EXUBERANCIA DE FELPA Como si se tratara de una propaganda de los años 40 o 50 de las virtudes del sueño americano, las primeras imágenes de la película intercalan variados momentos cotidianos y transitorios de la supuesta convivencia armónica de los ciudadanos hasta que la lente se afina y la voz en off destruye cualquier ilusión: “la gente de Los Ángeles tiene algo en común que los aúna y es que no son puppets”. Entonces, las mismas escenas de paseos en auto, salidas luego de la escuela, cruces de calle, parejas o la circulación peatonal exhiben que el entrecruzamiento de zapatos de cuero y felpa ya no se sostiene en la idolatría o ternura, sino en una guerra silenciosa cargada de aislamiento, separación y partes de tela desgarradas. Las marionetas terminan despojadas de su inocencia para encarnar los aspectos más nocivos en un cóctel de favores sexuales, violencia, escatología, caídas en desgracia y excesos de droga azucarada. En medio de ese universo polarizado se produce un asesinato múltiple en un local de producción y venta de contenido pornográfico. Uno de los cuerpos mutilados pertenece a Mr. Bumblypant, miembro del exitoso show televisivo The Happytime Gang y conocido del ex policía devenido en detective privado Phil Phillps, quien se encontraba en el lugar siguiendo la pista de un caso. A partir del crimen, el pasado empieza a acecharlo con la aparición de su antigua compañera Connie Edwards, situaciones replicadas, fantasmas internos, recuerdos de las salidas con los integrantes de la banda durante el esplendor del programa e indagaciones personales acerca de las muertes a gran escala dentro de las sombras de la ley. El director Brian Henson se mueve en una reconfiguración del cine negro con guiños y alusiones a personajes emblemáticos, gestos distintivos y filmes clásicos que se combinan con grandes niveles de irreverencia, humor adulto, dosis de sexo salvaje, fluidos, violencia y droga; un combo que si bien tiende a desafiar los límites, desaprovecha la ruptura de esquemas que propone, limita a los personajes humanos y convierte varias veces al sexo en vulgaridad. El encuentro en la oficina de Phillips tiene dos momentos que ejemplifican los extremos: al principio juega el ardor de los cuerpos de tela con lo prohibido y la ironía de una imparable eyaculación emulando a El exorcista; luego, la insistencia de una nueva descarga alrededor del estudio, la mujer apoyada en el vidrio de la puerta, la secretaria junto a los policías sin saber qué hacer hasta que la mujer se va, los hombres ingresan y se topan con los resabios de un prolífico goce. Si bien existen ciertas reminicencias a ¿Quién engañó a Roger Rabbit? ya que en ambos casos cohabitan humanos con personajes de otras materialidades cuestionados por los primeros y un homicidio fomenta la interacción entre un investigador y una marioneta/caricatura, los tonos, los mundos y las maneras de habitarlos difieren en gran medida. Principalmente porque la película de 1988 utiliza matices sugestivos y se distinguen con claridad los personajes “buenos” y “malos”, mientras que en la actual todo es explícito, exagerado, obsceno en ocasiones y los personajes son ambiguos dentro de un universo corrompido, violento y cínico. En segundo lugar ¿Quién mató a los puppets? postula un espacio común habitado por los variopintos ciudadanos, cuya línea divisoria resulta imaginaria y hasta de rango social, mientras que en la anterior coexisten Los Ángeles, Toontown y el pasaje constante entre un mundo y el otro. De esta manera, se subraya una separación inherente a cada especie que se difumina cuando suceden hechos importantes en cada lugar. Por último, Henson postula numerosas muertes de títeres y Robert Zemeckis se focaliza en fallecimientos humanos, más allá de que pueda ocurrir la de algún dibujo. Del sueño americano ligero, armónico y adecuado a los excesos más desorbitantes de encuentros entre personas y marionetas o felpas entre sí, lenguaje obsceno, homicidios en masa de un antiguo éxito comercial y droga no tolerable para el común de los mortales. Los cócteles tientan pero también embriagan, sobre todo, en cantidades violetas, azucaradas, lascivas y de salpicaduras de relleno por doquier. Por Brenda Caletti @117Brenn
