Un trastorno llamado amor Las ocho nominaciones al Oscar y los premios ya obtenidos no deberían ser un obstáculo para apreciar El lado luminoso de la vida. Todo lo contrario. Sin embargo, la expectativa que se ha generado en torno a la nueva película de David Russell (El peleador) es un factor adicional no necesariamente beneficioso. Tal vez se le exija más de lo que puede dar como producto de digestión rápida. A medio camino entre la comedia romántica, el melodrama y el tratado de autoayuda psiquiátrico, encuentra enseguida un ritmo propio para contar una de las historias de amor más interesantes que ha dado el cine en los últimos tiempos. No poco de ese interés proviene de cierta curiosidad morbosa que suscitan las personas afectadas de problemas mentales. En este caso, los dos protagonistas sufren trastornos obsesivos compulsivos. Pat (Bradley Cooper) acaba de ser sacado por su madre de una clínica de rehabilitación donde había sido confinado tras golpear al amante de su esposa Nikki y está obligado a vivir con sus padres (Jacki Weaver y Robert De Niro) y a cumplir una orden de restricción de no acercarse a su mujer. Pero Nikki es el foco de su trastorno y la casa de sus padres está lejos de ser un oasis de normalidad. El padre es un fanático del equipo de fútbol americano de Filadelfia. Apostador y supersticioso, cree que el estado de ánimo de su familia tiene una influencia decisiva en el resultado de los partidos. La madre trata de desatar los múltiples nudos de ansiedad que asfixian a su marido y a su hijo, pero lo hace de la peor manera posible, consintiéndolos a ambos. Pese a que asiste a un psiquiatra, Pat se niega a tomar pastillas, porque siente que le cambian la personalidad, y trata de controlar sus impulsos con métodos que siempre son una forma retorcida de acercarse a su esposa. Siguiendo uno de esos tortuosos procedimientos (cena en la casa de un amigo cuya esposa lo detesta) conoce a Tiffany (Jennifer Lawrence), hermana de la mujer de su amigo. Tiffany es viuda, fue despedida del trabajo por acostarse con todos sus compañeros, y tiene una personalidad impredecible, capaz de estallar en cualquier momento. La mecánica de atracción-repulsión empieza a funcionar inmediatamente entre ellos y es una especie de negociación patológica lo que los mantiene juntos. Pat quiere usarla para acercarse a su esposa. Y Tiffany ve en él a un potencial compañero de baile. Como en toda comedia romántica, el resultado del cálculo no será exactamente el esperado. En el desarrollo de esa extraña relación, la película no se olvida de los personajes secundarios sino que los mantiene vivos incluso más tiempo del que lo exige la trama. Esos extravíos, por otra parte, no dejan de ser una fidelidad profunda a cierta concepción de las cosas que se desprende de El lado luminoso de la vida: la confianza en que las personas pueden evitar la locura sin necesidad de volverse normales.
La adolescencia desde un punto de vista sensible El tema de la iniciación a la escuela secundaria ya es más que un género en los Estados Unidos, es toda una industria. Una verdadera mitología institucionalizada, con su espectro de personajes típicos: desde el popular al abusado o desde la porrista a la autoflagelada. Sabemos más del ecosistema de los colegios de ese país que de casi cualquier otra cosa en el mundo. ¿Por qué esa fijación cultural? ¿Por qué esa necesidad de contar una y otra vez la misma historia? Como todo rito de pasaje, sin duda resulta díficil atravesar la adolescencia, más si se tiene en cuenta que el período que va desde el fin de la infancia hasta el principio de la adultez parece demasiado largo y riesgoso a los ojos de quien lo vive. Las ventajas de ser invisible narra la adaptación a ese mundo abismal de Charlie (Logan Lerman), un adolescente introvertido, sensible y traumado. Por fortuna, su trauma recién toca la superficie de la historia cerca del final, lo que evidencia la sutileza del director Stephen Chbosky, quien a su vez es el guionista y autor de la novela