Tributo a los reyes del cachetazo Suena la musiquita y el recuerdo de Los Tres Chiflados se suma a la recreación que los hermanos Bobby y Peter Farrelly (Locos por Mary, Tonto y retonto) logran con devoción conmovedora. Planteada en tres episodios, la película traza la biografía del trío de huérfanos, nacidos en la frontera del absurdo y el disparate. La edición, el diseño de arte y horas de estudio en cuanto a detalles de puesta potencian la calidad de los protagonistas, actores que han desarrollado las variantes del humor físico en una imitación estupenda del modelo. Enseguida se destaca el resultado de la selección del elenco y la caracterización, tanto del trío como del elenco de comediantes que se reparten la galería de monjas y malvados, imprescindibles para que la rueda de cachetazos no se detenga. Sean Hayes (Larry), Will Sasso (Curly) y Chris Diamantopoulos (Moe) son la estampa viva de los chiflados inmortales. El casting también encontró niños y adolescentes similares a esas criaturas que crecieron en el orfanato sin modificar sus conductas ni el modo de encarar la realidad para la cual carecen de "habilidades sociales". Los niños sólo aprenden el numerito para enternecer a los posibles padres adoptivos. Mientras tanto, las hermanas del orfanato soportan el flagelo con estoicismo. Salvo la hermana Mary-Mengele. Larry David (Seinfeld) le pone otro toque de delirio a la extraña relación entre la monja de aspecto masculino y los chiflados. Los Farrelly inventaron una anécdota sencilla para hilvanar los episodios, recurso que les permite aprovechar el legado de cortos en los que el trío agota la rutina humorística a la que le pone el cuerpo. El escenario se amplía a la ciudad cuando deciden salir a buscar ayuda económica y salvar a la institución del cierre definitivo. Así, entran otros personajes que, como ocurre en el original, se aprovechan de la estupidez de esos hombres con respuestas impredecibles. La acción los lleva a un hospital, se pelean, Moe termina en la televisión (en el programa Jersey Shore, reality de MTV) y los persigue la policía. Los Tres Chiflados es un homenaje logrado (lástima el doblaje) de un modo de hacer humor que carece de relato poderoso, ya que se sostiene con la coreografía de golpes, tinquetes de ojos, patadas, tortazos, martillazos y todo tipo de piruetas. Larry, Moe y Curly ofrecen su eterna inocencia y si al final los Farrelly deciden explicar que es una película "de broma y diversión", quizás responden al cambio de época, para preservar esa violencia al servicio del humor genuino.
Padres por capricho De bajo presupuesto y escasa imaginación, Plan perfecto es la opera prima de la actriz Jennifer Westfeldt. La directora además asume el rol protagónico, el de la treintañera que decide buscar un padre para su hijo, acuciada por el reloj biológico. Julie y Jason (Adam Scott) disfrutan de su soltería y llevan la amistad con alegría. Rodeados por sus amigos casados, con hijos, deciden tomar un atajo: ser padres sin arriesgarse a formar pareja. La comedia no pasa de una lista de clichés de solteros versus casados y del discurso sobre la libertad incondicional. Llama la atención el lenguaje que la directora elige para plantear las conversaciones entre los amigos, con trazo grueso, tono y perspectiva marcadamente masculinos, incluso en la perspectiva y las conclusiones. Plan perfecto es una película del montón, con un elenco de modesto desempeño actoral, que incluye la participación de Jon Hamm (Mad Men), esposo en la vida real de Jennifer Westfeldt. La película describe dos modelos de matrimonio: Alex y Leslie, desbordados por la rutina pero conformes en ella; y Ben y Missy, la pareja, en el pasado la más fogosa de Manhattan, que ahora se aburre a muerte. El relato se desarrolla en los departamentos, con mucho teléfono a mano para avanzar en la acción y dinámica de videoclip. Nueva York aparece en postales que aluden al clásico paso de las estaciones, con música incidental. La protagonista resume las preocupaciones de las mujeres de su edad (según la idea de Westfeldt), en busca de una buena aventura. Pertenece al grupo (en la clasificación simplista del guión) de las que no quieren tener problemas. Ella se confiesa con Adam, un soltero obsesionado con el sexo y escurridizo, de relaciones efímeras, encantador siempre y cuando no olfatee el compromiso. Los diálogos de quienes se convierten en padres en virtud del plan, no suman demasiado. "Finjamos que nos gustamos", dicen. Los personajes consideran que no están listos para el matrimonio (no suponen el compromiso fuera de esa institución) pero abordan la paternidad como si se tratara de una operación de mercado en la que el bebé funciona como un objeto de consumo. Plan perfecto va surfeando por los temas que señala y si tiene un mérito, es el borrador sobre el que el espectador puede armar su propia percepción sobre el amor y el deseo. Al final, es una comedia romántica deslucida que apunta demasiado alto a la hora de elegir el terreno por el que transitan sus personajes.
