LO ETÉREO SE VUELVE FIGURA “Ahora Nom Pen puede filmarse como en la profecía de Puth Tumneay: casas sin habitantes, calles sin peatones, escaleras que nadie subirá, ríos de sangre”. La elipsis, tanto en el nivel del lenguaje como en el humano, se vuelve tangible y deudora de una reposición. ¿Cómo encontrar la imagen de la infancia? ¿Por qué surge la necesidad de recuperarla en un momento particular de la vida? Más aún, ¿es posible hallarla? Entonces, la búsqueda de la ausencia del director camboyano Rithy Panh se torna esencial no sólo como posibilidad de encarnación, sino también como registro, como forma acabada y testimonial: un breve recorrido imaginario por Nom Pen, la invasión de los Jeremes Rojos en abril de 1975 y la fundación de Kampuchea Democrática, un sistema autoritario que avaló la evacuación de los habitantes de los centros poblados, declaró como enemigos políticos a todo aquel que viviera en la ciudad, dispersó a familias y sembró el hambre y la muerte. El verdadero dilema pareciera ser cómo reconstruir esa carencia, como volverla propia puesto que no había mucho material de archivo y lo etéreo de la memoria debía volverse figura. De hecho, si bien al inicio de La imagen perdida se exhiben algunos rollos de película como calcinados o cubiertos de herrumbre, el director consigue valerse de algunas grabaciones como apoyatura. Pero la ausencia requiere de cierto grado de apropiación y Pahn lo comprende bien. Por eso arma su representación a través de un juego plástico con figuras de arcilla y maquetas que describen diferentes sectores de la Kampuchea Democrática. El director usa el plano detalle para exhibir cómo trabaja el material, le da forma y luego lo pinta de diversas maneras: al principio, cada figura posee rasgos particulares; luego, con la introducción de los Jeremes Rojos, los pobladores pierden su singularidad y posesiones y se limitan a portar vestimenta negra. Además, en ciertas circunstancias, el camboyano decora las pieles desnudas como si se tratase de los ornamentos de antiguas tribus. Tanto el tratamiento de la decoración de los modelos en arcilla como el de la puesta en escena se pueden pensar en relación con dos nociones propuestas por el antropólogo Claude Lévi- Strauss y también trabajadas por el académico y escritor brasilero José Guilherme Merquior: por un lado, la idea de máscara y, por otro, el concepto de doble articulación. El primer caso se asocia a los estudios de las pinturas faciales realizadas en Mato Grosso. Lévi- Strauss sostiene que dichas pinturas poseen una función heráldica. Esto quiere decir que le confieren al individuo su dignidad de ser humano puesto que operan como el pasaje de la naturaleza a la cultura y, al mismo tiempo, expresan la jerarquía del status social. Ahora bien, considerar la decoración de los rostros como máscara equivale a pensar en una ausencia de la individualidad y en un instrumento de la cultura. El arte funciona entonces como la única forma de compensación comprendida como una mediación imaginaria de las contradicciones de la sociedad. En el segundo caso, Lévi- Strauss define la doble articulación como aquellos objetos o elementos que tienen un valor en sí mismos y que, colocados en diferentes contextos, cobran otros sentidos. Esta idea guarda cierta similitud con el trabajo del bricoleur: usa retazos, los relaciona con otros y genera nuevos significados. Para el antropólogo, el pintor francés Nicolás Poussin era el ejemplo por excelencia de la doble articulación ya que el artista hacía una planificación previa del cuadro: armaba figuras de cera con sus respectivos detalles y los disponía en un escenario para verificar la composición, las distancias y la proyección de luces y sombras. De esta forma, el modelo reducido (como primer grado de la obra) daba cuenta del artificio y de las posibilidades de modificación de la obra final (como segundo grado), es decir, se posicionaba como objeto de conocimiento (producto del arte) y estructura de significación. Este mecanismo se reproduce en La imagen perdida: en principio, las figuras se moldean y pintan otorgándole una identidad ya sea a miembros de la comunidad, a la familia del director o, incluso, a sí mismo. Dichas figuras, insertadas en una sociedad y en una cultura, pierden su singularidad cuando deben desprenderse de sus posesiones materiales, cuando se vuelven una masa vestida de negro que olvida sus costumbres, nombres, familias. Allí se vuelve evidente el concepto de máscara: se produce una omisión impuesta, cada cual sobrevive como le es posible, incluso alejado o traicionando a su familia. Ya no se trata de una comunidad insertada en una cultura sino, por el contrario, una idea de cultura arbitraria para dominar. La doble articulación se exhibe en la composición plástica y el tratamiento de los materiales. Pahn se vale de todas las herramientas disponibles: en la parte técnica, se sirve de los travellings, el plano cenital o los cambios de ángulo por donde ingresa la lente como mecanismos productores de sentido e intercala ciertos fragmentos recuperados del material de archivo que, en ciertas ocasiones, interviene con su propia elaboración de otros materiales. La parte plástica del moldeado o construcción de la puesta opera en el sentido opuesto a Poussin: mientras el pintor dispone de los elementos en una obra de primer grado y, una vez satisfecho, los reproduce