original publicada en inglés en 1999. Tanto en la novela como en la película, los distintos episodios son contados por el mismo Charlie mediante cartas que le envía a un destinatario anónimo. La acción se sitúa a principios de la década de 1990 y en ese sentido podría decirse que es una versión adolescente de Generación x, aquella película que retrataba lo que significaba ser contemporáneo de Curt Cobain. Dos muertes trágicas marcan a Charlie: el suicidio de su mejor amigo Michael y el accidente de su tía Helen. Equipado con esa mochila emocional llega al colegio secundario (la preparatoria), y el rechazo de sus pares adquiere la consistencia tóxica de la atmósfera de otro planeta. En vez de sucumbir, tiene la suerte de ser guiado por un profesor de literatura (Paul Rudd) y "adoptado" por un chico (Ezra Miller) y una chica (Emma Watson) del último curso, que son hermanos y que lo ayudan a salir de sí mismo y a experimentar la locura de las fiestas, la buena música (The Smiths, David Bowie), la amistad y el amor. Con una fotografía anacrónica y un elenco maravilloso, Las ventajas de ser invisible es casi una pieza arqueológica de lo que fue la adolescencia antes de Internet, las redes sociales y los teléfonos inteligentes. Sin embargo, más que un retrato generacional, a Chbosky le interesan sus personajes y tiene la lucidez suficiente como para saber que cada destino es único. Por eso ha conseguido hacer una pequeña película memorable.
La nueva película de Martin McDonagh, apela a un elenco estelar para dar vida a una historia en la cual la realidad se confunde con la ficción. Cuando en una ficción puede pasar cualquier cosa significa que lo que realmente pasa importa muy poco. La cantidad de posibilidades es proporcional a la reducción de expectativas. Ya en el título, Siete psicópatas, hay algo excesivo, como una promesa de asesinos seriales, locuras sangrientas y numerología de pecados capitales. ¿Siete no es mucho? ¿Cómo entrarán todos en una sola trama? Si bien no faltan esos ingredientes en la película de Martin McDonagh (Escondidos en Brujas), enseguida queda claro que el título alude al guión cinematográfico que está escribiendo Marty, (Colin Farrell), un guionista borracho, cuyo mejor amigo, Billy (Sam Rockwell) es un actor fracasado y ladrón de perros. Como una advertencia a los espectadoras, las películas que tratan sobre el arte de hacer películas deberían llevar en sus afiches una inscripción bien visible que dijera: "¡cuidado, contiene escenas de metaficción! Siete psicópatas se coloca así última en la fila de la tendencia decontruccionista que ya había parodiado Woody Allen hace 15 años en Los secretos de Harry (que no por nada en inglés se titulaba Deconstructing Harry). El ladrón de orquídeas, Ruby, la chica de mis sueños o Más extraños que la ficción son ejemplares mejor logrados de esta tendencia. La metaficción no es el problema, claro, si se la entiende como un género o como un género de géneros, para decirlo con una paradoja de la teoría de conjuntos. El problema es la mala metaficción. La metaficción que eleva al cuadrado las mismas calamidades que cualquier película mediocre menos pretenciosa desde un punto de vista formal. El adjetivo "malo" -tan útil para aconsejar "no vayas a ver esa película, es mala"- ha recibido un justo certificado de proscripición en la crítica. Pero en el caso de Siete psicópatas se impone como un acto de higiene mental: es mala, ¿ok?, usted tiene toda la libertad de comprobarlo con sus propios ojos. La línea central del argumento es una historia de secuestros, asesinatos y venganzas que desarrolla en la "realidad" lo que el guión de Marty debería narrar en términos ficticios. Hay una especie de retroalimentación constante entre la vida y la ficción, que genera algunos equívocos para nada inquietantes y menos aún graciosos. Como toda propuesta fallida, Siete psicópatas tendrá la segunda oportunidad de convertirse con las años en la peor película en la que actuaron los increíbles Sam Rockwell y Christopher Walken.
