarse hacia las áreas rurales. Su origen es desconocido, pero lo peor no es la enfermedad: es la desconfianza que genera entre los hombres. Esto es lo que pretende establecer la película en su tramo final, cuando el director recuerda que debe ofrecer una conclusión. Luego de que Will (Christopher Abbot) intente entrar en la casa de la familia buscando comida para su mujer y su pequeño hijo, Paul tomará una decisión: Will y su familia vivirán bajo el mismo techo, ajustándose a las estrictas reglas que el patriarca ha establecido para la seguridad de todos. Nuevamente, se trata de otra situación promisoria que se diluye. Además del tiempo que le lleva a la película llegar a este punto, se suma otro problema: Viene de noche quiere que nos interesemos por Travis además de por Paul. Quiere contarnos la historia de este joven que atraviesa un contexto terrible, sus oscuros sueños con su abuelo muerto y con lo que hay detrás de la puerta roja, única forma de entrar y salir de la casa. El problema es que Travis, el personaje, es el más aburrido de todos. El peso siempre está sobre los hombros de Paul, un exprofesor de historia que ahora debe procurar que no le tiemble el pulso a la hora de apuntar con un rifle. Ayuda al interés por Paul (y al desdén hacia las vacilaciones de Travis) la convicción que le otorga Joel Edgerton a su rol. En las escenas en las que Paul debe poner condiciones, la película inhala bocanadas de aire fresco, pero las situaciones que el guion establece jamás generan suficiente tensión. Porque eso sería hacer una película de terror convencional, ¿no? Viene de noche parece no querer eso: se asume como una película “inteligente” a la cual le preocupa más evitar las convenciones que satisfacer las expectativas que crea en el espectador. Solo se acuerda de hacerlo en una demoledora escena del último tercio: de nuevo, el realizador demuestra su capacidad, pero es una capacidad vana, intermitente. Este es uno de los problemas (si no el principal problema) del cine de terror posmoderno: pretendiendo torcer las convenciones, se apuesta por una ambigüedad que se cree más cercana al refinamiento del art house. El efecto es que Viene de noche se ahoga en su propia pretenciosidad, como si estuviera mal ser una película de terror. No lo digo seducido por aquel trailer que me prometía una película que no era la que terminé viendo: lo digo porque Viene de noche ensaya muchas temáticas sin concretar ninguna. Es una eterna promesa de una bellísima factura técnica, grandes climas y un ajustadísimo trabajo por el sonido, pero su amor por las formas hace que se pierda en caminos sinuosos.
Perdiendo el tiempo El cine político es, para aquel que goza del séptimo arte en su variable más poética de construcción de sentido, motivo de recelo. La película siempre amenaza con convertirse en un panfleto, un “engaño” en el cual las emociones de algún incauto son manipuladas para introducirle el odioso “mensaje”, la “moraleja” que convierte a la obra de arte en alegoría y didactismo. Yo, Daniel Blake está más allá de estas teorizaciones. La película ganó en 2016 la Palma de Oro en Cannes signada por la polémica: fueron criticados el trazo grueso de su guion y su descaro a la hora de apelar a la conmiseración por sus personajes. Cabe aclarar que quien haya podido esgrimir estas razones para restarle mérito no sintió esta película: puede haberla visto, pero sin dudas evitó dejarse llevar por la honestidad de su puesta en escena y la admirable falta de regodeo en sí misma que Yo, Daniel Blake exhibe. Ya no se hacen películas como esta. De verdad. El relato tiene como protagonista al Daniel del título (Dave Johns), un obrero independiente de Newcastle de 59 años. Daniel enfrenta una delicada condición cardíaca y su médico le ha prohibido trabajar. Debe solicitar ayuda económica estatal, la cual jamás ha necesitado hasta ahora. Cuando una “profesional del cuidado de la salud” estima que no reúne las condiciones necesarias para recibir esta ayuda, Daniel decide apelar su decisión. Esto lo enreda en un mundo burocrático que lo empuja cada vez más a la exclusión y a la pérdida de su dignidad. Obligado a completar interminables formularios, responder preguntas irrelevantes y esperar llamados que nunca llegan, Daniel Blake se encuentra obligado a perder el tiempo en un sistema diseñado para vencerlo, mientras su salud corre peligro. Ese “perder el tiempo”, al cual el protagonista alude reiteradamente a lo largo del film, es uno de los aspectos que le da vuelo a una película que podría haberse convertido en un panfleto político contra la injusticia social en la Inglaterra de David Cameron. El tedio al que se somete a Daniel tiene una fuerte cuota de comedia absurda que genera tanta risa como impaciencia. Pero se trata de un tedio que sólo atraviesan los personajes, porque en la película pasa de todo: Yo, Daniel Blake se ocupa del espectador y le ofrece un rico abanico de grandes escenas. Párrafo aparte merece Katie (Hayley Squires), madre soltera de dos hijos con la cual Daniel traba amistad. Es Katie quien encarna la mayor cantidad de las situaciones “de trazo grueso”. Una en concreto ocurre en una banco de comida para pobres: en mitad del recorrido por las góndolas, Katie abre una lata de conservas y se come su contenido con desesperación, después de días de pasar hambre para alimentar a sus hijos. La puesta en escena de este momento ultrajante, patético, de una profunda amargura, tiene un impacto demoledor. De pronto la película ingresa en el terreno del neorrealismo italiano, de Los 400 golpes, de ese cine de denuncia furibunda contra la anulación del hombre. No en vano dice Ken Loach que Ladrón de bicicletas es una de las películas que lo motivó a hacer cine. Yo, Daniel Blake es una película de denuncia como solo el cine social europeo puede ofrecer: conmueve sin reparos, está determinada a que el espectador sienta. Ingresa repetidas veces en el terreno panfletario tan temido, sobre todo en su tramo final. Pero su desapego de toda pretenciosidad le permite continuarse en la mente (y la acción) del espectador, en una fábula de alarmante actualidad y relevancia.