Polvo de estrellas y heridas de amor. Es curioso advertir cómo aquellos críticos que se empecinan en descubrir autores dentro de la industria suelen ser los mismos que se apresuran a descalificar a directores singulares como Lisandro Alonso, Albert Serra o Raya Martin. Algo parecido ocurre con Carlos Reygadas, un artista personal al que muchos juzgan un mero provocador debido a la incomodidad y al desconcierto que generaron Japón y Batalla en el cielo, sus dos primeras películas. Luz silenciosa es una película austera hecha de susurros, deslumbramiento y melancolía, con la que el director encuentra una paradójica serenidad y demuestra la fragilidad del rótulo que le colgaron sus detractores. Reygadas se concentra en la inquietud de los rostros, en las frustraciones plurales de sus miradas y en su encanto particular que conmueve de manera genuina. La película tiene conciencia de su extrañeza y posee un conjunto de ideas formales cuya potencia visual permanece durante días, semanas, meses. Luz silenciosa comienza con un plano secuencia de más de siete minutos en el que la cámara parte del cielo para incorporarse muy suavemente a una tierra desconocida, la comunidad de menonitas en el norte de México. La imagen pasa del negro al rojo y la película evoluciona al ritmo de una naturaleza que se despierta haciéndose eco de los sentimientos que golpean la conciencia de un hombre casado y respetable que siente pasión por otra mujer. Reygadas redefine la potencia telúrica del cine mediante una magnífica historia de amor místico donde el sol, el viento y la lluvia son protagonistas, y los cuerpos ponen a prueba su simple condición de mortales errantes en un universo demasiado extenso. La puesta en escena ascética refleja la represión del torbellino interno que sienten los personajes, aunque el director se permite un breve momento de lirismo con la irrupción de Jacques Brel cantando Les Bonbons y portando la energía que le falta al hombre para expresar su malestar amoroso. A partir de ese momento, la gracia invade progresivamente la película y sobrevienen imágenes de inédita belleza: una mujer se derrumba bajo la lluvia, un milagro se produce de manera natural y, como en un sueño lejano, la cámara vuelve al cielo, suntuosa y desgarradora.
Respetemos nuestras diferencias. London River es una película simple, prolija y políticamente correcta. La historia, lineal e inexorable, se concentra en el desamparo de dos víctimas del drama provocado por los violentos atentados que sacudieron a Londres en 2005. Pero más allá de la evocación de este acontecimiento real, el objetivo de la película es ilustrar de manera perceptible el choque de culturas. El resultado es un producto globalizado en el que la moral humanista se traduce en una fraternidad convencional y se confunde con la idea de uniformidad sin fronteras. Desde la isla de Guernsey, Elisabeth observa nerviosa las absurdas imágenes del atentado que se enmarañan sobre la pantalla de su televisor. Como no logra comunicarse con su hija instalada en Londres, decide viajar a la capital para encontrarla. Allí descubre con asombro su universo diario en el barrio de Finsbury Park (cuya mezquita se consideró un epicentro del terrorismo religioso en esa época) y la imagina adoctrinada por árabes radicales. Durante su infructuosa búsqueda, Elisabeth conoce a Ousmane, un francés de origen africano que también está en Londres para encontrar a su hijo. La cultura, la religión, y la Historia los opone, pero la búsqueda en común y el descubrimiento del amor entre sus hijos los acerca de manera previsible. La exposición de los dos destinos subrayados con un simbolismo chato (dos orillas, un río, un puente) se repite al ritmo de un montaje paralelo que aburre con su redundancia. Elisabeth se muestra como una muchacha nerviosa e incómoda en la gran ciudad, extraviada en el remolino del mestizaje cultural y lejos de su diario rural tranquilo y pragmático. Frente a ella, el viejo Ousmane personifica una sabiduría casi ancestral con sus observaciones contenidas. Su larga silueta ósea se desplaza con lentitud y deja entrever el peso de los acontecimientos vividos por un personaje de fachada serena. El tono de la película no se define nunca entre el drama lacrimógeno sobre los daños colaterales de la gran catástrofe y una especie de cinéma vérité centrado en el retrato de Sotigui Kouyate que ofrece un instante luminoso cuando Ousmane, a punto de dejar a Elisabeth para volver a Francia, cierra suavemente los ojos e improvisa una canción de su país. Este momento de emoción genuina tiñe de melancolía a una película insípida que consigue suprimir la idea de la diversidad en lugar de celebrarla. Las verdaderas intenciones de London River se terminan de develar cuando en una de las últimas escenas, la señora rubia y retacona le dice al desgarbado musulmán con barba de profeta: “finalmente, no somos tan diferentes”.
