A lo largo de veinte años de BAFICI han surgido autores que reciben, hoy en día, el beneficio de la inimputabilidad. Albertina Carri está en ese grupo. En el último plano de la película, que sin dudas pasará a la historia del festival, una de las protagonistas se aparta de la orgía que está teniendo lugar en una casa para masturbarse en el jardín. La cámara la acompaña hasta llegar al orgasmo y, acto seguido, la película termina. Tal vez, en un rapto de lucidez, Carri haya ideado este plano como metáfora perfecta de lo que su película es: un largo y sostenido ejercicio de onanismo. El planteo de Las hijas del fuego es interesante: a través de una especie de porno-road movie, se narra el viaje de (auto)descubrimiento de una pareja de mujeres que se encuentra con una multiplicidad de aventuras sexuales. A lo largo del camino, estas dos mujeres irán conociendo a otras, muy diferentes entre sí y con cuerpos muy alejados de lo que podría considerarse una belleza hegemónica. Entregándose al deseo, estas mujeres buscarán una forma de disfrutar de su sexualidad con la mayor libertad posible y de alejarse de los mandatos para construir una nueva forma de vincularse. El gesto de la realizadora no es menor: además de representar cuerpos femeninos usualmente invisibilizados por el cine, trata de mostrarlos en acción, de hacerlos protagonistas y de invitar al espectador (al menos en principio) a erotizarse con ellos. Pero la verdad es que, intenciones aparte, Las hijas del fuego es una película muy mala. Cuando adopta una actitud de documental observacional (género con el cual la pornografía, por su misma esencia de acto no fingido, guarda una gran similitud), se pone honesta y hasta sensible. En cambio, las situaciones que apuestan más abiertamente por la ficción son lamentables: sorprende la obviedad de los diálogos, con un vergonzoso exponente en la escena del bar, en la que un hombre intenta echar a las chicas del bar por “tortilleras”, y en otro momento peor, con una subtrama ridícula que involucra a Érica Rivas siendo salvada de un marido abusivo. Cabe preguntarse si Carri (realizadora a la que no conviene subestimar) estará adoptando la lógica absurda y ramplona de la pornografía para estas escenas, en un intento de resemantizar un género dominado por el machismo. Si esa fuera la estrategia, no resulta demasiado evidente: teniendo en cuenta que cada tanto irrumpe una voz en off insufrible que puntúa el relato con sesudas reflexiones sobre cómo encarar una porno, si este fuera el caso la película lo dejaría en claro. Tal vez Carri simplemente escribe malas escenas, con el mismo aplomo con el que una militante indignada escribe en su muro de Facebook. Casi parece un ejercicio de cinismo, pero prefiero pensar que no. Todas las escenas de contenido dramático son gruesas, obvias y parecen inventadas para complacer a una porción muy específica del público. Tampoco es que Las hijas del fuego busque convencer a nadie: pero en sus primeras secuencias, en las que se muestra el reencuentro y la intimidad de la pareja protagonista, la película ostenta una empatía, una calidez y un potencial erótico que, paradójicamente, se pierde a medida que el road trip sexual se vuelve más y más “jugado”. En parte porque la película se concentra cada vez más en ser “polémica” y menos por involucrarnos con esas mujeres que, por otro lado, no tienen interés alguno como personajes. Ya avanzada la trama, la fastidiosa voz en off arremete contra la estructura convencional cinematográfica manifestando que prefiere apostar por otra, por un “fluir” más libre. Teniendo en cuenta el mamarracho en el que a esa altura se ha convertido Las hijas del fuego, esto suena menos a una declaración de principios que a un último intento de lograr que nos tomemos la película en serio.