Cerca de la última base No es lo mismo una película de Clint Eastwood que una película con Clint Eastwood, por más que Curvas de la vida sea firmada por su ayudante de dirección, Robert Lorenz, y el veterano actor esté rodeado de magníficos intérpretes como John Goodman, Amy Adams o Justin Timberlake. El hecho de que uno de los más grandes cineastas norteamericanos permanezca de un solo lado de la cámara en una historia que parece perfecta para su talento clásico limita el espectro de posibilidades dramáticas y narrativas del argumento. Pero esa reducción en la escala de las ambiciones no impide que Curvas de la vida siga siendo una buena película. Por empezar, ofrece el espectáculo único de Eastwood en el rol de un viejo reclutador de talentos de béisbol, que se está quedando ciego, lo cual lo hace sentirse patético por chocar el auto contra las paredes del garaje y tropezarse contra los muebles de la casa. Como desde la época de Harry el Sucio, a Eastwood le basta una sola mirada infrarroja para expresar su furia interior, pero en un personaje medio inválido, esa mirada aparece también cargada de una profunda impotencia y sentido de injustica cósmica. Eastwood es Eastwood. Eso significa que siempre está más cerca del rey Lear que de un abuelito de geriátrico. Los problemas oculares ponen en peligro su carrera como reclutador de jóvenes talentos. Además, nada puede hacer contra los nuevos procesos de reclutamiento basados en la tecnología (que mostró otra buena película, El juego de la fortuna), de modo que su misma forma de trabajar está quedando obsoleta. Si bien cuenta con una amigo fiel (John Goodman) dentro del equipo, su vida profesional ha entrado en una especie de cuenta regresiva. Aquí aparece el otro personaje crucial de Curvas de la vida, la hija del reclutador, interpretada por Amy Adams. Ella es una abogada exitosa, ocupada en un caso que puede significar su promoción a socia del estudio donde trabaja. Claro que la relación con su padre le importa demasiado como para ignorar esos primeros síntomas de senilidad. Lo adora, lo respeta, aunque a la vez le reprocha haberla abandonado durante un año tras la muerte de la madre. Ese sentimiento ambiguo la impulsa a acompañarlo en una gira de reclutamiento en la que su padre se juega el trabajo y el prestigio. Durante la gira se suma la tercera figura decisiva de la trama, un ex lanzador convertido en reclutador (Justin Timberlake) que será el vértice romántico del triángulo. Con esos elementos se desarrolla un relato simple y directo, que gracias a esa tercera dimensión de humanidad que le otorgan los intérpretes consigue sobreponerse a muchas escenas previsibles y varios momentos emocionales de bajo presupuesto imaginativo.
Toda imagen es terrible Una de las películas más recordadas del año pasado es Súper 8, que desde su mismo título rendía homenaje a esta tecnología casera de filmación a través de las aventuras de un grupo de niños cineastas. En Sinister, vuelve a aparecer este artefacto ya perimido de la historia de la tecnología y también se lo asocia con niños, aunque ahora su signo no es la vitalidad creativa sino la muerte. Todo empieza con un tópico del género de terror: un escritor (Ethan Hawke) que investiga crímenes reales se muda con su esposa y sus hijos a una casa donde cuatro integrantes de una familia fueron ahorcados en un árbol del parque y una hija desapareció. El escritor encuentra un proyector de Súper 8 y varios rollos de películas en una misteriosa caja que aparece en el ático. Las cintas muestran escenas de crímenes cometidos en distintas décadas, de 1960 hasta el presente, con un elemento común: las víctimas siempre son familias. Pese a que se ha cuidado de decirles a su esposa y a sus hijos que la casa donde se mudaron también tiene un historial sangriento, las perturbaciones no tardan en manifestarse. El niño mayor vuelve a sufrir pesadillas y episodios de sonambulismo (y aquí vale la pena abrir un paréntesis para destacar que uno de esos episodios genera la mejor escena de miedo de los últimos años), mientras que la niña empieza a dibujar figuras extrañas en las paredes de su pieza. Entre la múltiples virtudes que presenta Sinister, hay que señalar el tiempo exacto que se toma el director Scott Derrickson (El exorcismo de Emily Rose) para desarrollar los personajes en profundidad, de modo que sus angustias y sus frustraciones resultan palpables, como si se tratara de personas reales y no simples marionetas de un juego macabro. En ese sentido, la presencia de Ethan Hawke es fundamental. Otra virtud es el guion, que consigue fusionar una versión mitológica del hombre de la bolsa con un drama familiar y con la actualización de una idea supersticiosa e iconoclasta de los primeros cristianos que creían que las imágenes eran puertas por las que el demonio entraba en el mundo. A esos dos rubros principales -actuación y guion- se les suma una banda sonora perfecta y una ambientación tal vez demasiado convencionalmente oscura, aunque matizada por visiones sutiles que la animan por momentos y que marcan con un trazo de luz espectral la ilusoria línea entre lo familiar y lo siniestro.
