Bruno Dumont está haciendo una revolución en su cine guiado por una locura creativa que no deja de sorprender con cada nueva película. Jeannette, la infancia de Juana de Arco rompe los límites entre lo sagrado y lo profano, lo trivial y lo sublime, el drama y la comedia, la televisión y el cine. El cineasta asume el desafío de filmar una película cantada y bailada al aire libre por niños y adolescentes, confirmando su excepcional habilidad para dirigir actores no profesionales. La historia está atravesada por una sensación de inminencia que hace tangibles las palabras, los sonidos y las acciones. Dumont utiliza los recursos inesperados de sus jóvenes intérpretes: la confusión interior que emana del texto de Péguy adquiere otro alcance cuando sale de la boca de los chicos. La danza y la música reverberan desde el impacto inicial y al mismo tiempo le otorgan a la puesta en escena una libertad inaudita. Las rupturas y cambios estéticos van desde los bailes al ritmo del rock electrónico hasta el gesto de sacudir el pelo en la más pura tradición heavy metal. El resultado posee una belleza singular y una energía extraña, cercana y distante al mismo tiempo, hierática y salvaje. La película comienza con el nacimiento de una vocación rebelde y el advenimiento de una conciencia: una serie de diálogos maravillosos enfrentan a Jeannette con su amiga Hauvette, que sostiene la fe simple del catecismo, y con la señora Gervaise, una monja a la que Dumont, en una cumbre del absurdo, desdobla en dos gemelas. El cineasta aprovecha la economía de medios para observar, en un marco delicado, las distintas posibilidades y devenires. Con un notable sentido del encuadre, el decorado cambia durante el recorrido de Juana y vemos surgir paisajes espirituales: el desierto, con la claridad propicia para las visiones, es el lugar de las conversaciones con dios. El paso de baile con el que Juana se aproxima de pronto a la pantalla revela una mirada menos icónica que dinámica, viva y danzante, alimentada por el sentido de cercanía propio del cineasta. Las colisiones admirables entre los gestos torpes y la sofisticación coreográfica, entre el primitivismo de los decorados y la poesía manierista que hace levitar a los personajes, generan una paradójica armonía: una novedad absoluta. P
Redemption song La nueva película de Agustín Toscano singulariza el relato coral de Los dueños. El director vuelve sobre el tema tabú de la propiedad privada y la inquietante relación de los personajes con los bienes ajenos. Dos de los actores de aquella notable opera prima conforman la genial pareja protagónica. Desde el título, el director apuesta por una geografía, personajes y lenguaje locales. San Miguel de Tucumán, la ciudad más pequeña y densamente poblada de Argentina, es el escenario. Los diferentes espacios representan un verdadero contrapunto dramático: la ciudad media desierta y sus barrios periféricos, marginales, con enormes vertederos de basura, pero también los imponentes cerros con hermosos limoneros. El motoarrebatador pone en cuestión los límites de los prejuicios sociales, evitando al mismo tiempo la estigmatización y la justificación automática, con una insólita combinación entre comedia negra y una mirada humanista. La película comienza con una secuencia brutal: dos personas en moto le roban el bolso a una mujer mayor a la salida de un cajero automático; la víctima se resiste y es arrastrada media cuadra hasta que queda tirada en la vereda. Cuando se reparten el contenido de la billetera, uno de los ladrones se queda también con el documento de la señora. Miguel, el conductor de la moto, se siente afectado y necesita saber si la mujer murió. Luego de esta potente introducción, el director se aparta de los tiempos narrativos convencionales para otorgarle una mayor profundidad al personaje y contextualizar su derrotero. La película adopta entonces el punto de vista de Miguel y lo acompaña en su complejo proceso de redención. La violencia de las relaciones se desarrolla en ambientes íntimos: la sala de un hospital, una casa espaciosa o un modesto departamento. La crisis social y política se filtra en un primer momento desde los televisores que anuncian una huelga policial y luego en la ficción con el saqueo de un supermercado. En este contexto, la posibilidad de usurpar una casa resulta un premio inesperado. Tal vez el mayor logro de la película sea la singular relación que se establece entre la víctima y el perpetrador, luego del violento robo. La convivencia, el vínculo y la extraña intimidad que generan una transformación sorprendente, con el espacio como un tercer personaje.