Si hubiera que buscar un análogo a Ethan Hunt en el mundo del cine, ese sería Christopher McQuarrie. Se trata del hombre adecuado en el momento adecuado para una franquicia que no hace más que crecer en audacia y ambiciones, siempre apostando al más desvergonzado goce del cine en su variante más artificiosa y espectacular. Todo esto a la vez que, con cada nueva entrega, Tom Cruise redobla la apuesta con sus stunts, hazañas físicas que persiguen un impacto y vértigo lo más cercanos posibles a la realidad. Esta es la búsqueda más noble de la franquicia de Misión: Imposible, que en Repercusión alcanza nuevos picos de emoción y ferocidad. Con la entrega anterior, Nación secreta (2015), McQuarrie había situado las aventuras de Ethan Hunt y su equipo en un nivel muy alto. Desafiando su propio éxito, decidió tomar las riendas de la continuación: es el único de una muy ilustre seguidilla de directores que han optado por hacerlo. Su misión, si decidía aceptarla, era pararse sobre los hombros Nación secreta y llevar todo más lejos. Lo hace, y para lograrlo apuesta por una película (ligeramente) diferente. Repercusión plantea desde la estética y desde algunos elementos temáticos una mirada más ominosa sobre su héroe: opta por una luz más fría y colores más oscuros, con un vestuario y vehículos en los que predomina el negro, y se cuestiona la imposibilidad de Hunt de vivir una vida normal por su devoción a un servicio que lo mantiene en secreto y no puede responder por sus acciones. Pero esa propuesta no prospera realmente. Las lealtades y el buen corazón del protagonista nunca están verdaderamente puestos en conflicto: nada hace mella en su incombustible necesidad de salvar al mundo. Repercusión esboza algunas preguntas, pero no tiene el rigor para desarrollarlas. En términos de espectáculo, la radicalización de la puesta en escena le suma una crudeza y una visceralidad a la acción hasta ahora inéditas en Misión: Imposible. Pareciera que Nación secreta le hubiera servido a McQuarrie para afianzarse en un sendero ya trazado para ahora tirar la casa por la ventana en Repercusión. En varias secuencias de acción prescinde del enérgico score de Lorne Balfe (con ecos del Hans Zimmer de las Dark Knight de Nolan) y opta por violentas construcciones sonoras que ponen la adrenalina por las nubes. A la vez, y si bien la película está armada para que nada de lo anterior nos resulte imprescindible, Repercusión es una de las secuelas que más aprovecha la (escasa) construcción previa del personaje de Ethan Hunt. Reaparece Julia (Michelle Monaghan) y tenemos algunas tímidas escenas en las que los personajes trascienden la pura exterioridad. Los diálogos más emotivos quedan en palabras de Luther (Ving Rhames), el más fiel de los colegas del protagonista. Misión: Imposible – Repercusión confirma la excelente salud de una de las mejores franquicias del Hollywood de hoy y nos permite fantasear con más y mejor. El que no la vea en el cine, no la ha visto.
Wrapped like candy in a blue blue neon glow Hace rato que Pixar Animation Studios le perdió el miedo a hacer secuelas, pero es sorprendente lo mucho que tardó en llegar a Los Increíbles (Brad Bird, 2004). Tratándose de una película que pertenece al género de superhéroes, que ya empezaba a mostrar cierta continuidad en el mercado de Hollywood y hoy es el pan de cada día, los catorce años transcurridos entre esta secuela y la original se vuelven relevantes para analizarlas en contexto. La primera alegría que la película ofrece es que la frescura, el humor y la agilidad narrativa de Brad Bird no han perdido un ápice de fuerza. La segunda es que Los Increíbles 2, estructurada con un pattern muy similar al de la primera entrega, expande y complejiza conceptualmente el universo de la original, revistiéndola de cierta mirada crítica que la hace apasionante. Los Increíbles 2 retoma el final de la primera entrega y lo pone de cabeza: lo que suponía el preludio a una vida familiar abocada a la lucha contra el crimen pronto se convierte en fracaso y desorganización a la hora de enfrentar a un villano. A esto se suma el cierre del programa que permitía reubicar a los antiguos héroes cada vez que sus instintos de justicia se ponían por encima de la prohibición que prohíbe su existencia. Rick Dicker (Jonathan Banks) les consigue a Helen Parr/Elastigirl y a Bob Parr/Mr. Increíble (Holly Hunter y Craig T. Nelson) un humilde hotel como último gesto de reconocimiento a sus servicios como héroes: a partir de ahora, deberán sobrevivir solos. No tarda en presentarse una oportunidad: Frozono (Samuel L. Jackson) les cuenta que un importante magnate de las telecomunicaciones, Winston Deavor (Bob Odenkirk), nostálgico de los superhéroes, pugna por su legalización y tiene un plan para sacarlos de la clandestinidad. Si Winston es el rostro carismático de la cadena de noticias, es su hermana Evelyn (Catherine Keener) la genia informática a cargo de la tecnología que podrá mostrar las acciones de los héroes al mundo para convencer a los espectadores de su buena fe y su utilidad a la comunidad. La elegida para volver a la acción resulta ser Elastigirl, quien mejor balancea el nivel de destrucción causada por las acciones heroicas con efectividad en la protección de los civiles. Mr. Increíble, por el momento, deberá colgar el traje y dedicarse a cuidar de sus hijos: el hiperactivo Dash (Huck Milner), la introvertida Violeta (Sarah Vowell) y el bebé Jack Jack (Eli Fucile), quien empieza a demostrar sus múltiples y problemáticos poderes. No exento de celos hacia su mujer, Bob se embarca en una misión: triunfar como padre y amo de casa. Los Increíbles 2 ofrece acción y aventura en el mismo tono que la película original pero con esteroides. Las secuencias de acción son vertiginosas y emocionantes, siempre puestas en función del desarrollo de los personajes. La enérgica música de Michael Giacchino vira ocasionalmente a un brío funk y abundan los momentos de narrativa puramente visual y sonora. Conceptualmente, Los Increíbles 2 aborda la compleja relación entre el