Flâner. Un cuento de verano es una excepción dentro del panorama del cine polaco contemporáneo, dominado desde la post guerra por películas que describen una realidad difícil con gente desesperada. Las influencias hay que buscarlas en el cine del checo Jiri Menzel (especialmente en Un verano caprichoso y Mi dulce pueblito), con quien comparte el gusto por un costumbrismo contenido y sutil, el humor lacónico y los personajes que desbordan humanismo. Algunos dirán que Jakimowski no posee una verdadera conciencia política o social, y tal vez sea cierto, pero este aspecto resulta poco relevante cuando nos encontramos ante una obra que apela a la poesía sin resultar pretenciosa ni superflua. Un cuento de verano propone su ritmo sin forzar la adhesión, la película es un elogio a la contemplación y al sosiego asumido. El ambiente bucólico se asocia a la claridad de la luz e irradia desde la pantalla un suave efecto que deriva en una sensación de libertad, de vagabundeo apacible dentro de una burbuja fuera de tiempo, relajada y lúdica. Stefek es un pequeño de seis años educado por su madre y su hermana mayor que asume el papel simbólico de un padre ausente que el niño busca y cree reconocer en cada esquina. Parte de su rutina consiste en observar a un hombre que espera un tren sobre el andén de la estación y que despierta su curiosidad. Stefeck lo compara con una vieja foto de su padre, garabateada y perforada que guarda en su bolsillo, y se persuade de que es el hombre esperado. Como su hermana está demasiado absorbida por entrevistas laborales para concederle la menor importancia, Stefek intenta forzar el destino con pequeños trucos, en los que se halla la cándida delicadeza de la película. En el decorado primordial de la estación, lugar dónde todo es posible, Stefek lanza monedas a las vías como una apuesta al destino, utiliza sus soldaditos de plomo como amuletos para llevar felicidad y cruje los dedos para torcer la suerte. La película celebra la fe irreducible del niño, que con estos pequeños gestos inocentes pretende causar secuencias inesperadas que acerquen poco a poco al padre hacia el hogar familiar. Parte de su encanto reside en la falta de referencias temporales, la ausencia total de rasgos de modernidad que habilita al pequeño a pasar sus días de manera natural entre la estación, los paseos con su hermana o las traviesas escapadas de casa. Este aire atemporal hace que el espacio nos resulte familiar y podamos entregarnos a un ameno paseo, deleitarnos frente a un mordisco de sandía o detenernos a contemplar a unas muchachas bañándose en el río. El director registra las costumbres de un pueblo que vive en un estado de siesta permanente, sin prejuicios ni demagogia, y se instala, sin hacer mucho ruido, en la lista de jóvenes realizadores de Europa del Este a seguir.