El alquimista Cincuenta años después de Marie pour mémoire, Philippe Garrel sigue filmando en presente. Los rostros, los cuerpos, las miradas, las respiraciones y las voces: el cineasta celebra la humanidad en cada rincón, entre susurros y caricias, con una discreción elegante y una intensidad secreta. En su cine, la intimidad se convierte en una sustancia suspendida en el aire, en una luz sublime que fluye entre los seres cuando están parados juntos o caminando lado a lado, cuando se tocan, se hablan o se miran en silencio, cuando se encuentran solos pensando en el otro. Su nueva película vuelve sobre la amistad, los celos, la traición, el deseo, los encuentros y las separaciones, que se revelan en la ligera vibración del rostro de una joven, en la musicalidad de las voces en off o en la imagen de un hombre desdichado que camina solo en la noche de París. Amantes por un día transmite una emoción simple, física, cotidiana, sexual, parisina, joven y musical. Estamos en un territorio conocido: las calles de París y los cafés populares del centro, fotografiados en un blanco y negro exquisito bajo una melodía de Jean Louis Aubert. Pero hay una energía sexual inédita y rupturas de tono inesperadas. La película comienza de un modo sorprendente con dos picos consecutivos de gran intensidad que unen el placer y el dolor en un mismo movimiento. Una estudiante se precipita por las escaleras de la universidad para unirse a su amante en el baño. Una segunda joven, abandonada por su novio, se lanza hacia la vereda y se funde en lágrimas. La estudiante vive una historia de amor con su profesor de filosofía, con quien comparte el departamento. La otra joven es la hija del profesor que llama a su puerta después de la ruptura. Las dos mujeres comienzan a habitar el mismo espacio, se apoyan mutuamente y comparten sus secretos. Garrel presta atención a los pequeños detalles y plantea la relación amorosa como un constante titubeo entre el deseo y la filiación. Combinando dos momentos contradictorios del ciclo sentimental, el cineasta examina con una agudeza profundamente conmovedora esta paradoja emocional. Las dos mujeres no comparten la misma relación con el cuerpo: la sensualidad radiante de aquella que accede al deseo presente se contrapone con la aparente fragilidad de la que permanece anclada en un proyecto para restablecer su pareja. El vínculo filial es palpable: Esther Garrel, hija veinteañera de Philippe, aporta una notable energía juvenil a la película. Louise Chevillotte, por su parte, es todo un descubrimiento: un rostro-paisaje y un cuerpo magnético, adolescente y adulta, enigmática y presente. Las mujeres aman, desean, cambian de hábitos, sacuden al hombre y hacen avanzar la historia. El cineasta encuentra una belleza singular en la encarnación ligera y justa de estas historias de continuas decepciones amorosas. El trabajo interno de la película, sus ecos y los efectos de los encuentros y desencuentros, conforman una estructura delicada, precisa y compleja que fluye con una genial simplicidad. Garrel sigue depurando su cine con una precisión sintética que concentra la sustancia de los sentimientos amorosos, conjurando su fugacidad con una alquimia misteriosa.