superhéroe, protector del bien público, y su figura convertida en objeto de consumo. El mundo de héroes y villanos de la época dorada de los superhéroes ya se oscurecía en la primera película con la aparición de Síndrome, el niño fan vuelto villano a causa la decepción de su héroe. Los Increíbles 2 es incluso más aguda, llegando a internarse en terrenos similares a los de la muy buena Iron Man 3 (Shane Black, 2013). En ambas películas, sin entrar en más detalles, la construcción del villano “comiquero”, con traje especial y frases rimbombantes, se presenta como una ficción: una operación simplificadora que enmascara a los verdaderos villanos. Si los espacios y la iconografía mid century modern de Los Increíbles se vincula con un ideal norteamericano de los 50 y los 60, temáticamente la secuela se acerca más a los 80, con los Watchmen de Alan Moore y Dave Gibbons o el The Dark Knight Returns de Frank Miller (obras fundamentales en la redefinición del cómic del superhéroe de ese momento); ambas obras otorgan, en sus paneles, un espacio fundamental a la mirada televisiva sobre el héroe, que tanto puede construirlo como o condenarlo. Si bien Los Increíbles 2 se mantiene de los lineamientos estéticos y formales de la primera entrega, acusa recibo de los catorce años transcurridos entre una y otra: en una época en la que el cine de superhéroes está más mercantilizado que nunca con las múltiples películas del género que salen por año, Los Increíbles 2 abraza la paradoja propia del género, no exenta de cierto cinismo: la del héroe cuyo único objetivo es el bien común, pero que se vuelve objeto de consumo cuando es manipulado por quienes ostentan el poder real, invisible y más destructivo que las trompadas que los protagonistas pueden dar. Sin que lo notemos demasiado, Los Increíbles 2 cava hondo en esta problemática en la que los héroes siempre pecan de ingenuidad, y seguramente haya hecho más por el género de superhéroes que las muchas películas que salieron y saldrán este año. A la vez, la película no destruye sino que revaloriza la honesta simplicidad de la figura heroica, tras plantar una advertencia sobre los riesgos que implica vincularla demasiado con el establishment.
Mother’s Little Helper Tully es el tercer encuentro creativo entre Jason Reitman y Diablo Cody, y el segundo de ambos con Charlize Theron. Estos tres nombres prometían mucho. El resultado termina siendo una película de nobles aspiraciones, pero decepcionante. Por su mirada cruda, honesta y renuente a cualquier romantización sobre la maternidad, Tully es muy valorable como gesto; como película es anodina y, gracias a un lamentable giro de la trama, termina depositando más confianza en artilugios de guion con fecha de vencimiento que en su capacidad para la empatía, traicionando su simplicidad con sorpresas más devotas del shock que de la emoción. La protagonista es Marlo (Theron), una madre de dos hijos que está esperando un tercero, esta vez no buscado, con Drew (Ron Livingston). Marlo está cansada, desmotivada, agobiada por ese universo de mandatos y responsabilidades de madre que, una vez más, la atrapan en un loop interminable de noches sin dormir y problemas que solucionar. Tully nos muestra a una Theron gorda, sudorosa, desvaída y desarreglada. Es de esta manera que Reitman aprovecha, además de la inmensa capacidad interpretativa de Charlize, su estatus de estrella: poniendo a un ícono de belleza en el lugar de una mujer común. Una decisión que podría suscitar ese viejo desdén hacia los cuerpos que Hollywood elige mostrar como ordinarios, pero que cobra vuelo cuando vemos a ese cuerpo maltratado por la rutina interpretado con tanta verdad. Sabemos que Charlize Theron es una gran actriz, pero su facilidad para transformar su apariencia sin ningún aspaviento nunca deja de sorprender. Más allá de la presencia de Mark Duplass y Ron Livingston en acotados y cumplidores papeles, Tully es una película diseñada para el lucimiento de su actriz principal y para Mackenzie Davis (la Tully del título). Cuando Marlo le cuenta a su adinerado hermano (Duplass) de su agotamiento e incertidumbre a la hora de enfrentar sus mandatos de madre, él decide contratarle una niñera nocturna que le permita dormir por las noches. La niñera es extraña, un poco nerd, pero en última instancia encantadora. De a poco, Marlo dejará de sentirse una madre insuficiente por haber recurrido a la ayuda de la joven, construyendo un vínculo de confianza y confesiones con esa chica mucho más joven, en un momento de su vida completamente diferente al suyo. A medida que avanza la película, resulta evidente que Tully adolece de una falta de desarrollo como personaje: su función parece ser solamente la de hacer encontrar a Marlo su lugar como madre, motivarla. Su rol se acerca, contra todo pronóstico, al de una manic pixie dream girl: ese personaje femenino que viene a “iluminar” el camino del protagonista masculino en una película romántica sin tener ningún tipo de desarrollo u aspiraciones propias. Esto se hace cada vez más acentuado hasta que un desafortunadísimo giro de la trama, para no entrar en más detalles, nos revela que, en efecto, la cosa es así: Tully solo está para hacerle encontrar a Marlo su lugar. Esta vuelta de tuerca, que se siente dolorosamente amateur, echa por tierra el evidente paralelismo que se construye entre la juventud de Marlo y la de la niñera para convertirlo en una alegoría que colisiona con el tono que se venía transitando. Sobreponerse a este artilugio efectista resulta muy difícil, y el epílogo, un poco “explicado” pero potencialmente emotivo, sufre muchísimo. La sensación conjurada por el final, de cualquier manera, resulta muy estimulante: una aceptación voluntaria de la edad, del paso del tiempo y de la necesidad de asumir las responsabilidades que nos tocan, no exenta de cierta resignación. Es un final agridulce, sincero, que confirma que no era necesario caer en recursos burdos cuando lo que se venía construyendo partía de una naturalidad que otro realizador y otra guionista envidiarían.