en una tela, Pahn expone la construcción como obra acabada y casi como único registro. Se ve el tallado de las figuras, la pintura o las maquetas durante la película y ya en los créditos se muestra cómo se ubicó la cámara o las luces para la obtención de la obra ya sí como una breve grabación dentro de otra. La búsqueda de la ausencia habilita un trabajo interior extenso y profundo no sólo como puesta en juego de la memoria, sino a través de las constantes simbologías en todos los niveles, una mezcla entre la cosificación y el descubrimiento de una voz propia para componer un registro de otro orden. A su vez, el trabajo en capas acompaña una verdad manifiesta del director: la carencia no sólo existe como imagen, sino también dentro de la misma realidad, en ese período entre 1975 y 1979, donde el hombre se reducía en su mínima expresión, necesitaba de algo propio para sobrevivir y nadie ajeno al régimen reparaba en lo que ocurría. Esa intimidad se trasluce a lo largo de todo el filme, como herramienta liberadora, personal y también colectiva: “Para resistir debes esconder dentro tuyo fortaleza, recuerdos y una idea que nadie pueda quitarte – detalla Panh –. Porque si una imagen puede ser robada, un pensamiento no”. Por Brenda Caletti redaccion@cineramaplus.com.ar
TIEMPOS DE BANDOS “Va a llegar un momento en el que todos tendremos que elegir un bando. Incluso tú Newt”, le confiesa su hermano mientras lo abraza en los pasillos del Ministerio de Magia británico y le advierte que lo están espiando. Si bien la escena aparenta ser trivial, en verdad anticipa la lógica narrativa de la película, es decir, una construcción fragmentaria donde se combinan micro- relatos, la aparición de numerosos personajes, subtramas no resueltas, nexos con Harry Potter y la idea de un tiempo muggle muy reconocible –el período de entreguerras con matices hacia la Segunda Guerra Mundial–pero pausado. Estos rasgos acentúan su carácter transitorio ya que la puesta en escena y el despliegue de personajes preparan a los espectadores para los siguientes tres filmes que cierran la historia previa a la saga del mago con cicatriz de rayo en la frente. Tal vez por eso, Animales fantásticos: Los crímenes de Grindelwald se distancia de la antecesora para asemejarse narrativa y visualmente con Harry Potter y la orden del fénix, Harry Potter y el misterio del príncipe y Harry Potter y las Reliquias de la muerte (parte 1 y 2). En principio comparten el empleo de un tono más oscuro a la hora de desarrollar la trama que no sólo enfrenta a los personajes contra sus propios miedos y deseos, sino también los obliga a seleccionar un lado que los define dentro de la comunidad y en medio de una guerra determinante para quienes poseen magia y los que no. Esto no quiere decir que los buenos y malos estén completamente fijados; por el contrario, muchos titubean, dudan, desconfían, se sienten rechazados o diferentes y se inclinan por algún camino gracias al poder persuasivo de los voceros, a un ideal o al miedo. Otro de los recursos reiterados tiene que ver con la vertiginosidad de ciertas acciones en las búsquedas personales, conquistas de poder o misiones para derrotar al enemigo. David Yates retoma, por ejemplo, el uso del Ministerio de Magia –en este caso, el francés– y al cementerio como lugares característicos de señuelos y de empoderamiento del mal. Al mismo tiempo, la visita de Credence y Nagini a una casa antigua maneja la misma tensión que aquella a la casa de Bathilda Bagshot y el escape de Grindelwald al comienzo mezcla velocidad, con cámara en constante movimiento y cambios de aspecto de los personajes que recuerdan a otras entregas. Estos movimientos bruscos y, por momentos excesivos, ya forman parte del sello del director en el filme anterior. El guion establece numerosos guiños con los libros de Harry Potter. El más evidente de todos es la aparición de Hogwarts con su música distintiva y el interior, donde a través de flashbacks se lo ve a Albus Dumbledore joven como profesor de Defensa contra las Artes Oscuras enseñando a los alumnos a defenderse de un boggart, una escena que remite al profesor Remus Lupin, aunque en este caso los no-seres no resultan tan atemorizantes como en la saga. El otro objeto importante es el espejo de Oesed, aquel que muestra los deseos más profundos de quien lo mira, que explica desde la intimidad del mismísimo director el vínculo con el villano. Hay una serie de elementos conectores más fugaces como la varita de sauco, la poción multijugos, la piedra filosofal, el trasladador, entre otros, y dos semejanzas entre los Señores Oscuros: por un lado, la mascota que lo acompaña (aunque la tire por el carruaje) y, por otro, la confesión de Newt al director hacia el final, es decir, que Grindelwald desprecia o descarta lo simple. Esa frase se vincula con el repudio de Voldemort hacia el amor y a los sacrificios por los seres amados. En esta oportunidad, título y relato no terminan de concordar porque los animales fantásticos quedan relegados a un segundo plano, aunque la cámara se detenga en los efectos visuales del estudio del magizoologista, en el circo o en un esporádico encuentro con alguno de ellos. Inclusive se desaprovecha la revelación de Nagini como maledictus, es decir, una mujer condenada a convertirse en serpiente por una maldición sanguínea hasta el momento en que permanecerá como reptil por siempre. Mientras que la figura de Grindelwald crece, a pesar de no ser un villano tan desbordante y de que los crímenes prometidos no sean más que muertes caprichosas para escapar de la cárcel, ocupar una casa o empezar a delimitar el círculo de aliados. De todas maneras, resulta indiscutible la necesidad de tomar partido. ¿Sabrá cada uno escoger la decisión correcta? Por Brenda Caletti @117Brenn