Apaguen todas las cámaras "Actividad Paranormal 4" no está a la altura de las anteriores películas de la saga, aunque cuenta con buenas actuaciones y momentos inquietantes Siempre se agota más rápido una idea que un negocio. Sin embargo ese principio de rentabilidad no explica del todo esta cuarta parte de Actividad Paranormal. Hay en ella una interesante indagación sobre las cámaras incorporadas a los teléfonos celulares, las computadoras y los televisores inteligentes que en cierto modo complementa la exploración precedente sobre distintas versiones de aparatos de visión (caseros, de vigilancia o profesionales). El concepto de que los artefactos ven lo que las personas no pueden captar a simple vista es la particular variante de lo siniestro que encontró Oren Peli en la primera película y que supieron respetar tanto Todd Williams, en la segunda, como Henry Joost y Ariel Schulman, los responsables de la tercera y de esta cuarta entrega. No obstante, Jools y Schulman ya habían introducido una hipótesis histórica y esotérica para explicar los orígenes de la extraña entidad maligna que asedia a Katie (Katie Featherson) que la persigue a cualquier lugar adonde vaya. En cierto modo traicionaban así el principio rector de la saga de que el mal puede ser visible en sus efectos pero nunca inteligible. Las computadoras y los celulares justifican la inclusión de una adolescente como protagonista. La estrategia comercial resulta obvia: ella es una especie de representante en la ficción del público objetivo de esta clase productos. Básicamente, alguien con quien identificarse rápido. Sin dudas el personaje de Alex, interpretado por Kathryn Newton, reaviva la fórmula de Actividad Paranormal al menos en los primeros 30 minutos. Ella y su amigovio, también llamado Alex (Matt Shively), aceleran el paso de la acción y el ritmo de los sentimientos y las sensaciones. A esto se suma la cantidad de escenas diurnas, inusuales en una película de terror. Pero es evidente que el hecho de contar por primera vez con una buena actriz generó un exceso de confianza en los directores. Eso se nota en la abundancia de tiempos muertos y escenas neutras, que carecen de valor narrativo y emocional. La trama retoma el final de la segunda película en la que Katie desaparecía con Hunter, el bebé de su hermana. Ahora el niño ya tiene seis años y fue adoptado por una familia que tiene una hija adolescente. El mal vendrá de la misma tía Katie y de otro niño que se mudan a la casa del frente. A diferencia de las películas anteriores, en la cuales la tensión crecía de manera exponencial minuto a minuto, en esta la expectativa se alarga demasiado y se desgasta el sentido de la inminencia. Pero lo más grave es la resolución, tan rápida que no da tiempo ni para asustarse.