VEO ¿VEO? Las obras no son representaciones de la realidad, ni deben ser entendidas así; por el contrario, los espectadores se vinculan con ellas a través de las sensaciones. Para lograr ese lazo es necesario dedicarles unos minutos a la pura observación. Prueben ahora. La inmensidad de las montañas jujeñas en contraste con la pequeña sombra del individuo que las mira desaparece de la totalidad de la pantalla y, en su lugar, se presentan una serie de planos detalle de la misma pintura que enfatizan las formas, las materialidades, el uso de los colores, los trazos y los supuestos sentimientos provocados por la cámara subjetiva. El espectador dentro y fuera de la pantalla queda sujeto a las palabras de la voz en off femenina, al cuadro y hasta a los tiempos contemplativos estipulados para luego toparse con la guía, los visitantes del museo y las obras de Renzo Nervi hasta que se muestra al siguiente narrador: su galerista y amigo personal Arturo Silva. En este primer pasaje se percibe la oscilación constante de Mi obra maestra entre cierto afán por cuestionar el mundo del arte contemporáneo a través de los diferentes actores sociales como las instituciones, los directivos, los compradores, las obras, los artistas, las modas, los críticos, entre otros, y la lealtad entre dos amigos que sobrepasa los límites ético-morales. De hecho, se amalgaman tanto que el título refiere a esa dicotomía: el pronombre “mi” da cuenta de la constitución de Nervi como figura emblemática de los 80 debido tanto a las condiciones artísticas como al apoyo otorgado por el galerista en una reconversión del antiguo mecenas así como también la revalorización de sus trabajos en el mercado internacional. Si bien Gastón Duprat (en este caso dirige en solitario y Mariano Cohn es productor) trabaja fuertemente el nexo entre ambos y hasta propone algunas acciones inesperadas o íntimas, sobre todo, durante la internación del pintor tras el accidente; no acierta en el tratamiento irónico o de problematización respecto al universo artístico porque en lugar de exponer la superficialidad existente –que sí logra mostrando el alza de los precios, las repentinas muestras internacionales o el afiche de la vía pública con la imagen del multimillonario que “apuesta” al arte– apela a un tono didáctico y estereotipado que aumenta a medida que transcurre el metraje. No sólo la contemplación de la pintura al inicio es arbitraria, sino también los fragamentos seleccionados para mostrar en detalle, la guía que explica cómo debe ser el encuentro entre espectador y obra, el tiempo en que se observan esos recortes y hasta pareciera que las sensaciones particulares de cada individuo. Claramente, los directores y el público aceptan un pacto implícito en el cual los primeros constituyen los filmes desde su punto de vista y guían a los segundos desde las lógicas narrativas, estéticas y de montaje pero el exceso de lugares comunes convalidados y matices explicativos interfiere con las intenciones satíricas, las mostraciones de la banalidad o de las propias “estafas” que plantea la película. Cuando Nervi pinta el encargo para el empresario, la cámara se sitúa frente al hombre resaltando la mirada del artista hacia su lienzo, la del galerista hacia el proceso creador y los espectadores quedan supeditados a las percepciones de ellos, mientras que al ser sorprendido por Alex la audiencia advierte los trazos sobre un rostro sin rasgos faciales, como si ésta estuviera a la espera de esa guía audiovisual que indique cómo situarse frente a cada gesto artístico. Más aún, los personajes refuerzan dicha característica volviéndose, por momentos, monigotes de sí mismos y hasta proponen conversaciones asimétricas que minimizan al compañero de turno. Por ejemplo, cuando huraño pintor describe las supuestas cualidades de los artistas; Silva adivina las profesiones de la gente en el parque por el aspecto, da cátedra sobre las nuevas tendencias o utiliza la obsoleta frase “el artista sólo se expresa a través de su obra”; el crítico visto como un hipster pedante que sabe más que el resto y no acepta comentarios desfavorables o, incluso, Alex presentado como un honesto inquebrantable que averigua todo y un hippie europeo que considera al hombre como mito viviente. En contrapartida, resultan interesantes los guiños hacia otros artistas de la época o contemporáneos gracias a la alusión o puesta en escena de las obras. Frente a la nobleza de la amistad, el arte se manifiesta como algo trivial, sin sentido y oscuro determinado por el mercado, los snobs, aquellos que saben adaptarse a las tendencias, los que no saben por qué pintan o explican demasiado para parecer intelectuales y, en último lugar, por quienes son fieles a sí mismos. La obra maestra parece adoptar todas y cada una de estas cuestiones en una mixtura plagada de reconfiguraciones, denuncias, frivolidades, supuestos entendedores de todos los ámbitos y universalidades sin importar cuántos minutos uno se detenga a explorar, si pasa de largo por varias obras, si identifica o no la mirada del autor, si siente algo frente a aquello que contempla o qué recortes elige para detenerse. Veo, veo, ¿qué ves? Por Brenda Caletti @117Brenn
