El monstruo de la melancolía “Ausencia” utiliza dosis mínimas del género de terror y prácticamente renuncia a los efectos especiales. El resultado es un intenso filme sobre el duelo. Nuestro comentario. Si los monstruos fueran reales, el mundo sería más triste. Esa parece ser la premisa de la que parte o la conclusión a la que llega Ausencia, una película que sólo puede ser calificada de "terror" porque no existe una etiqueta más apropiada para catalogarla. Se trata de una producción de bajísimo presupuesto, con una calidad de imagen apenas superior a la de un video casero, pero que gracias a esa luz medio borrosa y a una música que genera las atmósferas adecuadas, se vuelve una sostenida meditación (¿voluntaria? ¿involuntaria? ¿importa la diferencia?) sobre el hueco que deja en la trama de la vida una persona que desaparece. Eso es lo que le ha pasado a Tricia. Hace siete años que su marido desapareció, y está a punto de cumplirse el plazo para declararlo oficialmente muerto, cuando su hermana menor Callie, una adicta en recuperación, viene a visitarla después de mucho tiempo y se instala en la casa. Cada una a su manera, las hermanas intentan rehacer sus vidas, aunque no les resulta nada fácil. Tricia está embarazada, tiene una sólida relación sentimental con el padre del bebé, hace yoga, pero sigue viendo a su marido como un fantasma. Callie se ha vuelto cristiana y corre todos los días, pero todavía no ha superado su adicción. Un acierto narrativo es que la protagonista no sea Tricia sino Callie. Si bien quería al marido de su hermana, no está afectada del mismo modo por la pérdida, y eso evita que la película caiga en un psicologismo de manual. Es ella la que empieza a notar que hay algo extraño y que eso extraño es una entidad relacionada con el túnel que pasa bajo la autopista. Ausencia utiliza los recursos del género de terror en dosis mínimas, prácticamente sin efectos especiales y como si quisiera provocar más angustia que suspenso. En vez de mostrar el monstruo (apenas si se ve algo oscuro que se mueve) exhibe a sus víctimas, y es muy sugestivo que una de ellas le diga a Callie: "¿puedes verme?". Entre ver y no ver y creer y no creer, se sostiene esta melancólica producción independiente de Mike Flanagan (director y guionista), quien tal vez sin proponérselo hizo una de las mejores películas sobre el duelo que se han visto en los últimos tiempos.
Sangre factor negativo En el filme, el personaje de Eric (Lou Taylor Pucci) abre un peligroso libro que halla en el sótano de una cabaña. Sin una pizca de ironía, puede afirmarse que Posesión infernal es el sueño cumplido de un laboratorio de hemoderivados. Hay tantos litros de sangre en la pantalla que uno se pregunta si es materialmente posible que mane sólo de cinco personas. Más allá de ese cálculo en rojo, hay que decir que la película empieza de una forma honesta: mostrando un exorcismo en el cual una joven es quemada y asesinada por su propio padre. Mientras las mejores ficciones de suspenso retardan al máximo la aparición del demonio, aquí se lo expone desde el principio, lo que no deja de ser una prueba involuntaria de que la honestidad resulta contraproducente en ese arte del engaño que es todo buen relato. Tras la escena inicial, se da un salto en el tiempo que nos lleva al paisaje preferido del gótico americano: una cabaña derruida en el medio del bosque. Ahí se reúnen cinco jóvenes amigos. Dos parejas, David y Natalie, Eric y Olivia, y Mia, la hermana de David que está tratando de sobreponerse de sus adicciones. En el sótano de la cabaña (sí, también hay un sótano), descubren animales colgados y un envoltorio atado con cadenas y alambres de púas que contiene un libro extraño. Por esa bendita curiosidad que ya mató a mucho más que a un gato, Eric abre el libro y despierta al demonio. En ese momento, comienza una especie de exhibición de fluidos internos en la que prevalece la sangre, pero no faltan la orina, los vómitos y otras exquisitas viscosidades. También hay una interesante exposición de brazos y piernas cortadas, pieles arrancadas y huesos partidos. Pese a estar profusamente regadas de líquidos endógenos, ninguna de esas mutilaciones presenta el mínimo grado de manierismo perverso que exhiben, por ejemplo, las torturas de Jigsaw en El juego del miedo o los complicados efectos dominó de Destino final. Como en toda remake, la inercia y la pereza se imponen en esta versión de Posesión infernal, que dirige el uruguayo Fede Álvarez y que produce Sam Raimi. Una de las virtudes del género del terror es que sobrevive a sus peores exponentes y tiene la rara cualidad de volver simpático lo que pretende ser terrorífico. No es un mal destino para esta película.