PERSISTENCIA MÍTICA La habitación está oscura, aunque se distingue su ojo abierto. Sentado en la cama tose de espaldas al mismo tiempo que la voz del relator saluda a la gente de Filadelfia. El primer plano a la altura de la nariz registra el recorte del bigote y cómo los vellos caen en el lavabo, mientras que la muchedumbre ingresa a los estadios. Los pies inquietos caminan por entre los gatos y los hombres ajustan las pantallas de transmisión en la camioneta de prensa. Las ruedas del auto avanzan con velocidad; las cámaras se posicionan para el evento del siglo: los conciertos simultáneos en Estados Unidos e Inglaterra del 13 de julio de 1985. Se abren los estuches de los instrumentos y del micrófono, éste último con algunos resabios de los excesos, y tocan la puerta del trailer. La doble mirada se unifica para seguir tanto los pasos como los rebotes del hombre que está a punto de hacer historia con su musculosa blanca, jean desgastado y brazalete de tachas. El telón lo separa de la excitación, las dudas y la fuerte necesidad de pertenecer a todos esos inadaptados hasta que se abre dejando al descubierto a una multitud hambrienta de él. La cámara televisiva lo enfoca convirtiéndose en subjetuva para impregnar al otro público, el del cine, de sus propias sensaciones y completar la consagración. Esa noche, Freddie Mercury se vuelve inmortal. De hecho, el Live Aid funciona como momento bisagra en el filme dirigido por Bryan Singer al comienzo y finalizado por Dexter Fletcher –el primero despedido por “comportamientos no profesionales”, según lo trascendido; el segundo no figura en los créditos–. Por un lado, funciona como el máximo exponente del concepto de familia entendido por la banda, donde los talentos individuales se ponen al servicio de la creación artística, de lo innovador, de la mixtura de géneros, de lo exprimental y del uso de recursos u objetos inesperados. Si bien la prioridad es Queen, también se evidencian las preferencias de la prensa, productores, gente del espectáculo o mánagers por el cantante frente al resto de los integrantes. En consecuencia, el show reivindica el fortalecimiento de los lazos entre ellos, musicales y estilísiticos. Por otro, subraya las repercusiones del evento solidario en el que la actuación de ellos fue elegida como la mejor de todos los tiempos gracias a una encuesta. En Bohemian Rhapsody se muestra en la recreación de algunos de los temas con una conexión completa con el público, en la ráfaga de llamados para donar dinero y en las miradas cómplices de los cuatro durante el espectáculo. De la misma forma que el inicio con el juego de planos y contraplanos que realzan la figura del frontman con una intensidad fragmentada, en la tensión entre los objetos que se transformaron en símbolos y las acciones cotidianas, entre la idea del hombre y lo divino. Porque, a final de cuentas, Freddie se vuelve eterno tanto para los fanáticos como para los compañeros, la familia y los seres queridos. Es innegable el trabajo minucioso para representar los diferentes espacios dentro de lo cotidiano como del espectáculo de las décadas del 70 y 80, las grabaciones en estudio de varios hits, las diversas inspiraciones a la hora de componer –como la repetición de los gritos de Galileo de Roger Taylor o las manos en el piano en Somebody to love –, el propio Live Aid y los fragmentos de los videos musicales Bohemian Rhapsody y I want to break free encarnados por los actores, los cuales aportaron mayor verosimilitud al relato. Tal vez hubiera sido interesante profundizar un poco más en la historia personal de Freddie a través de la familia, de su país de origen, del nombre artístico, de sus sensaciones, de la forma de ver el mundo y de experimentar con el aspecto, la ropa y el arte. La doble mirada se unifica para seguir tanto los pasos como los rebotes del hombre que está a punto de hacer historia con su musculosa blanca, jean desgastado y brazalete de tachas. Esa noche, el inadaptado encuentra su lugar de pertenencia. There’s no time for us There’s no place for us What is this thing that builds our dreams Yet slips away from us Who wants to live forever? Who wants to live forever? There’s no chance for us It’s all decided for us This world has only one sweet moment Set aside for us Who wants to live forever? Who wants to live forever? Who wants to live forever (Brian May) Por Brenda Caletti @117Brenn
