Testimonio El documental de Valeria Mapelman recoge el testimonio de los sobrevivientes de la masacre que se extendió a lo largo de octubre del ’47 en Formosa, La Bomba, cerca de Las Lomitas, y que cobró la vida de cientos de nativos pilagá. Los protagonistas se turnan narrando su punto de vista de un genocidio que ha sido disfrazado por la historia oficial como “otro malón” y que no ha sabido registrarse en otro papel que el de unos pocos documentos secretos y los alevosos medios de la época. Valeria Mapelman hizo de este oscuro capítulo su segundo documental, a la retaguardia de su primer esfuerzo cinematográfico, Mbya, tierra roja (rodado en 2004, estrenado en 2006), cuando co-dirigió una película sobre los pueblos de Misiones y su relación con el hombre blanco. Octubre Pilagá (2010) nació a la zaga de su primera película, cuando oyó hablar por primera vez del pueblo nativo de los pilagá. Lejos del barroquismo efectista que demuestran otros documentales al abordar sus propios conflictos –un Enrique Piñeyro o una Albertina Carri al azar– la orquestación de Octubre Pilagá es minimalista y no sin su brillo artesanal (Mapelman escribe, dirige, produce, monta, graba y además hace sonido, pero nunca se hace cuerpo). Recurriendo a material de archivo, precarias gráficas y la filmación en paralelo de un grupo en busca de los restos de los difuntos, los protagonistas cuentan su historia sin dramatizaciones. Octubre Pilagá es una adición preciosísima al renaciente género documental nacional, sino por su técnica y aristas artísticas (encontraremos un tratamiento magro y poco pulido de las mismas) por su calidad de documento: el testimonio que rescata de los anales ya olvidados de la historia, la noble tarea de su reconstrucción y la significativa atención que sin duda merecerá el tema.
La familia feliz Mi familia (The Kids Are All Right, 2010) es la nueva sátira familiar de la autora Lisa Cholodenko, directora y co-escritora. Ha recaudado un dineral record en tan solo una semana y se la rumorea candidata a más de una nominación en los próximos Oscar, además de ser una favorita casi unánime entre críticos, medios y festivales. Nic y Jules (Annette Benning y Julianne Moore) conforman un matrimonio lésbico que tiene de hijos a Joni (Mia Wasikowska, la Alicia de Tim Burton) y Laser (Josh Hutcherson). El matrimonio es la vívida caricatura conyugal del suburbio cincuentón yanqui. Suman los mismos problemas. Nic es la mitad masculina –de ingreso fijo, bebida fácil y un poco demasiado dominante. Maneja la van familiar. Jules es la mitad femenina– su vida es un malabar de estudios y trabajos que concluyen en el hogar y la familia. Quiere dedicarse al diseño artístico, que no logra distinguir de “jardinería”. Pero que se aman, se aman, y han criado dos maravillosos hijos juntas. Y ahora que Joni está por ir a la universidad, ella y su hermano contactan a su padre biológico, Paul (Mark Ruffalo), por curiosidad. Su repentina inserción en el círculo familiar desencadena conflictos durmientes que dan vuelta a los personajes y las relaciones familiares, en apariencia, en un principio, sinceras. Todos han mudado caretas hacia el final, lo cual siempre es prueba de la autenticidad de los personajes y los actores que les interpretan. Paul no es el enemigo acá. El Intruso en la Familia es un viejo motif narrativo y retrata a una familia en aparente armonía que se ve perturbada por la llegada de un sujeto indeseado, emisario de valores más nuevos y distintos, que amenaza el orden nuclear y que, para bien o mal, permite exponer la verdadera naturaleza de las relaciones familiares. Ruffalo, su voz vaga y arrastrada, da otra interpretación afable y de fácil llevar. Es fácil quererle. Tanto más ennervante para Nic, que uno a uno pierde control sobre la familia, comenzando por sus hijos y culminando con su esposa. La introspección lleva buen ritmo y todo personaje es bienvenido a escena, pero Bening y Moore dominan las suyas. La química entre las actrices vende solita todos sus momentos juntas. Esquivan todo lugar común, todo prejuicio y todo juicio moral sobre su unión. El lesbianismo nunca se convierte en el eje del conflicto. La película tiene la madurez necesaria para tratarlo como algo accesorio, tangencial al amor, al odio, al aburrimiento. Se distribuye a Mi familia como comedia-drama. No cuenta con lo que se dice hilaridad. Tampoco abunda la sal y el agua. De lo que hay, se ofrece a cuentagotas, y se comparte de igual con los personajes. El resultado es una experiencia tibia, con todos los aciertos del género y ninguno de sus errores.