En el sombrío paisaje del cine italiano contemporáneo, Marco Bellocchio es una figura de soberana excepción. Sus últimas películas evidencian la capacidad del realizador para esquivar los escollos que le imponen sus grandes temas: la enajenación del individuo por las instituciones (presente desde la genial I pugni in tasca de 1965), la fascinación de hombres de dudosa moral por mujeres misteriosas, o el traumatismo histórico y político. El director posee una facilidad inaudita para componer encuadres de discreta originalidad y generar una relación de oposición y dependencia entre el primer plano y su fondo. La irrupción de un plano sorprendente está siempre relacionada con un acontecimiento que se impone con evidencia, hundiendo al espectador en el centro de los interrogantes que plantean las películas en lugar de ahogarlo con estímulos formales. La nueva película de Bellocchio asume un gesto político, estilístico y poético de magnitud asombrosa. Vincere es una obra intimista y grandiosa, seca y épica, un tren narrativo que se lanza a toda máquina sobre las vías de la Historia italiana y termina reciclándola en un melodrama alucinado y furioso. La historia de Vincere desempolva un capítulo atroz, delirante y poco conocido de la vida privada de Benito Mussolini. Se trata de su relación con Ida Dalser, una joven perdidamente enamorada del líder fascista, con la que tiene su primer hijo, Benito Albino. Ida sacrifica su fortuna para edificar la carrera política de su amante, pero éste la abandona de manera cruel y la mujer humillada debe luchar por hacer valer su causa ante las instituciones (política, religiosa y psiquiátrica) unidas en su contra. Vincere no pretende explicar los orígenes y consecuencias del fascismo, su planteo es más abierto y profundamente político. La película no reivindica a Ida Dalser como opositora al régimen, sino que la muestra como una mujer entera, tan fiel al hombre amado como a sus propias ideas, cuyo combate íntimo toma significados políticos. Cuando el ambicioso Benito Mussolini se convierte en el Duce, el protagonista que lo personifica desaparece dejando en su lugar sólo imágenes de archivo. Esta idea luminosa vuelve palpable e irrefutable el vacío por la desaparición del hombre amado y asume al mismo tiempo el devenir icono del dictador. Es el toque genial que convierte a la película en una obra maestra, el verdadero Mussolini es un fantasma pasional proyectado sobre las pantallas de cine. Bellocchio muestra al fascismo como pasión fusionista, arrebato de amor y disfrute erótico. Este paralelo entre efusión carnal y adhesión política encuentra su mejor expresión a través del constante vaivén entre la historia íntima y las imágenes de archivo. Al mezclar la gran Historia y la pequeña, el realizador italiano sigue siendo fiel a sus obsesiones filmando al mismo tiempo una película generosa de asumido lirismo. Vincere extrae de su forma operística una energía furibunda, lunática y crepuscular. El arrebato de dulzura de la composición musical, los lemas futuristas que barren la pantalla sin perder el compás y la amplitud casi descontrolada del conjunto están equilibrados por una precisión extrema que traza una línea clara en la oscuridad del relato. Vincere es una pesadilla grandiosa y grotesca, con personajes que actúan como sonámbulos y generan imágenes perdurables, como la caricia ensangrentada de los amantes, el duelo bajo un cielo plomizo ahumado por siniestros hornos, o la mujer trepada a las rejas del asilo para lanzar sus cartas de amor al Duce. El montaje mezcla con audacia tomas de ficción con imágenes de archivo, noticieros, tapas de diarios y viejas películas delante de las cuales los personajes se definen: La pasión de Cristo para Mussolini y su nueva mujer, El pibe de Chaplin para Ida Dalser y Sergéi Eisenstein para el propio Bellocchio. Los mecanismos espectaculares del cine, su culto de la estrella y su poder de fascinación son aprovechados por la política para subyugar a los mismos espectadores. Sobre el final, con el último golpe maestro de Bellocchio, reaparece el intérprete del joven Mussolini para personificar a su hijo Benito Albino en la edad adulta. Un hombre de espíritu débil aplastado por la mano paterna, que juega con su semejanza para producir imitaciones burlescas del Duce que generan un inquietante paralelo con El Caimán.
