Credulidad. Los rostros de Jin y Bin resplandecen sobre un espacio cinematográfico en miniatura. El objetivo de So Yong Kim las envuelve, las filma en primer plano. La cámara inquieta es un marco protector que sólo permite breves incursiones del mundo real en la intimidad de las protagonistas. Los senderos de la vida es el retrato de dos niñas libradas a su suerte. La historia cuenta que Jin y Bin fueron abandonadas sucesivamente por su padre, su madre y una tía alcohólica; tuvieron que dejar la escuela y separarse de sus amigas. La película podría haber sido un drama social plagado de golpes bajos, pero la directora elude el lugar común de la crónica infantil con estallido familiar, daños colaterales y devenir adulto, y decide ubicarse en las antípodas, preservando el misterio de la situación tal como se les impone a la pequeñas. La adopción de este atractivo punto de vista hace que los personajes adultos parezcan seres incomprensibles cuyos caprichos logran cambiar el destino de la noche a la mañana. Jin y Bin apenas se dan cuenta que su madre también ha sido abandonada por su marido. Ellas intentan por todos los medios ablandar a su tía y, cuando no lo consiguen, buscan el auxilio de una vecina compasiva. La montaña sin árbol del poético título original es un montón de tierra al que trepan con la esperanza de avizorar la vuelta de su madre. El carácter ilusorio de esta creencia, materializado en varias secuencias donde las dos fomentan un número de planes ingenuos, no cede a ninguna concesión utópica. So Yong Kim apuesta a sus intérpretes y la película funciona como una muralla inamovible que preserva su inocencia. Lo esencial está en cada plano, la realizadora sacrifica tensión dramática en favor de una solidez moral incuestionable. Cuando la tía termina por confiarle las niñas a los abuelos maternos que viven en el campo, la película adopta un estilo que mira de reojo al documental, dilatando los tiempos a fuerza de contemplación. La vida rural está reducida a sus signos cotidianos: los trabajos manuales, los instantes de juego y las conversaciones anodinas. La abuela les brindará, a su manera, el afecto necesario para que las pequeñas puedan adaptarse al nuevo entorno, ya sin la esperanza del eventual regreso de los parientes en fuga. Los senderos de la vida elije la inocencia como territorio y les ofrece a sus dos heroínas vivir el presente como único refugio.
Stella vive entre dos mundos. La primera imagen de la película la muestra bailando en primer plano, con la frescura de sus 10 años, al ritmo del juke-box en el bar de sus padres. En montaje paralelo, vemos el metro que la lleva desde los suburbios populares hasta un colegio de ricos en la capital. Stella viaja ensimismada, con el gesto sombrío y una pelota bajo el brazo. El colegio es un universo que no logra descifrar, ignora a sus compañeros, no hace los deberes y se siente aislada. El bar tampoco es su lugar, pero al menos domina los códigos y el entorno, conoce las letras de muchas canciones, es invencible al metegol, prepara cocteles y juega a las cartas y al billar. El ambiente del bar embebe las imágenes y los sonidos, el desorden favorece el retrato de grupo, la cerveza fluye y la cámara se pierde entre el humo y los rostros de clientes atornillados en la barra. En la escuela, el mundo está reglamentado y la puesta en escena se revela más apaciguada, con planos fijos y luces claras. La misma luz que percibe la protagonista a partir de su naciente amistad con Gladys, una encendida lectora de Balzac que le aporta nuevos aires y le permite ensanchar su horizonte mental. Desde el inicio de esta nueva relación, Stella se reconstruye integrando nuevos gestos y gustos a los suyos, sin dejar de moverse en su medio original. Stella se sitúa en años 70, pero no intenta glorificar el pasado sino documentar las cavilaciones de una chica en la encrucijada entre sus sueños de amor por Alain Delon y una dura realidad preadolescente. La película sostiene con justo equilibrio a una multitud de personajes que gravitan alrededor de la protagonista y la enriquecen con sus contradicciones. La voz en off de Stella cuenta la historia a su modo y se torna divertida por la distancia entre lo visto y lo dicho. Pero cuando se siente apenada o con deseos de rebelión, la voz se apaga y Stella actúa: toma un fusil para espantar a un grosero que bromea con su madre, o se