MOSTRAR EL TRUCO A simple vista no es más que una casa común, de grandes dimensiones y aparentemente abandonada pero deja al descubierto un modus operandi: la complicidad social. Una connivencia silenciosa, aceptada, expuesta en diversos grados de violencia tanto privada como pública, exacerbada en la superficialidad de algunos comportamientos y en la manipulación del “deber ser”. La primera escena de la película lo demuestra con un desfile continuo de personas que saquean la propiedad: un señor con tapado, sombrero, zapatos y bastón que camina despacio con un reloj en brazos; una joven lleva bolsas con lo que parece ropa infantil; dos hombres cargan un televisor; una mujer con abrigo y bufanda abraza un espejo y otra señora mayor arrastra una carretilla con diversos objetos y le sonríe a un transeúnte que mira atónito la situación. Éste, una vez solo, se acerca a la puerta, la abre, echa un vistazo adentro y se va. Segundos después retoma sus pasos y, como el resto, ingresa al lugar. El nivel de agudeza colaborativa se sostiene gracias a la confianza, es decir, a la permanente construcción de pactos tácitos entre los miembros de la comunidad que habilitan el entrecruzamiento de barreras de toda índole para conseguir beneficios propios o justificar actos como los vecinos que irrumpen en la casa bajo la excusa de curosear, los arreglos por fuera de la ley, el sermón que humilla a un desconocido, los secretos familiares o la pasividad frente a las cada vez más usuales ausencias de personas, entre otros. Además, los acuerdos se afianzan mediante las miradas desinteresadas del pueblo que actúan con indiferencia, por ejemplo, con los llamados procedimientos, mantienen las actividades extras como tenis o salidas sociales para satisfacer el status y prolongan la idea del “ya pasó, no fue nada” como sucede después del exabrupto del restaurante o saber y ocultar información. Benjamín Naishtat articula esos aspectos con un despliegue de los ámbitos privados y públicos para crear una atmósfera cargada de detalles, alusiones, simbolismos, mensajes entre líneas y, en ocasiones, una abundancia de subtemas que dificulta su tratamiento en profundidad. Desde lo íntimo trabaja las cuestiones de pareja y los vínculos familiares como pilares de esa vida social. Por un lado, Claudio y Susana como un matrimonio consolidado, común y de renombre pero en el que se omiten algunas cuestiones; por otro, Paula, la hija de ambos, y Santiago como pareja joven que simula estabilidad pero donde ambos se desconocen. Él se muestra posesivo y apurado por mantener relaciones sexuales, mientras que ella es más reticente y se vincula con el arte, nexo que el joven no puede aprehender. La familia Morán no hace más que cumplir con lo que se espera de ella: comidas afuera, actividades sociales, invitaciones al hogar que redoblan la superficialidad, viajes, etc. En cambio, lo público abarca la totalidad de Rojo porque tiene que ver con el desarrollo del comportamiento social previo a la dictadura militar ya sea en algunos barrios (acá Granada, el desierto y Río Seco), en el gobierno encarnado en el interventor provincial que destraba un problema internacional con unos vaqueros norteamericanos, critica a un periodista que busca incomodarlo y asiste a la función de danza de una escuela, en la oficina particular de abogado de Claudio con sus dos clientes y hasta en la cultura desglosada en la fiesta popular con ganado y baile, la preparación de la muestra de danza o en la exposición en el museo. Incluso, el director añade dos micro-referencias importantes para la construcción del pensamiento colectivo como lo es la iglesia –a la que una madre asiste para que la ayuden a localizar al hijo– y la mención de las bellas artes y su estudio como algo errado, problemático y clandestino. Todo esto abordado desde dos perspectivas: una más inocente al comienzo y otra con una violencia recrudecida desde el eclipse. Por último, el director pone especial atención a lo discursivo abordándolo desde diferentes capas. Los diálogos que exaltan lo omitido y lo superfluo, los rumores que intensifican el clima apático, los anuncios de la época como el de Bonafide que refuerzan la individualidad nacional, lo lúdico como el juego TEG que advierte la llegada de la dictadura, la elección de “La cautiva” como obra a representar mediante el movimiento y los gestos en lugar de la palabra, los animales disecados tapados en el museo que se descubren mientras se cuenta una desdicha, el desierto como espacio de sacrificio, el acto de magia como aviso del futuro pero también como pasividad social o la acentuación del fortalecimiento de los lazos con Estados Unidos a través de los vaqueros o de los medios. Un trabajo fino que termina de revelar el encubrimiento directo o furtivo, los beneficios propios, la ceguera del renombre y los silencios que gritan verdades en paredes, objetos rotos y fotos con rostros casi irreconocibles. “¿Quién va a creer que un tercero es el dueño de la casa?”–le pregunta a su aparente amigo–. “¿Quién va a creer lo contario?”. Por Brenda Caletti @117Brenn
DESCIFRAR LO ELÍPTICO “¿Qué queda por hacer cuando ya no eres capaz de vivir?”. Punzante como una brasa que dejó su huella en la piel, la reflexión surge en medio de una charla sobre la vida familiar de Georg desnudando una serie de culpas, dolores y ausencias no sólo suyas, sino de todos los personajes ligados directamente o no con la crueldad de la Segunda Guerra Mundial y, al mismo tiempo, contrarrestándolo con una gran pulsión de vida en un viaje iniciático para descubrir el pasado, la historia y la identidad propia. De hecho, Martín Sulik contrapone estos dos aspectos de forma permanente ya sea en la contrucción narrativa, de las personalidades de ambos y hasta en la música. La primera parte de la película subraya las diferencias de los hombres: uno serio, reservado de su intimidad y más estructurado; el otro jovial, abierto en mayor medida respecto a la vida privada y que