EL TIPO ESE “Viva Puig porque nos mantiene despiertos, y viva el arte porque nos mantiene vivos”, declara Patricia Bargero en plena sala del Gaumont minutos previos a la proyección de la película basada en sus textos y protagonizada por ella. Se trata de un ensayo cinematográfico que trabaja tres puntos vinculados permanentemente: la biografía de Manuel Puig- el tipo ese le decían-, la historia de General Villegas y la vida de Bargero, bautizada “la viuda de Puig” por los habitantes del pueblo; un nexo cuya máxima expresión se evidencia en el título del filme de Carlos Castro, entendido no sólo como el pasaje entre literatura y vida cotidiana –ese fue el nombre que Puig le otorgó al pueblo en sus obras La traición de Rita Hayworth y Boquitas pintadas– sino también como homenaje a la figura del escritor y a su producción. Regreso a Coronel Vallejos se constituye en diferentes formatos técnicos y narrativos que dan cuenta de cada eje o de su mezcla. La reconstrucción biográfica e histórica tiene como base la fotografía, los planos fijos, el ojo de pez y el blanco y negro, con la excepción de una única entrevista del escritor que jamás salió televisada. La vida de Bargero está trabajada en primera persona tanto con voz directa como en off, en color y liga contenido personal con la búsqueda de la reivindicación de Puig en Villegas. Tal es el caso de la escena en la que junto a una amiga de Buenos Aires leen en una biblioteca artículos de la época que repudiaban Boquitas pintadas o cuando recorre el pueblo en su silla de ruedas. Por último, las escenas en las que aparecen tres señoras, una de las cuales conoció a Puig, que actúan como una suerte de coro de las tragedias griegas mezclado con la comedia. Es decir, que contextualizan lo que se cree/creyó o dice/dijo en el pueblo mediante la visión de sus familias o de experiencias propias y, a la vez, le imprimen ciertos rasgos cómicos o burlescos, que varían el tono general del relato. La frase de Bargero retumba en los oídos del público y se afianza en cada minuto del filme. El tipo ese vuelve a circular por su pueblo para quebrar el maleficio de aquellos que lo condenaron y convertirse en una figura de la conciencia cultural argentina. Por Brenda Caletti @117Brenn
IRREVERENCIA ANGELICAL La habitación del hotel no es más que un lugar de tránsito: una cama para los dos, pocos muebles, paredes descubiertas, luz tenue y el refugio idóneo para el dinero y los objetos de valor acumulados. Tras un importante robo, Ramón sale de la ducha y se recuesta relajado. Carlitos observa el cuerpo inmóvil aún cubierto por las gotitas y le abre la toalla revelando su desnudez. Luego, agarra algunas de las joyas, cubre la zona genital y contempla la obra. Si bien la escena condensa la tensión sexual latente entre ellos, también permite inferir cierta conversión del lazo. Ya no se trata de dos delincuentes envueltos en la adrenalina momentánea, sino del artista y su musa. Mientras el adolescente representa al genio creador, impredecible, con ideas revolucionarias, el compañero funciona como discípulo –aunque ni él ni su familia lo vean de ese modo– y como lienzo. Por consiguiente, quitarle la toalla y volver a ocultar las partes íntimas poco tiene que ver con un goce corpóreo, sino con un gesto artístico, un coqueteo entre sentirse vivo y exhibir la banalidad de los elementos. Pero, ¿qué se esconde detrás de esa imagen? Ésta fue la pregunta disparadora de los productores y de Luis Ortega para focalizarse en la idea de un niño criminal que vive en una suerte de ilusión, sin consciencia de muerte y asesina sin inmutarse. Porque Carlitos no es completamente Carlos Robledo Puch, sino un joven de 19 años que cautiva por su ideal de inocencia con unos labios llenos tipo corazón, unos rizos rubios rebeldes, un cuerpo con resabios infantiles y un desparpajo en la forma de pensar y moverse por el mundo. Frente a la contención de los demás personajes, él se siente libre cuando anda en moto, baila, entra a casas