La guerra muda El hombre que vendrá (L’uomo che verrà, 2009) puede ser muchas personas. Ambientada en los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, puede que refiera al hombre como una colectividad, y que el hombre que vendrá hable por un pueblo y no un individuo. Puede que refiera a una entidad mesiánica. En principio, refiere a la embarazada Lena, que espera un niño destinado a nacer en la velada de la masacre de Marzabotto, en Bolonia. La masacre de Marzabotto ocurrió durante los primeros días de octubre de 1944 en la Bolonia rural, cerca de Marzabotto y otros pueblos aledaños. La historia siempre ofrece varias explicaciones para sus atrocidades; la película de Giorgio Diritti la toma como una represalia nazi contra la actividad partisana de la zona. Esos días vieron la masacre sistemática de cientos de hombres, mujeres, niños y ancianos desentendidos de la guerra, apoyando apenas marginalmente a los insurrectos. El film se ancla en la mirada de Martina, una niña de 8, y su amplia familia/comunidad de granjeros, que se encuentran en la línea de fuego entre la avanzada de la SS y la guerrilla partisana guarecida en los bosques boloñeses. Martina ha enmudecido desde la muerte de su hermanito en sus propios brazos, y presuntamente hablará con el nacimiento del próximo. Este voto de silencio carga de significado su mirada, un testigo silente a los sucesos que culminan en un acto de violencia a la par del acontecido en Sant’Anna di Stazzema. La película ha sido ganadora de varios premios Di Donatello en su Italia natal, entre los que cuenta el premio a Mejor Sonido, acaso un reconocimiento a su representación completamente sonora e incorpórea de la guerra. El horror de la masacre cae en cuartos de final, pero por lo demás, la tosca y silente vida campesina domina la película, moldeada al estilo neorrealista de Roberto Rossellini, que allá en los ‘40s cambiara el paradigma de representación cinematográfica con sus películas de posguerra. Se trata de un film que condensa el tiempo que transcurre y las varias miradas que lo cruzan, y en lo que acción refiere, se limita a sugerirla o mostrarla con impresión, de reloj y poco estética. Acaso el mayor mérito de Diritti sea el de iluminar este oscuro episodio histórico y convidarlo al mundo. Tiene la dignidad de no embelesarlo cual melodrama y presentarlo como la temática densa y sombría sobre la que trata, sin dejar de recordarnos, al final, con poco y nada de esperanza, que algún día vendrá un hombre.
Las próximas dos horas Paul Haggis escribe y dirige Solo tres días (The next three days, 2010), una remake de la francesa Por Ella (Pour elle, 2008). Haggis realizó Crash, vidas cruzadas (Crash, 2004), otra película acerca de personajes enfrentados en situaciones límite. Mientras que Crash se distribuía en un numeroso elenco, en esta el peso de la (crecientemente ridícula) trama cae exclusivamente sobre Crowe y Banks. Sus actuaciones no merecen la simplona película de acción en la que el filme se termina convirtiendo. La felicidad de John (Russell Crowe) y Lara (Elizabeth Banks) marchita con el arresto, juicio y aprisionamiento al que Lara es sometida por el homicidio de su jefa. Lara no admite ni niega nada, pero John, enamoradísimo esposo, no sólo no le pregunta, ni le importa, sino que pasa los siguientes tres años criando a su hijo, los siguientes tres meses planeando un escape y los siguientes tres días ejecutándolo como mejor puede. John mueve cielo y tierra para sacar a su mujer de prisión, todo el cielo y la tierra que caben en la mano de un cuarentón y aburguesado profesor universitario. Necesita dinero que no se anima a robar, compra armas que no sabe usar y se alecciona en el crimen mirando videos de YouTube. Gran parte de la historia lo tiene sufriendo y perseverando a través de todo tipo de calvarios y humillaciones. El ritmo es lento, los obstáculos varios, y el tiempo se le está acabando. A eso de la mitad de la historia, la película acelera el montaje y el “Héroe de Acción” que todos conocemos desde Gladiador (Gladiator, 2000) despierta y hace todo tipo de proezas poco características de su personaje, ayudado por una desmesurada buena suerte y todas las soluciones (posibles pero no plausibles) que se pueden conjurar a modo de deus ex machina. Esta increíble transformación a super hombre taja al relato en dos, creando una simetría poco creíble y doblegando a la película en dos mitades desbalanceadas y contradictorias. El tiro de gracia ocurre al final, durante una secuencia en la que una breve y risible reinspección de la escena del crimen comprueban la inocencia o la culpa de Lara. El final no sólo es anti climático, improbable y mal ejecutado. La inocencia o culpabilidad de Lara nunca importaron a John, y a estas alturas, tampoco importa al público.