Woody Allen se da gustos caros Woody Allen rinde culto a la belleza de Roma y al talento de los actores que convoca para una comedia de enredos entretenida En lo que parece la fase final de la gira de Woody Allen por Europa, que ha dejado una buena cosecha de películas, A A Roma con amor expone ante la ciudad imponente y magníficamente fotografiada, algunos temas recurrentes en Allen, los encantos de la comedia y un elenco numeroso, aprovechado a medias por el director. La historia sirve a la clásica comedia de enredos, ingenua, contada como si ya hubiera sido escuchada muchas veces. Hay algo de eso en el planteo de Allen que convoca a cantidad de parejas, cada una con su búsqueda o conflicto. Un inspector de tránsito inicia la narración en la que se cruza distinta clase de gente. El recurso aparece cuando Allen necesita liberar a los personajes de las explicaciones. Por las historias breves desfilan: un arquitecto famoso (Alec Baldwin), que encuentra a un colega joven (Jesse Eisenberg) y su pareja (Greta Gerwig), a la espera de Mónica (Ellen Page), la tercera en discordia; otra pareja, la de Hayley (Alison Pill) y el italiano Michelangelo (Flavio Parenti) que provoca el viaje desde Nueva York, de los padres de Hayley (los roles de Allen y Judy Davis). Roberto Benigni es Leopoldo, un hombre rutinario que de golpe se vuelve famoso; y el tenor Fabio Armiliato es el padre de Michelangelo. Como ocurre en las comedias de Allen, soluciona la banalidad de las historias con cantidad de personajes encantadores y reflexiones que sortean la superficialidad general. Todos tienen que resolver alguna insatisfacción o se enfrentan a un deseo oculto. Van y vienen por Roma, discretamente mostrada. Allen rinde culto a los artistas sobre los que detiene la cámara. Baldwin acompaña, como un ángel de la guarda nostálgico, el affaire de Jack; Benigni compone un personaje a su medida, con cambios frenéticos; y Penélope Cruz se luce en todo sentido en un papel que pone picardía y mucho humor, metida en otra pareja joven, recién llegada de la provincia, por un trabajo para el aspirante a hombre de negocios. El hallazgo de Allen, que hace despabilar al espectador sometido mansamente a esa sinfonía de sentimientos, es el tenor en el rol del dueño de la funeraria que sólo canta cuando se ducha. En la película, italianos y americanos se esfuerzan por comprenderse; reaparece del halo protector de la calidad de turista y Allen deja entrever sus temas favoritos, en el rol de un director de ópera jubilado: la fidelidad en la pareja, el romanticismo, el arte, los clichés de la actriz neurótica, el chiste sobre la estrecha relación entre ser un imbécil (sic) o un tipo progresista.