Han vuelto los niños De vuelta a la vida (The boys are back, 2009) está basada en las memorias de Simon Carr quien enviudó con dos hijos en su haber y escribió acerca del periodo de reevaluación e introspección que sucedió a la tragedia, su “vuelta a la vida”. Clive Owen le interpreta como a un ser inmaduro pero bienintencionado que deberá aprender a tratar y conectar con su pequeño hijo Artie, y con Harry, el mayor, fruto de un viejo divorcio anclado en Inglaterra. La película es de un ritmo narrativo moroso, usualmente al son de los lamentos de la banda islándica Sigur Rós y largos planos del viento meciendo pasturas mientras cae el sol. El tono predominante es de melancolía subsanada -Joe habla en voice over, desde un presente mejor, aparentemente- pero ésta queda intercalada con las idas y vueltas de los hijos de Joe, sobre quienes pivota la mayor parte de la acción. Artie derrocha energía y vivacidad como el menor. No es excesivamente tierno ni agradable, ni provee a su padre de sabios consejos como otros pequeños hechos de celuloide. Habla en código niño: sin filtro, con inocencia perturbadora. Su padre le dice que mamá va a dormir el sueño eterno. Arthur se encoge de hombros y sale a jugar con la tirolesa del jardín. Más tarde va a despertar a la abuela con un muy casual “Mamá ya se murió”, como quien esperaba lluvia. Harry es más grande y ya capaz de resentir y recriminar. Joe les dejó a él y a su madre para “jugar a la familia feliz” en Australia. Se muda allá a media película, como para facilitarle los problemas a su padre, que se le han duplicado las responsabilidades y ya le cuesta mantener la casa, el trabajo y a Laura (Emma Booth), mamá de jardín y romance en potencia. Sería muy fácil resbalar y caer en el sensiblero lugar común de lágrimas e historias reconfortantes acerca de dramas familiares y los giros de vida que suscitan (esas “películas Hallmark”, como alguna vez se las llamó peyorativamente), pero en mayor o menor medida la película sortea estos vaivenes. El triunfo se lo llevan por un lado Scott Hicks (director) y su diestro manejo del dúo infantil, y por otro, Clive Owen (que también produce). Owen es un actor infravalorado, típicamente encasillado como espía, superagente, hombre de acción o maestro criminal (en parte por su acento bretón, en parte por esa mirada gélida). Últimamente ha desplegado un abanico de talento con papeles más demandantes, y aquí se esmera dando vida a Carr/Warr, un hombre buscando balance por donde debe pero no como debe. La película está basada en una historia real. Quedamos pues advertidos de la tristeza, la frustración, la nostalgia, la dificultad y la amargura de lo que se viene, moteado aquí y allí con un poco de risa, un poco de esperanza, algo de amor. Sólo dos cosas faltan: la sorpresa y el aburrimiento.