busca disfrutar de los placeres del alcohol y de la compañía femenina. Incluso, Alí Ungár sigue trabajando como traductor –le deja en claro que cobra 100 euros por día y que quiere camas separadas– mientras que Georg Graubner es un docente de idiomas jubilado. Sin embargo, comparten la necesidad de recomponer un pasado elíptico paternal, sobre dónde fueron enterrados o dónde estuvo durante la guerra que sólo se atañe en el presente a un libro escrito por el comandante de las SS Kurt Graubner sobre la época que estuvo en Eslovaquia –objeto mediante el cual se conocen– y varias cartas con detalles de ese momento enviadas a Georg y a su madre. La segunda, en cambio, profundiza los sentimientos más recónditos tanto de los protagonistas como del resto de los personajes volviendo a El intérprete un poco más oscura, densa y, por momentos, demasiado solemne. Además, se ahondan otros niveles del vínculo entre ellos asemejándolos gracias a la combinación del peso de la historia, la forma de cada uno de relacionarse con el mundo y la vejez. Por tal motivo, las escenas que antes rompían con la carga temática adquieren tonalidades crudas hacia el final. Por ejemplo, al comienzo Georg lleva en el auto a dos chicas masajistas de un spa. Durante el viaje –que conduce una de ellas– salen a la luz algunas situaciones difíciles pero se prioriza la comicidad y el juego, incluso, él acepta la invitación para meterse a la pileta y Ungár se queda a un costado observándolo en el agua y cuando le hacen masajes. Mientras que el encuentro del docente en la barra del hotel con una joven a la que siempre dejan revela un punto de inflexión de su manera de desenvolverse. Esta misma lógica se replica en el empleo musical compuesto con un leitmotiv de violines que refuerza, a veces, exageradamente, los tintes dramáticos solo interrumpidos por los registros de testimonios de algunos sobrevivientes o por melodías breves que buscan resignificar las diferentes sensaciones de culpa de cada caso como el cd en el auto, la música del casamiento en el hotel o el parlante del hombre en bicicleta en una ciudad dormida. Las pulsiones de vida y de muerte no dejan de entrecruzarse en la búsqueda constante de respuestas para completar pasados ausentes e identidades fragmentadas que inicia como un trabajo pero que, con el correr del tiempo modifica su curso porque ellos ya no son los mismos y logran pararse de otra manera frente a las emociones y a los nexos con los demás. Un legado familiar que empieza a trastocar los muros, los idiomas, las distancias y todo distanciamiento anterior para enfrentar los tormentos propios y liberarse. Porque, a final de cuentas, el hijo de un asesino y de las víctimas atraviesan fantasmas comunes: el desconocimiento y el hambre de justicia. Por Brenda Caletti @117Brenn
FRACASO REVOLUCIONARIO Para planear una revolución son necesarias, al menos, dos características: el ímpetu encargado de transformar ese ardor desbordante individual en un sentimiento colectivo y la convicción determinante para establecer esquemas de planeamiento, estructurales y de circulación acerca de dichas ideas y voces. Ambas funcionan como las caras de una moneda indivisible y complementaria combinando lo pasional con el raciocinio, lo imprevisible con el procedimiento en pos de profundizar el discurso, expandirlo y volverlo una causa movilizadora. La número uno intenta proponer una rebelión desde la temática –actual, inquietante y con escaso abordaje como lo son las luchas que las mujeres deben afrontar para ocupar cargos jerárquicos en las empresas– y a través de la intención –articular los universos privado y público para intensificar los juegos sucios y el poder masculino–. Sin embargo, la promesa se torna fría, distante y esquemática debido a fallos constructivos de la protagonista y del relato que atentan contra los principios que busca exaltar. La primera impresión que brinda la ingeniera Emmanuelle Blachey es su eficiencia laboral: forma parte del comité masculino, propone estrategias (incluso un cargo) y sabe conquistar a los clientes chinos desde los detalles, gesto que le vale una promoción para los próximos años. Hasta ese momento la protagonista pareciera contar con ciertas ambiciones pero una vez que la red de mujeres Olympe le ofrece asesoramiento para lograr que ocupe la dirección de la compañía Anthea, ella pierde todo deseo. Se vuelve chata, sumida en la incertidumbre sobre la posibilidad de alcanzar el puesto y de aquello en lo que cree. Porque, como ella misma expresa, desconfía de los grupos feministas y de su cualidad femenina. Mientras que en la esfera privada anula cualquier tipo de goce propio y siempre se la ve corriendo para responder hacia la hija, el marido, el padre internado y un pasado doloroso ligado al mar. Así como Blachey carece de pasión, incluso en los momentos más dramáticos, su entorno también. La red de mujeres que tanto brega por revelar la corrupción de los empresarios para mantenerse en el poder o pasarlo a un heredero, desafiar a los altos mandos con sus mismos trucos y visibilizar las desigualdades de género no hace más que actuar con liviandad utilizando frases estereotipadas, vacías y hasta desacreditando la propia lucha que defienden. Ni siquiera el tono rompe la monotonía durante el discurso de Vera sobre la sororidad y el empoderamiento apela incitación, a la rebeldía, al apoyo de una