o locales ajenos y dispara armas. Una apariencia que se acentúa con la vestimenta desde los calzoncillos blancos o rojos revalidando su aspecto de querubín o las remeras lisas y rayadas con colores vibrantes; incluso, el filme advierte al espectador del próximo arresto del protagonista cuando usa aquella con líneas blancas y negras. El ángel, entonces, se construye sobre la fascinación como gran hilo conductor entre los personajes, la circulación en los espacios, la estética y como el propio motor del relato. El adolescente se acerca a su compañero de hurtos porque se siente atraído por él en la escuela y la manera para atraparlo es provocativa. La misma lógica se replica cuando va a la casa y conoce a José y Ana María. Con el primero establece un nexo de admiración y desafío desde ver una parte de sus genitales palpitando hasta sentir el cuerpo del padre apoyado en la espalda cuando le enseña a apretar el gatillo o el vínculo dual con la mujer entre cuidados maternales y una clara atracción sexual, por ejemplo, cuando le quita el resto de agua de los labios y ella se chupa el dedo. El lazo con Ramón, por otra parte, se va reconfigurando a lo largo del metraje: como amigo, luego cómplice, más tarde como objeto de deseo y como viejo conocido. Tal vez lo más curioso sea que no manfiesta ninguna atracción hacia la novia y que tanto Carlitos como el amigo salgan con chicas idénticas en apariencia pero disímiles en las personalidades. El mayor acierto del director tiene que ver con la plasticidad de las imágenes y los ángulos de la cámara que se asemejan a composiciones pictóricas. Ya desde la primera escena se muestran arbustos y flores a la izquierda, la vereda del otro y a un joven con rasgos angelicales caminando por la misma hasta treparse a una casa. Luego, el interior de ésta con una decoración de época y recargada, juegos de espejos y la música, adueñándose de los sentidos, con la que el chico baila. Los paisajes, los interiores de los espacios, el contraste, los colores, la idea de meterse en la televisión y las posiciones de la cámara terminan de completar el universo ilusorio, poético y tan maravilloso en el que cree transitar el protagonista. La pregunta anterior sobre qué hay detrás de la foto se vuelve tan compleja como contradictoria: un joven criminal con rostro delicado que quiebra los parámetros fijados sobre cómo debe lucir un asesino y a qué clase social pertenece. Carlitos con una mirada penetrante deja a todos a su merced, se deshace de los objetos vacíos y guarda aquellos que le resultan significativos, roba y mata sin alterarse e intenta transmitirle a los demás el disfrute de cada experiencia. “No creo en eso de que esto es tuyo y esto es mío”, comenta en off casi al inicio reafirmando su concepción compleja, oscura, por momentos libre y hasta vigoroza para habitar el mundo.Una provocación sombría disfrazada de Cupido. Por Brenda Caletti @117Brenn
INSINUACIONES NO CONQUISTADAS Según el dicho popular del amor al odio hay un sólo paso, un límite delgado que suele traspasarse en el fervor de una pelea, en la exhibición de los rasgos que disgustan al otro o en la conquista, donde el arte de la retórica prevalece por sobre cualquier acto o gesto. Como se trata de una frontera tan sutil, resulta complejo encontrar el momento exacto en que se produce el pasaje. ¿Cómo delimitarlo? ¿De qué forma reconstruir el instante previo a dicho cruce? Amores frágiles intenta desnudar la crudeza de esos vaivenes a lo largo de los siete años de relación de Claudia y Flavio, dos profesores de literatura que se descubren en una ponencia institucional. Él se explaya sobre la masculinidad de la épica y encasilla a las mujeres en el género romántico; mientras que ella cuestiona la exclusión de los personajes femeninos en las hazañas heroicas y su lugar relegado hacia las novelas rosas. El acalorado intercambio de puntos de vista tan disímiles frente a las autoridades y al alumnado deriva en el primer almuerzo juntos que ya evidencia el futuro de la pareja: una constante fluctuación entre deseo e ira. De hecho, Francesa Comencini se apoya en dos aspectos para reforzar dicho movimiento: el primero tiene que ver con el juego temporal entre un presente donde ambos continúan (o no) con sus vidas después del rompimiento y los flashbacks desordenados que reconstruyen las instancias de plenitud o desborde total. El otro es la reconfiguración de los objetos durante todo el proceso. El ejemplo por excelencia es la