Vida de músicos Empatía y fotogenia son los dos pilares de Extraños en la noche, la película de Alejandro Montiel que protagonizan Diego Torres y Julieta Zylberberg. Martín y Sol sueñan con vivir de la música; ella dejó atrás una banda de rock y ahora canta en eventos con Martín al piano, mientras esperan alguna oportunidad de brillar, cada uno en lo suyo. La película resume un repertorio de escenas clásicas en la comedia romántica y toma momentos de películas muy recordadas, como Los fabulosos Baker Boys, en una imitación fresca y posmoderna de la chica cantando sobre el piano y ronroneando a lo Michelle Pfeiffer. La actriz argentina que se destacó por trabajos dramáticos muy interesantes, esta vez ingresa en un registro sencillo, logrado a fuerza de convicción, y buena química junto a Torres. El cantante pone su histrionismo al servicio de un personaje inseguro, prejuicioso con respecto a la música popular y con el ego por el piso. Supera las limitaciones de la historia de amor planteada de esa manera una trama policial que abre el juego a otros contextos y personajes: el edificio, los vecinos y el portero; la vida secreta del vecino de arriba; la noche y la política, en dosis amables, al tiempo de que los pequeños dramas personales se resuelven con un poco de ingenio. Acompañan a la pareja, Fabián Vena, Ludovico Di Santo, Betiana Blum, Daniel Rabinovich, Laura Conforte, Alexia Moyano, entre otros. La música funciona como síntesis, sobre todo en los compactos de imágenes a la manera de videoclip, y Torres estrena la balada Sol del nuevo día. Entre chispazos de humor sobre estilos musicales y guiños, como el del título, un eterno romántico, la película de Montiel entretiene sin desentonar.
Los días de un hombre invisible Gianni y las mujeres, tal el título traducido caprichosamente como La sal de la vida, traza el boceto cotidiano de un jubilado, Gianni, que vive en un departamento alquilado en Roma junto a su esposa e hija. El relato clásico es el modo que eligió el director y protagonista Gianni Di Gregorio para contar por qué un hombre se siente invisible, separado de todo impulso vital. Gianni es el amo de casa, mientras el mundo gira a una velocidad que lo ha dejado atrás. Atiende las tareas domésticas, pasea su perro y el de la vecina, y se ocupa de la madre. Estupenda Valeria De Franciscis como la anciana manipuladora que derrocha, está lúcida y aun así, es amable y encantadora. “Teneme paciencia”, le dice a Gianni que clasifica para santo. Es Alfonso (Alfonso Santagata) quien le clava la espina cuando le aconseja tener una aventura. Primero Gianni se escandaliza como reflejo de tantas imposibilidades acumuladas. Pero luego lo intenta, a su manera, con mujeres que hace tiempo que no ve. Se propone encuentros, se da cuenta de la vida que lleva, se mira al espejo; advierte la indiferencia con que lo tratan, propia de la rutina. Gianni Di Gregorio filmó la película a su medida. La interpretación remite a los dramas agridulces, aunque no se agota en la figura del antihéroe. Todo recupera la voluptuosidad ante los ojos del hombre. “A veces la belleza te abruma”, comenta con el amigo. Quedan preguntas y sensaciones sobre el paso del tiempo y cómo en las sociedades que esgrimen la longevidad como un logro, el patrón de juventud y belleza continúa cercando a las personas que no se resignan a jubilarse de la vida.