Abajo del mar James Cameron filmó su mágnum opus Titanic en 1997, pero pasó los siguientes diez años de su carrera en relativa oscuridad, documentando operaciones de buceo y exploraciones submarinas. Luego de su triunfal regreso a las producciones colosales con Avatar (2009), Sanctum (2010) lo ve como productor, y supone una continuación ficticia de esta pasión por las profundidades oceánicas, así como el segundo largometraje del australiano Alister Grierson. La película, “basada en hechos reales”, dramatiza una excursión de buceo del guionista Andrew Wight, durante la cual su grupo quedó atrapado en una caverna submarina, por lo que debieron navegar aguas inexploradas y hallar una salida alternativa. Sobrevivieron intactos. La dramatización, en cambio, los hace morir horriblemente uno por uno, y convierte una experiencia genuina y original en un thriller de clase B, con secuencias predecibles, actores de segunda línea y frases como “¿Qué podría salir mal buceando en una cueva?”. La frase no es ni sarcástica ni retórica, y pretende hacerse pasar por la auténtica parla de un profesional. Otra frase que nunca debería decirse ni en una película de guerra ni de desastre natural: “Algún día me casaré con esa chica”. El cabecilla del grupo es Frank Maguire (Richard Roxburgh), un buceador a quien, en un desesperado intento de caracterización, un personaje respetuosamente describe “como Colón, como Neil Armstrong”. Roxburgh ha hecho carrera interpretando villanos idiosincrásicos; el papel de protagonista llano y plano le queda chico y mal, reducido a expresiones de estoicismo genérico y sin otra carga dramática que una tensa relación con su hijo, el único (posible) gancho emocional de la película. Frank encabeza una expedición al ostensiblemente “último lugar inexplorado del planeta tierra”, una serie de cavernas submarinas de la costa australiana. Una inundación los atrapa a él, su hijo y un grupo políticamente correcto de personajes que incluye un heroico nativo, un cómico, un amoral financista y su escotada novia, cuya inclusión en el viaje trasciende todo sentido común al revelarse que no sabe bucear. ¿Puede el financista de una millonaria expedición de buceo dictaminar que no hace falta saber bucear en una expedición de buceo? ¿Puede su novia, una alpinista que ha escalado el Everest, no saber lo que es la hipotermia? ¿Puede “el Colón del buceo” explorar una kilométrica caverna desconocida sin tanques de repuesto? Inverosimilitud. Sanctum elige promocionarse como una revolucionaria y atrapante experiencia en 3D (el único formato en el que se la distribuye), y en este aspecto no miente. La película se ha rodado en estereoscópico digital, en uno de los tanques de agua más grandes del mundo, con 16 decorados sumergidos bajo 7 millones de litros. El diseño de producción despunta en su escenografía, y es capaz de canalizar todo tipo de angustia en el espectador: claustrofobia, vértigo, asfixia, temor a la oscuridad, efectos acaso pulidos por la inmersión 3D. Menos impresionante es la iluminación del mismo decorado. En una película situada bajo mar y tierra, donde el sol no llega y la luz se origina en las linternas de los personajes, resulta obvio cuando otras fuentes de luz están interviniendo del otro lado de la cámara. Esclarecen la imagen, pero rompen la ilusión delicadamente lograda. En una película con este nivel de producción, tal descuido es lamentable, y en detrimento directo del realismo. Sanctum necesita de toda la magia del 3D para distinguirse de la última o la próxima película de desastres naturales. Pronto dejará los cines. Algún día llegará a la televisión. Entonces le costará volver a despertar interés.