causa. Los roles masculinos, por su parte, también resultan esquemáticos, plagados de frases y lugares comunes que vuelven irrisorias las tensiones sexistas o las estrategias para perpetuar los arcaicos mandatos sociales. Por último, la directora Tonie Marshall propone una gran variedad de subtemas como viejos rencores entre padre e hija, el deterioro del estado conyugal, los traumas no resueltos entre la protagonista y el ahogo, la exhibición del foro como evidente centro focal pero no tanto de problemáticas y la insistencia del mar como personaje de peso; todos ellos trabajados a pinceladas, en la superficie con un resultado poco provechoso, vago y en un intento de abarcar demasiados puntos en un mismo filme. La revolución que parecía manifestarse con la sentencia “es un suicidio que una mujer despida a un hombre” cae en el olvido porque ya no se trata de hacer frente a un sistema arraigado ni de evidenciar las maniobras sexistas para desestimar las aptitudes y capacidades de las mujeres en los mismos cargos que los hombres. Todo lo contrario. El alzamiento de La número uno debería concretarse primero entre las creencias de las mujeres para diluir las incertidumbres, las voluntades individuales y la falta de determinación para luego comenzar la verdadera rebeldía: la equidad, el respeto, la valoración y el fin del período arcaico. Por Brenda Caletti @117Brenn
AGOBIO DUAL Una suerte de ying y yang. La transformación permanente de los hábitos y de las suposiciones que acechan en los diferentes círculos sociales como la noticia de un puma suelto por el barrio, hecho del cual todos opinan pero que sólo quien observa con detenimiento puede comprobar. Ese contraste aparece ya en las primeras escenas gracias a la doble mirada construida por Gonzalo Tobal que atraviesa toda la película: por un lado, la exhibición de una joven quebrada emocionalmente, que se mueve y habla con parquedad, ausente en sus propios pensamientos y en aquello que parece ocultar, incluso, en la cotidianidad de la casa o jugando a los videojuegos con el hermano menor; por otro, una opinión pública agitada, dividida entre la inocencia y culpabilidad de Dolores y la sesión fotográfica en el jardín que busca instalar la idea de una familia unida, común y fortalecida en un momento tan particular como es la previa del juicio. Lo distintivo de la esfera privada y pública se distorsiona en numerosas ocasiones gracias al crescendo de la tensión opresiva trabajada por el director. Porque el hogar Dreier está sumido bajo el control del padre, quien no deja salir a su hija sin acompañante, establece las funciones de cada uno o realiza interrogatorios a quien ingrese al domicilio. Dicha autoridad es replicada en el exterior por el abogado, que determinada cómo debe contestar la imputada en la corte o qué palabras usar, y por los asesores de prensa e imagen con los que cuenta la familia, encargados de las entrevistas, de las posturas, del vestuario y lo estilístico. En ese universo asfixiante y pautado, la protagonista logra dos instantes de libertad: cuando se corta el pelo y durante el reportaje televisivo, ambos duramente criticados por el entorno pero los únicos donde sugiere su propia voz. El abordaje angustioso por el que transitan los personajes encuentra semejanzas con Tres anuncios por un crimen de Martin McDonagh. Principalmente porque los dos directores centran el relato en el desarrollo de los diferentes actores sociales anclado en el presente pero con fuertes lazos hacia un pasado confuso, violento, fragmentado e incompleto en el cual asesinaron a dos adolescentes. A partir de esto despliegan los diferentes roles y decisiones tomadas por los individuos en los homicidios y durante los tiempos transcurridos para que cada espectador disponga de los elementos pertinentes y realice su propio análisis, en lugar de generar juicios de valor. En segundo lugar, ambos filmes subrayan la condena de la mirada social. Mildred no sólo debe luchar contra la desidia policial por la violación y muerte de su hija, sino también frente al imaginario colectivo de estima y devoción hacia los efectivos, la caída en desgracia de su imagen en el pueblo y hasta con cierto machismo, mientras que Dolores carga con los prejuicios de algunas ex amigas comunes, vecinos del barrio, el impacto mediático del caso y, por ende, gran cantidad de teorías desde los propios medios y de la opinión pública. Por último, el manejo sofocante de la tensión sostenido por secretos que se develan con el correr del metraje en el lazo con ese pasado impreciso. Pero en este punto, Acusada presenta varios inconvenientes que entorpecen dichos descubrimientos volviéndolos vagos. Tobal trabaja con un tiempo pausado, focalizado en el detalle y hacia el final propone una serie de gestos, miradas y datos tan seguidos y con tan poco abordaje para responder a las omisiones que pierden efecto y resultan poco claros, como si el nerviosismo se hubiera devorado el tratamiento anterior y sólo importara incorporar los secretos prometidos que cuestionen el relato, generen ambigüedades o contribuyan con la sentencia. Lo mismo ocurre con el rol de la madre completamente relegado por el vínculo entre padre e hija, que encuentra cierta resignificación de Luis hacia las últimas escenas, mientras que Inés interviene en un momento crucial y su participación parece forzada y hasta extraña. El ying y el yang del comienzo resurge en su máxima expresión y hasta con condimentos un tanto exagerados para probar su teoría: la transformación nunca resultó tan palpable, incluso, con la mirada perdida en el horizonte y los mismos movimientos estudiados. Por Brenda Caletti @117Brenn