Civilización o diálogo Un niño le pega a otro en un parque, a la salida de la escuela. La cámara capta la escena a media distancia, discretamente. El episodio deriva en la reunión de los padres en casa del agredido (Ethan). Cuatro actores de carácter, Roman Polanski en la dirección, y Jazmina Reza, la dramaturga y guionista francesa, componen un cuadro cotidiano trazado con los modales de la gente “civilizada”, dispuesta a dialogar sobre la educación de sus hijos. Un dios salvaje transcurre en el departamento de Penélope (Jodie Foster) y Michael (John C. Reilly), con el espectador en medio del cruce de observaciones. Éstas, primero muy medidas y calculadas, pero luego francamente violentas, con esa violencia de la que sólo es capaz la gente educada. La inclusión del espectador es el acierto de Polanski, un maestro para el relato claustrofóbico. El guión remite al clásico Quién le teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee, sólo que hay un cambio de perspectiva en el registro de Reza para avanzar en la crítica a un modo de vida y, sobre todo, a la imagen que cierta gente tiene de sí misma. El conflicto entre los niños pone al cuarteto de adultos en el ojo de la tormenta. Los actores se reparten los perfiles necesarios para instalar el conflicto en los cimientos mismos de la cuestión. En esta película de cámara, cada personaje luce sus aristas a medida que transcurre el encuentro forzado. Penélope, nerviosa, obsesiva, preocupada por la violencia en África; Nancy (Kate Winslet), refinada, incómoda, es la que transmite con el cuerpo hasta dónde la asquea la situación. Un gran momento de la actriz en el living de los demandantes; Michael, el vendedor de electrodomésticos que parece aplicar un método sencillo a cualquier problema, es quien naturaliza determinadas reacciones de hombres y mujeres; y Alan (Christoph Waltz), el abogado de un laboratorio demandado por los efectos de un medicamento, el hombre del celular. Los cuatro en una habitación protagonizan alianzas, ataques cruzados y acuerdos momentáneos, en torno a la culpabilidad de Zachary, el niño de 11 años, y las posibilidades del castigo. La causa de la furia del chico va complicando las cosas mientras Polanski maneja con destreza ritmos, encuadres y tiempos aparentemente muertos. La película se apoya en la fuerza de los diálogos con el estilo sutil de Reza (Art) para sacudir las buenas conciencias. La crónica diaria revela hasta qué punto la violencia forma parte de la sociedad, también globalizada con esa marca. “El honor requiere un contexto social”, lanza Penélope y hace pensar. Un dios salvaje funciona como crítica feroz al matrimonio pero, sobre todo, escarba en los hábitos civilizados, portadores de una intolerancia de la que nadie escapa.
Candoroso cine mudo "No hablaré. No diré una palabra", reza el cartel correspondiente a la imagen de la película Una aventura rusa. Quien se niega a hablar es el héroe que interpreta George Valentin, en el juego del cine que se mira a sí mismo, planteado por el director Michel Hazanavicius. Un divo de cine mudo, su perrito, el chofer y la actriz en ascenso son los elementos de la historia ingenua que alimenta el melodrama, pensado para la platea contemporánea. El recorrido por los últimos éxitos del artista comienza en los estudios de Hollywood, donde el productor dictamina la vida o la muerte de proyectos y figuras. Recrear una manera de mirar y ser mirado es un trabajo fascinante desde el punto de vista creativo. El artista ofrece imágenes de la carrera que fue brillante y el presente dramático de Valentin. Jean Dujardin va adecuando la gestualidad a la alternancia de pasado, presente del personaje y la actualidad del espectador que debe probarse frente a los estímulos que han eliminado deliberadamente la palabra. Hazanvicius impone una banda sonora que llena el silencio de la cinta en blanco y negro. Las imágenes generan una historia en la que, a la fama de Valentin, se suma la rutina matrimonial, el flirteo con Peppy Miller (Bérénice Bejo) y la evolución de la industria cinematográfica. "Ahora el mundo habla. Piden caras nuevas", dice el productor, bien plantado John Goodman en el rol. El drama va ganando espacio. Estalla la crisis financiera de 1929 y George se niega a enfrentar unas reglas de juego feroces para las cuales no hay orgullo que valga. Bérénice Bejo se mueve como la pícara y candorosa Peppy, entre los mohínes del cine mudo, la fascinación por el éxito y la madurez del personaje que ve derrumbarse a su mentor. Cuando logra comprender la brecha, en el cine y la vida, toma decisiones salvadoras. Peppy encanta a todos y Bejo le pone sustancia en escenas como la del camarín, a solas con el traje de George. Asombra el perrito, una mascota sabia, mientras James Cromwell, el chofer, aporta su propio silencio piadoso. El artista rinde culto a los actores de la industria, criaturas que sonríen, repiten gestos frente a una cámara y dejan su vida por el amor del público.