manta de Claudia que inicia como elemento de confort y refugio dentro de la casa de Flavio, con el tiempo se convierte en un recordatorio más de su tránsito por dicho espacio, más tarde se traduce como rasgo de soledad, luego como una nueva oportunidad y, por último, como parte del pasado. Simultáneamente se trabajan dos temáticas que acompañan al desarrollo del relato y de los mismos protagonistas: por un lado, la idea de género que busca romper con los arquetipos de lo femenino y lo masculino desde los diálogos entre los personajes, la inclusión de escenas en blanco y negro con encuentros que abordan cuestiones identitarias o la atracción de una chica hacia Claudia; por el otro, la actualización del concepto de cortejo basado en la danza a través del contraste de fílmicos de fiestas o ferias pueblerinas entre hombres y mujeres y el baile final entre las mujeres de las reuniones antes mencionadas. Más allá de las intenciones de la directora, la puesta en escena de estos temas fracasa. En principio porque no hace más que reforzar los estereotipos que tanto intenta revertir: Claudia está construida como una obsesiva estancada luego de la ruptura y que vive para recuperar al hombre del que sigue enamorada sin entender qué él ya avanzó; Flavio por su parte, supera la crisis e inicia un nuevo lazo con alguien más joven. Además, el tratamiento de un encuentro lésbico parece forzado y sin propósito, mientras que la encargada de las charlas queda fuera de contexto en un auditorio plagado de mujeres que se dicen independientes pero dependen de los hombres de alguna forma y hasta aparecen como víctimas angustiadas por sus infortunios. “Te estás dejando llevar por los carbohidratos, el vino, el lugar”, bromea Flavio en el primer almuerzo y, al final de cuentas, el relato peca de superficialidad. Lo que pretendía ser un arte de conquista se confunde con un trabalenguas impronunciable y una sumatoria de cánones poco flexibles. La transición se visibiliza a tal punto que se torna grotesca sin épica ni romanticismo, tan sólo un cuento repetido. Por Brenda Caletti @117Brenn
ATRACCIÓN INEVITABLE _ ¿A qué le recuerdan? _ ¿A los matorrales de Tolstoi? –se aventura Ernst Feder. _ A Semmering –sentencia Stefan Zweig–. Una Semmerimg tropical al otro lado del mundo. Ambos hombres permanecen en silencio unos segundos con la mirada perdida en la naturaleza salvaje y absortos en sus pensamientos hasta que el mismo ambiente y la tristeza constribuyen para conversar sobre la crueldad de la guerra, los lugares que debieron abandonar o aquellos en los que vivieron un tiempo, el destino europeo, las adversidades de quienes se encuentran bajo el régimen nazi y, según Feder, la fortuna de ellos por encontrarse en Petrópolis. El amigo asiente, resignado, y las sutiles gesticulaciones del rostro dan cuenta de ello. Considera a Brasil como el país del futuro ya que había encontrado la respuesta para una convivencia pacífica de clase, religiosa y racial; incluso, le brinda refugio, inspiración literaria y la admiración de los pobladores. No obstante, tenía un pequeño defecto: no podía ofrecerle patria, el lazo primigenio entre hombre, identidad y tradición. Allí no dejaba de ser un exiliado y dicha desterritorialización le resultaba ya insostenible. Es que, por primera vez en Stefan Zweig: Adiós a Europa, el protagonista deja entrever las sensaciones que acarrea por los viajes, el idioma, Austria, sus casas destruidas en los bombardeos, el no pertenecer y la añoranza de algún matiz originario. Por esa misma razón le pregunta al amigo cómo era su vivienda, la calle en dónde se emplazaba o le manifiesta el miedo de que el Viejo Continente no pueda escapar a una destrucción total. Al mismo tiempo, la escena funciona como el desencadenante directo del epílogo –la película se estructura como un libro con prólogo, cuatro capítulos muy específicos y un epílogo– y retoma la tensión del comienzo debido a las cuestionamientos de los colegas, intelectuales y periodistas por la falta de un pronunciamiento respecto al fascismo. Desde la óptica estética puede pensarse que la exhibición de la naturaleza vibrante, colorida, libre, exhuberante ya sea como arreglo floral imponente en la mesa, en los campos de caña de azúcar o en el fondo de la casa de Feder no hacen más que reforzar la coexistencia armónica que tanto admiran el escritor como su segunda esposa Lotte. Sin embargo, la directora María Schrader lo trabaja de una forma tan correcta que le