REENCUENTRO DE PULSIONES Y después de tanto tiempo, las pulsiones apolíneas y dionisíacas volvieron a encontrarse uniéndose en tanto recíprocas y complementarias. Por un lado, la enseñanza del ballet regido por la técnica y el virtuosismo de la academia del teatro Colón; por otro, las emociones, expectativas y deseos de los niños que se postulan una o varias veces para entrar y de los familiares que los acompañan; el recorrido puertas adentro de un año de clases que intenta desmitificar algunos supuestos sobre la exigencia, la rigurosidad, la competencia extrema y el olvido de la niñez para triunfar. Para lograr ese vínculo, Cecilia Miljiker trabaja dos grandes ejes. El primero tiene que ver con el cambio permanente de los puntos de vista desde un comienzo sobrio con los datos duros sobre la cantidad de chicos que se postulan y buscan pasar las pruebas, las audiciones, la reiteración de las posturas y pasos, el primer acercamiento con los docentes y el ejercicio de danza libre que, curiosamente, es el que más desconcierta a los aspirantes hasta que la formalidad se torna euforia o dolor por saber quiénes lograron pasar. Los testimonios de los niños y de las madres o la abuela descontracturan la armonía y el control de la enseñanza diaria, sobre todo, gracias a la naturalidad de cada uno frente a la cámara. El otro trabaja la escolaridad en múltiples sentidos. El foco central despliega la cotidianidad de la vida académica desde los docentes, la presentación de las materias, el avance a lo largo del tiempo, el desarrollo de los vínculos entre los chicos, el ensayo para la muestra final y su realización. En paralelo, el estudio regular de cada uno ya sea presencial, libre o a distancia debido a la fuerte carga horaria y al desgaste físico. Hay dos temas que surgen de los testimonios y quedan al pasar: las escuelas que no abarcan a los bailarines desde lo pedagógico o las posibles discriminaciones de compañeros fuera del ámbito artístico. De hecho, el hermano de uno de ellos comenta que lo maltrataban por eso y gracias al cambio de escuela dejó de ser molestado. Tal vez, la incorporación de una voz autorizada, entidad, estrategias o algún proyecto que eviten la violencia o ampare a quien la recibe contribuiría a darle visibilidad, tratamiento y profundidad a una cuestión tan arraigada como arcaica. Un año de danza, entonces, rinde homenaje a una institución reconocida a nivel mundial, a quienes mantienen su legado y la vuelve más amplia, asequible. Porque no se trata sólo de conseguir el control de cuerpo, establecer un orden y exaltar el virtuosismo, sino de movilizarse por los propios deseos, de optar por caminos, de un pasaje, de recorrer el mundo, de hacer amigos, en sí, de la vida. Por Brenda Caletti @117Brenn
ETERNA JUVENTUD La camioneta se detiene sobre la loma y los ocupantes bajan. Desde allí, los vagos –amigos de siempre– junto a las chicas que recién conocieron en la estación de servicio, observan la fiesta que ya comenzó al aire libro misionero: banderines, barras, luces tenues, baile, música a todo volumen, vasos que circulan con alcohol y jóvenes que deambulan entre la pista designada y los alrededores. Si bien todos se integran rápidamente, con el correr de los minutos cada chico se separa para conquistar a alguna de las presentes. Las vacaciones, la promesa de un último verano adolescente y el acercamiento de un futuro cargado de responsabilidades son los ejes que convierten dichos meses en experiencias inolvidables a cualquier costo, por lo menos, hasta que los rayos de sol, la resaca y los vestigios del festejo exponen el final transitorio hasta la próxima juntada. Esa misma invitación genera contrariedad respecto a la forma en la que Gustavo Biazzi construye su ópera prima. Mientras realiza un trabajo interesante en el despliegue natural y verosímil de los lazos entre los amigos y del reencuentro a través de los diálogos, los gestos, la complicidad, la breve convivencia, las fiestas y hasta refuerza el vínculo con un pasado extradiegético. Por ejemplo, cuando aparecen los padres de los chicos, la familia de Ernesto en Misiones o la casa donde hacen los asados, Los vagos postula como eje de pertenencia al universo masculino que no excluye a la violencia hacia la mujer. El primer ejemplo es el cambio del protagonista en el ámbito doméstico. En Buenos Aires se lo ve lavando los platos, guardando la comida, ordenando la ropa o comprando el pasaje para viajar pero ni bien llega a Misiones le da la ropa a la madre y se va con los amigos. También se distancia repentinamente de Paula, su novia misionera que también vive en Buenos Aires. Por su parte, todos parecen al acecho: las chicas de la estación de servicio y de las fiestas, la cajera del supermercado, la médica e, incluso, la juntada de plata para que se escuche a uno de ellos diciéndole a una prostituta cómo le gusta que le hagan el sexo oral. Hasta el padre de otro les dice lo tontos que son terminando la noche en el hospital y no con una chica. Y las mujeres parecen no encontrar una voz del todo potente para denunciar aquellos atropellos. El fin del verano y el retorno al departamento en un intento de vida casi adulta parecen hacer mella en Ernesto, quien no termina de pertenecer al pasado misionero ni al presente porteño. Envuelto en la soledad y en el cuestionamiento de sus acciones que lo llevaron a ese estado, el protagonista intenta distanciarse de lo ocurrido y empezar de nuevo. Pero, a veces, la necesidad de pertenecer es más fuerte. Entonces, se deja arrastrar una vez más por la camaradería y el brindis por ese momento único mientras suena de fondo Llegó tu papi, el himno de cada celebración. Una nueva promesa para saborear, aunque sea por un instante, lo que ya no volverá. Por Brenda Caletti @117Brenn
