La nueva película de Jia Zhang-ke comienza como una de Kitano: con el retrato de un grupo de gángsters bien organizados con padrinos, rituales, alianzas, rivalidades, negocios y explosiones de violencia. En este universo de hombres, Qiao, la novia del líder de la banda, ocupa un lugar singular. Ella posee una doble lealtad: a los principios del código de honor y al hombre que ama. Son las virtudes que se ponen a prueba durante un largo viaje a través de dos décadas, de un extremo a otro de China, enfrentando traiciones, nuevos desafíos y decepciones. Pero su viaje no es sólo una aventura de ficción individual, es también la historia real de la China contemporánea. Con una ambición inusual, la película juega con los efectos de la separación y el reencuentro entre los amantes, de manera que sus historias sirven como guía de los cambios de un país que de pronto se abre a la cultura occidental. En una escena maravillosa, en una noche de lluvia torrencial, la pareja se reencuentra tras cinco años de ausencia en una habitación de hotel: el doloroso acto de evitarse y el malestar que prosigue es filmado con un plano secuencia tan majestuoso como desolador que atestigua una pérdida irremediable. A medida que sus héroes transitan la dolorosa prueba del tiempo, la puesta en escena pasa por una increíble variedad de registros: la explosión de formas y colores del comienzo deriva libremente entre la estilización y la captura cruda, para despojarse de a poco hacia una aridez terminal, como siguiendo las diferentes edades de sus personajes, que envejecen, se desgastan y toman distancia con el mundo. Sin embargo, la cámara registra algo tenue, ínfimo, que persiste entre ambos: el juramento de una juventud salvaje que resuena como un eco lejano. Esa mujer confirma el talento del cineasta para atravesar espacios y tiempos de cambio con una mezcla única de rigor en la escritura y flexibilidad experimental. Jia Zhang-ke utiliza imágenes de archivo que evidencian la velocidad y la violencia vertiginosa de la reforma urbanística, con enormes franjas de poblaciones desplazadas. Para evocar la región devastada de Las tres gargantas del Yang-tze, inserta escenas filmadas antes de su transformación en un embalse para la central hidroeléctrica más grande del mundo. La película documenta los cambios en el país y también la evolución en el modo de trabajar del cineasta: su relación con las herramientas del cine y con las calidades de imagen variables que siguen el progreso digital. Jia utiliza imágenes inéditas de películas anteriores, pasajes de Placeres desconocidos y Naturaleza muerta con distintas texturas y tamaños. Esta variación monumental y compleja fluye de manera natural gracias a la presencia en todas sus películas de la figura y el cuerpo de una actriz excepcional: Zhao Tao. La realidad China le ofrece al cineasta una proliferación de historias mientras que su musa le inspira personajes de mujeres combativas que encuentran sus raíces en la energía vital del país. Cuando ella camina en un bar o en una estación de tren, varias historias se bosquejan. Cuando se sienta sola entre hombres fuertes, genera vibraciones contradictorias, inquietantes y emotivas. Su rostro desnudo es capaz de transmitir una pérdida, una lucha, una traición, una victoria. Su amor obstinado, su fidelidad a una época incandescente y la determinación de vivir según sus principios, convierten a Esa mujer en la película más abiertamente romántica de Jia Zhang-ke.