quita los matices y contrastes volviéndolos un tanto esquemáticos, monotónos y quedándose en la superficie. Por ejemplo, en la primera escena usa un tono plano para evidenciar cierta frivolidad en el recibimiento de Zweig con las empleadas que se burlan de las flores diciendo que si las usan parecerán condesas o el hombre que da la bienvenida y pide que se apuren porque las carreras de caballos no aguardarán por ellos. El escritor, de a poco, pierde la confianza en los favores a otros, en los lugares distantes, en la libertad, en la ayuda internacional y en la vida. Como él mismo detalla en la carta que deja a los amigos es tan impaciente que tuvo que irse antes. Ya no podía demorar por más tiempo el reencuentro con su esencia primogenia: la patria lo esperaba. Por Brenda Caletti @117Brenn
REMOVER LAS CAPAS _ ¿Tenés una moneda? – pregunta Malena. _ No – responde Paula. _ Entonces tenemos que pedir un deseo sin moneda – remata la pequeña. De inmediato, una sonrisa se dibuja en el rostro de cada espectador y el lazo cómplice entre éstos y la niña llega a su máxima expresión. Es que el tono espontáneo, sincero y hasta abierto de Malena no sólo coquetea con la sala oscura y las demandas de la audiencia, sino también, diegéticamente, con Paula, quien se muestra reservada y silenciosa en una Ushuaia invernal que no termina de pertenecerle en los tres meses transcurridos desde su llegada. Si bien consiguió trabajo como mucama de hotel y guía turística para ahorrar y cumplir una promesa, la joven no disimula que viene de Buenos Aires, tampoco intenta mimetizarse con los pobladores y queda en medio de una ciudad compuesta por nativos y extranjeros. Ese transitar –en la primera escena de La omisión se la ve de espaldas al costado de la ruta con una cámara que acompaña tanto la hostilidad climática como la propia agitación respiratiora causada por la caminata bajo el frío– se presenta como una constante de la protagonista ya sea en la búsqueda de un lugar para dormir (no se habla de hogar), de los desencuentros para que le paguen lo adeudado, de las repentinas formas de conseguir más dinero, de los escasos momentos en que parece libre y de las dudas que invaden sus pensamientos. En consecuencia, descubrirla no resulta tarea sencilla. Sebastián Schjaer trabaja en su ópera prima con sutileza y pausa en diálogos justos que van desmadejando de a poco el interior de esta mujer. Incluso no se revela el cuerpo ya que durante todo el filme está cubierta con capas de ropa: sweaters, la campera abultada, guantes, bufanda y gorro y sólo se perciben parte de las piernas durante el acto sexual. Por el contrario, el director parece plantear un único momento de plenitud: la cámara muestra la pared con sombras proyectadas, voces que imitan ruidos de animales en off y juego de luces. Allí, se la escucha viva a Paula disfrutando de un momento singular y privado que se desarrolla fuera de campo, lejano de la mirada de los espectadores y del resto del mundo pero grabado en la memoria de la joven y Malena. Las ventanas empañadas de la combi, la dificultad para caminar en la nieve, la falta de dinero, algunos pobladores y varios reencuentros inesperados ofuscan a la protagonista y la mantienen en ese transcurrir permanente. ¿Cuál es el objetivo? ¿Qué dirección seguir? La oscuridad impenetrable de sus interrogantes comienza a emanciparse. Sólo se necesita una decisión; una decisión para terminar con el vagabuendeo y empezar a volverse visible. Por Brenda Caletti @117Brenn
MANTENER EL RECUERDO “Porque si un hombre muere, se libera. ¿Qué importa morir?”. El canto aparece como un tímido recuerdo de Giorgio en medio de la ruta, como una simple anécdota que acompaña la foto mostrada a los policías antes de continuar la travesía. Pero aquella frase poco tiene de inocente; por el contrario, desempeña una doble función: reforzar el contexto, la ideología y ciertos rasgos de la personalidad del hombre de 85 años que supo ser un reconocido poeta y enlazar los dos ejes fuertemente trabajados por director Francesco Bruni, es decir, el viaje iniciático y el juego temporal y de materialidades. De esta manera, se crea una oscilación permanente entre los personajes principales basada en el cruce generacional y en la reconfiguración del concepto camino del héroe. Ya no se trata de un designio de los dioses o del destino, sino que el recorrido que debe atravesar Alessandro se focaliza en el autodescubrimiento y en la identificación y reconocimiento del