Noche alucinante Aterrados es una película sin vueltas. El terror es uno de los géneros más honestos y directos que tiene el cine, y Demian Rugna lo celebra. La trama apuesta por la simplicidad y la intriga, pero sabiendo que la única manera de que el horror permanezca con nosotros es negándose a cerrar el paréntesis abierto por la irrupción del mal en el mundo cotidiano, rehuyendo el ordenamiento del mundo que tanta tranquilidad nos causa cuando una película termina habiéndonos explicado apropiadamente los enigmas. La trama comienza con la historia de un joven (Demián Salomón) que es acosado en su casa por extrañas apariciones de un ser totalmente calvo, de gran altura. El joven pide ayuda infructuosamente a medida que su vida se va desmoronando por la falta de sueño ante el terror que le provoca esta presencia. Utilizando como trampolín un trágico incidente, la trama salta hacia los vecinos del joven, que comienzan a ser afectados por otra presencia sobrenatural que podría estar o no vinculada con la anterior. Ahí entra en escena un policía a punto de retirarse por problemas de salud (Maxi Ghione), que pasará una noche espeluznante en compañía de tres investigadores de lo paranormal (Norberto Gonzalo, Elvira Onetto y George Lewis) para resolver el enigma. Parte del encanto de Aterrados se debe no solo a su apego a las convenciones del género, sino a su habilidad para la maniobrar la imprevisibilidad. Hay idas y vueltas temporales entre una indagatoria y la trama principal que crea enigmas e incertidumbre en la resolución de las situaciones. También hay un uso fluido y por momentos desconcertante del humor (negrísimo), siguiendo esa noble tradición de Sam Raimi de contraponer las vísceras con un sentido de diversión, de no tomarse tan en serio los solemnes discursos sobre seres de otro mundo que irrumpen en el nuestro, pero de que los sustos sí sean de verdad. Aterrados renueva la confianza en que el cine de terror puede seguir siendo simple, urgente y emocionante.
You make my dreams “Nuestra alma de niño muere en nosotros cuando ya no la necesitamos”, le dijo Steven Spielberg a Richard Schickel en 2005, entrevistado por Time con motivo del estreno de Munich. Tanto Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal como Mi amigo el gigante, orientadas al público juvenil y realizadas con posterioridad a estas declaraciones, me hicieron pensar que sus palabras eran, efectivamente, verdad: ambas películas sufrían de una simplonería y una autoindulgencia preocupantes. Como Robin Williams en Hook, Spielberg parecía haberse olvidado de cómo jugar, convirtiendo el apasionamiento de la juventud en mera pantomima. Solo algunos pasajes de la vertiginosa Las aventuras de Tintín: El secreto del unicornio ofrecían la esperanza de que ese niño siguiera agazapado en el corazón del director esperando su oportunidad. Si bien Tintín carecía de la hondura dramática y de la potencia emotiva que el norteamericano logra combinar de manera tan perfecta, ampliaba las fronteras de lo que Spielberg podía hacer con una cámara si se liberaba de los límites físicos y logísticos del mundo real y abrazaba ese espacio ilimitado que ofrece la animación por computadora. Faltaba Ready Player One, su incursión (formal, temática y narrativa) definitiva en el mundo digital para terminar de confirmar que el niño que habita dentro de Steven Spielberg no solo sigue vivo, sino que goza de una salud inmejorable. A menos de una semana de su estreno en salas argentinas, ya ha circulado mucho escrito sobre esta película. Uno de los valiosos es el que Federico Karstulovich escribió para Perro Blanco. Rescato una importante observación que él realiza sobre el uso (y deliberado abuso) de las referencias a la cultura pop de los años 80’ y 90’ en el OASIS, mundo virtual en el que transcurre la mayor parte de la película: si bien estas referencias son omnipresentes a lo largo del largometraje, Spielberg nunca apela a la nostalgia. En primera instancia, su decisión de hacerse cargo de una historia que profesa tanto amor hacia los años en los que el cineasta forjó sus mayores éxitos parece poco acertada: es la trampa perfecta para el regodeo ególatra. Tal vez un director más joven, uno que pudiera mirar la época homenajeada con distancia en vez de un veterano que haya sido parte de ella. Pero Stranger Things o The Force Awakens han demostrado que, sin dejar de hacer buenos productos, son los directores más jóvenes los que más idealizan al cine del pasado. Es lógico que Spielberg no exhiba ningún tipo de reverencia hacia su propia época. Y es desde este lugar que Ready Player One exhibe una urgencia palpable: la de encontrar, entre tanta memorabilia del pasado, a los héroes del presente. Las referencias a la cultura pop de los 80 y los 90 no es más que un juego para Wade Watts/Parzival (Tye Sheridan) y sus amigos: no pueden (por edad, por contexto social) establecer el mismo vínculo afectivo que los nacidos es esas décadas establecemos con ese material. Es el lugar del juego, no el de la nostalgia fosilizada, el que le corresponde a esa memorabilia. En Ready Player One el placer del juego por el juego mismo se opone al corporativismo de la IOI (Innovative Onine Industries), presidida por Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn). El villano solo persigue el triunfo: en