Entre el furor y el remordimiento En todas sus películas, Nuri Bilge Ceylan pone en cuestión la validez de los lazos familiares en una sociedad turca cambiante. El director observa a los seres sin juzgarlos y busca la verdad humana en todo su espesor, con los aspectos admirables y los menos relucientes que coexisten en cada uno. Su arte panteísta posee una mirada atenta, paciente y curiosa que logra encontrar la vibración actual de las ciudades, los barrios y los paisajes. El árbol de peras silvestres es un fresco social y familiar de una belleza plástica abrumadora en el que el cineasta vuelve a colocar a sus personajes en un entorno visual suntuosamente filmado que refleja sus contradicciones. Pero la película marca también un cambio importante: para seguir la búsqueda obstinada de su joven protagonista, Ceylan adopta una cámara móvil y fluida, que parece querer evadirse. El impresionante dominio formal genera un encanto visual que sublima el entorno y contribuye, mediante una paradoja puramente cinematográfica, a reforzar la sensación de indiferencia general del mundo ante las ilusiones mediocres de los hombres. Luego de sus estudios de literatura en Estambul, el joven Sinan regresa a su ciudad natal soñando con publicar un ensayo. Vuelve a ver a sus padres, a su hermana, a sus viejos amigos y amores, con una mirada desencantada. Con la energía de la desesperación, el aprendiz de escritor golpea las puertas buscando los fondos necesarios para la edición de su libro. Pero el país parece irremediablemente congelado y la sociedad no comparte siempre su amargura. La película toma un giro inesperado con el lirismo melancólico de la escena del reencuentro con una antigua novia que está a punto de casarse. Los movimientos de cámara para encuadrar los besos robados debajo de un peral silvestre, introducen un ambiente onírico. Algunos planos surrealistas, como un bebé cubierto de hormigas, se articulan con una realidad cada vez más compleja según la percepción del protagonista. Las conversaciones frenéticas durante paseos rurales o urbanos parecen dibujar el mapa mental de un pensamiento perturbado, la expresión de un revuelo interior. El repentino contacto con el pasado toma diversas formas. En la sedimentación de las largas secuencias dialogadas sobre temas íntimos, políticos o filosóficos, se revelan experiencias y heridas de la niñez y la adolescencia. Durante el encuentro entre Sinan y un escritor famoso, la impresión de estar frente a los esfuerzos modestos y tímidos de un neófito ávido de consejos se disipa en beneficio del descubrimiento del verdadero carácter de un joven que apenas oculta el desprecio que siente por su mayor. El protagonista expresa una mezcla de arrogancia, rebelión, burla y un gusto perverso por la contradicción. El hombre está marcado por la figura degradada de su padre: la viva imagen de lo que no quiere repetir. Entre el furor y el remordimiento, Sinan debe decidir entre abandonar a su familia y volver a la gran ciudad o permanecer preso del vínculo atávico con su padre. La respuesta está en la maravillosa escena final, tan bella como conmovedora.
Mike y Viktor La película evoca con una euforia elegíaca la escena rock de Leningrado a comienzos de 1980. El contexto es una Unión Soviética crepuscular con el inicio de la Perestroika y la censura más relajada. El control sobre las expresiones individuales llega al absurdo con el intento de implantar un poco de cultura occidental mediante un “club de rock” para moldear a la juventud. Las dos primeras escenas definen los polos entre los que circula la energía inagotable de los personajes. En el comienzo, la música de Mike Naumenko y su grupo Zoopark contagian a una multitud que sin embargo debe permanecer en sus asientos sin expresar demasiado entusiasmo bajo la vigilancia escrupulosa de los organizadores que les impide levantarse o sacudirse en sus sillas. Luego viene una escena hermosa de una excursión a la playa en la que los músicos, sus amigos y admiradores se denudan, bailan, saltan y se meten en el mar. Un músico recién llegado se une a la fiesta: Viktor Tsoi toma la guitarra, comienza a cantar y su talento entra en erupción ante los ojos de todos, inclusive los de Natasha, la esposa de Mike. Como en Jules y Jim, un amor infinito, frágil y noble circula entre Mike, Viktor y Natasha. Esta aventura amorosa de una extraña pureza es el contrapunto al trajín de la creación bajo el control del régimen. Las tribulaciones de los jóvenes descansan en intermedios musicales: adaptaciones rusas de hits de la New Wave que nacen de la imaginación de los personajes. En esos momentos, el blanco y negro lírico de Leto se altera con efectos de animación pop que liberan a los habitantes de la ciudad y los ponen a cantar como en un videoclip. Kirill Serebrennikov recuerda el peso que cargaron y los peligros que afrontaron los protagonistas de esta historia, filmando una pelea imaginaria entre los rockeros y los defensores de los verdaderos valores soviéticos. Pero sóoo para resaltar, en la escena siguiente, la felicidad de crear, amar y sentirse inmortales.