Hemofilia pop Al largo tren de películas como Crepúsculo (Twilight, 2008), sus secuelas y demás series televisivas (True Blood, The Vampire Diaries) se suma Déjame entrar (Let Me In, 2010), segunda adaptación de la novela del sueco John Ajvide Lindqvist, Deja entrar al indicado, publicada en el 2004. El mito vampírico, bajo tal o cual nombre, es universal; en occidente predata la cultura griega. El modelo canónico del siglo XX fue el de Bram Stoker y su elegante Drácula: a él le debemos los crucifijos, el ajo y los espejos, pero por sobre todo la sensualidad de su figura. La hemofilia no es ninguna moda, ni como figura poética ni como vehículo romántico, pero en una cultura de masas obsesionada con fetichizar la sexualidad del adolescente, la pulsión de la hemofilia se convierte en pulsión sexual, y nada mejor la encarna que la flor de la pubertad. La versión norteamericana de la novela mueve la acción a los nevados suburbios de Nuevo México a comienzos de los ‘80 para seguir los movimientos de Owen (Kodi Smit-McPhee), un joven púber socialmente inadaptado en la escuela, y Abby (Chloe Moretz), la “niña” vampiro que se muda al vecindario junto a su guardián (Richard Jenkins). La sed de ella desata una serie de crímenes cuya investigación constituye un blando eje policial recorrido por uno de esos solitarios detectives de película (Elias Koteas). Los vampiros deben ser invitados por el dueño de casa para entrar en un hogar, y esto es lo que hace Owen con Abby. El la “deja entrar”. El acto da título a la película e invierte notoriamente los roles de género arquetípicos del hombre y la mujer. Al dejarse penetrar simbólicamente por su interés romántico, el masculino entra en relación de dependencia con lo femenino, y será ella quien lo saque de apuros a él, cual damisela en peligro. Esta relación (y la química entre los actores que la interpretan) es el eje central del film, mezcla peculiar de asco, fascinación, cariño y amor, con todos los problemas que ello implica. El romance entre dos adolescentes es inevitable. Entre dos niños con cuerpos de doce años, es una incógnita; y ya con tendencias caníbales y asesinas, es un problema. El texto base de Lindqvist propone incesto, pedofilia, homosexualidad y la formación de identidad sexual como temas a tratar a través de la figura del vampiro. La adaptación sueca atenúa algunos de esos aspectos, mientras que la norteamericana, tantos otros. Aquí se removió el estupro de la novela y se cambió el sexo de Abby (en el original, Eli, un niño castrado) para sortear el tabú de la homosexualidad. Las remakes hollywoodenses de exitosos films extranjeros suelen ser anticipadas con resentimiento desde el vamos. El film de Matt Reeves consiguió lo que pocos intentan y menos logran: fidelidad a la trama y el espíritu de sus fuentes. Es, quizás, demasiado fiel –a pesar de su supuesta “nueva interpretación” del texto base, el film es idéntico en casi todo a la primer adaptación, salvo en cuestiones de comercio y censura. Felizmente, por su cuenta, el film recupera en el proceso lo que el género ha perdido en los últimos años: miedo, horror y cántaros de sangre. Matt Reeves se aleja de la prosa púrpura de Stephenie Meyer y su clónica saga para presentar una relación humano-vampiro con toda la brutalidad problemática que implica. La diferencia ideológica entre Meyer y Lindqvist (compararlos es un buen ejercicio) es que, para Meyer, el amor todo lo puede; para Lindqvist, el amor puede algunas cosas, y la contingencia de una violenta realidad puede las otras.