Sean Baker construye una obra de una consistencia asombrosa desde la periferia de la falsa gloria de Hollywood, filmando en los márgenes y con total independencia. Proyecto Florida confronta el entretenimiento normalizado y mercantilista del universo Disney con la realidad que no muestran los folletos turísticos, exhibiendo un rechazo claro y contundente a cualquier estigmatización, complacencia o moralina. La película transcurre entre los hoteles rosas, amarillos y púrpuras que ocultan con la pintura las grietas de sus paredes y balcones, y los negocios de baratijas dónde se pueden comprar entradas y souvenirs a precios reducidos. La energía vital de los protagonistas es contagiosa, los colores fluorescentes y las luces de neón son una bofetada insolente a la miseria, los movimientos febriles de la cámara captan el ambiente con una fuerza y una sensibilidad apabullantes. Los niños crecen a la sombra de Disney World, escupiendo a los parabrisas de los coches de los vecinos, mangueando a los turistas para comprarse un helado, tirando un pescado a la pileta para ver si por casualidad resucita y transformando cualquier recoveco en una cueva mágica. Moonee pasa la mayor parte de su tiempo entre juegos, travesuras y amigos de paso. La pequeña hace frente a todos los adultos que la retan con facilidad por su comportamiento. A pesar de la gravedad involuntaria de alguna de sus metidas de pata, la niña genera una empatía irresistible: su propensión ilimitada a producir diversión provoca un arrebato singular que linda con la pura genialidad. Halley, la madre de Moonee, es una mujer joven que ha erigido un soberano desprecio a las normas como baluarte para su frágil dignidad. Ella siempre se ríe de los otros, de su existencia timorata, de la alienación de sus hábitos y de su lógica anodina. Sin otro horizonte que el presente inmediato, sale de su habitación solo para una fiesta o para ganar algunos dólares cuando llega la hora de pagar el alquiler. Halley es alegre y se presta a todos los juegos de los niños, pero se niega a integrar un mundo adulto que no le deja otra opción que una vida de esclavitud moderna. Halley es una niña, por eso los chicos la adoran y por el mismo motivo no puede hacer nada por ellos. Sean Baker adopta el punto de vista de sus jóvenes personajes y nunca juzga su modo de vida precario, excesivo, marginal y festivo. La película posee un ritmo narrativo frenético y un crescendo dramático asombroso que culmina de un modo desgarrador y sublime. La secuencia final es notable. El gesto puede parecer ingenuo, pero hay algo profundamente perturbador en ver a esas dos pequeñas dar la espalda a las leyes del mundo adulto para abrazar la utopía de una infancia perpetua.
Visages, villages es el retrato vital, íntimo y sincero de una mujer frente a la idea del paso del tiempo. La nueva película de Agnès Varda junto al joven fotógrafo JR es un verdadero manifiesto de emancipación creativa y una lúcida reflexión sobre el artista y su obra. Aunque la película comienza con la historia ilustrada de un encuentro que nunca tuvo lugar (“no nos conocimos en la panadería ni en la parada del colectivo”), los dos artistas exponen enseguida la congruencia de sus mundos: ambos intentan hacer visible las existencias más ordinarias que acostumbran vivir en las sombras o en el olvido. Reunidos por la misma curiosidad, los dos recorren los caminos de Francia para encontrar a sus habitantes: JR toma fotos que luego agiganta y pega en los muros mientras Agnès los filma. Con una mirada atenta sobre la figura de JR, la cineasta capta la impresionante libertad de acción del joven que escala entre el andamiaje como un alpinista. JR y Varda asumen frente a cámara el carácter improvisado de su viaje. La película se escribe de acuerdo a sus deseos con una narrativa tan ágil como la trayectoria errática de la furgoneta del fotógrafo. Lamentablemente, la brevedad de los encuentros le resta espesor a las historias: los personajes retratados están parados frente a cámara apenas el tiempo justo para dos o tres oraciones. No aprendemos gran cosa sobre los habitantes de la aldea fantasma de Cherence, sobre la moza del pueblo de Bonnieux, ni sobre los trabajadores de una fábrica química en los Alpes. De todas maneras, afloran inesperadamente escenas de verdadera emoción cinematográfica. Con el retrato de antiguos mineros en los muros de un campamento en proceso de demolición o con la imagen fijada en la piedra de la joven camarera que está en la ciudad por un trabajo temporario de verano, la fotografía y el cine se unen para retener el último instante de un presente en vías de extinción. En esta suerte de work in progress de creación espontánea, los dos artistas se divierten invirtiendo el orden de lo real: poniendo fotos de peces en el aire sobre una torre de agua o pegando los gigantescos dedos de los pies de Agnès Varda sobre los vagones de un tren de carga. Los anteojos y el sombrero negro de JR traen el espectro de Jean-Luc Godard. La nostalgia, la vejez y la muerte vuelven como un boomerang: la enfermedad en los ojos de Agnès Varda, la memoria de Jacques Demy y de Henri Cartier-Bresson. JR pega en una enorme piedra al borde del mar una imagen ampliada de Guy Bourdin, fotógrafo y amigo fallecido de Agnès Varda. Mientras contemplamos el retrato del joven tendido como un niño entre la arena y las olas, sabemos que pronto la imagen va a ser borrada por la marea. En esos instantes, el cine prolonga mágicamente el trabajo efímero del artista callejero y fija para la eternidad una obra que está destinada a su degradación.