Neorrealismo japonés Hirozaku Kore-eda filma su película más bella, emotiva y poderosa. Una maravilla de incorrección plácida en la que volvemos a encontrar las marcas registradas del autor: la minuciosa atención puesta en los rostros, la capacidad para capturar los gestos infantiles y una mirada serena sobre la armoniosa fisonomía de las ciudades japonesas. Sus historias habituales sobre relaciones entre padres e hijos encuentran en esta película una eficacia extraordinaria a través de una familia singular que cuestiona los ideales de paternidad, transmisión y confianza. La familia del título vive de trabajos inestables y pequeños robos en supermercados. Los Shibata responden día a día a sus impulsos en lugar de cumplir con los imperativos sociales, sobre todo el que dicta que una familia se define por los vínculos de sangre. Una noche fría recogen a una pequeña de cuatro años que parece abandonada por sus padres y la adoptan inmediatamente a pesar de su precariedad económica y la falta de espacio. Así es como la familia crece. Desde la revelación de esta pequeña comunidad oculta hasta su explosión, Kore-eda construye un relato riguroso con giros sorprendentes que no opacan su gracia habitual, potenciada en este caso por un inédito vigor sensual. Hirokazu Kore-eda adapta su estilo a las estaciones del año. En invierno, los conflictos bullen en el interior minúsculo de la vivienda mal iluminada. Cuando llega el verano, el mismo espacio se convierte en un modesto palacio de placeres en el que tanto los niños como los adultos se mueven bañados por una luz que exalta el menor gesto cotidiano. El punto culminante de felicidad y el núcleo de la película es un día en la playa: un momento de gracia en donde se funden la realidad y la utopía. En el último tramo asoma la ira contenida del cineasta, pero la película sigue hasta el final sin villanos. Esta familia extraordinaria confronta la norma social, la exigencia de justicia, la gratificación de los deseos y, finalmente, la dificultad para amar y vivir juntos. El cineasta no define la psicología de los personajes ni los equilibrios de fuerza entre ellos: los vamos descubriendo con el paso del tiempo junto a los secretos que se revelan de a poco. Kore-eda posee una delicadeza que hace casi imperceptible el contraplano político que acompaña la pequeña epopeya del clan Shibata. Solo después de un último plano desgarrador tomamos consciencia de esta dimensión. Sin golpes bajos, sensiblería ni subrayados, el cineasta consigue un grado máximo de emoción y verdad.
Nuestras esperanzas Godard es una figura esencial, mítica, inimitable. No es lo mismo ver su última película que cualquier otra de la cartelera. Me resulta difícil afrontarla con la misma inocencia. Entro a la sala con una mochila cargada con todas sus películas, muchas de ellas vistas varias veces. La pantalla es un abismo sin fondo de donde emerge la voz rocosa del autor recitando sus versos elegíacos. Palabras furtivas, dibujos efímeros compartidos por unos pocos, imágenes que se fusionan, se alternan y se superponen para que surja una belleza incómoda. El cine de Godard se vive: cada uno permanece bajo su influencia. Algo se imprime en nuestra retina sin que encontremos palabras para teorizarlo. Solo podemos contemplar el fascinante magma visual y sonoro, ser absorbidos por la corriente, convertirnos en una esponja de sensaciones.El carácter introspectivo de este collage audiovisual extraordinario que interroga todas las técnicas y posibilidades del cine solo puede ser amalgamado en la mente y en el corazón de cada uno. El libro de imagen es la forma más pura de nuestro inconsciente colectivo hecho de películas, recortes de noticias y otras imágenes históricas y culturales en las que está basada nuestra civilización. La película sigue la deriva visual y sonora de Histoire(s) du cinema con un montaje intuitivo de imágenes tomadas desde los orígenes del cine, pero también pinturas, noticieros, sugerentes variaciones sobre textos de grandes escritores y diálogos con varias voces entre las que sobresale la del propio JLG. El libro de imagen es un torbellino cuya belleza radica no solo en la edición sino en la forma en que el cineasta logra transfigurar los materiales originales. Más allá de la aparente profusión de motivos, ideas, ecos y referencias, la película está construida sobre cuatro grandes pilares: la guerra, la revolución, el amor y el cine. Godard condensa su pensamiento histórico: la gravedad de ciertos temas no impide la dimensión lúdica que atraviesa a todas sus películas. Las imágenes se superponen y las voces se multiplican generando un contrapunto de incontables resonancias. El conjunto avanza como un majestuoso río, una corriente de colores saturados, reelaborados o distorsionados, que por momentos parecen pintados en la pantalla, como si fuese un artista plástico buscando el sentido en las superficies. La pintura se instala como genealogía del cine: una fogata en la noche cuyas imágenes frotadas entre sí producen luz y calor. Las visiones se encadenan, las variaciones sonoras también. Imágenes sin sonido, sonidos en una pantalla negra, desincronizaciones que se suceden en sobreimpresiones. Cada archivo es un material plástico infinitamente maleable. Nuestra esperanza consiste en pensar con las manos en lugar de dominar con los ojos para que nazca una nueva idea, un pensamiento diferente, una mirada original.