su ambición, no contempla la diversión ni la comprende. A este corporativismo exitista combate, desde el mismo corazón de Hollywood, Ready Player One: pocas veces uno siente tanta pasión por divertirse como en esta película. Las comparaciones con la trayectoria del propio Spielberg se han explorado profusamente en reiterados escritos, pero a mí me resulta oportuno destacar dos. Cuando Wade gana finalmente el Huevo de Pascua y se hace acreedor del control total sobre el OASIS, acontece un momento de una profunda emoción spielberguiana y cinematográfica. Sorrento, con un arma en mano, entra a la camioneta donde Wade está inmerso en la realidad virtual, indefenso ante el mundo real. Sorrento le apunta, pero se detiene cuando se da cuenta de que Wade acaba de encontrar el Huevo. A Wade se le escapa una lágrima de emoción: jugar tiene premio, una recompensa intangible que sólo el joven puede ver. Sorrento, conmovido por esta emoción de jugar tan ajena que no podrá nunca entender, opta por no disparar. Más tarde, Wade evita la tentación del corporativismo repartiendo la fortuna con sus amigos. ¿Cómo evitar perder al niño interior cuando llega el turno de asumir las responsabilidades de adulto que traen el dinero y el éxito?: buscando a otros que quieran seguir jugando con nosotros. Es por esto que Ready Player One está lejísimos de desdeñar la virtualidad: el mundo virtual, el OASIS, es una invitación para que la gente se encuentre y se vincule de la forma más libre posible. Lo único que importa es que eso no se convierta en un espacio de escape u ocultamiento: OASIS es el medio, no el fin. El otro vínculo que pretendo establecer con la figura de Spielberg es el personaje de Halliday, otra magnífica creación de Mark Rylance en su tercera colaboración con el director. En una escena íntima y conmovedora, la figura del niño aparece en forma corpórea: Halliday le cuenta a Wade sobre su infancia solitaria jugando videojuegos, antes de despedirse de él dejándolo dueño del mundo que creó. “Gracias por jugar mi juego”, le dice Halliday a Wade. En esa brevísima línea de diálogo, y en el hondo delivery de Rylance, queda contenida la obra toda de Steven Spielberg: un niño que se ha fabricado una carrera jugando sin límites haciendo realidad sus sueños en simultáneo con los del público, que aún hoy lo recompensa con fidelidad. A vos gracias, Spielberg: gracias por tu juego.
Under my thumb Cuesta resignarse a que esta sea la última película en la que vayamos a ver a Daniel Day-Lewis. A la vez, después de verla, queda claro que el irlandés no podría haber elegido una mejor película para su retiro: El hilo fantasma es una ironía exquisita sobre un artista excepcional. Reynolds Woodcock, el personaje de Day-Lewis, es un costurero meticuloso y fanático del control que a lo largo de la película descubre que sus pretensiones de superioridad resultan miserablemente ridículas. ¿Se habrá sentido Day-Lewis, famoso por la obsesiva preparación de sus roles, interpelado en algún punto por la trama de esta película? ¿Habrá tenido lugar en él algún tipo de epifanía profesional que lo haya hecho decidir que esta tenía que ser su última interpretación? Me gusta pensar que sí. Sería una ironía brillante, perfectamente propia de un actor excepcional. No menos meticuloso resulta Paul Thomas Anderson. Después de ese batiburrillo un poco masturbatorio que resultó Vicio propio, el californiano regresó a los climas intimistas y opresivos de The Master, pero con el aliento (un poco) más accesible de Petróleo sangriento. De cualquier forma, comparar esta película con las anteriores y con las múltiples influencias del realizador resultaría interminable y no le haría justicia a su última invención. El hilo fantasma es una película extraña y fascinante, de una belleza omnipresente pero nunca ostentosa, y de un sentido del humor (negro) sorprendente y delicioso. Es una película en la que todo se luce: el triunvirato de actores principales (Day-Lewis, Vicky Krieps y Lesley Maville) tejen un entramado de oscuras relaciones sobre la mesa del desayuno como si se tratara de una versión enfermiza de una película de James Ivory. Desde Petróleo sangriento, Anderson ha abandonado la calidez humana de Magnolia y Embriagado de amor por cierta frialdad clínica a la hora de disecar conflictos que giran alrededor de la dominación y el poder. Resulta irrisorio que esta película haya compartido una nominación a mejor película en los últimos Oscars con La forma del agua: le lleva millones de años luz. Sin declamaciones ni indulgencias para con el espectador, el realizador construye con paciencia un relato oscuramente incómodo sobre los peligros del amor romántico. A medida que Reynolds profundiza su relación con Alma (el personaje de Krieps), una mesera torpe y aparentemente ingenua, El hilo fantasma se retuerce y (literalmente) se enferma: en contraste permanente con la bellísima música de Jonny Greenwood y con el festín visual que propician las creaciones del costurero, la película nos ubica en el medio de una pareja que se consolida en base a la crueldad: no afuera, sino desde el interior, jugando a la identificación y a la desidentificación. Anderson canaliza al mejor Scorsese para la que es una de sus mejores películas hasta la fecha. Lo único malo es que ahora hay que esperar a la siguiente.