Las reglas del juego. Con Batman, el caballero de la noche, Christopher Nolan consiguió el reconocimiento del público masivo y también el de cierta crítica obsesionada con encontrar autores en el mainstream, que se apresuró a catalogarlo como un director capaz de hacer películas inteligentes y a la vez exitosas. La nueva película de Nolan exhibe su etiqueta de narrador experimental integrado al sistema y retorna a los vanos jueguitos cerebrales de Memento, ahora utilizando los medios a gran escala que le brinda Hollywood. El origen parte de un postulado fantástico prometedor según el cual es posible fabricar una escena de acción en un espacio onírico colectivo, aunque los sueños y su exploración poseen un sinfín de normas y axiomas. Este planteo le permite al director aplicar y justificar toda su panoplia de virtuoso, hecha a base efectos de montaje, decorados múltiples y fenómenos físicos cósmicos. La película reconstruye un ambiente de realidad virtual cercano al video juego, mezcla de acción y enigmas, poblado de personajes caracterizados como el arquitecto, el turista o el planificador. Todo podría ser un pretexto para el puro disfrute de la imagen, si no fuese un universo tan controlado, planificado y teledirigido. Las imágenes no llegan a adquirir una energía cinematográfica propia sino que son parte de un pequeño rompecabezas matemático. Los efectos narrativos son el producto de normas rígidas que a la larga los vuelven completamente previsibles. Cada fenómeno resulta siempre un principio soberano y sistemáticamente enunciado. La puesta en escena rechaza todo misterio que escape a la explicación inmediata y se limita a ser la aplicación fría de los principios previamente escritos, que se imponen como único motor de las imágenes. Así las cosas, en el corazón de una escena de acción los personajes pasan tres cuartos de su tiempo explicando las normas que regulan su comportamiento. El origen presenta algunos puntos en común con Memento, película que ya había llamado una atención pública excesiva. Ambas se basan en principios formales rápidamente discernibles y despliegan en su fachada una complejidad experimental que se apresuran en volver accesible, para generar la ilusión de compartir su inteligencia con el público. En Memento, la mezcla de secuencias estaba explicada con el uso del color y el blanco y negro. En El origen, el imponente guión y el talento técnico para dirigir las imágenes se aplican, paradójicamente, a volverlo todo límpido. Sobre el final, ya sin el obstáculo del texto y el cerebro del director, las explicaciones se agotan y la película por fin respira con escenas de acción tan potentes como convencionales, pero es demasiado tarde para anular el efecto perdurable de un manipulador que se satisface con sus propios trucos, mezcla de oropel y vacío.
El individuo sometido a la dialéctica. El lenguaje, los términos y su definición desempeñan un papel central en Policía, adjetivo. El director funda su obra sobre una pequeña anécdota entre adolescentes despreocupados, potenciando el contraste con una burocracia absurda que reduce los comportamientos humanos a textos fijos. La película describe algunos días de la vida de Cristi, un policía que se interroga sobre su oficio mientras investiga a un estudiante que fuma hachís con un par de amigos a la salida del colegio. Cristi se resiste a detener al joven por un acto ilegal tan vano, pero él es sólo una pieza de un mecanismo oxidado de procedimientos automáticos. La moral y la subjetividad se oponen al yugo legislativo rígido que funciona como metáfora de un país poco propenso a la idea de evolución por la jurisprudencia. La búsqueda de nuevas formas cinematográficas facilita una narración pertinente. La película comprime los códigos del policial, reduciendo el suspenso a un árido seguimiento peatonal. Las largas secuencias en las que Cristi sigue los pasos del estudiante revelan su profundo cansancio y al mismo tiempo generan una atmósfera metafísica. Porumboiu centra su mirada sobre el ritual de este falso flâneur que sigue escrupulosamente su objetivo, regresa cada tanto a la comisaría para hacer su reporte y vuelve a salir. El director lo filma en tiempo real, a menudo de