El cáncer en primer plano Un diagnóstico clínico cambia el sentido de la vida de Adam Lerner (Joseph Gordon-Levitt). La rutina en el trabajo, las relaciones con su pareja, padres y amigo se desmoronan cuando el médico anuncia sin anestesia que Adam tiene cáncer. La película 50/50 de Jonathan Levine tematiza la experiencia del guionista Will Reiser, incluido en el 50 por ciento de sobrevida posible. Por eso el tono de los diálogos y sobre todo, la actitud del protagonista, están muy lejos del melodrama, las frases hechas y los golpes bajos. A tal punto que la película no transmite la catástrofe anímica del personaje. Joseph Gordon-Levitt comparte cámara con Seth Rogen, éste en el rol de su amigo Kyle. El micromundo de Adam incluye la novia, Rachael, interpretada por Bryce Dallas Howard (se la vio en el rol de la racista más notable en Vidas cruzadas); Katie, la psicóloga (Anna Kendrick) y la madre, poderosa Anjelica Huston. La descripción del impacto personal de una enfermedad que todavía es tabú en la sociedad cumple los distintos pasos, de la incredulidad al terror, camino que el actor Joseph Gordon-Levitt recorre inexpresivo, como si el personaje no tuviera cuerpo. Justamente el territorio minado por una forma rara de cáncer óseo. 50/50 no cae en el relato lacrimógeno, el problema es que tampoco encuentra el tono para el humor negro (lo mejor del guión) que sugiere extrañamiento interior. Las reacciones son obvias. Quien pone una cuota de humanidad creíble a su personaje es Seth Rogen. El ritmo y el diseño son de telefilme, con permanentes primeros planos del protagonista. Adam se ve debilitado por la quimioterapia pero no hay un trabajo interno del actor. No emociona ni genera la empatía que logran muchos personajes de series como House y otras del montón con temática médica.
La búsqueda interminable “Cómo querer tanto a alguien sin conocerlo”, dice la voz en off mientras la cámara corre sobre las hojas de los árboles en el suelo. La frase es la clave de Verdades verdaderas, la película de Nicolás Gil Lavedra que cuenta la historia de Estela de Carlotto, presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo. El director, que nació el año de la recuperación de la democracia, logra una historia sencilla, con algunos quiebres de la linealidad, flashbacks y saltos temporales que le dan ritmo a la crónica de una tragedia familiar. La misma de cientos de familias argentinas víctimas del terrorismo de estado entre 1976 y 1983. Susú Pecoraro pone corazón y lágrimas al personaje de Estela, acompañada por un elenco de primeros actores: Alejandro Awada?, conmovedor en el rol de Guido, el marido de Estela; Inés Efrón, siempre poderosa, como Laura, la hija asesinada, madre en cautiverio; Laura Novoa, Claudia, la otra hija de Estela; Carlos Portaluppi, breve y contundente en medio del universo mágico de las Abuelas. Verdades verdaderas, título poco convincente, enfoca el tema de la búsqueda de los nietos apropiados, la batalla de las ancianas que no bajan los brazos porque plantean la memoria como un derecho. Estela era una mujer de clase media, igual a muchas, ama de casa, directora de escuela primaria, una señora que veía crecer a sus hijos y no quería que se metieran en nada raro. La actriz va oscureciendo la mirada sin perder el toque de ingenuidad que la salva de la locura. Cuando esto va a ocurrir, con todo desmoronándose, aparecen las otras mujeres que tampoco pudieron ver crecer a sus hijos e hijas. Rita Cortese aporta lo suyo en el inicio de las marchas de los jueves en la Plaza de Mayo, cuando eran apenas un puñado de mujeres custodiadas por los militares. La película, bien fotografiada, con buena reconstrucción de época en ambientes y vestuario, visita cada estación del recorrido doloroso. No hay información nueva ni reflexiones, sólo la cámara que muestra cómo surgió la institución y la lucidez de ellas al crear el Archivo Biográfico Familiar, cajas con los tesoros que heredan los nietos cuando recuperan su identidad. El tono de la película es emotivo y dramático, emoción que depende del vínculo del espectador con el tema. Por eso molesta la música subrayando las escenas, un estorbo en el escenario de la tragedia. Verdades verdaderas se plantea como un legado, tal como el registro que Estela graba para su nieto Guido. “Alguna vez será”, dice soñando con el futuro.