Vacua Épica 3D Avatar: The Last Airbender es una exitosa serie de anime, “de culto”, originalmente televisada por Nickelodeon (2005-2008) y cuya adaptación cinematográfica viene causando polémica desde que se anunció al (últimamente) impopular M. Night Shyamalan como su realizador. Algunos datos: se sustituyó la animación nipona por actores y efectos computarizados -convirtiéndolos a 3D en una movida tardía y por ello mal ejecutada- y durante el casting se alteraron las varias etnias del elenco principal. El mundo se divide en cuatro naciones especializadas en la manipulación y el arte marcial de los cuatro elementos: aire, agua, tierra y fuego. Un Avatar, capaz de manipular los cuatro elementos, se encarga de mantener el orden y la paz entre las naciones. Dos hermanos de la nación del agua, Katara y Sokka, dan por accidente con un niño, Aang, que encuentran vivo dentro de un témpano. Aang tiene toda la pinta de ser el Avatar, y prontamente la nación de fuego está a los talones de nuestro joven trío, que se lanza a la aventura en el uso de los cuatro elementos para tratar de liberar en el camino aldeas sometidas. Entre sus perseguidores está el exiliado príncipe Zuko, sombrío deuteragonista que necesita capturar al Avatar para recuperar la honra a los ojos de su padre, el rey del fuego. El último maestro del aire (The Last Airbender, 2010) adapta y resume la primera temporada de la serie, de veinte episodios. Ese es el primer gran error de Shyamalan, el guionista designado: comprime ocho horas de información, exposición y desarrollo de personajes en tan sólo dos. El efecto cae confuso al ojo del espectador casual y devastador al fan de la serie: los personajes quedan reducidos a diálogo de exposición, lo cual redunda en actuación marginal, y los varios giros y planteos de la historia se pierden en algo genérico y compacto. El implemento 3D ha sido guardado para cotizar aquellas escenas en las que se manipulan los elementos y la ocasional secuencia de acción. Muchas veces, ante estas escenas de destreza y maravilla, basta desviar la mirada a los actores, en el fondo, para darnos cuenta que no están actuando, sólo esperan su turno para meterse en la coreografía de fuego y agua que toma centro. Resta volver sobre el último punto de controversia: el casting, a raíz del cual la película ha sido boicoteada por gran parte del público “fan”. En la película, los maestros del agua pasan de ser Inuit a caucásicos; el Avatar, originalmente nipón, es blanco también; los maestros del fuego pasan de blancos a indios. Sólo los maestros de tierra y aire, los más periféricos, siguen siendo japoneses. En sana perspectiva, la decisión del elenco no sabe a incorrecta. Los autorretratos animados japoneses típicamente ya de por sí están más cerca del genoma occidental: altos, ojos redondeados y cabellos de varios colores, por ejemplo. Que los tres protagonistas del film sean hijos de occidente no es una movida del todo inválida. Posiblemente se trate de la primera película de Shyamalan que no ostenta su emblemático final sorpresa, a menos que contemos el pie para una secuela como tal. ¿Qué tiene de sorprendente? Hay tres temporadas de TV y recién han adaptado la primera. Hay un largo trecho de buen anime por mutilar, digerir y plasmar en la pantalla grande. Después de todo, los niños siempre estarán contentos con ver a sus personajes favoritos hechos reales.
Dulce y detestable Hay vida afuera de Pixar y DreamWorks. Mi villano favorito (Despicable Me, 2010) es la nueva película digital animada (con opción de 3D) de Universal Studios. En un mundo donde ser súper villano es profesión y la competencia por ser el más detestable (el título original traduce a “Detestable yo”) abunda, curiosamente no hay súper héroes. Queda esperar a que nuestro villano favorito deje de serlo. Gru (voz de Steve Carell) es súper villano de profesión. Está interesado no tanto en dominar al mundo así como cautivarlo con megalómanos actos de maldad. Su nuevo plan está al nivel de un episodio de Pinky y Cerebro. Quiere robar la luna. El plan incluye un rayo reductor, un ejército de cómicos secuaces y un trío de huerfanitas – Margo, Edith y Agnes – que Gru pretende usar de testaferro. Nuestro villano favorito cuenta con un suntuoso laboratorio y la mejor tecnología que su inventor, el Dr. Nefario, puede crear. No está sin sus complicaciones. La competencia roba su rayo, sus secuaces roban sus escenas y las huérfanas roban su corazón. El camino para robar la luna es largo y arduo. La película ostenta el protagonismo de un villano, pero está claro desde el principio que se trata más de una historia de redención y menos de una mirada innovadora hacia el mal, que en el caso de Gru refiere a colarse en filas, eludir vendedores y burlarse del vecino. Nada que no hayamos hecho, o fantaseado con hacer. Incluso su lunatismo (en el sentido más literal de la palabra) cae simpático. Es un sueño de niño frustrado. Nuestro Cerebro y sus cientos de Pinkys caen en más de una situación Acme. Desopilan todo tipo de armas, explosiones y golpes que en películas ya no aptas para todo el público serían fatales. Por otro lado, nuestras impecables huérfanas compiten en certámenes de ternura que pondrían al Gato con Botas de Shrek en guardia. Así nos turnamos entre lo gracioso y lo conmovedor. No por ser golpes bajos dejan de funcionar. Entrega las risas, las lágrimas y el final feliz de toda digna película de animación digital. Alfred Hitchcock concluyó alguna vez que una película es tan fuerte como el villano que la protagoniza. Sin la altura de la complejidad dramática de Toy Story 3 (2010) o el tedioso sarcasmo de una franquicia cansada de sí misma como Shrek 4 (Shrek forever after, 2010), Mi villano favorito entra estas vacaciones en un cómodo y soso segundo lugar.