Oda al amor efímero La mayor ambición del cine es la eternidad. Atrapando fragmentos de tiempo, anhelamos capturar nuestras impresiones del mundo para poder evocarlas más allá de los límites de la memoria. No en vano, el agua en movimiento es un motivo visual recurrente en Llámame por tu nombre: siempre agua, siempre distinta; fluyendo para no estancarse, repitiéndose de forma interminable. Es en ese encuentro misterioso entre la permanencia y el cambio que se encuentran esos amores breves que nos acompañan toda la vida. “Blessed be the mystery of love” (bendito sea el misterio del amor), canta Sufjan Stevens en uno de los temas de la banda de sonido. Es este misterio inabarcable el que la película aborda con impresionista sensualidad. Situada en 1983, la película nos presenta a Elio, un joven de diecisiete años que pasa un bucólico verano en un casa de campo ubicada en el norte de Italia con sus padres. La temporada se hace larga y, entre lecturas musicales y literarias, Elio esquiva el aburrimiento. La aparición de Oliver (Armie Hammer), un atractivo pasante norteamericano que viene a colaborar en las investigaciones arqueológicas de su padre, cambiará el curso de las cosas. La actitud petulante e impertinente del invitado no tarda en despertar la antipatía de Elio. Pero debajo de esta actitud se esconde un interés que dará pie a un idilio estival envuelto en música disco, cielos azules e interminables recorridos en bicicleta bajo el sol de un verano que transcurre a paso lento, pero imposible de detener. Película hipster y tan burguesa como sus personajes (los sirvientes de la casa no cumplen prácticamente ninguna función en la trama, reducidos a una mínima interacción con las protagonistas), Llámame por tu nombre muestra la misma confianza en su relato que la que exhibe el personaje de Armie Hammer a la hora de seducir al joven Elio. A sabiendas de que la narración podría resultar banal y anecdótica si la puesta en escena resultara poco subyugante, Luca Guadagnino le da un lugar privilegiado a la experiencia sensorial: Llámame por tu nombre es una de esas películas que, a través de lo visual y lo sonoro, apelan al olfato, al tacto y al gusto. Es así como todo su universo cobra vida. No ocupa un lugar menor en la efectividad de la película la contundencia de sus interpretaciones. Timothée Chalamet encarna a Elio con tanta facilidad que su inmensa tarea casi pasa desapercibida: la asimilación a su personaje es completa. Pero lo más feliz del asunto resulta que, luego de que Hollywood intentara infructuosamente establecerlo como figura masculina de primera línea, Armie Hammer encuentra aquí un espacio para su lucimiento. En una película que retrata todos los cuerpos que la habitan con el mismo afán de belleza que Praxíteles consiguiera con sus esculturas, el intérprete norteamericano ofrece toda su fotogenia y convicción. La comparación con las obras del artista griego no es gratuita: la escultura, que comparte con el cine la posbilidad de eternizar el cuerpo, es un elemento presente en varias escenas. Oliver resulta ser un personaje complejo y ambiguo: más de lo que parece en una primera instancia, y más de lo que la película pretende. Llaman la atención algunas actitudes del personaje en las que exhibe un exceso de fuerza física y una actitud avasallante en el trato hacia Elio, que responden a un concepto de la seducción y el romance que, actualmente, resulta problemático. Eventualmente, la película desarma al personaje de Hammer y lo convierte en un hombre mucho menos decidido que aquel en que se está convirtiendo Elio, que encuentra en ese amor el autodescubrimiento. No sería justo dejar de mencionar, en relación con este arco de transformación, el memorable monólogo que pronuncia el personaje de Michael Stuhlbarg. La película entera se contiene en esta escena, una apasionada exaltación a aprovechar el tiempo presente a pesar del dolor que nos pueda suponer. A diferencia de las estatuas, inmovilizadas en su belleza, el tiempo de los hombres es limitado, condicionado por la muerte y el olvido. Por suerte, para vencer al tiempo tenemos al cine, en el que Guadagnino talla este fresco de impresiones y recuerdos: para mantener con vida ese primer amor que, como el agua del río, se nos escapa para permanecer.