Atrapado en Livorno El director italiano Paolo Virzí adelantó que frente a tantas malas noticias por la crisis europea, su opción fue La prima cosa bella, una película que rinde homenaje a la comedia clásica italiana de los años 1970. El impulso derivó en una comedia dramática sobre los lazos familiares y el descubrimiento de verdades nunca dichas. Bruno (Valerio Mastandrea) vuelve a Livorno porque su madre Anna está muy enferma. Lo hace a regañadientes, llevado por su hermana Valeria (Claudia Pandolfi). La película va mezclando el presente de Anna (Stefanía Sandrelli) y su pasado, con los niños pequeños. La vida familiar parece haber cambiado completamente una noche de 1971 en que Anna (Micaela Ramazzotti) fue elegida la "mamá más bella del verano". Su belleza la empuja al centro de las miradas y de ahí en más cobra otra luz el recuerdo de Bruno. Aquel niño serio todavía huye del estigma familiar. Guiado por el punto de vista de Bruno, Virzí va mostrando escenas de violencia familiar protagonizadas por su padre Mario, enfurecido por la exposición pública de la esposa; la separación, cuando expulsa a Anna del hogar; el rol de la tía tutora; los chismes del entorno; las mudanzas sucesivas de Anna con los niños; la relación tortuosa con los hombres. Micaela Ramazzotti expresa sensualidad y cierta inocencia que la pone en la frontera de la bella tonta. Ella finge, sonríe y canta Nicola Di Bari para proteger a sus hijos de la realidad, mientras sueña con ser actriz de cine. No faltan personajes ni elementos clave en la pintura de la tragicomedia de Bruno. La perspectiva, muy interesante, cae, no obstante, varias veces en el cliché. El montaje de las distintas épocas va descubriendo la historia familiar y la psicología de los personajes, al tiempo que Stefanía Sandrelli compone una enferma terminal que no pierde la sonrisa. El otro relato, el que Virzí resigna, hubiera generado otra película. Anna es bella y paga por eso en una sociedad que pone a la mujer en el rincón de la casa. El personaje, muy rico en matices, se queda en la gestualidad más exterior. El reparto, de muy buenos comediantes (los niños incluidos), convive con el ridículo de algunas situaciones y los finales previsibles. Livorno tiene mar. Se habla poco de eso y no se lo ve, hasta que después de andar perdido entre el lado oscuro de los recuerdos y las adicciones, Bruno descubre, otra vez, que un buen día puede ser el comienzo del resto de su vida.
Apuntes para la democracia Suenan las chicharras de noviembre en Plaza de Mercedes. El pequeño Hipólito anda por el campo con la foto de su madre, en busca del padre que se fue. Se llamaba como él y era radical. Hipólito, de Teodoro Ciampagna, reconstruye el ambiente político de Córdoba en 1935 con una trama en la que la perspectiva del niño potencia los hechos históricos. En ese sentido, su búsqueda resulta el símbolo de una conquista mayor. Tomás Gianola interpreta al joven doctor Marcelo Frías (“pichón de Sabattini”) que llega al pueblo para fiscalizar las elecciones. El actor compone un personaje taciturno, tímido, pero de convicciones inquebrantables. Hijo de un conservador (Luis Brandoni?), Marcelo abraza la causa del radicalismo contra el fraude y las prácticas mafiosas. Su desembarco en Plaza de Mercedes responde a las directivas de su mentor, Pedro Vivas (Pablo Tolosa), ferviente defensor de la democracia. Tolosa sostiene, en un sigiloso segundo plano, el personaje que sigue de cerca al muchacho y encabeza la avanzada para que ?Amadeo Sabattini llegue a la gobernación. La película de Ciampagna tiene claridad narrativa, arma el relato de líneas puras: el pueblo y su gente; la pugna por el poder; las mujeres y el niño; la tragedia y el precio de las convicciones. Los actores juegan los roles sin la grandilocuencia a la que suele asociarse la reconstrucción histórica. Hay en los personajes gestos sencillos pero contundentes alrededor de la gesta de la votación como síntesis de la lucha por la democracia. El niño Lucas Gamarra aporta ternura y sabiduría en el modo de observar el mundo adulto, plagado de secretos, rencores y muertos que votan. Además del elenco en el que también se destacan Enrique Liporace (notable Don Argüello), Analía Juan, Maura Sajeva, Franco Muñoz y Maximiliano Gallo, Hipólito es una película bellamente lograda, en la que cada primer plano busca identidad y las locaciones tienen fuerza documental. La fotografía y el montaje de Santiago Seminara; el diseño de arte de Lilian Mendizábal e Isabel Riberi; la música original de sonoridad sinfónica, compuesta por Jerónimo Piazza acompañan el concepto de la película. El cine puede ayudar a comprender la historia y evaluar sus protagonistas con ojos contemporáneos. Aquellos hechos vergonzosos de noviembre de 1935 están en la memoria de Plaza de Mercedes. Hipólito rescata a los hombres y mujeres que padecieron la violencia de los facinerosos de turno. Hipólito , “el niño de la votación”, es una apuesta de Ciampagna, que se hace cargo de su propio discurso, en uno de los lugares donde comenzó a escribirse la turbulenta historia colectiva del siglo 20.