PLENITUD FEMENINA Como si se tratara de una silueta vislumbrada en un espejo empañado tras una ducha caliente, la primera imagen de la película emerge etérea, ligera y sutil. De a poco lo difuso cobra nitidez y revela a Mía al volante bañada por los rayos dorados, amarillos y naranjas del atardecer. La cámara, antes imperceptible, se transforma en la mirada de la mujer contemplando el campo inabarcable, los árboles, los caballos y los reflejos del sol sobre el lago acompañados por una melodía francesa cargada de erotismo. El cuadro se abre descubriendo la mansión alargada roja y blanca: majestuosa, imponente y guardiana de numerosos secretos. Una vez más, la lente se adueña de la pantalla con un marcado zigzag por los pasillos de la casa colmados de objetos de valor hasta que ésta se detiene delante de la puerta cerrada, donde los gritos de los dueños disipan el clima de ensueño. Después de tanto sopor, parece que la estancia comienza a despertarse. Si bien difieren las construcciones narrativas, las búsquedas estéticas y hasta los momentos temporales, La quietud y Desearás al hombre de tu hermana concuerdan en el tratamiento de tres cuestiones. La más notoria tiene que ver con el retrato de un universo puramente femenino gobernado por una madre manipuladora y vigorosa que demuestra con claridad la preferencia por una de las hijas; incluso, los filmes coinciden en que sea aquella que no vive en el país y viaja por una circunstancia específica, y dos hermanas cuyo vínculo encuentra un momento de tensión en mayor o menor grado que afecta al resto de los personajes. Para el desarrollo de las personalidades del tridente y de su empoderamiento se vuelven vitales los roles secundarios masculinos ya sean las parejas de las jóvenes o novios y amigos familiares así como también los padres que no aparecen en escena o lo hacen por poco tiempo. En segundo lugar, el protagonismo de caserones soberbios y casi irreales con numerosas habitaciones y espacios significativos –la piscina en uno y los cuartos de las hermanas o padres en el otro–, el contacto con el terreno, los caballos, la naturaleza y un acopio de muebles y objetos de valor. Es decir, un mundo alejado del movimiento urbano pero que explota la abundancia económica, la posición social, la exhuberancia y hasta la excentricidad. Como bien remarcó Pablo Trapero en la conferencia de prensa se tiende a la idea de exilio plasmada en las dos huidas familiares a París y en los videos caseros que refuerzan aquellos buenos viejos tiempos como en personajes que no se sabe de dónde son –Vicent o el acento de Eugenia–, en la ubicación incierta de la estancia aunque no muy lejos de la ciudad y el aeropuerto, en los trabajadores del campo que casi no se ven realizando sus tareas y, por sobre todo, en la manera silenciosa de habitar el lugar, como si cada uno le pidiera permiso a los elementos, rincones y secretos para pertenecer. Por último, en la preponderancia de la sexualidad como rasgo distintivo familiar. En este punto, los filmes son disimiles. Mientras que Diego Kaplan trabaja tres posturas encarnadas en cada mujer como el goce sin tapujos, la autorepresión y el sexo como herramienta de domino femenino per se; la última obra de Trapero la adopta como algo natural y libre. De allí que Mía y Eugenia experimenten sin vergüenza el disfrute y los orgasmos por separado o en conjunto como un juego de niñas escondidas en el placard o ya de adultas en la misma cama seduciéndose con las fantasías de aquellos momentos dorados. La sensualidad del filme coquetea tanto con el parecido físico como con los intentos de simbiosis que ellas mismas generan gracias al tatuaje de los dos peces y la pulsera de plata en la mano derecho, la ropa –sobre todo en las remeras y bombachones que utilizan–, lo no dicho y el anhelo incesante de felicidad hacia la otra. Esta misma lógica se replica en la incondicionalidad del amor que cada padre siente por una de ellas y en el límite fino entre el cariño y el Edipo, por ejemplo. La quietud, como bien indica el título, se construye desde esa silueta empañada que, poco a poco, alcanza claridad y rompe con aquello omitido, oculto, con el pasado, con los gritos del principio, la opulencia y esa forma de no habitar la estancia. El aparente sosiego se diluye gracias al ACV del dueño, el regreso de Eugenia, los recuerdos, las mentiras, los papeles, las investgaciones y ciertos personajes que saben más de lo que dicen. La fascinación por ese mundo cerrado y sin alteraciones se resignifica hacia el final dejando tras de él un pesado legado y el surgimiento de un nuevo amor incondicional con la misma melodía francesa. Algunos vicios parecen difíciles de cambiar. Por Brenda Caletti @117Brenn