Todo es Historia Estrenando su séptima década de vida, el director de cine más famoso del mundo parece más interesado en abordar la historia política de su país que en la ciencia-ficción y en la aventura que le valieron sus más resonantes éxitos comerciales. Su interés en el pasado no es nuevo: ocupa un lugar destacado en su filmografía entre extraterrestres, arcas perdidas y dinosaurios. Solo que ahora ha adquirido un hilo temático y una urgencia que resulta fácil relacionar con el oscurecimiento de la situación política del país del norte. Un hilo invisible pero muy concreto une a The Post con Lincoln (2012) y con Puente de Espías (2015). En las tres, Spielberg se remonta al pasado para narrar decisiones límite tomadas por personajes con algún tipo de deber hacia la sociedad, poniendo en juego su reputación e incluso su vida, amenazadas por fuerzas dentro del mismo poder. El cine de Spielberg siempre ha sido optimista y, cuando peor, un poco ingenuo: pero esta trilogía conceptual reconoce al enemigo interno, enquistado en un país que vive inventándose chivos expiatorios en el resto del mundo. Ese enemigo que pone al orgullo nacional por encima de los ideales, arriesgando vidas siempre ajenas. Que pretende hacer a Estados Unidos grande a costa de persistir en el error. El solidísimo guion de la debutante Liz Hannah y del consagrado Josh Singer (coautor de la premiada Spotlight) sitúa su prólogo en 1965, bajo la lluvia insistente de Vietnam y la punzante guitarra de John Fogerty: Dan Ellsberg, analista de las Fuerzas Armadas, documenta la ausencia de progresos con creciente desafecto hacia la guerra mientras el gobierno oculta la verdad. Resulta emocionante ver a Spielberg adentrándose en la jungla cenagosa que ya transitaran Coppola y Zemeckis, dos de sus más brillantes contemporáneos. El cineasta no sólo se nutre del cine del pasado, se entiende como parte de este y, tarde pero seguro, recorre los mismos caminos. El relato salta a 1971 y nos presenta finalmente a sus dos personajes principales: el sagaz y entusiasta Ben Bradlee (Tom Hanks), editor del Washington Post, y Katharine Graham (Meryl Streep), insegura pero muy capaz presidenta del periódico. El equipo editorial se desespera por una gran historia a medida que el New York Times le saca cada vez mayor ventaja; mientras tanto, Graham debe afrontar los cuestionamientos de los inversionistas, que la subestiman sin disimulo por ser mujer. Todo esto, en medio de una creciente tensión entre el medio periodístico y la presidencia de Nixon. Tanto Lincoln como Puente de espías establecen vínculos directos con películas del pasado a raíz de las historias que cuentan: Lincoln con El Joven Lincoln (John Ford, 1939) y Puente de Espías con El hombre que vino del frío (Martin Ritt, 1965). The Post dialoga fuertemente con Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976): algunos han ido tan lejos como para calificar a The Post como “precuela” de la película escrita por William Goldman, ya que en los últimos minutos Spielberg realiza una cita directa, calcando encuadres de la película de Pakula. Lo cual da pie para hablar de lo más interesante de este vínculo que se establece entre ambas películas: que no solo fructifica a nivel argumental, sino también en los recursos formales. En The Post se combinan los grandes angulares con violentas cámaras en mano, y travellings vertiginosos con zoom. ¿Hace cuánto que Spielberg no usaba zoom en una película suya? Acá aparece, en toda su gloria, para posarse desde la distancia sobre Ben Bagdikian (Bob Odenkirk), a punto de realizar una tensa llamada para hacerse con los papeles de Ellsberg, documentos que podrían terminar con la guerra de una vez por todas. El soundtrack de John Williams adopta tímidas texturas electrónicas que no dejan de ser una grata sorpresa para echar más leña al fuego que se va encrespando cada vez más a lo largo de la ajustada duración de la película. The Post se va convirtiendo en un thriller que, sin perder la serenidad, adquiere brío y vértigo a medida que nos involucramos con sus personajes y su dilema: ¿publicar la verdad a costa de poner en riesgo sus carreras, o conservar su estatus sabiendo que a cada minuto mueren soldados en una guerra por orgullo? No se puede terminar de escribir sobre esta película sin mencionar a su elenco. Tanto Hanks como Streep, en pleno control de sus facultades actorales, nos ofrecen creaciones tan complejas como entrañables. Bob Odenkirk y Bruce Greenwood brillan y se quedan con una generosa porción de buenos diálogos y grandes escenas. Carrie Coon le saca petróleo a su acotado tiempo en pantalla mientras que Sarah Paulson y Alison Brie, que parecen condenadas a la insignificancia, tienen sobre el tramo final sendas escenas que le hacen justicia a su talento. Lincoln, Puente de Espías y ahora The Post. Cualquier libro de análisis sobre la filmografía de Spielberg publicado con anterioridad a su estreno queda inconcluso. Hurgando en el pasado es que el director se asienta en el presente; es a través de la Historia que continúa añadiendo nuevos y emocionantes capítulos a la suya.