Paweł Pawlikowski retoma el blanco y negro contrastado y el formato 1,37 de la extraordinaria Ida, su película anterior, para seguir la evolución de la guerra fría como telón de fondo de una historia de amor tormentosa. El cineasta vuelve a reflexionar sobre la dolorosa historia reciente de su país con una puesta en escena cambiante que es pertinente para los distintos momentos de la narración. La película consigue encarnar la especificidad del deseo mutuo entre Wiktor y Zula con una distancia formal que mantiene al melodrama lejos de los sentimentalismos y de los golpes bajos. Con elegantes composiciones, encuadres singulares y una maestría ostensible para el manejo de los distintos tonos de luz, la cámara logra capturar lo imperceptible: la gracia en un leve reflejo de cabello rubio o los diferentes tonos del gris de la bruma. La historia se concentra en las rupturas y reuniones de la apasionada pareja durante quince años. La película se estructura con elipses abruptas que hacen pasar a los amantes a ambos lados de la cortina de hierro. En uno de estos cambios, la voz francesa de un ingeniero de sonido interrumpe lo que resulta ser la proyección de una película italiana para la que Wiktor está grabando la banda sonora. En esta escena, el cineasta hace explicita su búsqueda de la relación justa entre la música y las imágenes: cada secuencia de la película puede verse como el intento de encontrar el tempo justo. La puesta en escena cambia de un modo evidente entre las distintas épocas: desde el encuadre fijo para las actuaciones del grupo folclórico Mazurek con los cantantes alrededor de Zula, hasta una cámara desatada que sigue a la joven bailando borracha sobre la barra de un bar parisino. El tiempo fluye de distinto modo dependiendo del país en el que los amantes se reúnen o se separan, pero también tiende a acelerarse según la evolución de los estilos musicales. El cineasta se asimila a Viktor: tan virtuoso para dirigir una pieza de Chopin como para la improvisación en el corazón de un grupo de jazz, el pianista trasciende artísticamente lugares y épocas. La película no sería la misma sin el esplendor de Joanna Kulig: la actriz interpreta maravillosamente las canciones populares polacas, deslumbra bailando un rock and roll y entrega secuencias inolvidables como cuando se arroja a un lago y sigue cantando a capella. Las bellas imágenes, la precisión formal y la estética austera potencian la fragilidad que persiste en la dificultad de los amantes para reunirse en el mismo contexto. La brecha infranqueable de mentalidades entre las distintas partes del mundo transforma a los cuerpos de la pareja, que ceden a la desilusión de sentirse siempre errantes.
Siempre tendremos Marsella Christian Petzold continúa explorando las sombras de la identidad alemana. Su cine está poblado de personajes fantasmales que evolucionan en un período de tiempo indeterminado donde el pasado y el presente se entremezclan. Transit es una película inquietante en la que los alemanes huyen del fascismo, refugiados en una Marsella contemporánea. La audaz decisión de puesta en escena nos sumerge en una ciudad luminosa controlada por la policía francesa actual, mientras los bares, el puerto, las viejas calles y la ropa de los marineros evocan la ocupación alemana. Las primeras imágenes sugieren que el cineasta ha optado por una narración en primera persona guiada por los pensamientos del personaje principal. Pero enseguida aparece una voz independiente que sorprende, desestabiliza y plantea un misterio sobre la identidad del narrador omnisciente. Esta voz en off pone en marcha una sutil polifonía que hace dialogar al material original con la sinfonía urbana. Más adelante, en una escena tensa, la voz en off se superpone repentinamente con monólogos íntimos de otros personajes que esperan una visa. El protagonista se desdobla entre la inmediatez de la experiencia y su sublimación en una construcción románica. Petzold filma un melodrama clásico, con Casablanca como referente, cambiando el contexto por la inquietante normalidad de una Europa contemporánea. A la espera de un embarque salvador y con el enemigo acechando en las puertas de la ciudad, Georg y Richard se enamoran de una misma mujer que busca tenazmente a su marido. La línea narrativa se suspende por momentos para introducirnos en la intimidad de cada personaje. Las escenas que se abstraen de la trama central, como el partido de fútbol improvisado o la reparación de la radio, son particularmente conmovedoras. En la incertidumbre que constituye el exilio, sin pasado ni futuro, sin idioma ni país, los personajes ingrávidos deambulan por hoteles y restaurantes, invisibles a los ojos de los demás, o por los pasillos de los consulados frente a una administración deshumanizada. Entre el miedo, la soledad, la desesperación y el instinto de supervivencia, el amor aparece como la única esperanza. Una hermosa fragilidad trasciende el rigor formal, los fantasmas de Petzold nunca estuvieron tan vivos.