sienta en las rodillas de un padre que se ignora cornudo. La película registra, con idéntica gracia, la tristeza en la mirada de los hombres, un flan devorado entre amigas o las misteriosas revoluciones que provoca el descubrimiento de la cultura. La directora logra captar los momentos inasibles en los que Stella se conmueve al escuchar una canción o al leer un libro. Bellos intervalos en los que las palabras la frecuentan: las de la música popular que destila el juke-box y las que le facilita su amiga en los libros de Cocteau, Balzac y Duras. La emoción se condensa de manera admirable cuando recita un fragmento de Un dique contra el Pacífico. Hay algo en la novela que le habla íntimamente, la imagen de ella en otro lugar, la certeza de un día por venir. Por única vez, Stella llora. Y nosotros también. Bonus Track. Cuando en abril de 2008 anunciaron que Benjamin Biolay venía a la Argentina invitado por el Bafici, sentí una mezcla de sorpresa y emoción. La euforia ante la posibilidad de ver y escuchar en vivo a la figura más importante de la nueva chanson francesa, disimulaba mi desconcierto por su inclusión dentro del festival. En aquel momento razonaba: Biolay compone, produce, canta y toca varios instrumentos (y todo lo hace muy bien), pero lo único que lo relaciona con el cine es su condición de ex marido de Chiara Mastroianni (con quien grabó un muy bello disco de alcoba). El mismo Biolay se encargó de aumentar el misterio sobre el escenario, asegurando que su viaje tampoco tenía nada que ver con la discográfica y que sólo había venido porque una persona a la que le gusta su música lo había contactado. Nunca sabremos quién fue el misterioso artífice de aquella noche inolvidable en la que Biolay mezcló sus bríos roqueros con arreglos exquisitos y tuvo tiempo incluso para improvisar sólo con su guitarra, en una intensa comunión con el público, algunos de los temas que compuso para Henri Salvador. Dos años más tarde se estrena Stella, una película que comparte la sensibilidad discreta de Biolay y desmiente el postulado inicial. El músico deviene actor por un par de horas e interpreta con soltura a un padre taciturno y desbordado por los acontecimientos. Sobre la imagen del joven desgarbado con el cigarrillo adherido a los labios que nos entrega la pantalla, resuenan los ecos del recital. Más allá de sus propias virtudes, Stella confirma que a Biolay todo le sale bien.
Céline está loca por Cristo, su amor la consume y necesita estar con él. Es una joven indescifrable, perdida en el tiempo, acurrucada entre su enorme dulzura y una temible calma. Su presencia carnal invade la pantalla y sus grandes ojos azules conmueven desde el primer plano. Bruno Dumont impone un personaje que contradice los esquemas habituales de representación. La serenidad y el equilibrio de una puesta en escena que deja margen para las improvisaciones, marcan el extraño trayecto de la protagonista desde el momento en que es expulsada del convento por sus excesivas mortificaciones. Céline deambula por los suburbios parisinos en busca de un camino donde perderse. La película avanza por un terreno cenagoso en el que la pureza parece una broma siniestra. El director maneja la sustracción y la elipsis, mantiene una distancia justa y construye el equilibrio necesario para filmar la furia mística con la misma intensidad que exprime la radiante protagonista y con el mismo deseo de ser poseído por lo invisible. Céline hipnotiza al espectador y en el mismo plano seduce a Yassine, un joven árabe que desde ese instante sigue sus cavilaciones con una asombrosa paciencia. La temprana escena en la que ambos se conocen constituye una prueba clara de que el director de Flandres ha decidido bajar las armas y sacarse el lastre de sus habituales excesos. En un café de la periferia, Céline se deja abordar por Yassine y sus amigos, acepta todas sus propuestas con una bella mezcla de ingenuidad y disposición serena, y nos recuerda por un rato al gran Eric Rohmer. Conociendo los trabajos previos del director podíamos temer las salidas más atroces, pero Dumont nos transmite la confianza de la joven y sabemos que no le va a pasar nada que atente contra su integridad física y su dignidad. Entre la hermosa estudiante de teología y el joven árabe se instala un diálogo respetuoso y apaciguado, casi inédito. Si bien todavía hay lugar para alguna escena de impacto cruda y violenta, la