Girlfriend in a coma Un amor inseparable (que de ahora en más nombraré con su título original, The Big Sick, procurando ignorar ese bautismo haragán y trillado que alguien juzgó pertinente para su distribución en nuestro país) tiene, en términos de género y temática, una “prima” notabilísima en Mientras dormías (John Turteltaub, 1995), alto exponente de esa fresca reinvención de la comedia romántica norteamericana en los años 90. A la vez, es una película que se ancla fuertemente al presente; al relato lo engalanan el miedo al compromiso, las redes sociales y el choque cultural entre las minorías étnicas asiáticas y el mundo occidental norteamericano, tópicos que el paladar millennial agradece. The Big Sick nos interpela de manera honesta y directa: nos lleva en Uber desde un club under de stand up hasta la desasosegante sala de espera de un hospital (el 17vo mejor de Chicago, para el que quiera googlearlo). Todo para reencontrarnos, una vez más, con ese sentimiento inmortal: el amor, en su variante más tierna y desinteresada. Kumail Nanjiani (que se interpreta a sí mismo en un guion basado en su propia vida) es un comediante de Chicago de origen pakistaní que sueña con ser seleccionado para el festival Just For Laughs de Montreal. En una de sus rutinas, conoce a Emily (Zoe Kazan, la Diane Keaton de nuestros tiempos), estudiante de psicología. Pasan la noche juntos, pero cuando él la lleva a casa en su Uber, Emily le advierte que no busca una relación y que prefiere dejar las cosas como están. Kumail acuerda. El pacto no tarda en volverse insostenible: cada uno está “abrumado” por el otro. En una de las tantas felices líneas de diálogo que esta película encuentra mientras esquiva lugares comunes, nos queda una frase que (espero) pase pronto a ese imaginario de declaraciones románticas que el género nos provee: “I’m overwhelmed by you”. De este escenario, que se acerca cada vez más al ideal, surgirá la complicación: Kumail guarda un secreto. Según la tradición familiar, debe casarse con una chica de su misma etnia y religión (musulmana). Cada vez que cena con sus padres, su hermano y su cuñada, la madre le presenta a una candidata que procura hacer todo por complacerlo. Kumail, sintiéndose culpable por dar la espalda a la tradición y sabiendo que hacerlo implicaría el desprecio de su familia, jamás pone fin a la iniciativa de su madre. Elude el conflicto rechazando sistemáticamente a las candidatas, pero conserva sus fotos en una caja de cigarros. Cuando Emily encuentra esta caja, la situación explota. La relación se termina tan rápido como empezó. Todo indica que Kumail nunca volverá a tener noticias de Emily y continuará asistiendo a esas penosas presentaciones, incapaz de rehusarse. Sin embargo, Kumail vuelve a tener noticias de su exnovia, y no son buenas: Emily acaba de ser internada de gravedad. Kumail va a asistirla y, ante la presión de los médicos, se hace pasar por el esposo para autorizarlos a inducirle un coma. Al día siguiente, conoce a los padres de su ex: Terry, (Ray Romano) y Beth (neurótica, agresiva, emocional e hiperactiva caracterización de Holly Hunter). Mientras Emily languidece en una cama rodeada de médicos que le buscan una cura, Kumail entablara un vínculo tan hondo como ridículo y desopilante con sus exsuegros. A la vez, junta valor para oponerse a sus padres y revelarles su amor por esa chica blanca cuya existencia desconocen y que, tal vez, nunca vuelva a abrir los ojos. Una escena de The Big Sick queda felizmente adherida a mi memoria: cuando Kumail va con Beth y Terry al departamento desocupado de su ex, él entra disimuladamente al cuarto de ella. Sobre la mesada hay un paquetito de marihuana. Sin aspaviento, Kumail lo toma con cuidado y lo guarda en el armario. Es un momento de una simplicidad y una ternura que describe a su personaje a la perfección. Ese es el gran mérito de The Big Sick: conmover con gracia, sin llamar la atención sobre la tremenda arquitectura de su guion. Cuando la película termina, en una frase con ecos a ese monumento al romance que es Antes del atardecer, uno cobra conciencia del brillo de esa joya que acaba de ver. The Big Sick está llena de actuaciones memorables. Está llena de imágenes memorables. Está llena de chistes memorables (uno de ellos muy picante en relación al 9/11, y otro desopilante que cuestiona la cantidad de fetas de queso que puede haber en una hamburguesa). Es una historia sobre el compromiso y la entrega que nos deja con la felicidad a flor de piel y dispuestos para el amor, porque la película misma enamora.