espalda, y al disecar su vagabundeo y sus deslucidos gestos cotidianos, nos introduce en los meandros de su espíritu. La investigación sobre el adolescente se convierte en un acto de introspección que nos invita a compartir los pensamientos del personaje, a pesar de la distancia que genera una puesta en escena heredera de los grandes maestros del cine moderno. El encuadre orientado hacia la separación de los cuerpos y el uso del plano secuencia combinado con un montaje que se retrasa justo sobre el tiempo muerto, remiten al cine de Antonioni. Cuando el director se detiene en el detalle de los movimientos de su antihéroe, en su manera de caminar por la calle, de abrir las puertas, de examinar los pasillos y de recoger los restos de cigarrillos que dejan los jóvenes en el suelo, evoca el viaje obsesivo de Pickpocket. Pero las comparaciones se terminan pronto, porque el rumano encuentra un tono propio gracias al humor negro incluido en su personal interpretación del absurdo. El sentido del humor particular de Porumboiu ya era evidente en Bucarest 12:08, cuando ironizaba sobre los mentirosos, los oportunistas y los que se daban vuelta como panqueques a la hora de la revolución contra Ceausescu. En medio de aquel debate extravagante acerca de la hora exacta a la cual cada uno había celebrado el final del tirano, la película adelantaba los temas centrales de Policía, adjetivo: el poder de la dialéctica y la imposibilidad de una rebelión individual. En este caso, el director hace foco sobre el comportamiento hipócrita apuntalado por un vocabulario absurdo. Cristi está casado con una profesora que le da lecciones sobre ejercicios de estilo y lo invita a filosofar sobre el sentido de las palabras de una canción popular. La incomunicación de la pareja, la oposición de cuerpos e ideas, simboliza perfectamente el proyecto del director, que encuentra su punto culminante en una demoledora secuencia final en la que el superior de Cristi lo obliga a buscar la definición de la palabra conciencia en un diccionario, y el joven policía debe respetar el sentido literal del término, que difiere de su propia versión del concepto. La sesión de humillación, filosofía moral y reflexión semántica a la que lo somete su jefe nos lleva a un final digno de Ionesco. A diferencia de su personaje, Corneliu Porumboiu no está limitado por el sentido oficial de las palabras o del lenguaje cinematográfico y concibe un cine libre e innovador.
Política de actores. Las hierbas salvajes brotan en lo mejor de un mundo hostil, crecen describiendo una exploración digresiva, estallada y poética que une a Georges con Marguerite. Los dos protagonistas están encarnados por los irreemplazables Sabine Azéma y André Dussollier, un dúo ligado casi incestuosamente al cine de Resnais, que forzamos a quererse desde las primeras secuencias, aunque entren en contacto visual sólo después de una hora y cuarto de película, en una escena tan simple como espléndida. Desde el interior de una de esas salas de cine de ensueño en las que sólo se proyectan clásicos, emerge pensativo y solitario André Dussollier, ignorando que Sabine Azéma lo aguarda con creciente impaciencia en un entorno irresistiblemente irreal. El director captura lo sublime, el espacio entre el cielo y la tierra donde los destinos quedan suspendidos en el tiempo, algo tan extraño e incomprensible que sólo puede suceder en las noches recreadas en estudio, donde el visible artificio del decorado hace que los cuerpos se liberen de las leyes físicas y los corazones de las pautas morales. Bolsos robados. Marguerite es una dentista extravagante que colecciona zapatos de marca y vuela Spitfire en sus ratos libres. El personaje, con su cabellera roja desgreñada a bordo de un descapotable amarillo, es un torbellino de color que parece haber salido de una historieta. Georges está retirado en una casona de suburbio venida a menos, amarrado al bricolaje doméstico como terapia, pero escondiendo bajo la rutina un pesado secreto que lo perfila como un peligro probable y público. La película comienza, con un homenaje encubierto a Pacto siniestro de Alfred Hitchcock, invitándonos a sentir el loco placer de dejarnos guiar por los pasos Marguerite. El director