película exhibe un menor determinismo en el desarrollo de los planos, y líneas de diálogo abundantes e imprevisibles. Bruno Dumont ha sido desde siempre un formidable director de actores no profesionales, pero en esta ocasión les suelta las riendas y se atreve incluso con pasos de comedia, como en la escena en la que Celine invita a cenar a Yassine en la suntuosa residencia donde vive con sus padres, un diplomático que pasa como una ráfaga por el salón mientras su señora se aburre soberanamente. La molestia evidente del huidizo Yassine Salim converge de manera magistral con un personaje incapaz de mirar a Celine a los ojos, por una mezcla de pudor instintivo y educación religiosa; y Julie Sokolowski encarna su rol, como en toda la película, con un candor y una determinación sorprendentes. La mirada es un elemento crucial que hace avanzar la trama. A Céline le molesta estar sometida a la mirada de los chicos y Yassine roba la moto de un burgués que lo había mirado mal, para tomar las calles de Paris por asalto con un movimiento tan torpe como emocionante. Dumont ofrece un trabajo estético riguroso y fascinante que interroga de modo sutil y con pertinencia el mundo actual, sin juzgar a ningún personaje y sin necesidad de explicar sus conductas. Las escenas en los barrios pobres están exentas de toda sociología barata y son el mejor ejemplo de una puesta en escena amable pero sin complejos, con un erotismo menos frontal y mucho más inquietante.
Algunos podrán ver en la última película de Polanski una sátira política poco original: la historia de un escritor encargado de redactar en las sombras las memorias de un Primer Ministro que remite claramente a Tony Blair, y lo deja mal parado junto a la CIA y los Estados Unidos. Incluso podrán decir que, dada la situación procesal en la que se encuentra atrapado desde hace tiempo, el director no hace otra cosa que ajustar cuentas con sus enemigos íntimos. La verdad es que esto tiene poca importancia y sería ingenuo pensar que, a esta altura de la historia, una película puede cambiar el curso de los acontecimientos. Por otro lado, si bien El escritor oculto es, en esencia, un thriller clásico filmado con destreza, inspiración y elegancia, los frecuentes diálogos sarcásticos y las secuencias absurdas impiden que la película pueda ser tomada demasiado en serio. El humor de El escritor oculto es autorreferencial, ahí están para corroborarlo el empleado que se empeña en llenar una carretilla de hojas secas en plena tempestad, o la escena en la que nuestro héroe se aventura a descubrir el misterio en bicicleta y se queda pedaleando en el canto rodado. Polanski permanece fiel a sus obsesiones. El protagonista se encuentra encerrado en una mansión lujosa, vítrea, aislada de la gente y asentada en una isla. Un espacio sin posibilidad de escape como el que ocupaban otros personajes en su filmografía: criaturas acorraladas en un barco, un departamento, una casa o un castillo. El mar vuelve a ser una amenaza y reaparecen algunas constantes como la sumisión, la mezcla de atracción y repulsión, el equívoco entre el bien y el mal, el gusto por los personajes perdedores y la habilidad para crear atmósferas inquietantes. Polanski elige a un héroe ingenuo, vulnerable y febril (pero que está lejos de ser un idealista) y, como en sus mejores películas, logra sumergirlo en un ambiente nocivo y sofocante. La maestría de Polanski se manifiesta desde la escena de apertura, cuando vemos a un transbordador hendir la bruma, atracar y agotarse en un ballet de coches zigzagueantes. Desde los primeros minutos el director instala un clima de densa espera y la sensación de que la amenaza puede surgir de cualquier rincón del plano. Una tensión que irá acentuándose hasta el final de la película con una sequedad admirable. La variada trama incluye fotos comprometedoras, una persecución sobre un transbordador y hasta una pista revelada por el GPS de un coche de alquiler, que funciona como metáfora de la manipulación a la que nos somete la película. El simulacro es un motivo que recorre la ficción y contamina los procedimientos de puesta en escena. Polanski hace converger armoniosamente todas las pistas de una intriga compleja sin que en ningún momento el espectador se encuentre perdido, y convierte a El escritor oculto en una pequeña joya que se incorpora inmediatamente al elenco de sus mejores películas.