Si muero antes de despertar Ascética adaptación de la novela del brasilero Paulo Coelho, situada en Eslovenia y llevada a la pantalla grande en Japón en el 2005. La nueva versión, de la directora inglesa Emily Young, Verónika decide morir (Verónica decides to die, 2009) mueve la acción a Manhattan. Cien minutos de metraje es demasiado para esta simplona parábola sobre la “conciencia de vida”, exacerbada en sentimentalismo y magra de profundidad. Desencantada con su vida y recetada con píldoras, Veronika Deklava llega una noche a su apartamento neoyorkino y decide emborracharse y tragárselas todas. El intento de suicidio resbala y despierta de un coma internada en un hospital psiquiátrico privado, donde le informan que a lo mejor le quedan algunos días de vida. No mucho, los suficientes para formar una trama compuesta por un lifting de personalidad, hallar el amor verdadero y aprender que la vida vale la pena vivirla. Veronika (Sarah Michelle Gellar) es atendida por el Dr. Blake (David Thewlis), el capo di tutti capi del asilo. Los típicos locos de reservorio caminan descalzos aquí y allá. Uno de ellos es Edward (Jonathan Tucker). No habla, pero logra enamorar a la Gellar con sólo observarla fijamente bajo la lluvia, escena que dará falsas esperanzas a todos aquellos que alguna vez creímos que mirar fijamente a la chica que nos gusta es más romántico que perturbador. Veronika frecuenta rabietas y epifanías poco creíbles. Es depresiva porque es depresiva, y cuando estalla en algún numerito con ínfulas filosóficas en las que diserta con su sufrido doctor acerca de la frívola sociedad posmoderna. Al principio, vuelca un monólogo en off describiendo su vida con amargura; al mismo tiempo se muestran escenas de su cotidianidad que sirven de implícitos. La trama es lineal y la riegan todo tipo de lugares sensibleros y comunes, pero repentinamente se verá presa de saques oscuros o eróticos que quiebran tanto el soso tono del guión que resuena a gratuito. En otra película, con otro tipo de tono, ritmo o verosímil estas escenas serían bienvenidas, o por lo menos apropiadas; aquí parecen casi de explotación. El premio consuelo son la blonda Gellar y Tucker, actores competentes, y el pro de David Thewlis, que intenta dar algo de altura a los ya mencionados aforismos. Nada más frustrante que un actor decente sucumbir bajo el peso del personaje de ficción que debe cargar. Intentos de subtramas fallan bajo el mismo principio. Hay allí afuera 185.000 mujeres que apreciarán esta película (dice el afiche) y otros tantos que podrán mamar de la sabiduría de Coelho sin la molestia de leerlo. Alguien tendrá su epifanía en la sala, su reencuentro consigo mismo, una visión coral de luces y arpas, no cabe la menor duda. Pero no hará ello de Verónika decide morir una buena película.