El viejo/nuevo Oeste Hace algunos años nadie daba un mango por el western. Era un género muerto, yeta en taquilla y harto parodiado. El nuevo siglo vio su tímida resurrección de la mano de competentes ejemplos culminando con Temple de Acero (True grit, 2010), que ha terminado de signar al género nuevamente como ‘bancable’ a ojos del público. Rango (2011) es la entrada animada/infantil a esta afluencia, y quién mejor que Gore Verbinski, el tipo que revivió las películas de piratas con sus Piratas del Caribe (Pirates of the Caribbean), para dirigirla. Perdido en medio del desierto californiano, nuestro protagonista –una lagartija doméstica– va a parar a un pueblo de mala muerte llamado ‘Mugre’, donde el agua es tan escasa que sirve de moneda. Giros del guión lo llevan a inventarse una falsa identidad heroica, “Rango”, y a proteger a los animalejos vaqueros que habitan Mugre. La animación no es ni de Disney ni de Pixar: entra al juego Industrial Light & Magic, compañía de efectos especiales que se ha mantenido siempre a la delantera con Star Wars (1977), Jurassic Park (1993)y Jumanji (1996), entre varias. Rango es su primera película completamente computarizada, lo cual no sólo garantiza gráficas de primera línea, sino un estilo propio, mejor demostrado en el diseño de los personajes, que es levemente grotesco. Probablemente sea esto, más la (tenue) violencia del viejo oeste, lo que requiere la compañía de adultos en lo que a niños refiere. A la violencia del viejo oeste sumamos las referencias dirigidas a los adultos, desde las más obvias hasta las más insólitas, aunque sospechemos que los que se pierden el chiste ni se van a dar cuenta (¿Cuántos niños saben de Clint Eastwood?). Por otro lado, éste no es un western en el sentido más clásico de la definición. Las cantinas reciben a sus forasteros tensamente, y el duelo siempre es final, definitivo y catártico. Verdad. Pero el humor es sardónico, su elenco de animales antropomórficos, bizarro, y el primer acto de la película linda lo surrealista. Un comentario sobre las voces de los intérpretes. En el inglés original, Johnny Depp lidera un elenco de estrellas y vetes del género. En su traducción, Rango y sus amigos hablan en castellano neutro (ejemplo, LosSimpson), a excepción de dos o tres matones, que hablan porteño, y en sus únicos dos minutos de aparición logran meter “che” y “boludo” al parlamento, lo cual le quita algo de magia y encanto a la película. Se puede traducir cualquier buena película a cualquier idioma y dialecto sin perder su esencia, pero traducirla a dos al mismo tiempo y apoyarse en un lunfardo mundano para hacerlo no sólo distrae la atención, sino que opera en detrimento de la ilusión de la película. El camino del héroe lo conocemos todos, con sus cavilaciones existenciales y sus prolongadas secuencias de acción. La invitación a recorrerlo siempre está bienvenida, ya sea bajo la creativa guisa de película infantil u homenaje al género cinematográfico más viejo y afecto de todos. Como se la vea, Rango es una experiencia bella por su distintiva fotografía, y a lo largo, buen entretenimiento.
Éticas de la urgencia Cuando el ensayista Slavoj Zizek publicó hace unos años un artículo sobre la sensación televisiva 24 le puso de título “Jack Bauer y las Éticas de la Urgencia”. La pregunta que se hizo no fue si estaba bien mostrar lo que ya todos sabíamos, sino por qué se mostraba, precisamente, ahora, y de dónde surgía la necesidad de hacerlo. La misma pregunta debería cerrar el film El día del juicio final (Unthinkable, 2010), firme apología de hora y media a la violencia y la tortura como herramientas de un bien mayor. En una sala de interrogación se sacan chispas el torturador ‘H’ (Samuel L. Jackson, el policía malo) y la agente del FBI Brody (Carrie-Anne Moss, la policía buena), turnándose para cuestionar al terrorista Younger (Michael Sheen). Su objetivo es hacerle confesar dónde ha escondido tres bombas nucleares, cada una de las cuales estallará en un plazo de cuatro días a menos que cumplan con sus demandas. Negociar nunca es una opción, así que deben hacer carrera con el reloj y sacarle una confesión. Alejada de la estética que predomina sobre otras películas de símil índole (cámara en mano y un furioso montaje de brevísimos planos), el film adopta un ritmo más clásico, donde la tensión está maniatada a la intensidad de las actuaciones de los protagonistas (en particular Jackson, en el eterno rol de capo, y Sheen como el fervoroso terrorista) y su atmósfera enclaustrada (el escenario default es precisamente la sala de interrogación). La lógica del policía bueno/malo domina la estructura de la película. Las escenas se suceden de la misma manera –el turno de ‘H’, el turno de Brody, ‘H’ da cátedra a Brody de cómo torturar a un prisionero, y repetición. Su lógica es la de la película. A veces Younger rompe el hielo y arenga a la pareja pasionalmente. El discurso es de stock, el mismo que todo terrorista capturado en Hollywood repite una y otra vez: váyanse de nuestro país. Claro que nunca se lo acepta como un argumento válido: es el equivalente al ladrido de un perro, el cacarear de un ave de corral. Hollywood sabe el sonido que hacen los hombres con bombas, pero no los entiende. El resultado no puede ser otro que caricaturesco. No hay margen para la duda, para el debate, para la objeción. Brody es un ser débil y endeble, representación del espectador, horrorizado con ‘H’, cuyos actos de creciente violencia (“impensables”, de ahí el título original de la película) siempre son la respuesta correcta. Describirlos no tiene sentido, ya que la “gracia” es fascinarnos ante su ausencia de moral y manualidades medievales. ¿Por qué sale esta película ahora? ¿Por qué necesita probar un punto, su único punto? Que El día del juicio final milite a favor de la violencia inconstitucional y el terrorismo de estado como “medidas desesperadas, pero a veces aceptables” es un mensaje monstruoso y propagandista, tanto más cuando el discurso de la película es uno solo y recorre un carril rectilíneo e inamovible, que no admite otra opción ni deja lugar a duda. La disidencia no es aceptable, y esto convierte a éste film en un rencoroso sermón y no en el relato de precaución que quiere ser.