La receta del engaño Si es verdad que Steven Soderbergh se retira de la dirección después de Efectos colaterales, lo habrá hecho con una de sus mejores películas, una historia en la que nunca se sabe qué extraño giro va a dar la trama. Al principio parece una nueva versión de un tema que había tratado en Contagio, como director, y en Michael Clayton, como productor: la incidencia del negocio de los laboratorios en la vida cotidiana, ahora con el foco puesto en los psicotrópicos. Pero la cosa no va por ese lado, y aunque la idea de un complot de grandes corporaciones médicas queda en estado latente, el eje de los conflictos se va moviendo de modo tal que las incógnitas siempre son respondidas con nuevas incógnitas. Todo empieza con una mujer deprimida: Emily Taylor (una irreconocible e impresionante Rooney Mara), que tras una tentativa de suicidio, cae en manos del psiquiatra Jonathan Banks (Jude Law). Ella intenta rearmar su vida con su esposo que acaba de salir del prisión, pero no lo consigue. Luego de recetarle diversos antidepresivos y de consultar con la psiquiatra anterior de Emily, la doctora Victoria Siebert (Catherine Zeta-Jones), el doctor le recomienda un nuevo medicamento cuyos efectos secundarios resultan fatales. Virtuoso en el arte de contar historias con imágenes, Soderbergh juega aquí no sólo con la mente de sus personajes, cuyas emociones recorren todo el espectro que va desde la paranoia desesperada hasta el cálculo perverso, sino también con la mente del espectador. Al igual que en los trucos de magia, no se trata de ilusiones ópticas sino de ilusiones mentales. Cuando más atento está uno, más fácil le resulta al mago engañarnos. ¿De qué vale tener los ojos bien abiertos cuando se es empujado a toda velocidad por un laberinto? Sin embargo, por compleja que sea a la trama, otra virtud de Soderbergh es desarrollarla a través de una narración muy simple, casi lineal, salvo por dos o tres saltos temporales y la misma cantidad de flashbacks. Ya demasiado extraño es el mundo como para complicarlo aún más con un relato enrevesado. No hay lecciones de ética en Efectos colaterales, pues la búsqueda de equilibrio que se percibe en sus múltiples desequilibros está en función de la historia que cuenta y no de una idea de justicia humana o divina que la precede. Sí, en cambio, hay una interesante reflexión acerca de que la conciencia altera la realidad de una manera mucho más radical que cualquier psicotrópico.
Curso de introducción a un gran cineasta Si lo primero que resalta en una foto de Alfred Hitchcock es la panza, lo segundo es la mirada. ¿Cómo definirla? Irónica, sobradora e inquietante al mismo tiempo. Sin embargo, en su composición del famoso cineasta, Anthony Hopkins sólo consigue imitarle la panza. En una película llena de buenas intenciones, lo peor intencionado es el casting. Los productores buscaron a dos actores ingleses reconocidos y premiados por la Academia, como Hopkins y Helen Mirren, y los metieron a la fuerza en las pieles del matrimonio Alfred Hitchcock-Alma Reville. Los dos hacen lo imposible para acomodarse, pero el sayo siempre les queda grande. Jorge Luis Borges decía que toda una vida podía concentrarse en un episodio singular. Ese es el principio que sigue el director Sacha Gervasi para construir esta biografía. Y el episodio que elige es la preproducción y filmación de Psicosis, el título más famoso de Hitchcock, aunque no necesariamente el mejor. Ya célebre en los Estados Unidos, con un programa de televisión propio y una impresionante lista de éxitos comerciales en el currículum, el gran Alfred decide adaptar una novela cuyo villano está inspirado en el psicópata Ed Gein y cuya protagonista es acuchillada antes de la mitad de la historia. Ninguna compañía quiere financiarle el proyecto. Así que afronta los gastos él mismo, lo que implica hipotecar su mansión. Su esposa, guionista y eterna colaboradora, lo apoya sin reservas. Pese a que elige un momento muy específico de la vida del cineasta, la película no se priva de ser enciclopedista, porque de forma simultánea al proceso de producción de Psicosis expone otros dos conflictos paralelos: la relación ambigua de Alma con un guionista que la invita a colaborar con él y los traumas del director inglés presentados en formas de diálogos alucinados con Ed Gein. Ninguno de esos conflictos se carga de la tensión necesaria para convertir a la historia en un verdadero drama. Por incapacidad narrativa y por insuficiencia interpretativa, no se alcanza a percibir ninguna de las tormentas interiores que sufre Hitchcock, ni la creativa, ni la amorosa, ni la psíquica. La flema de caballero inglés -que en la cara engordada artificialmente de Hopkins a veces parece pura apatía- se impone a los problemas existenciales como si fueran los acertijos de una revista de crucigramas. No obstante, el valor de Hitchcock es propedéutico: iniciar a muchos espectadores en la obra (más interesante que la personalidad) de uno de los cineastas fundamentales del siglo 20.