¿Quieres ser Daniel Auteuil? A pesar del título, el afiche, el tráiler y todos los cálculos previos, Dos en uno tiene una única estrella: Daniel Auteuil. Cuando ya nos estábamos acostumbrando a verlo en comedias televisivas o policiales pomposos y anodinos, Auteuil nos sorprende con una perfecta mezcla de destreza y frescura en una película arriesgada y por momentos muy divertida. Un oficinista se encuentra, de la noche a la mañana, habitado por un cantante pasado de moda. Como era de esperar, los temperamentos son opuestos y deben aprender a convivir en el mismo cuerpo. La anécdota es simple y remite a comedias americanas recientes como Irene, yo y mi otro yo, pero en comparación, Dos en uno se revela más extraña y delirante. El desconcierto se produce porque la seducción que ejercen el ritmo de los gags y la eficacia de las réplicas, contrasta con los descarnados diálogos de la voz en off, que representan un desafío permanente y exaltan la figura de Daniel Auteuil. La cruda discusión con sí mismo, plasmada en una suerte de plano y contra plano invisible, puede resultar cansadora, pero la serena obstinación de Auteuil oculta las costuras de su actuación y genera un personaje cómico de una densidad poco habitual: burlesco, torpe, exasperante e irresistible a la vez. Las dos personalidades que ocupan su cuerpo están ancladas en la década del 80 pero, a diferencia de lo que ocurría en Disco (donde esta circunstancia se explotaba de manera demagógica), el sentido del humor retorcido y personal no deja lugar para el consenso. Dos en uno es una película incómoda, que ridiculiza como al pasar el mundo de la empresa, las oficinas funcionales y la arquitectura moderna. Cuando la comicidad flaquea, los directores apelan a lugares comunes escatológicos un tanto forzados que dispersan el relato y generan, sobre el final, la sensación de que la película quedó inconclusa. De todas maneras, la desenvoltura del epílogo logra disimular aquella impresión, y lo que permanece es la sorprendente visión de La Défense como una pesadilla climatizada por la que transita un héroe endemoniado que está en la vena de los personajes de culto.
Dos o tres cosas que sé de ella. Para qué andar con vueltas. Agnès Varda es la más grande directora de todos los tiempos. Con ochenta abriles y más de cuarenta películas encima, sigue filmando con una admirable libertad. Varda confía en la capacidad de registro de su cámara, filma sin rodeos y se deja sorprender por lo que tiene delante del objetivo. Su sentido agudo de los poderes del cine le permite desplegar las costuras de cada proyecto, las elecciones e intuiciones que crean una complicidad generosa y feliz con el espectador. El estreno comercial (y en fílmico) de su última película es un lujo al que no estamos acostumbrados. Con una escena de Las playas de Agnès podemos resumir toda su obra: tomando al pie de la letra uno de los slogans del mayo francés, la directora bloquea por dos días la calle Daguerre, vuelca toneladas de arena y hace una playa sobre el asfalto para instalar ahí una oficina con sus colaboradores haciendo su rutina en traje de baño. El cine de Varda es la prodigiosa combinación de un proyecto ambicioso, el trabajo artesanal y la obstinación con la que logra concretar sus ideas más locas. En otro momento de la película, la realizadora sostiene con una mano una cámara DV que filma su otra mano a punto de escribir. Un acto de creación doble y al mismo tiempo una reflexión sobre la revolución digital que le facilita explorar los límites de la imagen cinematográfica, abordando con su pequeña cámara el universo de las exposiciones de arte contemporáneo, las instalaciones y las proyecciones en video. Vivir su vida. Agnès Varda emprende su autobiografía, desenrolla las memorias de su infancia en Bruselas mientras disfruta de su presente condición de abuela rodeada de niños, revela sus comienzos profesionales con las fotografías de plató en el Festival de Aviñón o nos sumerge en su última exposición en la Fundación Cartier (donde más que exponer se apropia del lugar). La