El padre de todos los relatos Ridley Scott regresa con una fábula futurista sobre el origen de la humanidad, precuela de la recordada película "Alien, el octavo pasajero". El maestro Ridley Scott no se priva de nada en Prometeo, la precuela de Alien, el octavo pasajero. El procedimiento refiere a una estrategia de mercado, ya que esta nueva película de ciencia-ficción instala, aunque trabajosamente por la cantidad de información que el montaje estructura, sus propias reglas de juego. La hipótesis científica con respecto al origen de la humanidad parte de la recurrencia de los dibujos de una galaxia recreada en distintos lugares y épocas por civilizaciones antiguas. En 2089, la doctora Elizabeth Shaw sigue la intuición y comienza la búsqueda a bordo de la nave Prometeo. El guionista Damon Lindelof (Lost) debe de haber disfrutado la suma de significados posibles al abrir cada ventana en el relato. La actriz sueca Noomi Rapace que deslumbró en la trilogía Millenium es la heroína que lidia con el contrapeso visual y actoral de Charlize Theron, representante, entre otras cosas, de la corporación que paga el viaje. A bordo saca sus propias conclusiones David, el androide interpretado por Michael Fassbender, personaje que remite a Blade Runner. El diseño de la película en general, y la sofisticación motriz de los alienígenas creados por H.R. Giger; la fotografía en distintas escalas, el maquillaje y los chiches letales hacen de Prometeo una película atiborrada de estímulos. En el camino del ADN, concepto e imagen que Scott sostiene, la tripulación se enfrenta con el silencio equívoco del cosmos habitado. Los seguidores de Alien volverán a encontrar superficies raras y viscosas, fluidos mortíferos, tormentas y peleas fenomenales, alienígenas con metros de tentáculos inteligentes; cuerpos incinerados o desfigurados. Como aquella sorpresa que Scott firmó en 1979 ya no es la misma, la película vira hacia el discurso filosófico, con el juego de ideas y creencias entrelazadas en un amasijo que une lo heroico y lo monstruoso. Scott propone una fábula de la creación muy lejos del amor. Ha sido, quizás, sólo cuestión de poder irradiado desde algún agujero del universo. "Decido creer" dice Elizabeth que, como dice un personaje, 'desecha tres siglos de darwinismo'. De todos modos, la mujer se aferra a una cruz que le regaló su padre. El director, con una estética lujosa (amplificada en 3D), propone un relato de matriz masculina, deudor de la historia de las ideas de Occidente. En ese camino misterioso pretende más de lo que logra, como la doctora Elizabeth.
Retrato de una diosa triste Michelle Williams brilla con luz propia en la semblanza de Marilyn Monroe, acompañada por grandes actores. Calificación: muy buena La memoria suele ser parcial, traicionera y condescendiente, sobre todo si se trata de un hecho que bien puede graficarse con el flechazo luminoso a los 20 y pico, el encuentro insólito con una diosa. Con ese halo de irrealidad y trampas de la percepción, la película de Simon Curtis, Mi semana con Marilyn, reproduce la experiencia de un joven asistente en el set de filmación de El príncipe y la corista, película que Marilyn Monroe filmó con Sir Laurence Olivier en Londres, en 1956, bajo la mirada impotente de su esposo Arthur Miller y un séquito de personajes extraordinarios, opacados por el fulgor platino de la diva eterna. Michelle Williams provoca el mismo estupor que a Clark (Eddie Redmayne) aquella experiencia. La actriz nominada al Oscar se enfunda en la sensualidad desbordante e inmanejable de Marilyn, inocente y bella, insegura, casi tonta, brillante, despótica y manipuladora, todo a la vez. Un grandioso trabajo de la actriz que emula el encuentro desquiciante de Marilyn con Sir Olivier, interpretado por Kenneth Branagh (ganador de un Oscar). Entre la fascinación y el fastidio creciente, el actor soportó los caprichos de la Monroe que se trasladó a Londres con Paula Strasberg (Zoë Wanamaker), esposa de Lee, el maestro del método, y guardiana de los estímulos con que, supone, Marilyn despertará su talento, liberado de la voluptuosidad de su figura. La película está filmada con escasa imaginación en lo que respecta a puntos de vista y encuadres, pero el fuerte del relato está en la tarea actoral, desde Eddie Redmayne, pasando por Judi Dench, Emma Watson (en un humilde tercer plano), junto a Williams y Branagh. Además de la semblanza más o menos complaciente de la diva de Hollywood, la película desarrolla la idea del don artístico, los esfuerzos por ser el número uno (Olivier), el pánico por ser sólo un cuerpo en el espacio (Marilyn) y la iniciación en el difícil camino de la producción, sujeto a los humores despóticos de las estrellas. La actriz logra la ambigüedad de Marilyn como rasgo de identidad. Establece la relación entre el don inexplicable, la fotogenia y la apropiación casi salvaje de las miradas, con el talento refinado, emocionante y sutil de Olivier. Michelle Williams encontró el tono superficial y el desvalimiento del personaje. A partir de esas marcas, deja entrever una mujer incapaz de ser feliz, atrapada en el mito que ella misma alimenta para seguir viviendo.