Folk-pop checo Amores de diván (Frantisek je devkar, 2008) es el título genérico que se le ha dado a la honesta Frantisek je devkar (literalmente, “Frantisek es un mujeriego”), ópera prima del checo Jan Prusinovsky, un film sobre corazones testarudos y amargados que se baten por hallar amor, o por lo pronto, la estabilidad perdida. Frantisek (Josek Polásek) es un psicólogo doblegado por la necesidad de acostarse con sus pacientes. Cuando una de ellas le hace juicio, queda sin trabajo; acto seguido, su esposa le pide el divorcio para casarse con ni más ni menos que su amigo. Franti se ve empujado al útero materno que es el hogar de su enviudada madre y su resentido hermano mayor, para quien se ve forzado a trabajar en su escuela de manejo. Pero él nada quiere saber de esto, y enfila sus esfuerzos para volver con su mujer Eliska (Ela Lehotska). Prusinovsky no tiene mayores pretensiones que contar con simpleza lineal y fotográfica la historia harto conocida de un hombre común y falible cuyo mundo es, repentinamente, “dado vuelta”. Frantisek Soukenický no es del todo distinto al irreverente donjuán que Hollywood celebra en sus tragicomedias sobre redención moral. Amores de diván no es del todo distinta a la tragicomedia hollywoodense, hastiada de lugares comunes que copia y pega religiosamente dentro de su predecible estructura. Amores de diván se nos presenta como una película callada y de perfil bajo que en nada sorprende y entretiene acatando las reglas de un género que pretende desconocer. Desde el montaje inicial que presenta entre títulos a Frantisek y sus conquistas (y sendos vade retros), a través de desentendimientos y malentendidos visuales, un cocktail de shocks telenovelescos entorno a la familia y aterrizando en un final con una voz en off que ordena nítidamente las varias subtramas de la película. El objetivo de la película sería “unir esta tradición a los problemas actuales y corrientes no solo de la sociedad checa”. Pero su película no debe tanto a esta tradición que invoca como al cine norteamericano y su comedia de enredos. Su manejo de tiempos muertos, su tono reflexivo y un leitmotiv musical “folk-pop” checo son las mejores armas que este meramente entretenido emprendimiento posee para contrarrestar los convencionalismos genéricos en los que, lisa y chatamente, se ahoga.
Muda Estrella Zuhair Jury, mejor conocido como guionista de las películas de su hermano Leonardo Favio, ya tiene seis películas en su haber como director. El piano mudo (2010) marca su regreso desde Doña Ana (2002), al narrar la vida y obra de Miguel Ángel Estrella. Miguel Ángel Estrella (Sebastián Blanco Leis) pianista de profesión y militante de alma, fue una suerte de Mesías que se encargó de movilizar compañeros con su música y sus fervientes discursos, allá por el noroeste argentino. En el '77 fue un prisionero político más en el Uruguay, sometido a torturas varias, casi tantas como los flashbacks que exploran tal o cual fase de su vida. Sólo su fama internacional, y la intercesión de la Unesco le deparan la esperanza de libertad. Es casi necesaria la comparación con El Pianista (The Pianist, 2002) de Roman Polanski, otra película acerca de un músico perseguido por paramilitares que logra al fin abstraerse de la guerra y encontrar esperanza a través de su instrumento. Ambas son biopics factuales, aunque El Pianista margina su discurso político al stock de Hollywood y El piano mudo peca por el exceso del mismo. No hay escena que no esté dedicada a afianzar la ideología (de Jury, de Estrella, de la película). Todas ellas la exponen, la contraponen y la vuelven a exponer. Los choques ideológicos se dan de niño, en familia, con su mujer, con su compañero de celda, con sus camaradas, sus maestros, sus torturadores. La vida de Estrella se muestra en la medida en que esa parte construye la identidad política harto propuesta por la película. Sebastián Blanco Leis derrocha pasión y humanismo como el joven Estrella. Si bien la exacerbación de los sentimientos configura un personaje unidimensionado, hay quizás un intento de dualismo a raíz de su música: un hombre tan listo para tocar Bach o Chopin como Atahualpa Yupanqui. Las más memorables escenas lo tienen tocando el piano, o acompañado por una pieza igual de apropiada. A todo esto, nunca deja de ser creíble como el propio Estrella, que aparece al final en carne y hueso para proveer el epílogo del film. Pero Jury nunca pierde de mira la crudeza de su fausta historia. El piano mudo es una sinfonía a la esperanza y la dignidad en el rostro de actos abominables, tanto más potenciados por la veracidad de los hechos que cuenta.