Mentes contra mentes Hay historias que podrían ser mucho más interesantes si abandonaran la idea de que es necesaria una conclusión. Sin dudas en el tema que trata Luces rojas -el conflicto entre ciencia y seudociencia- estaría totalmente justificado pues ambas posiciones son irreductibles. Antes que con un punto final, entonces, ¿no hubiera sido mejor terminarla con un signo de interrogación? Durante toda la primera parte, la nueva película de Rodrigo Cortés (Enterrado) se mueve en un territorio de contrastes y oposiciones, pero lo hace con sutileza y pericia narrativa. Presenta a dos profesores universitarios, Margaret Matheson y Thomas Buckley(encarnados por Sigourney Weaver y Cillian Murphy) que investigan los fenómenos paranormales desde una perspectiva positivista. Persiguen a los farsantes que lucran con la necesidad de la gente de creer en milagros. Uno de esos impostores desenmascarados es un mentalista argentino que se hace pasar por italiano. Lo interpreta Leonardo Sbaraglia -debutante en Hollywood-, en una actuación intensa y creíble. La relación entre ambos científicos es la de maestra y discípulo, aunque hay algo profundo que los une, ya que ella tiene un hijo en coma irreversible y él parece necesitar una madre. A la dupla viene a sumarse una alumna (Elizabeth Olsen), que se convierte en la novia de Thomas. Si bien ese aspecto sentimental de la relación no es desarrollada, la chica termina siendo funcional a la trama, aun cuando no le agregue una pizca de sustancia dramática. Pero el momento clave es la aparición de Robert De Niro metido en la piel de un famoso psíquico ciego que vuelve a los escenarios después de 30 años. Pese a que al personaje es amplísimo, el veterano actor apenas cabe en él, y sus ya legendarios tics y gestos ampulosos atentan contra la tonalidad de la película, como si la atmósfera se enrareciera. Desde ese momento, tanto el guión como la edición (algo apurada para ahorrar tiempo) empiezan a mostrar mínimos desperfectos que se acumularán en la vuelta de tuerca final y harán que todos los enigmas abiertos se cierren uno tras otro como portazos. No obstante, en el camino, hay varias escenas memorables, cargadas de genuino misterio. Además, la sola rivalidad abstracta entre mentes poderosas -aun cuando se degrade el conflicto entre lo racional y lo irracional a una mera cuestión moral- basta para que Luces rojas se destaque al menos por la intención de contar una historia distinta.
Terror de bajas calorías La idea de que hacer una película de terror de calidad implica sólo depurarla de los peores vicios del género y sumarle buenos actores, buena música y buena fotografía ya debería haber sido erradicada de todas las carpetas de Hollywood. El concepto fue probado en otros géneros, como el policial negro, y nunca funcionó. Hay determinados tipos de productos de la cultura popular que nacieron para ser empalagosos y provocar indigestión, y lo peor que puede hacerse con ellos es bajarles las calorías. Esto es precisamente lo que ocurre con La casa de al lado. El intento de refinar el contenido básico de un esquema argumental mil veces probado termina dejando el mismo sabor que una Coca-Cola a la que se le agregó un largo chorro de soda. Y lo curioso es que, por efecto de ese ingrediente insípido sumado a la fórmula, lo que en otra película podría ser considerado positivo aquí se vuelve neutro y tedioso. Vamos a la historia. Una médica (Elizabeth Shue) y su hija Elissa (Jennifer Lawrence) se mudan a una hermosa casa en medio de un parque nacional. El lugar es maravilloso, rodeado de bosques y silencio, aunque hay un pequeño detalle. En la casa más cercana ha ocurrido un crimen horrible hace cuatro años: una niña mató a sus padres, se escapó y nadie sabe de ella desde entonces, aunque se supone que se ahogó en un río. Todo indica que se trata de una película más sobre una casa maldita, pero el argumento intenta ocultar sus obvias intenciones mediante la treta de mostrar que el único sobreviviente de aquella tragedia, el hijo mayor, es un joven estudioso, retraído y de buenos modales. Tiene un un único secreto: esconde a su querida hermanita en un sótano. La diferencia es que parece hacerlo por piedad, porque no quiere que la internen en un manicomio. Elissa se enamora de él y durante un buen rato el conflicto se centra en esperar el momento en que la hermana perturbada se escape de su refugio subterráneo y ataque a la chica que tiene la mala suerte de que su madre siempre trabaje en el turno noche del hospital. Claro que en determinado momento las cosas girarán en otra dirección (no tan inesperada como quisieran los guionistas). Y lo que hasta ahí era un lento desarrollo de una tétrica historia familiar y sentimental pasará a ser un compendio de psicopatología dudosa y un catálogo de impericias narrativas originadas en la incapacidad de distinguir entre una explicación y una revelación.