Mi purgatorio privado Del poeta Dante recordamos su Infierno, con sus ríos de fuego y su intrincada jerarquía de criminales y castigos propicios a sus pecados, todo ello seccionado prolijamente en círculos concéntricos hasta llegar al gélido corazón del averno. Menos populares son su Purgatorio y Paraíso, los otros dos tercios de su Comedia, y sobre los que bien podría estar basado La hora de la religión (L’ora di religione, il sorriso di mia madre, 2002). Ernesto, pintor e ilustrador de cuentos para niños, recibe la visita del Santo Oficio. Un cura le anuncia que se está considerando seriamente canonizar a su madre como santa. Habría muerto años atrás, cuando su hermano la acuchilló en la cama. El problema es, ¿estaba despierta o dormida? Si dormía no podría ser mártir, ya que no perdonó la mano que la mató. Si estaba despierta, entonces tal vez le perdonó, y la cuestión ya es otra. Al ateo Ernesto el asunto le tiene sin cuidado. A su familia (hermanos y tías y su ex mujer) no. La oportunidad lucrativa detrás de la canonización de la matriarca es tentadora. Comienza una carrera de fabricación de evidencias y testimonios, de imágenes e íconos, de una vida entera. Mientras el fantasma de su madre es impulsado hacia los círculos más altivos del panteón cristiano, Ernesto da un paseo surrealista de viñeta en viñeta, purgando dudas sobre su propia identidad religiosa y, en verdad, su identidad como padre y ser humano. Yuxtapuestos el camino del héroe en su Purgatorio privado de coros y salas de espera, y el de la sombra de la madre que pende sobre el hijo desde los andamios del Paraíso, el director Marco Bellocchio abre una dialéctica menos preocupada por enjuiciar a la religión del día de hoy y más interesada en la exposición y el estudio del ser enajenado por sus propios principios, vuelto extraño para los demás y para sí mismo. El tono es ambivalente: demasiado fársico para ser dramático y demasiado ominoso para ser cómico. Bellocchio no está preocupado en aliviar al espectador. Busca instigar la incomodidad a partir de lo insólito, y a partir de esta incomodidad, la reflexión. La imagen hace asco a la acción; prefiere modular lo afectivo y lo cerebral. El recorrido del moderno Dante es más sinuoso que su contrapartida medieval, y el viajante es un ser permeable a ideologías que no son la propia, abierto no tanto al cambio como a la reflexión. Esta disposición pasiva refleja mejor que nada al film y sus ínfulas aletargadas de divagación mental. A saber que el viaje es uno místico y más bien onírico, y no hay conclusiones tajantes para los inseguros. Hacia el final de la película, hemos destapado demasiados implícitos, demasiadas adivinanzas y demasiados supuestos como para cerrarla por completo. El viaje continúa.