la filma de forma etérea y flotante, y Marguerite parece bailar, incluso cuando le roban la cartera que luego encuentra Georges para dar comienzo a esta insólita historia de amor. Resnais les dedica la misma atención y ternura a todos sus personajes, desde su dúo fetiche hasta el que toma prestado de Desplechin (Mathieu Amalric y Emmanuelle Devos). Una mirada siempre benévola hacia esos seres perdidos que, como las hierbas salvajes, tienden torpemente hacia espacios de mayor libertad. Free jazz. Del azar convertido en necesidad, emana un río de peripecias servidas por una mecánica precisa y festiva, coqueteando con el absurdo, lo inquietante y lo maravilloso. Discretamente emancipada de las reglas del realismo, la película nos precipita en sus misterios, en sus ausencias, comparte sus indecisiones. La pista es sinuosa, la cámara se mueve jugando con deslizamientos que preservan la esencia de sus personajes, mientras las formas falsamente geométricas enturbian cualquier certeza. El suspenso titila sin interrupción, nada avanza de manera previsible en la estela enigmática de Resnais. La voz en off es una capa suplementaria de ficción que se sobrepone a la imagen y al sonido sin enterrarlos, generando un vértigo consubstancial con el cine. La música funciona como ensueño y estimula relámpagos de valentía, como cuando irrumpe el policía que interpreta un Amalric salido de Reyes y reina. El trabajo con la cámara, la luz, el color, los decorados y la música configuran un sujeto expresivo al servicio de los personajes, un ballet que contagia alegría. Toda la memoria del mundo. Resnais acompaña a estos héroes descentrados hacia su liberación, se declara a favor de su locura y organiza una huida vertical. La película se desprende de todos sus hilos narrativos y se deshace poco a poco hasta a alcanzar, en la última secuencia, la materia misma de su arte: el aire libre. Después de sesenta años de gran cine, Alain Resnais entrega una fenomenal lección de libertad y fantasía, un delirio luminoso y moderno. Entre tanto derroche de ideas e inventiva visual, se mezcla discreta pero íntimamente la sombra transportada de la muerte. Sus signos están por todas partes: en la voz del narrador omnisciente que nos cuenta la historia con el desapego de quien conoce el final, en el agotamiento del reloj del protagonista, en la lógica espectral que conduce a la película hasta su accidente final y en el secreto de Georges que jamás será develado. Parte de la euforia que provoca esta descomunal obra maestra, algo del irresistible deseo de volver a verla una y otra vez se funda en la intuición de que Alain Resnais se despide, con una elegancia loca y una serenidad conmovedora. À bientôt.
El eje del mal. Durante la guerra fría, el centro de interés en los cines de Europa oriental estuvo dirigido hacia los aspectos iconoclastas y disidentes de sus películas, en especial a los relacionados con eventos políticos decisivos como la sublevación húngara en 1956, la Primavera de Praga entre 1963 y 1968 o la crisis de Solidaridad en Polonia a finales de los 70. La mayor parte de los análisis críticos sobre el nuevo cine checoslovaco coinciden al subrayar su costado irreverente y provocador, pero pocas veces se han destacado sus hallazgos formales. Las primeras películas de Jiri Menzel, Jaromil Jires, Milos Forman o Vera Chytilova construyen un torrente visual anti-sistema utilizando el humor, el juego y el disfraz, y no necesitan ser solemnes para hablar en contra de la guerra, el trabajo en las industrias o el rol social de la mujer. Medio siglo más tarde, la ópera prima de Jan Prušinovský rescata algo del humor hierático de la nueva ola, aunque atravesado por una clara mirada psicológica para tratar de manera superficial temas como la fidelidad, la pérdida de fe en el otro o la crisis del modelo tradicional de familia. Amores de diván es una película insulsa, sin riesgos formales ni apuntes sobre cuestiones políticas. La distancia que toma el director para describir las disyuntivas que se le presentan al protagonista no le impide caer en varios lugares comunes típicos de las comedias sexuales hollywoodenses. Frantisek es un psiquiatra mujeriego que manipula a distintas amantes