otro en sus singularidades. Para esto, los objetos cumplen un rol fundamental tanto aquellos en su dormitorio como los de la casa del anciano, en particular, la curiosidad por el estudio y los escritos en las paredes. Las huellas de los dueños de dichos elementos y/o espacios se traducen también en los recuerdos aleatorios de Giorgio debido a una fase inicial de Alzheimer y en los anhelos de reencontrase con un pasado que se vuelve más actual a cada instante. Por ejemplo, su angustia cuando ve en la pantalla al falso soldado de la play, las veces en que llama Carlo a Alessandro o las ilusiones de Robert, Mike y John. El viaje propiamente dicho no sólo evidencia aventuras y complicaciones, sino que afianza el vínculo entre el joven de 22 años y el anciano de 85 y contribuye a una transfiguración de los cuatro amigos con las experiencias de Giorgio en su juventud. El otro juego de Amigos por la vida (Tutto quello che vuoi en la versión original) tiene que ver con el contraste entre lo efímero y el registro. El director se vale de la enfermedad para contraponer permanentemente la resistencia de las fotos, de los libros o hasta los escritos de las paredes con la fugacidad de la voz, la memoria y hasta la fama del poeta. En medio de esa lucha, Alessandro y Giorgio comparten sus deseos y miedos más íntimos en un vínculo natural, afectuoso y familiar. “Porque si un hombre muere, se libera. ¿Qué importa morir?”. Hacia el final, el canto se transforma en relato oral y encuentra su máxima expresión con los cuatro jóvenes de espaldas a la cámara. Allí, el grito de guerra y la experiencia de vida se amalgamanan en una promesa íntima y, por sobre todas las cosas, en la herencia trasmitida a lo largo de las generaciones de cada familia. Un recuerdo que sobrepasa la caducidad temporal para instalarse en la manera de percibir y aprehender el mundo. Por Brenda Caletti @117Brenn
LA IMPORTANCIA DE PERTENECER ¿Cómo acostumbrase a vivir en un país tan alejado de las costumbres, creencias o del idioma? ¿De qué manera influye ese nuevo contexto en los pensamientos, en la personalidad y hasta en la forma de concebir al país de origen? ¿Cómo afrontar el desfasaje entre la ilusión de internet o de una idea popular y la realidad propiamente dicha? ¿Cuál es el lazo entre nacionalidad, tránsito, refugio y arraigo para un inmigrante? ¿Dónde encontrar la belleza? ¿Cómo sortear las miradas de familiares y compatriotas? Estas son algunas de las cuestiones más importantes trabajadas en Estoy acá, articuladas por las historias de vida de los senegaleses Ababacar Sow y Mbaye Seck, la memoria, las concepciones fijadas en ambas culturas, el contraste entre las tradiciones y la idea de familia y el diálogo permanente entre ellos durante largas caminatas por la ciudad. Tanto el comienzo como el final tienden a un tono poético desde las imágenes y las reflexiones. Un inicio con la cámara en contrapicado que registra a través de planos detalle y una fuerte presencia del sol el monumento al Renacimiento africano ubicado en Dakar. Luego y ya en subjetiva aparece el ex mercado de esclavos de la isla de Gorea junto a una voz en off que indica que las generaciones pasadas construyeron Europa y América y que los blancos se llevaron el dinero que ahora deben ir a buscar como inmigrantes vendiendo bijouterie, anteojos, relojes, carteras o ropa, por ejemplo. Lo que seguramente llamará la atención de los espectadores locales es la fuerte creencia de Argentina como país rico en un nivel equiparable al primer mundo y no tanto cómo dicha fantasía se hace pedazos una vez en el país. Ababacar cuenta que preguntó varias veces si estaba acá porque no concordaba con lo que pensaba y que le robaron la mochila con direcciones la primera noche mientras dormía en la calle, la sensación permanente de robo en los ciudadanos o los controles policiales donde se quedan con la mercadería, con la recaudación y los celulares. Frente a una intención de intercambio cultural con lo más sobresaliente de ambos sitios, las condiciones de vida se tornan hostiles y solitarias. Uno de los aspectos más interesantes del documental tiene que ver con el despliegue de los puntos de vista contrarios de los protagonistas, que se conocieron en una pensión y se hicieron amigos. Si bien los une la nacionalidad, las costumbres y la distancia con la familia, los diferencian los objetivos, las miradas sobre la inmigración, sobre el país y el futuro. Mbaye Seck parece sólo interesarse por