Melancolía 8-bit Scott Pilgrim vs Los siete Ex de la chica de sus sueños (Scott Pilgrim vs. The World, 2010) potencia la integración orgánica de convenciones genéricas al extremo con las aventuras del héroe del título, que rige su vida bajo la (caprichosa) lógica del video-juego. Es decir, el film está compuesto por “jefes de pantalla”, barras de vida, Game Overs y moneditas a modo de puntuación, un pastiche de viejos juegos de la generación Nintendo y Sega, que incluye y referencia a Mario, Sonic, Donkey Kong y Zelda. La historia es del tipo chico (Michael Cera) que conoce chica (Mary Elizabeth Winstead) y luego lucha contra cada uno de sus siete malignos ex novios, por ningún mejor motivo que el que la Canadá de Scott está sujeta a obedecer las convenciones video-lúdicas. La vida simula un gran ordenamiento de niveles interpelados por “jefes de pantalla” (los ex de la enamorada de Scott) y Scott se ve obligado a ganar el juego. Este insólito planteamiento constituye el esqueleto estructural de la historia. Gran parte del humor es intertextual y se dirige a un reducido público (“la generación bit”) capaz de reconocer todas las referencias gráficas, digitales, sonoras y dialogadas que se hacen al panteón video-lúdico de principios de los ‘90s. Otra gran parte del humor recicla viejos momentos de la cultura pop acontecidos a lo largo de la década; abundan los chistes a costa de Seinfeld, las sitcom y “realizadores pop” de la calaña de Quentin Tarantino y Kevin Smith. Fiel a su origen como tira cómica, el humor se construye menos por la actuación (si quiera el diálogo) y más por el montaje de paneles de sentido. La estructura del cómic se traduce inmaculada, fragmentando chistes en paneles y sucediéndolos con ritmo acelerado. Por ello mismo, la significación oscura de ciertas referencias no interviene en la gracia de un chiste, ya que dependen casi exclusivamente de su montaje y no de su contenido. La audiencia no se verá polarizada por el tipo de humor; sí por su sobrecarga de luces y colores y sensibilidad camp. Constituida casi exclusivamente de gags, chistes y referencias apuntaladas a un público relativamente selecto, Scott Pilgrim vs Los siete Ex de la chica de sus sueños posee en el fondo de su barroquismo audiovisual una historia de amor. Es más un nexo conector entre escenas que un auténtico núcleo emocional. Cera y Winstead resultan meramente simpáticos como dos veinteañeros “puros” capaces de escapar la polución de su generación, pero la emoción queda tentativamente restringida a la saturación de un barroco campo audiovisual.
Primeros varios días Amor de Familia (Le premier jour du reste de ta vie, 2007) es una crónica en la vida de una familia en proceso de desmoronamiento: la historia cubre doce años, pero el relato dura cinco días, selectos a lo largo del tiempo como los más representativos, significativos y drásticos en la vida de cada uno de los cinco miembros de la familia Duval – Robert padre, Marie-Jeanne madre, y sus hijos Albert, Raphael y Fleur. Cada día es, efectivamente, el primero del resto de sus vidas. Albert, el hijo de pelo corto, deja la casa para estudiar medicina. Raphael, el hijo de pelo largo, toca guitarras invisibles. Fleur, la “nena”, viste moda grunge/punk y escribe en su diario. Cumpleaños, casamientos, cachetadas, funerales: parafernalia que nuclea el melodrama de las relaciones familiares. Mientras tanto, el nido se va vaciando y sus padres deben volver a mirarse las caras y lidiar con muerte y vejez. Remy Bezancon escribe y dirige una épica familiar que visita los mejores clichés del género, pero su verdadero triunfo es su forma. Valiéndose de un montaje ecléctico, construye una suerte de álbum familiar donde la audiencia comparte la patética odisea de vida de los Duval con sus mismos miembros. Cada segmento los involucra a todos, pero la mirada está anclada en alguien en particular – el diario de Fleur, los home-movies de Robert o el “viaje en el tiempo” de Raphael, por ejemplo. A esto se le suma un diestro manejo de la banda sonora de la película. El período de vida de la historia va de 1988 al 2000, y cada época va acompañada por estilos musicales acordes, desde David Bowie y Lou Reed hasta el más estrafalario techno-pop e incluso un flashback hacia el Woodstock de Hendrix. Los personajes, tan bien delineados, parecen encarnar de alguna u otra forma un estilo musical propio. La naturaleza fragmentaria de la película ordena y reordena estos cinco míticos días, superponiendo unos con otros de manera tal que se abren paréntesis de tiempo en medio de escenas y a veces hay dos o más líneas temporales comparten pantalla al mismo tiempo. Haciendo a un lado este trucaje, la historia es del todo lineal: al comienzo de cada día (suelen pasar años) se nos actualiza en qué estado se encuentra cada relación a raíz del final del día anterior. Este mecanismo le da un sabor lúdico a la película y conforma con la idea de una farsa. Éste es el segundo largometraje de Bezançon, un favorito en su Francia original, donde ganó tres de las nueve nominaciones al César (el equivalente francés del Oscar). Bezançon transforma una historia sencilla y melodramática en algo épico y magnífico a través del uso sincrético de la música, el montaje y la dirección de actores, cuyo mayor desafío reside a interpretar personajes vistos “a medias, unos días”. El énfasis se ubica más en la encarnación de un estado mental designado y menos en transiciones y transacciones emocionales. El espectador atento leerá los implícitos y rellenará huecos. Los lugares comunes están allí, escondidos en el follaje de los efectos. El mérito de Bezançon consiste en tomar una saga familiar como la que conocemos todos por experiencia propia o vicaria y dotarla de una energía inusitada, generando empatía y cierta ternura con los personajes. Pasan uno, dos, tres, cuatro, cinco días y el resto de sus vidas sigue comenzando.