película avanza entre ensueños y vagabundeos, tomando de a poco un extraño espesor, una gran densidad que no le impide, sin embargo, cambiar de registro con una ligereza que asombra. La puesta en escena se despega rápidamente de la reconstrucción, exhibiendo su rodaje y liberándose mediante diversos dispositivos con marcos, espejos, trajes y decorados. Esta suerte de búsqueda improvisada llega al límite del desconcierto cuando la directora visita la casa de su infancia y encuentra a un señor apasionado por los trenes, que dinamita en un instante el matiz nostálgico de la película. Histoire(s) du cinéma. Cada plano lleva el rastro de un encuentro. Parte de la felicidad que provocan estas playas reside en la posibilidad de volver a visitar grandes películas, nos podemos (re)encontrar con el Godard burlesco de Cléo de 5 a 7 o con un Harrison Ford desconocido en los ensayos de Model Shop. Varda abre sus puertas, busca en sus cajones y aparecen Chris Marker escondido detrás de una foto de su gato, Jane Birkin y Laura Betti en plan Laurel y Hardy o Jim Morrison tirado en el pasto presenciando el rodaje de Piel de asno. En sus múltiples paréntesis y digresiones la película nos muestra a Agnès en China en 1957, en Norteamérica en la época de la guerra de Vietnam o en Cuba con Fidel, sus luchas feministas y sus años de psicodelia. Pero la directora apuesta siempre a quebrar el tono y evita tanto la complacencia como la solemnidad. Incluso cuando aparece Jacques Demy, el gran amor y la gran herida de su vida, el tacto de Varda hace que su tristeza no resulte grave. Las playas de Agnès es una película emotiva, vital, lúdica y pudorosa, en la que las obras y las memorias de Varda se funden con discreta elegancia.
El autor político. La última película de Michael Haneke, que transcurre entre 1913 y 1914 en una aldea del norte de Alemania, está tan lejos de ser un típico film de época como de representar una alegoría sobre los orígenes del nazismo. La cinta blanca es coherente con una obra sólida y rigurosa que, más allá del momento histórico y geográfico en que se desarrolla cada película, interroga el presente y revela con su cámara situaciones que invariablemente nos incomodan. Un cine político que se zambulle en el horror cotidiano con una extraña holgura, toma distancia del sujeto y genera una reflexión sobre los cánones establecidos. La puesta en escena depurada y compuesta por largos planos fijos, está siempre en función de su tema por excelencia: la violencia como consecuencia lógica de un sistema social y económico disfuncional. Una historia alemana (de niños). Desde el primer plano, Haneke los ubica en el centro del relato. Los rostros indescifrables de esos niños rubios son el eje del misterio, partículas indefinidas alrededor de las cuales se mueven cuerpos más grandes: los padres, la iglesia, la nobleza, la escuela, la medicina y la policía. El rigor protestante de la comunidad genera una construcción social falsamente homogénea y funcional en la que cada uno ocupa su lugar, desempeña su papel y no sobrepasa su condición. Pero el orden es minado poco a poco por una anarquía profunda que revela la verdadera naturaleza de la sociedad, y pronto los acontecimientos asumen el aspecto inquietante de una condena eterna. La cinta blanca, como todas las películas de Haneke, posee una mezcla paradójica de control absoluto y apertura del sentido. Su confección meticulosa y obsesiva no impide que parte del relato policial quede sin resolver. La intriga crece, pero en lugar de encontrar una respuesta descubrimos las miserias de los habitantes del pueblo. Aunque los enfoques, el montaje, la luz y los actores estén dirigidos con una precisión escalofriante, el relato conserva zonas difusas e inciertas. Ética de la representación. El maestro de la escuela es el único adulto al que la película le otorga una mirada ambigua. El joven lleva la voz en off del relato (es el encargado de interrogar el espanto) y protagoniza escenas sentimentales de gran nobleza aunque, a la hora de la verdad, abandona el terreno del crimen