Con retraso considerable llegó a Córdoba La revolución es un sueño eterno, la película de Nemesio Juárez sobre la novela homónima de Andrés Rivera. Presentada en mayo de 2010, durante los eventos del Bicentenario, y protagonizada por Lito Cruz, la película viene recorriendo salas y espacios alternativos. En charla con Nemesio, el director comentó qué lo atrajo del libro original, para muchos, "la" novela de Rivera. "La película une la parte final del cáncer de lengua de Castelli (1812) con la escritura. La novela es un largo monólogo interior, con cadencia y ritmo que tiene que ver con la poesía. La subjetividad impregna toda la novela, que es casi claustrofóbica, es decir, la negación del cine", señala. El desafío para Juárez fue mantener la fidelidad a la estética, tratar de reencontrar la poesía, fiel al espíritu de la novela, buscando el paralelismo en el cine. "Debía oxigenar el monólogo de Castelli; también, buscar ambientes, situaciones dramáticas, desarrollarlas, y diálogos creíbles. Buscamos los elementos latentes. A partir de ahí, planteamos el tiempo presente de la novela, el del juicio espurio a Castelli y el cáncer de lengua. En ese estado afiebrado, en el momento de la derrota momentánea de la revolución, aparecen los episodios más significativos de la etapa previa". Juárez reproduce el fusilamiento de Liniers, invasiones inglesas, el diálogo con Beresford, el Cabildo Abierto del 22 de Mayo. Dice que intentó superar la visión del cine histórico que afronta a los próceres de manera demasiado respetuosa. "Eran hombres como nosotros, impulsados por ideales. Eran hombres que podían sudar, con uniformes rotos y sucios, podían putear y llorar. Además, hay en la película mínima fidelidad al inconsciente colectivo con imágenes que aprendimos en la escuela. Aparece la imaginería de la infancia (la reconstrucción externa del Cabildo). La idea fue: respeto sí, pintoresquismo no. Como premisa, parto de la base de que es imposible reconstruir la historia, porque está siempre marcada por el presente. Es como el trabajo del psicoanalista". El director arriesga la hipótesis sobre el castigo a Castelli, el prócer olvidado, que fue el orador de la Revolución de Mayo. "Sobre él hubo un cono de sombra. Fue un aliciente para hacer la película. Tal vez no se le perdona haber sido el hombre más consecuente con sus ideas. Desde aquella decisión de fusilar a Liniers, sigue inevitablemente el camino al que lo llevaron las ideas. Digo más, creo que sigue siendo el menos conocido de todos". La revolución es un sueño eterno está dedicada a Enrique Juárez, hermano de Nemesio, también cineasta. Sindicalista y luego dirigente montonero desaparecido, filmó Tiempo de violencia, una película sobre el Cordobazo. Nemesio asume que su película es política: "Permite reflexionar sobre las cualidades de los revolucionarios de distintas épocas. Por otra parte, creo que todavía nos encontramos con tareas inconclusas respecto a la patria grande, ideas que ellos tenían sobre la unión latinoamericana".
Almas villeras "Me siento culpable por haber sobrevivido", confiesa sollozando el padre Nicolás a su mentor, el cura Julián, en una de las escenas conmovedoras de Elefante blanco, la película de Pablo Trapero que protagonizan el belga Jérémie Renier y Ricardo Darín. Los hombres rezan. Los une la misma mirada sobre el dolor del mundo. Trapero encontró el tono narrativo para contar con imágenes el drama social de los villeros inmersos en la pobreza y en las leyes de un territorio violento. La cámara entra a la villa y el lugar es protagonista, tanto como la mole de cemento abandonada, ese elefante blanco, el hospital que no fue, el hogar que nunca será. Los planos, sobre todo la perspectiva cabeza abajo, describen conflictos entre familias que pelean encarnizadamente por el control de la droga, y la crisis de fe de quienes trabajan en un contexto frente al cual no tienen respuestas. Están en crisis los curas y la asistente social (Martina Gusmán, imprescindible en el triángulo); está en crisis el sistema, que prefiere no mirar. El director interviene esa realidad ajena, las callejas de barro y propone el vínculo difícil de los curas con su fe. El homenaje al padre Mugica, asesinado en 1974, funciona como reconocimiento a los curas villeros de todas las épocas. Las imágenes son contundentes, como el cortejo fúnebre que acompaña a Mario, el joven asesinado, con ritmo y énfasis épicos. Antes, el cura gringo llega a la cocina de la droga a buscar el cuerpo. El director reproduce el laberinto de chapas y callejones, y puede filmar con la misma destreza técnica y corazón sensible, esa cueva, una balacera en la noche, el procedimiento policial, la misa o la fiesta. Darín sube y baja decenas de escalones entre escombros, en sintonía con el cura Julián que carga su propia cruz. El actor transmite con su voz la mezcla de tristeza y compromiso. Trapero muestra las villas y sobre las imágenes se desliza la voz del cura. La cámara acompaña la procesión por Mugica y capta el color de una devoción popular que se agarra de lo poco que hay. Las dudas y desahogos del cura extranjero y la asistente social aparecen con la naturalidad de quienes no desentonan en el revoltijo de sentimientos y pálpitos. Elefante blanco se apoya en la reconstrucción detallada, la fotografía, los contrastes potentes y la música, recursos que bautizan al espectador en el rito de los más olvidados.