Veo gente muerta Todos esperamos grandes cosas del personaje que bautiza una película con su nombre, así que probablemente sea una movida inteligente traducir Charlie St. Cloud (2010) al castellano como Más allá del cielo, un título genérico para una película genérica. Nuestro homónimo héroe es interpretado por Zac Efron, la boca y ojitos detrás de la mega franquicia High School Musical (2006). Interpreta a un jovencito de oro con todos los prospectos por delante, listo para dejar la soporífera vida pueblerina detrás, hasta que la fatalidad se lleva a su hermano menor Sam y “5 años después” Charlie dedica su frustrada vida a mantener el cementerio local y jugar religiosamente por las tardes béisbol con un (¿Fantasma? ¿Alucinación? ¿Aparición esquizofrénica?) de su hermanito. El cómodo automatismo de Charlie es puesto en jaque con la aparición de Tess (Amanda Crew), un viejo interés romántico que comparte la vieja pasión de Charlie de remontar veleros y quiere recorrer el mundo. Así que Charlie debe batirse entre serle fiel a la memoria de su hermano y vivir y morir atrapado en una mediocre fantasía consoladora, o ir en busca de carrera, amor y vida. En más de un sentido la película responde al éxito de Crepúsculo (Twilight, 2008), otro melodrama adolescente de pueblerinos carilindos flirteando en bosques plagados por algo sexy y sobrenatural. La premisa suena familiar. Pero el bosque de Charlie es más una postal a contraluz y menos un gris portal gótico, y la carga sexual se haya dosificada por la chata interacción entre Charlie y Tess. El encanto de Efron probablemente sienta mejor a un rostro congelado en una portada de revista, porque a la hora de actuar le es imposible perder ese brillo delator en los ojos que acompañan tanto la risa como el llanto y señalan algo infantil en su personalidad. Está lejos de poseer el carisma o la verosimilitud de Robert Pattinson, un histrión de tablas tomar a su lado. A Crew le va mejor que a la lánguida Kristen Bell en el papel de la damisela en peligro. Mientras tanto, los pros Kim Basinger y Ray Liotta pasan tarjeta en un par de escenas. Reducir a Más allá del cielo al chico-conoce-chica normalmente sería políticamente correcto, pero, la verdad es que, la chica en cuestión es realmente un accesorio a la verdadera trama – el trauma que Charlie debe enfrentar y superar con las herramientas que ya conocemos. El meollo del asunto está centrado en el difunto y resentido Sam (Charlie Tahan), y es aquí donde la película se rinde a un argumento falaz: ¿Exactamente cual es el don de Charlie? Se lo presenta como loco, como esquizofrénico, como médium. Para cuando la peli se decide, el giro es tan abrupto que parecería arrancar con otra historia, más nueva y más predecible, conformada por pedazos de otras películas que hemos visto crecer dentro de la cultura popular. El director es Burr Steers, el hombre detrás del clásico de culto Las locuras de Igby (Igby Goes Down, 2002), su ópera prima, en la que demostró su genio y acidez para hablar del ansia existencial del adolescente enajenado. Desde entonces ha dirigido por encargo 17 otra vez (17 Again, 2007, también con Efron de diva) y ahora esta adaptación del best-seller de Ben Sherwood. Estos engendros de Frankenstein irán bien con el pochoclo, pero no honran su verdadero talento.