El escenario es un refugio maravilloso donde el tiempo parece suspendido. Elio es un adolescente que se deja llevar por la languidez del verano y la dulzura de una vida sin dificultades materiales. Apenas comenzadas sus vacaciones en una hermosa villa en el norte de Italia, su padre recibe a un joven profesor de filosofía llegado de Estados Unidos que viene a instalarse en la gran casa familiar. El espíritu refinado y la ligera arrogancia de Elio, que navega con facilidad entre las culturas italiana, francesa y americana, se ven perturbados por la presencia distendida de Oliver. Entre justas verbales, tanteos y pequeñas provocaciones, la película prepara lentamente el terreno para la eclosión del deseo y del amor. El director se rehúsa a hacer de la melancolía adolescente o incluso del descubrimiento de su sexualidad un motivo central alrededor del cual giren los acontecimientos. La singularidad de la película se nutre de una sensualidad desinhibida y feliz. Llámame por tu nombre se confunde con el fabuloso paisaje de la campiña italiana, con una indolencia que irradia belleza pura de forma natural. A imagen del padre de Elio, que está presente de un modo discreto, el director nos hace cómplices de los juegos de seducción, de los deseos y del nacimiento de la historia, con una ligera distancia. Guadagnino encuentra el tiempo necesario para construir una relación más emocional que intelectual, partiendo del retrato de una familia cuyo confort es comparable con su riqueza espiritual. Una escena resume de un modo notable esta mezcla de cuerpo y espíritu: Oliver y Elio pasean por el pueblo, se detienen en un lugar y comienzan a hablar de historia caminando alrededor de una estatua. La cámara los sigue con un plano secuencia tan discreto como vertiginoso que expresa en un solo movimiento todo lo que se juega entre ellos. El director consigue en este momento un equilibrio sutil que nunca abandona la película, desde las intensas escenas eróticas hasta otras tan ligeras como los torpes pasos de baile de Oliver intentando seguir el ritmo de “Love my Way” de The Psychedelic Furs. Timothée Chalamet es una fabulosa revelación y Armie Hammer, su partenaire ideal. Ambos protagonizan una historia de amor única. Los seres más próximos reconocen la belleza mágica de la relación y tienden a protegerlos: los silencios de Amira Casar, una declaración de amor de Esther Garrel o el monólogo lúcido y reconfortante de Michael Stuhlbarg. Los fundidos elegantes, los matices musicales y la extraordinaria fotografía de Sayombhu Mukdeeprom (un habitual de Apichatpong Wwerasethakul) conforman un refinamiento formal que se confunde con la simplicidad como fuente de grandes emociones. El epílogo invernal ofrece un contrapunto de una dulzura absoluta, paradójicamente lírico y abiertamente melodramático. Un pequeño milagro que nos deja la sensación de haber presenciado una burbuja temporal tan sólida como fugaz, capaz de evocar la melancolía de un momento sin subrayar su naturaleza efímera. La película termina y aflora el deseo de querer volver, pasar un poco más de tiempo con ellos, prolongar ese verano infinito.