en lugar de cooperar. Por el contrario, la brutalidad del pastor y el regente con sus propios hijos no tiene matices y determina la supresión de los deseos y la voluntad. El uso del fuera de campo, que sirve para alimentar la intriga cuando los episodios misteriosos se suceden entre las imágenes, tiene también un valor ético cuando estallan los accesos de violencia física. En este sentido, la escena de fuerte anclaje bergmaniano en la que el médico tortura verbalmente a su amante, resulta mucho más chocante que los múltiples castigos físicos que ocurren a puertas cerradas. La elección del blanco y negro evita el falso naturalismo, acentúa la distancia en el tiempo y marca el ahogo de las pulsiones y de los sentimientos. La impecable reconstrucción histórica va en la misma dirección, asimilando la incomodidad de la vida diaria a la fealdad de la arquitectura y los mobiliarios. La extensa profundidad de campo, las hábiles elipsis, la ausencia total de música y la perfección cromática constituyen una puesta en escena precisa que permite descubrir algunas verdades desagradables que yacen bajo el barniz de la civilización. Es entonces cuando la paradoja del cine de Haneke se fortalece y su espléndida forma contribuye del mismo modo a enredar la mirada, distraer el sentido y propagar una extrañeza inquietante.
Los prejuicios naturales y bien fundados que surgen a la hora de enfrentarnos a un nuevo biopic se aplacan al saber que Séraphine se inscribe en una esfera de influencia que tiene grandes antecedentes como Camille Claudel de Bruno Nuytten o Van Gogh de Maurice Pialat, y desde allí intenta revelar las ansias de creación de su protagonista. En el comienzo, sólo vemos la silueta de Séraphine, su sombrero de paja negra, su paraguas y sus faldas que flotan en el viento. Poco a poco intuimos la pasión obsesiva que la habita. La seguimos recorriendo los bosques en busca de los pigmentos que luego usará para darle color a sus composiciones. Flores, frutos y hojas hallan bajo sus pinceles una nueva existencia, una nueva disposición, una estética inédita. Paradójicamente, el director encargado de llevar este salvaje estallido cromático a la pantalla es un mero ilustrador, un digno representante de aquel cine de qualité denostado hace más de cincuenta años. La suerte quiso que Séraphine fuera a trabajar a la casa del crítico de arte alemán Wilhelm Uhde, un hombre culto y adelantado a su tiempo que supo descubrir a varios precursores de la nueva pintura. El núcleo de la película es la historia de este encuentro intenso, aunque efímero a causa de la guerra, que le permitió a Séraphine escapar del eterno anonimato. A su vez, se ponen en contacto dos puntos de vista: el del coleccionista que ve en estos lienzos un lenguaje, una originalidad, una visión del mundo; y el de la mujer que, lejos de los conflictos y disputas del mundo artístico, encuentra en el acto de pintar una liberación. Martin Provost tuvo una fortuna comparable a la de Séraphine al encontrar a Yolande Moreau para que encarne a la protagonista de su película. La actriz alimenta la tragedia que subyace bajo la crónica histórica e introduce la desmesura necesaria para compensar un relato que por momentos se torna apático. Su rostro transmite la dulce locura de Séraphine: el azul líquido de sus ojos y la mueca que ofrece como sonrisa son difíciles de olvidar. La personalidad excepcional de Séraphine es minimizada por una puesta en escena demasiado fría, mezcla de naturalismo pasado de moda y sello histórico, que genera una distancia excesiva con el sujeto. El director no asume ningún riesgo, es incapaz de llevar algo del genio y la locura de la artista plástica a la realización. La película se sostiene sólo por la presencia de la enorme Yolande Moreau, que se agiganta a partir del momento en que se pone en evidencia el misticismo católico del personaje y deja al descubierto los dos estratos de Séraphine. La actriz pasa de uno al otro con una fluidez asombrosa y logra, ella sola, sacudir a una película indolente aportándole inquietud y extrañeza.