La guerra de un solo hombre Nieva en Leningrado, el viento helado se lleva las últimas hojas de los árboles, los afiches a color de Marx, Engels y Lenin se adivinan detrás de la bruma. Es la era de un nuevo endurecimiento después del deshielo, el último suspiro antes de la caída. La película nos sumerge en la vida cotidiana, artística e intelectual de principios los setenta, concentrándose en cinco días con Sergei Dovlatov: un escritor inteligente, impulsivo, cínico y desencantado que se encuentra en un callejón sin salida profesional. El protagonista intenta sobrevivir con pequeñas publicaciones periodísticas para distintos órganos del partido. Su trabajo lo lleva al set de filmación de una película en la que actores amateurs interpretan a grandes escritores rusos, o a una mina donde se descubren bajo sus ojos esqueletos de niños asesinados y enterrados por los bombardeos de la segunda guerra mundial: imágenes de un presente que lo devuelve constantemente hacia el pasado, atormentado por sus muertos de un modo trágico o extravagante. La integridad moral es uno de los temas favoritos del cineasta. Dovlatov se niega a cualquier forma de transacción que lo comprometa. El protagonista está convencido de que tiene razón y batalla contra todo el mundo: es un espíritu brillante perseguido por los mediocres, que sin embargo sigue creyendo en su destino. Sentimos vibrar en él la irreprimible necesidad de escribir, a cualquier costo. El escritor se va construyendo pacientemente, desde la distancia irónica y escéptica de su mirada. En la bohemia por donde deambula Dovlatov, la obsesión con el pasado adquiere ribetes absurdos: una suerte de comedia kafkiana que amenaza con rasgarse para revelar la tragedia subyacente. German reconstruye este mundo lírico y opresivo con largas secuencias hipnóticas marcadas por travellings persistentes: una fiesta improvisada entre jóvenes artistas en la azotea de un edificio, un día de rodaje o una velada con la oficialidad cultural. La cámara se mueve siguiendo las conversaciones entre personajes que se entrelazan, beben y discuten. Los retratos de grupo poseen una fluidez sorprendente, los planos secuencia generan la sensación de una coreografía espontánea y natural. Los diálogos al unísono, agudos e impactantes, revelan tanto la inteligencia de los personajes como su irremediable desesperación. Si bien la acción está acotada a cinco días precisos, la película es en realidad atemporal, lo que provoca una mayor densidad y alcance. La visión incómoda de tanta inteligencia despreciada es universal. A imagen de su héroe, el cineasta no compromete sus elecciones formales y mantiene su estilo inconfundible y fuera de tiempo. El notable dominio del espacio dramático y la extraña dimensión sonora de la película son proezas formales que se ajustan al retrato de un hombre y de una comunidad.