con un amplio catálogo de mentiras, hasta que una paciente lo demanda y consigue que pierda su trabajo, su mujer y su casa. El núcleo de la película relata, sosteniendo un punto de vista tan desapasionado como el rostro del protagonista, los múltiples intentos de Frantisek por reconquistar a su esposa. El antihéroe inexpresivo acepta, mientras tanto, volver a la casa de su madre y trabajar con su hermano en una escuela de manejo. El resto se pierde entre encuadres convencionales e intermedios musicales inoportunos. El devenir de la memoria se muestra tan injusto como implacable, ya ni los propios realizadores checos recuerdan el rol vanguardia que representó su cine en los años 60. La perniciosa ideología reinante esconde que aquel maravilloso movimiento fue posible gracias a una inédita combinación de producción estatal y libertad creativa. Incluso bajo el férreo control político luego de los acontecimientos del 68, Vera Chytilova pudo filmar Los frutos prohibidos del paraíso, una película que redobla su apuesta por un cine sensual con el énfasis puesto sobre la belleza y la experimentación formal, y que fue subestimada en el festival de Cannes de 1970 cuando la moda de la nueva ola había pasado. Los tiempos cambian, las productoras internacionales han descubierto que la República Checa es un buen lugar para filmar sus éxitos de taquilla de forma rentable y profesional. La industria local se ha fortalecido y compite de igual a igual con los tanques americanos. El caso checo reafirma que la prosperidad económica del sector no asegura la vitalidad cultural. Los nuevos espectadores reciben productos prolijos, competitivos e intrascendentes como Amores de diván, que dejan sin resuello los ecos del orondo jefe de estación de Menzel y borran los rastros de las chicas ligeras y silvestres de Forman.
¿Qué es un país? Para encontrar una respuesta a semejante pregunta, Raya Martin propone, con agudeza política y estética, una variedad de ideas cinematográficas. El director moviliza los signos del cine de la primera etapa clásica de Hollywood: formato cuadrado, blanco y negro, iluminación y decorados en estudio. Independencia es la segunda película de una trilogía, iniciada en 2006 con A Short Film About the Indio Nacional, que intenta revivir la traumática Historia de los filipinos a través de los tres períodos de ocupación colonial. La historia del país y la del cine evolucionan en forma paralela de una película a la siguiente. Indio Nacional era muda e invocaba la estética del cine primitivo. Raya Martin considera, al igual que Murnau y Chaplin, que la evolución de las imágenes y sus posibilidades de exploración pasaron a un segundo plano con la llegada del sonido. Por eso, aunque Independencia incorpora la palabra, no le impide al director experimentar con intrusiones de color y sobreimpresiones. La película recupera, a su vez, uno los papeles originales del cine: dar noticias del mundo. Martin no se ajusta a los códigos de una ficción globalizada que hace hincapié en los particularismos locales, sino que formula una ficción nacional que reconoce su frontera como superficie de intercambio. Independencia comienza con un golpe de fusil, la película se abre bajo una señal de agresión. La comunidad se estrecha ante el sonido de una detonación. El país se vincula con la sedimentación de violencias recibidas, la nación se funda y se consolida en la resistencia ante su agresor, Filipinas existe a partir del momento en que debe encontrar soluciones, resistir y luchar colectivamente. Una madre y su hijo se refugian en la selva, reparan una choza abandonada por los españoles y se acostumbran a una vida frugal. Ambos podrían ser parte de un mismo personaje si no fuese por la tensión sexual que se genera en medio de la exuberante naturaleza y que sólo se disuelve cuando aparece en el bosque una joven violada por soldados americanos. La extraña irrumpe en la casa, perturba los vínculos familiares y termina por sustituir a la madre, que cae enferma y es llevada por una noche de tormenta. Tras una profunda elipsis, la joven está embarazada. Ella sucede a la madre y un segundo hijo sucede al primero. El niño es una extensión del colonialismo, no posee la misma