Siguiente oda sobre el amor verdadero Gary Winick es el almibarado realizador de comedias románticas que dirigió las historias de romance anacrónico Tadpole (2002) y Como si tuviera 30 (13 Going on 30, 2004), y la mal recibida Guerra de novias (Bride Wars, 2009). La vieja cadena de montaje nos trae ahora Cartas a Julieta (Letters to Juliet, 2010) otra historia de amor -más romántica que cómica- madura y no por ello menos melosa. Sophie (Amanda Seyfried) y su prometido Victor (Gael García Bernal) se hayan de turismo en Verona. Sophie, aburrida y con ínfulas de escritora, responde una de esas “cartas a Julieta”, ruegos de amor imposible que mujeres de todo el mundo dejan al pie del balcón de la Julieta de Shakespeare. No es cualquier carta; esta lleva esperando 50 años. La remitente es la inglesa Claire (Vanessa Redgrave), enviudada; la acompaña su nieto Charlie (Chris Egan). Dispuesta a seguir los consejos de Sophie, abuela, nieto y celestina emprenden viaje en busca del tal Lorenzo Bartolini (Franco Nero, pareja real de Redgrave). La película deviene en road movie. Ocurre que hay muchos Lorenzo Bartolinis, así que hay que ir descartando. Con todas las viejas recetas del amor seguimos a Sophie y Victor, a Sophie y Charlie, a Claire y Lorenzo. Las aristas de una trama harto conocida y difícil de digerir (sazonado con el más empalagoso diálogo) se ven suavizadas por la eterna presencia de una Italia rural capturada en momentos de dorado esplendor y la calidad de marca en la actuación de Redgrave y sus ojazos. Todos deberíamos visitar un viñedo en alguna época crítica de nuestras vidas. Parece que a los personajes que lo hacen les trae paz interior y oportunidad de reflexiones. Pienso en los fracasados de Entre copas (Sideways, 2004) y el frívolo millonario de Un buen año (A Good Year, 2006). Cartas a Julieta logra captar la armonía de un pueblo sencillo y complacido de la vida, desde la laberíntica Verona hasta los campos impresionistas de Toscana. Amanda Seyfried vende el modelo de chica enamorada sin mucho esfuerzo. Con actuación y fotografía en su espina dorsal y un guión mediocre engrillando a sus pies, la película se transforma en una experiencia agradable, predecible y sí, hecha para mujeres. Y si no se tiene ni la paciencia ni los ovarios, siempre nos podemos dejar hipnotizar por Toscana o Amanda Seyfried.
La montaña calva Por siglos se han narrado historias centradas en el proceso de maduración del niño y la configuración de una mirada positiva o negativa hacia el mundo. Los senderos de la vida (Treeless Mountain, 2008) nace de la infancia desnuda de So Yong Kim, directora y escritora coreana radicada en Estados Unidos, balanceando la decepción y la esperanza en un marco ascético, sin juicios ni pretensiones. Jin y Bin son dos hermanitas hijas de padres ausentes; él de cuerpo y ella de mente. Su madre decide abandonar Seúl e ir a EEUU a buscar al padre, y las niñas son entregadas a la borracha de la familia con la promesa de que volverá por ellas el día en que llenen una alcancía. Naufragadas en una Corea rural, aguardan un poco de amor. Apacible, lentificada por excesos de realismo y la estética de “tiempo muerto” del cine oriental, se desprende la larga espera que describe el film, mezcla de documental y reconstrucción ficticia. Jin y Bin, actrices primerizas, se mueven con absoluta naturalidad y simpleza, sin hacer gala de los lugares comunes dentro de los que típicamente cae un niño en una película. Dudan, se traban y repiten, sin nada sabio o genial para decir. La actuación se concentra en la mirada de Jin y los correteos de su hermanita; ambas laten auténticas. La primera película de Kim, In Between Days (2006) seguía una línea narrativa similar, exponiendo la infancia trunca de Aimie, otra niña desencajada de la vida. Le valió premios varios, incluido “mejor película” en el BAFICI 2007. Su nueva película (ganadora en Berlín, Dubai y Pusan) bebe de la misma fuente, pero despliega su autonomía sin problemas. “Fui utilizando mis recuerdos personales y experiencia como el punto de partida,” explica Kim en una entrevista. “Y luego dejé el personaje [Jin] en libertad para que tomara su propio vuelo”. La directora promete más co-producciones entre su país natal y EEUU dentro de los próximos años. El tiempo dirá si, como su doble fílmico Jin, logra liberarse de la sombra de su infancia y toma vuelo propio.