La nueva comedia francesa. Coco es un personaje grotesco que nunca debió salir del sketch televisivo. Digamos rapidito que se trata de un judío mitómano pero de gran corazón al que el éxito social se le subió a la cabeza, y que la película (por llamarla de algún modo) gira en torno a la preparación del bar-mitzva de su hijo, que pretende ser el acontecimiento del siglo. El director (y protagonista excluyente) confunde caricatura con sobreactuación y trazo grueso. El guión carece de sustancia y los personajes secundarios son inconsistentes. Todo se reduce a un encadenamiento frenético de líneas de diálogo que procuran ser graciosas y no producen más que una creciente pesadez. La gran fiesta de Coco es sólo un gran negocio local, una película hecha a las apuradas, por y para una estrella de la tele (Gad Elmaleh, un tipo que resultó ser más pesado que Begnini y Sasha Barón-Cohen juntos), que le garantice al productor (el mismísimo Gad Elmaleh) que al menos sus fans pagarán la entrada. El éxito de la película en Francia confirma que el poder mediático embrutece a las masas sin importar latitudes. Un estreno desconcertante. Es un gran misterio. La prensa extranjera coincide al señalar que la película no es buena. Nadie conoce a Gad Elmaleh en Argentina. Y menos a Coco. Es un fracaso seguro, pero la película se estrena de todos modos (y la distribuye una empresa independiente). Se sigue postergando la de Resnais. Estamos todos locos.
Hay una corbata en mi sopa. El cine de Alex Van Warmerdam desnuda las miserias de la burguesía local mediante circunstancias absurdas, humor negro y diálogos sarcásticos. Un elemento perturbador, como la corbata en la sopa, puede desencadenar situaciones extremas que son neutralizadas por una puesta en escena sobria, que le permite al director atravesar las fronteras de la fábula social con grandes dosis de diversión cáustica. Sus películas (en las que también actúa, junto a su mujer) tienen una estructura dramática semejante, con climas opresivos que el absurdo se encarga de aligerar. En este caso, el director utiliza como excusa los últimos días de Emma, una mujer enferma que espera que le llegue la hora en su mansión, rodeada de un personal exageradamente servil. La dueña de casa manipula a su antojo a los sirvientes que, a poco de comenzar, descubrimos son el marido, la hija y otros parientes que esperan con impaciencia su muerte para cobrar una suculenta herencia. Al principio todos cumplen su papel a la perfección conformando un ballet burlesco, pero el juego al que son sometidos despierta de a poco las frustraciones de cada integrante de la familia. A pesar del contexto extravagante, todos los personajes resultan creíbles, incluso el perro que, en una delirante puesta en abismo, interpreta el propio director. La última película de Van Warmerdam refuerza el carácter amoral de su cine. La ambigüedad permanente que atraviesa el relato motiva un juicio de valor sobre el contenido de un sándwich, en tanto que el asesinato es sólo una anécdota. Lo mismo ocurre con la apasionada hija de Emma, que busca alivio sexual con un desconocido mientras todos los demás pasan rutinariamente cada noche por la puerta de su dormitorio para probar suerte. Entretanto, la vieja cascarrabias se toma mucho tiempo para morir e incita a sus subordinados a la rebelión con pedidos cada vez más absurdos, en el curso de una intriga que, sobre el final, cambia las reglas de juego. A esta altura, el delirio flaquea y el desenlace resulta demasiado convencional para una película que se juega por los extremos logrando que todo parezca normal. A pesar de este reparo, Los últimos días de Emma Blank es la adaptación cinematográfica realista de un guión increíble, una película oscura y cínica con un timing cómico perfecto.