sangre que los otros personajes y aporta una nueva dimensión. La selva tiene un papel en la historia de los movimientos de lucha como refugio de resistencia, pero el bosque es también el lugar de los sueños, los mitos y las leyendas. La película intenta desencantar la imagen de la naturaleza como teatro de acontecimientos fantásticos. La selva construida en estudio tiene la capacidad de reconfigurarse moviendo tres árboles del decorado y transmite la idea de una superficie habitable. Martin observa su propio cine, descubre la dinámica entre ficción y realidad, y hace una autopsia lúdica y sincera sobre la realización que se evidencia a través de la evolución de sus materiales. Cada formato utilizado tiene un significado particular. Los falsos noticieros americanos son un dispositivo pertinente para la elipsis. Las burbujas incrustadas en la imagen remiten a la estética del comic. Las repentinas apariciones del color representan el estado de ánimo de los personajes, generan varias capas de sentido e introducen la forma de la tercera parte de la trilogía. El director plantea todo en términos de espacio, cada plano parece tomado desde la misma posición, modificando sólo elementos del decorado. La nación es una matriz espacial que no se desplaza, el país se funde en un plano que superpone vegetación, relieves naturales y construcciones. Las imágenes nos conducen, como un pedazo de ánfora rota, a una civilización antigua. Raya Martín ambiciona compensar los archivos que faltan en su cinematografía, reconstruir la memoria devorada por las llamas, rehacer lo que se perdió y revivir los recuerdos, porque una nación es, en definitiva, la suma de los rastros que conserva.
En el comienzo, la joven Mousse se droga junto a su amante en un gran departamento parisino. Sólo vemos un par de escenas de la feliz pareja antes de que el director nos sacuda con un primer plano de la aguja de una jeringa introduciendo la sobredosis mortal en el cuello de Louis. Los cambios de género y estilo dentro de la película aparentan audacia, pero en realidad son un síntoma de que, por momentos, François Ozon navega a la deriva. El director busca a tientas un sujeto que nunca termina de definirse, los diálogos tienen gusto a cliché y los símbolos que rodean a sus personajes están innecesariamente subrayados. Sin embargo, la presencia física del dúo protagónico erosiona la pantalla y supera las torpezas del realizador. Todo el atractivo de la película reposa en la ligereza de esos cuerpos consagrados a gustar. Luego de un par de elipsis abruptas entre el entierro y un cara a cara con su suegra, Mousse llega a la costa vasca y se instala en una hermosa casa cerca del mar. El jardín exuberante que rodea la construcción es el mágico escenario en el que la joven recibe a Paul, el hermano homosexual de Louis. A partir de este momento se abre un paréntesis encantado donde la narración se pierde en el tejido fino de la relación entre Paul y Mousse. Son dos seres que, por fortuna, no se exhiben tan perdidos como indica el guión. Mousse está embarazada, como Isabelle Carré durante el rodaje. Su cuerpo se convierte en el objeto de deseo del director. Ozon se entrega a una fascinación que lo sobrepasa, y la actriz, filmada en primer plano, se torna inquietante. Su rostro se transforma de escena a escena e ilustra un desborde de sensaciones sin que la palabra se interponga. El director filma su cuerpo sobre la playa, en el césped o dentro de la bañadera y se concentra en ese vientre misterioso y significativo. La escena en que su rotunda figura se encuentra con el armonioso físico de Paul traduce por sí sola el sentimiento de un refugio tan benévolo como improbable. Detrás de la cámara que erotiza al personaje de Paul y al actor que lo encarna (con una actuación antinaturalista que evoca a los héroes decadentes de las películas de Rohmer) aparecen los interrogantes sobre su acceso a la paternidad como homosexual. Más allá de los lugares comunes insistentes y alguna alegoría molesta, la imagen de la actriz nos encandila, los colores tornasolados del verano nos conducen hacia ese cuerpo que es a la vez refugio y fuente de temor, hasta desembocar en un epílogo brutal, honesto y conmovedor.