Caos calmo La batalla de Solferino, el sorprendente debut Justine Triet, narraba de un modo intenso la lucha caótica por la tenencia de los hijos entre un padre y una madre que acababan de divorciarse, en medio de un caos político generalizado por las controvertidas elecciones de 2012 en Francia. En su segunda película, la directora aborda un género como la comedia romántica manteniendo su mirada aguda y singular sobre la vida moderna. Pero ahora Triet tiene el control del caos y dibuja con paciencia y precisión sus contornos. Victoria y el sexo actualiza el espíritu de la comedia screwball con humor negro, cuerpos exultantes y el agresivo exhibicionismo de las redes sociales. La esfera íntima y las declaraciones públicas se mezclan en situaciones disparatadas con ritmo justo y máxima tensión sexual, sostenidos por una actriz en estado de gracia. Con una comicidad física y verbal asombrosa, Virginie Efira es un astro que irradia un glamour sensual y combina el magnetismo de antaño con una frescura perenne. Victoria Spick es hermosa, brillante y enérgica. Una mujer de este tiempo que debe tener éxito en su vida familiar, interior y profesional. La protagonista es una abogada que se siente cómoda con el lenguaje y es consciente del dominio de su encanto y su persuasión. Sin embargo, el uso de la palabra es la primera fuente de desacuerdos. Victoria parece estar en un proceso permanente de negociación con su entorno. Para ella, hablar es a menudo fingir, causar una buena impresión, usar señales apropiadas para cierto estatus social. La abogada les recomienda a sus clientes privilegiar los adverbios. El ejercicio retórico forma parte de una temporalidad confusa: Victoria le confía sus problemas profesionales a un amante pasajero y mide la naturaleza de su relación con su niñero/asesor a destiempo. El cruce de temporalidades contradictorias se resume en la proximidad o la lejanía de los amantes. La tardía toma de conciencia de sus verdaderos sentimientos por parte de la protagonista recuerda a la ironía del mejor Woody Allen. La creatividad fructuosa de la directora se evidencia con el uso del montaje acelerado para representar una pausa en lugar de hacer avanzar la narración. Sin nudo dramático, vemos a la protagonista hacer panqueques a regañadientes con sus hijos y abrazar un aburrimiento cotidiano que le disgusta. La desarticulación del lenguaje y el desmembramiento de la palabra alcanza un clímax delirante en una gran discusión aletargada por la ingesta de sustancias con efectos contradictorios. En lugar del alegato final lleno de coraje de la mayoría de las películas de Hollywood, Victoria y el sexo pone en escena unos testigos insólitos que potencian el absurdo. Lejos de la tragedia, la desesperación sigue el curso tranquilo de la vida, sin grandes eventos creados por el guion para marcar las vueltas de la historia.
El fantasma Fernando navega en una canoa sobre las verdes aguas del Duero. El joven ornitólogo observa a las aves en sus nidos entre los matorrales de la orilla o en la parte superior de un acantilado. El cuerpo robusto del protagonista filmado en cinemascope se pierde en los majestuosos escenarios despojados de toda presencia humana. Sin embargo, el hombre y el ave rapaz están en el mismo nivel. El primer contraplano nos revela que el científico también es observado y examinado en sus formas, sus gestos y sus desplazamientos. Un accidente en el río desvía al ornitólogo de su objetivo. La película se reinventa en lugares y situaciones donde las creencias paganas prevalecen sobre la civilización. La narración toma entonces un devenir onírico: caminos insospechados que combinan peligros y emociones singulares. El protagonista se somete a dos turistas chinas, tiene sexo con un pastor mudo y es asediado por unas amazonas a caballo. En sus tribulaciones al aire libre, nunca puede apoyarse en un hecho, un encuentro o un sentido unívoco. Todo tiende a la ambigüedad. El protagonista va hacia adelante, fugitivo, vagabundo, sin comprender su destino. Una cigüeña negra lo observa. Águilas, búhos y palomas esparcen su vuelo sobre los sinsabores terrenales con los que Fernando desmorona de a poco su identidad y comienza a verse como otra criatura. El cuerpo atado del ornitólogo evoca tanto la representación de un santo como la práctica del sadomasoquismo. Un eco del gran Pier Paolo Pasolini resuena en este gesto maravilloso que combina en un solo cuerpo situaciones eróticas y religiosas. João Pedro Rodrigues se sumerge en la naturaleza virgen del norte de Portugal mezclando mitos, leyendas y representaciones de distintas épocas en un viaje mutante, experimental, poético y misterioso.