Cine y teatro se potencian La primera escena de Antes del estreno condensa el juego, la situación y la estética de la película de Santiago Giralt. Van en el auto, Juana (Érica Rivas) al volante y su hija Lili (Miranda De la Serna). La cámara ubicada en el asiento de atrás registra la conversación, la nuca de Juana, su nerviosismo y el poema de Federico García Lorca que Lili tiene que aprender para el colegio. Es viernes, comienzo de un fin de semana difícil para la actriz popular, excéntrica e inestable que estrena obra el lunes. En la casa de las afueras, rodeada de árboles, las espera Román, el esposo de Juana, cineasta en stand by. La ironía de Juana marca el tono de cada diálogo. La actriz se pasea por la casa ensayando parlamentos, bebiendo, fumando, mientras Román se ocupa de lo cotidiano con una dosis de masoquismo y un mar de fondo que se percibe. Lili es niña, hija y espectadora. Miranda De la Serna (hija de Rivas en la vida real) logra una presencia deliciosa, actuando sin actuar. El trío familiar lleva adelante las tareas bajo el peso de la inseguridad y la angustia de Juana, pero, también, revela las dificultades de la convivencia entre artistas, con sus egos deambulando frente a los espejos. Santiago Giralt se basó en John Cassavetes ( Opening Night ), pero más allá de la referencia explícita, logra una película propia, con la cámara en la casa que va sumando ambientes a medida que se puede, el jardín, los perros y las visitas. Érica Rivas demuestra una vez más su capacidad como intérprete en el permanente desdoblamiento entre Juana y el personaje de la obra que también sufre una crisis matrimonial. En tanto, Lili interpela a sus padres como puede. Giralt logra un trabajo sensible en el que cine y teatro dialogan delante de una cámara que agrega luz al mediodía, mientras cada uno le pone el cuerpo a su arte.
Locura en ejercicio En La piel que habito, Pedro Almodóvar encontró la historia a medida para volver a sus obsesiones. Cruel, misteriosa, bizarra y bastante kitsch, la película inspirada en la novela Tarántula, de Thierry Jonquet responde a los ritmos del thriller pero con el plus que ha convertido al director en una marca. La historia gira en torno a un experimento del cirujano plástico Robert Ledgard, personaje que interpreta Antonio Banderas? con un registro mejorado, por el tono del relato y la cámara endemoniada de Almodóvar. La piel que habito también podría inscribirse en la lista de culebrones, en este caso, por momentos sofisticado, pseudo-culto, con mujeres bellas, mujeres que no siempre lo son en el sentido estricto del género; muertes, violencia sexual, manejo cruel de la intriga que, de todos modos, no cae en el horror explícito. El cirujano lleva adelante una venganza y con esa excusa desnuda su naturaleza perversa. “El rostro nos identifica”, es la primera frase de Robert en una conferencia. Lo suyo es la manipulación genética, búsqueda estimulada por un trauma que no lo deja en paz desde que murió su esposa. Gal sufrió quemaduras en todo el cuerpo, a causa de un accidente, y la tragedia se instaló en su corazón hasta el desenlace fatal. También tuvo una hija que murió muy joven. Robert pasa horas recluido en su laboratorio. Sin abundar en detalles que develan el juego del thriller, cabe señalar la puesta de la película en la que el director ostenta madurez a la hora de elegir los lenguajes para contar con imágenes. Hay una diferencia deliberada en el color de la piel de Robert (el rostro bronceado de Banderas borra la expresividad) y la transparencia del rostro de la joven cautiva. Observada por un circuito cerrado de cámaras, implacable, la imagen vista desde afuera modifica la escala del cuerpo enfundado en una malla color beige. La habitación de Vera también tiene unos pocos detalles visuales y alude a la obra de la artista plástica francesa Louise Caroline Bourgeois (1911-2010). Almodóvar reproduce en el trabajo artesanal del cirujano, las texturas y hasta algunos íconos de la escultora. En tanto, Vera imita formas y pasa sus horas muertas superponiendo capas de arpillera sobre formas humanas. Pero el director no puede con su genio y en medio de esa composición y del diseño de los ambientes como de museo de arte contemporáneo, suma detalles, diálogos imposibles, como cuando Robert le dice a Vera: “Lo último que quiero es que te sientas incómoda”; humor negro; la visita guiada a lo feo; el rostro de la maldad en sus diferentes versiones (Robert, Tigre, Marilia). El elenco responde con eficiencia a los personajes entre misteriosos y border. Inmersos en los conceptos de belleza y horror, que distancian y eliminan la emoción, Elena Anaya? (Vera), Marisa Paredes (Marilia) y Jan Cornet (Vicente) son criaturas indefensas frente a la locura del médico que ha alcanzado la transgenia como si se tratara de una nueva religión.