El desencuentro como lenguaje El director iraní Asghar Farhadi involucra al espectador en una sucesión de dramas cotidianos, actuados con sutileza por un elenco excelente. La cámara fija registra a la pareja interpelada por la lente y un personaje fuera de campo. Enseguida plantean la cuestión que los lleva a exponerse ante el juez, dichos de los que el espectador es testigo. La separación de Nader y Simin, del director iraní Asghar Farhadi, transmite la complejidad del vínculo matrimonial, pero, sobre todo, lo ubica en el vasto mosaico de las relaciones personales en Teherán, ciudad donde vive la pareja que, hasta hace poco, había decidido emigrar. Cualquier decisión afectará a su hija Termeh (Sarina Farhadi, hija del director) de 11 años. La película va ampliando el campo de conflicto y agrega dilemas. El proyecto familiar queda trunco porque el esposo no quiere dejar a su padre enfermo de Alzheimer; la esposa vuelve a casa de sus padres sin Termeh. La niña aporta una intensidad extraordinaria al rol de la hija presionada por los adultos y sus sentimientos. El desarraigo es apenas un tema en La separación. Farhadi muestra la fuerza de las creencias y la estructura social, sin enunciar ni fustigar al stablishment de su país. Progresivamente se suman actores sociales, como la empleada que Nader contrata. Razieh (Sareh Bayat) llega al departamento con su hija, otra niña silenciosa, y se hace cargo del anciano como puede. La mujer va expresando con la mirada todo aquello que calla y el espectador atento comienza a intuir. Un incidente en la casa desencadena otro drama que envuelve a la pareja en un litigio judicial paralelo. Razieh es una mujer religiosa, que consulta el Corán ante situaciones complejas que no sabe cómo resolver. También tiene un marido, que se involucra en la historia, personaje que aporta elementos para interpretar la delicada situación de género por la que atraviesan Simin y Razieh, perspectiva de la que la primera quiere salvar a su hija Termeh. Las relaciones filiales son captadas por la cámara con naturalidad y ritmo de documental. Las visitas al juzgado transmiten la angustia de los personajes, en esa maraña de leyes restrictivas, también asociadas al dinero. Peyman Moaadi (Nader) y Leila Hatami (Simin) son actores sensibles, delicados, que van mostrando el drama sin desbordes. La película de Farhadi, Oscar a la Mejor Película Extranjera y Oso de Oro 2011, es el reflejo de una cultura que se interpela, con el cine como excusa e instrumento liberador.