El nacimiento del amor El cine de Hong Sang-soo es un universo autónomo con personajes propios y una coherencia temática y estilística única. En El día después vuelven los equívocos amorosos, los caprichos de la infidelidad, las pasiones intempestivas, las confesiones patéticas y la embriaguez liberadora. El cineasta hace de la economía de medios su fuerza estética y narrativa. El dispositivo está reducido a un puñado de actores, decorados comunes, algunos zooms como encuadres dramáticos y un breve motivo musical que se repite con independencia de la historia. La novedad radica en la apuesta por un entrelazamiento temporal que diluye los límites entre lo real, el deseo y los recuerdos. Hong utiliza los flashbacks de un modo desconcertante. El pasado vuelve repentinamente desde el presente. El lenguaje condiciona la realidad. Una memoria sensible explora las heridas, las palabras y las cosas. Bongwan está desayunando mientras su esposa busca develar el motivo de algunos cambios imperceptibles en su conducta. Las preguntas flotan en el aire, la pareja se enfrenta y se evita, la cámara oscila de uno a otro. La nieve cae sobre Seúl, la nostalgia impregna la película. Bongwan sale de su casa, camina en la madrugada fría y vacía, avanza y se detiene, deja pasar la vida. Se encuentra con una mujer y luego con otra, tal vez en otro tiempo. El personaje principal es escritor, crítico y editor, cobarde y orgulloso. Está casado, ama a su esposa, pero tiene un romance con la chica que trabaja con él en la editorial. Hong Sang-soo procede por ínfimas variaciones. Los planos fijos de las parejas son una pintura emotiva. El marco casi no se mueve, solo se invierten los roles: el dúo puede ser un matrimonio, amantes o compañeros de trabajo. Los momentos pasan, las lágrimas y los rencores se ahogan en un vaso de sake, los conciliábulos se transforman en confidencias, una melodía de Bach observa a las parejas nacer y deshacerse. La cámara registra la seducción casi inconsciente del protagonista: la debilidad de un hombre desgarrado que vive y desea dos realidades al mismo tiempo, mintiendo y acomodándose a las circunstancias, olvidando y recordando a su propio ritmo. La fotografía en blanco y negro invita a ver a los personajes bajo una luz cruda y directa, evocando al mismo tiempo siluetas fantasmales. La película juega con la desorientación del espectador: el montaje acorta o alarga sin previo aviso el tiempo de la historia, siembra la duda y favorece las interpretaciones alternativas de la realidad. El cine de Hong es deslumbrante y evidente al mismo tiempo. La película posee una gracia inexplicable que transmite el deseo de existir, de vibrar, de escribir y de hablar. Y a su vez, es una película increíblemente literal sobre el nacimiento del amor que confirma la capacidad del autor para reducir el drama a su esencia más simple.
El empleo del tiempo La película describe una semana en la vida de Paterson: un colectivero poeta que vive junto a su mujer y a su perro en la pequeña ciudad de Paterson. Cada día, el protagonista se despierta al lado de su compañera, desayuna mientras ella sigue durmiendo, va a caminando a trabajar atravesando una antigua fábrica y aprovecha el tiempo que le queda antes de la llegada de su jefe para escribir algún poema en su libro secreto. Mientras maneja, escucha las conversaciones de los pasajeros, y al regreso saca a pasear al perro y termina siempre en el bar del barrio con una cerveza. La crónica de una cotidianeidad se funde con el retrato de un artista que encuentra inspiración en los sucesos ordinarios. En la nueva película de Jarmusch no hay lugar para excéntricos ni bohemios, el protagonista es un americano medio filmado con una indolencia asumida en un mundo donde todo se repite y al mismo tiempo se reformula. El director intenta hacer una película poética sobre la poesía, con fundidos encadenados evidentes que se combinan con la voz en off reposada del protagonista y la sobreimpresión de sus poemas en la pantalla. La repetición mecánica acompaña el proceso de refinamiento en la escritura del poeta. Mientras tanto, la mujer pasa sus días en la casa, ocupada con tareas domésticas y vocaciones impulsivas como cantante de música country, decoradora obsesiva o reina de los cupcakes. Estas obstinaciones van contaminando al personaje femenino con un mal humor subrayado que desentona con la pretendida elegancia del conjunto. Sin asumir mayores riesgos, el director encuentra un encanto sereno en la sucesión de anécdotas mínimas y logra, en sus mejores momentos, que la rutina se convierta en un viaje placentero, como el flujo inestable de la cascada que obsesiona a Paterson y transforma todo a su alrededor con las pequeñas vibraciones que irrigan sus poemas.