ganar dinero (la reiteración excesiva se vuelve molesta) y no puede evitar comparar ambas formas de vida (una individual y otra en comunidad, con puertas y piezas abiertas) soñando con el regreso definitivo a Senegal, mientras que Ababacar se focaliza en su crecimiento personal desde el trabajo estable junto a quien fue su tutor, el estudio, la casa propia, la pareja y la belleza del paisaje y la gente. Uno no puede dejar de concebirse como extraño, el otro consigue adaptar sus raíces tomando lo mejor de ambos mundos. Además de la evidente oposición, los directores Esteban Tabacznik y Juan Manuel Bramuglia contrastan las formas de habitar esos espacios y lo desafortunado de algunas nociones fundadas en ambas perspectivas. Utilizan la celebración religiosa como claro distintivo: por un lado, un acontecimiento colectivo, con discursos que apelan al mejoramiento propio y a la convivencia; por otro, diversos grupos con micrófono o música en medio de la plaza Once mencionando conceptos sueltos y la atención dispersa de los transeúntes. Por supuesto, no se trata de ritos comparables pero la intención parecería ser la de subrayar los valores de comunidad del primero y de aislamiento del segundo. Esto mismo se replica en las largas caminatas de ellos por diferentes barrios con gente que los mira con desconfianza y los desplazamientos en grupos allá, aunque teman las miradas de los demás y los consideren “toubab-wawa” (blancos- negros por haber adoptado las costumbres). También Mbaye señala lo absurdo de pensar a Argentina como símbolo de abundancia económica, a Senegal con gente que vive con los leones o África como un único y gran país. El final busca recuperar el nexo entre poética e historia del principio en una suerte de paralelismo pero no logra su cometido y las reflexiones quedan un tanto desdibujadas. Si bien la película se grabó hace unos años resulta innegable su vigencia a nivel local como en el resto del mundo tanto por la inmigración como por los pensamientos arcaicos instaurados en las sociedades y acerca en primer plano cómo los argentinos somos vistos y considerados por fuera de las burbujas personales. Por Brenda Caletti @117Brenn
RECUPERAR EL DESEO Atrapado. Así se siente Donald Crowhurst, en medio de una encrucijada entre el deber, la palabra y las fantasías. Porque si bien los primeros matices lo muestran como un amante de lo náutico y con cierto espíritu aventurero, el metraje no hace más que desgastar cualquier posible resabio de un hombre que se dispone a cumplir su anhelo más profundo. De hecho, el director James Marsh lo despoja de cualquier rasgo pintoresco o heroico – como probarse a sí mismo y a los demás que un aficionado en solitario puede circunnavegar el mundo sin detenerse en ningún puerto, obtener la gloria, la recompensa y superar el record de Francis Chichester– postulando al desafío como única opción para salvar a la empresa y a la familia de una inminente bancarrota. Pero los inconvenientes se presentan antes de partir con atrasos importantes en la construcción del trimarán, dudas personales, las presiones de la prensa y del hombre que le prestó el dinero y una entrada a último momento. Entonces, Donald ya carece de todo deseo per se; estado que se profundiza con la soledad en alta mar y los logros de los otros competidores frente a sus desalentadores resultados, mientras que cualquier problema climático o de manejo del barco quedan relegados a un segundo plano –incluso aquel que lo obliga a mentir–. La idea de sofoco incrementa a lo largo de Un viaje extraordinario (The Mercy en la versión original) a través de las voces, las especulaciones y los registros en la bitácora en una suerte de pasaje entre la vivencia en un aquí y ahora filmada por él como constancia del recorrido, los telegramas o los llamados a la familia y, luego, una experimentación mental que se aleja del contacto con el otro y se refugia en lo efímero o paralelo. Si bien el director apuesta por centrarse en la turbación psicológica del protagonista, lo somete a cierta monotonía y no termina de aprovechar las reflexiones, los recuerdos, la soledad, las alucinaciones o, incluso, el juego con sombras o ruidos extraños en el barco. Por otra parte, intenta resignificar al protagonista con dos momentos hacia el final de la película ligados directamente con el título. Porque, tal vez, en medio de la turbación y el desaliento, la misericordia se convierte en la última y mejor opción. Por Brenda Caletti @117Brenn