Otra historia de amor en París En una crónica sencilla, el director francés Philippe Le Guay expone las vidas de un grupo de empleadas domésticas españolas inmigrantes en París, durante la década de 1960. Las mujeres del sexto piso no va más allá del tono evocador de esas trabajadoras que han huido del hambre y la falta de horizonte en pleno auge del franquismo. París ofrece cantidad de familias burguesas prósperas que inician un intercambio cultural mientras las tareas cotidianas revelan intimidades y costumbres. Ese universo femenino lleno de gracia, nostalgia y sacrificios entra en contacto con el señor Joubert (Fabrice Luchini), patrón de María (Natalia Verbeke). Su matrimonio con Suzane (Sandrine Kiberlain), una insípida muchacha de Provenza, evidencia las grietas de la rutina cuando el hombre comienza a mirar por primera vez la realidad de las mujeres del sexto piso donde viven las empleadas del edificio. Claro que María ha conmovido de manera inexplicable el corazón metódico y tímido de Jean Louis. Él descubre el romanticismo y la riqueza del idioma que las mujeres intercalan con el francés. Carmen Maura lidera el grupo. La actriz se luce hablando en francés y español, siempre atenta a la suerte de su sobrina María, con la naturalidad de la matrona que ha sorteado épocas difíciles. Mientras avanza la relación del señor con las españolas, la película deja entrever las marcas del progreso, los esfuerzos para lograr el ascenso social; el pretendido estatus que aleja a las señoras de las tareas domésticas y las condena a la peluquería, la modista y el té con sus pares. El contraste pone las certezas de Jean Louis de cabeza. La película acompaña esa educación sentimental tardía, cuando el señor ve que en el sexto, el baño se tapó hace mucho tiempo, que no hay agua caliente, aunque sí camaradería. La película de Le Guay no idealiza ni pontifica. Funciona como un reconocimiento a ese segmento social que desembarcó en París en tiempos de De Gaulle y mejoró el sabor de la mesa. Alude con ternura a la realidad de las inmigrantes, mujeres solas que no han podido elegir nada mejor. Aun así, no se quejan. Las canciones y picardías, la devoción, la misa de domingo y hasta las respuestas de una republicana van armando un trozo de la España instalada en casa del vecino de buen pasar económico. Sin embargo, son ellas quienes enseñan a Jean Louis el valor y la alegría de ser libres en esta película de trazo diáfano y un tanto pueril. Fabrice Luchini logra un personaje encantador, que primero no destaca en medio de las mujeres potentes, pero paulatinamente, va animando la propia sonrisa y el amor de su vida.
Una clase de esperanza Ricardo Díaz Iacoponi instala a través de la película Industria argentina, el tema de las fábricas recuperadas. El guión describe el proceso sin vuelta atrás que se inició con la crisis de 2001 en el país. El recorrido emblemático también instala preguntas sobre el planteo capitalista que ha marcado la cultura del trabajo y un modelo determinado de empresa, como partícipe imprescindible en la noción de producción y progreso. Con el rol protagónico de Carlos Portaluppi, la película adopta el formato de docu-drama, una suerte de ilustración ordenada y sencilla del caso de una fábrica de autopartes en un barrio bonaerense. La historia incluye algunos elementos de los que el costumbrismo televisivo ha abusado y que aquí pone en clima la tragedia que cae sobre Juan y sus compañeros de trabajo. El señor Juan Carlos (Manuel Vicente) les pide paciencia mientras les fracciona el salario y les hace firmar recibos mentirosos. Así comienza la crónica del desempleo en una sociedad devastada por las malas políticas y la corruptela generalizada. A Juan no le falta nada: su esposa espera su segundo hijo, el banco lo llama porque se atrasó en la cuota del crédito hipotecario, se bajó la persiana de la fábrica y muy lejos en el horizonte se balbucea la palabra 'cooperativa'. El cuadro va sumando complicaciones que ponen a prueba al sujeto colectivo, interpretado por un grupo de muy buenos actores que juegan el realismo sin golpes bajos ni tics. Juan es correntino, bonachón, devoto del Gauchito Gil. Como los demás, sólo quiere seguir trabajando. La película expone los problemas derivados de la quiebra y avanza sobre las soluciones con la bandera del cooperativismo. Ante las frases 'la plata no está, no hay más guita', las escenas grafican la idea de que esa situación límite enfrenta a pobres contra pobres. Se ve creíble el elenco que asume la toma, en la vereda, rumiando impotencia. Los personajes se vuelven expertos en derecho laboral y discuten sobre el cambio en la cultura del trabajo. Soledad Silveyra, como síndico de la quiebra, presenta objeciones frente a la intención de los trabajadores de hacerse cargo de la fábrica. Entre dilemas, miedo y hambre, Industria argentina ofrece una posibilidad de reconstrucción, a través de diálogos breves, primeros planos elocuentes y la emotividad que Portaluppi maneja con maestría. "Estoy cansado de olvidar. No puedo renunciar a lo que soy", dice, y hay que creerle.