No somos nada La primera película John Carroll Lynch comienza con una serie de planos largos y fijos de un pueblito perdido en un desierto árido que introducen el plan maestro: mirar más allá de las imágenes y contemplar nuestra propia condición mortal. Una tortuga doméstica en plena huida rompe la quietud del cuadro, pero su extrema lentitud parece anticiparnos los tiempos del relato. La ausencia de esta criatura dejará latente una cierta forma de percepción del tiempo. El director crea una historia para rendirle homenaje en vida al gran Harry Dean Stanton. El cuerpo alto y flaco del actor atraviesa una epopeya interior a los noventa años, demostrando que una crisis existencial puede ocurrir a cualquier edad. La película le da la oportunidad de ser él mismo y evocar su juventud en Kentucky donde sintió por primera vez el miedo al vacío. Stanton encarna a Lucky, una suerte de vaquero en retirada que deambula por los mismos caminos polvorientos que transitó durante décadas. El director intenta captar el paso del tiempo en sus expresiones faciales. Los primeros planos dejan emerger la intimidad a través de sus ojos: el miedo, la entereza y la transparencia de un hombre que llega al ocaso de su vida. Luego de una caída sin grandes consecuencias, Lucky toma consciencia de que le queda relativamente poco tiempo para vivir. Pero en lugar de hacer algo extraordinario, se dispone a esperar el devenir con serenidad. El director no trata el fin de la vida de una manera oscura a través de una enfermedad o del deterioro de la condición física. La película se concentra en el costado filosófico y emotivo de la muerte, sin una progresión dramática convencional, siguiendo la cotidianeidad de su héroe a un ritmo constante y ameno. En muchas escenas el actor está solo en el centro de la imagen, errante como el personaje que interpretó en París, Texas de Wim Wenders. Sobre el final, en un plano extraordinario, Lucky escudriña un cactus más alto y seco que él, luego mira largamente a cámara y termina con una sonrisa breve, pura e inolvidable. Harry Dean Stanton nos deja encendiendo un último cigarrillo y se va por esa tierra árida que nos invita a meditar sobre nuestros propios desiertos.
Avec le temps La luz del invierno ilumina una pequeña cala cerca de Marsella. Sobre un balcón redondeado, frente al mar, Jean-Pierre Darroussin dice que “antes era mejor”. Lejos del lugar común vacío, la frase tiene múltiples connotaciones: para el actor, para el cineasta y para los espectadores. Joseph evoca sus recuerdos de infancia con una nostalgia furibunda. La casa junto al mar es una comedia melancólica sobre el tiempo que pasa y el mundo que cambia. Estamos en el universo de Robert Guédiguian, un pequeño mundo humanista, solidario y generoso donde la palabra “burgués” es un insulto supremo. A pocos metros de un puerto humilde, está la villa del título original, decorada con la historia de una familia cuyos integrantes intentarán encontrar un antiguo espacio desgastado por el tiempo. Desde el prólogo, con una sutil sucesión de planos, la notable precisión y economía narrativa genera una emoción profunda que nunca abandona la película. “Con el tiempo todo se va, las caras desaparecen”, canta el poeta Leo Ferré. Los tres hermanos se vuelven a reunir ante un posible legado en el momento en el que su padre vacila. “Aquella a la que antes intuías con un solo vistazo, en quién creías sin saber por qué, hoy ya no es nada”. Darroussin, Gérard Meylan y Ariane Ascaride: los actores de Guédiguian, su familia en el transcurso del tiempo, deben volver a poner en juego los mismos cuerpos en una historia recurrente. Frente al pequeño escenario está siempre el mar: el lugar a donde llegan las historias del pasado, del presente y del futuro. La película intenta juntar los tres tiempos, cruzarlos. En el extraordinario flashback donde los personajes aparecen mucho más jóvenes, en una película anterior de Guédiguian en el mismo puerto, todos terminan arrojándose al agua. Tal vez en las viejas redes de pesca se encuentren los destellos de un futuro posible, entre la ensoñación y los contornos de lo real, entre el drama y el mar. La cala, el pequeño puerto, algunas casas, la vista de Marsella y el inmenso acueducto atravesado por los trenes, forman un conjunto que excede los datos objetivos del medio ambiente en favor de una mirada subjetiva a la medida de la comunidad. La película une en un gesto a los componentes del entorno. Una liebre comparte el maíz con los cuervos, la política como acción se plasma en el espacio. La comunidad, ante el imperativo de renovar lo que la caracterizaba hasta entonces, debe adaptar sus fronteras. Poner en práctica la hospitalidad: recibir a alguien en casa, hospedarlo y darle de comer sin esperar nada a cambio. Pero también la hospitalidad de un lenguaje que recibe la palabra del extranjero: Guédiguian tiene el oído atento a las voces distintas, singulares. Las relaciones de este pequeño grupo con el mundo se potencian con el advenimiento de una nueva infancia, pura y simple, que resuena en los ecos conmovedores del final.