La fórmula de romper todo En todas las películas de acción protagonizadas por Jason Statham pasa más o menos lo mismo. Se plantea una situación compleja y él la resuelve a las patadas. El código del miedo insiste con la fórmula. De modo que el resultado de la ecuación es tan previsible como acertado. El detalle: la acción viene espolvoreada con una pizca de matemática, como para evitar la acusación de que esta clase de cine tiende al exterminio de la actividad cerebral de los personajes y los espectadores. La experta en números es una nena china superdotada que queda en el centro de un triángulo formado por la mafia china, la mafia rusa y la policía corrupta de Nueva York. Está sola en el mundo, perseguida por criminales y organizaciones poderosas, y sabe que su vida depende de las cifras secretas que conserva en su mente. De forma simultánea, se desarrolla la historia de Luke Wright (Statham), un peleador profesional fraudulento que noquea por error a un oponente con el que debía perder. En venganza, la mafia rusa asesina a su esposa y a él lo dejan vivir con la melancólica sentencia de que cualquier persona que le hable será ejecutada. Durante los primeros minutos, El código del miedo propone dos biografías paralelas, contrastantes y complementarias, que son expuestas con verdadero virtuosismo mediante un montaje sincronizado, rápido y brutal. Una vida es extremadamente valiosa y la otra no vale nada. Sin embargo, tanto la niña como el peleador están condenados, y eso es lo que termina conectándolos una vez que convergen en sus respectivas fugas. Hay que aclarar que se trata de una película de acción pura, en la que los sentimientos apenas son enunciados para pasar a lo que realmente importa: las peleas y los tiros. Está a años luz de El profesional, por ejemplo, donde un asesino a sueldo y un niña generaban entre ellos un vínculo hecho de necesidad afectiva y ambigüedad sexual. El código del miedo carece de ambiciones en ese sentido. El único tipo de sentimiento que le importa es un sentimentalismo de identificación rápida. Basta con entender que la niña es frágil e inteligente y el hombre es fuerte y honesto. La levísima complejidad del planteo inicial se derrumba en cenizas como esas estructuras que se utilizan para lanzar cohetes espaciales. Sin innovar en las escenas de persecución y sin proponer una coreografía arriesgada en las peleas y los tiroteos, toda la apuesta de la película se concentra en la velocidad vertiginosa de las imágenes y en la figura de Statham, el único actor que da la sensación de ganar incluso cuando pierde.
La felicidad hace daño Hace muchos años estuvo de moda una frase de Jean Paul Sartre que podría aplicarse perfectamente a esta nueva película del cineasta español Jaume Balgueró (Rec): el infierno son los otros. Mientras duermes se centra en la vida de un hombre que no puede ser feliz y que no soporta la felicidad ajena. El personaje es un portero que trabaja desde hace unos meses en un edificio de Madrid y que resulta más o menos invisible para todos los que viven allí. Desde el principio está claro que se trata de un tipo perturbado, porque ya en la primera escena evalúa la posibilidad de suicidarse. Como es incapaz de eliminarse a sí mismo y terminar con sus problemas de un modo higiénico, combate el infierno de los otros con su infierno personal. Sin embargo, Mientras duermes no es una tesis de psicopatología ni un drama existencial sino una película de suspenso clásica, a lo Hitchcock (a quien Balgueró rinde tributo en el único momento en que la trama exige sangre). Por ese motivo lo que hace es mostrar los métodos que aplica el portero para amargarle la vida al prójimo. Si bien todos los residentes del edificio le caen mal, el foco de su obsesión es Clara, una chica hermosa, optimista y enamorada de su novio que viajó a un país extranjero. Es decir, la víctima perfecta. Sostenido por la tremenda actuación de Luis Tosar, el personaje del portero va volviéndose cada vez más siniestro a medida que se desarrolla la historia. Al principio, hay algo caricaturesco en la frustración que le genera la perenne sonrisa de Clara, a quien ningún contratiempo parece perturbarla. Pero ese efecto involuntariamente cómico no hará más que potenciar la tragedia posterior y elevar la perversión del portero a un grado de malignidad cósmico. Lejos de la estética de cámara en mano de Rec y más lejos aún de su contenido espeluznante, Mientras duermes es básicamente una historia bien contada que también transcurre casi desde el principio hasta el final entre las paredes de un edificio. Pese a la irregularidad del elenco, opacado por el brillo de Tosar, y de algunos atajos del guión, impacta porque es fiel tanto a la sutileza como a la brutalidad de los sentimientos.