Terror en variante sentimental Hay que decirlo en el primer párrafo: Mamá es una muy buena película de terror con un final problemático. Seguramente, el enorme éxito que tuvo en los Estados Unidos y el hecho de que sea escrita y dirigida por un argentino (Andrés Muschietti) le otorgan unos puntitos adicionales en la crítica local. Sin embargo, los elogios no provienen de un simple reflejo de nacionalismo cinematográfico. Los merece por ser una verdadera obra de orfebrería de suspenso, armada con piezas convencionales del género, pero que gracias a la mano de Muschietti y del productor Guillermo del Toro adquiere la magnitud de un producto singular. En el marco de una típica historia de fantasmas, combina dos temas poderosos: la maternidad y la orfandad. Tras la muerte de sus padres, las hermanitas Victoria y Lilly quedan abandonadas en una casa en medio del bosque. Cinco años después, las encuentran en estado semisalvaje, gracias a un tío (Nikolaj Coster-Waldau) que nunca dejó de buscarlas. Tras un período de adaptación psicológica, son adoptadas por ese tío y su novia Annabel (Jessica Chastain), una rockera a la que no le disgutaría ser madre pero que todavía no parece preparada para afrontar tanta responsabilidad. Hay algo extraño en las niñas: hablan con las paredes, no se separan nunca, y se las escucha reír cuando deberían estar dormidas. El psicólogo que las atiende empieza a sospechar que la mamá a la que aluden no es imaginaria sino un alma en pena, un enfermedad que no figura en los manuales. También Annabel es consciente de que una fuerza poderosa se interpone entre ellas y las niñas. Uno de los tantos aciertos de Muschietti es el modo en que presenta esa entidad sobrenatural: no la esconde, pero tampoco la muestra del todo. Su objetivo es indagar los vínculos del fantasma con las dos niñas antes que causar espanto a golpe de sustos. El resultado es una película de terror sentimental, muy bien narrada, y con varias escenas inolvidables, incluso las más difíciles -las oníricas-, en las que la influencia de Del Toro resulta evidente. Lo único que hay que consignar en la columna del debe es que haya empleado efectos digitales en vez de una actriz para el personaje del fantasma, lo que tiene la desventaja de volver frías y artificiosas las escenas más dramáticas, bloqueando así una visión más oscura y profunda de los sentimientos de una muerta que no puede descansar en paz.
Antes que la reconstrucción de los orígenes de la Cienciología, "The master" expone la compleja relación entre dos hombres que nunca terminan de conocerse. Nuestro comentario. The Master -palabra que en inglés puede significar tanto "el maestro" como "el amo"- no es ni una destrucción ni una exaltación de Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología, esa religión de ricos y famosos que cuenta entre sus adeptos a Tom Cruise y John Travolta. Sin bien toma muchísimos elementos de la vida de Hubbard para componer al personaje de Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), lo que le interesa a Paul Thomas Anderson (Magnolia, Petróleo sangriento) es precisamente las condiciones de amo y maestro, y para que se ejerzan ambas hace falta otra persona, alguien que encarne al esclavo y al discípulo. Esa dupla es la que forman Dodd y Freddie Quell (Joaquin Phoenix) y la relación que se establece entre ellos va todavía más allá porque incluye componentes indiscernibles de amistad, rivalidad y necesidad mutua, a lo cual se suma la decisiva influencia de la tercera esposa de Dodd, Peggy, interpretada por Amy Adams. La película tiene una ambición de relato histórico: empieza con el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en la figura de Quell concentra buena parte de los traumas de los soldados que tuvieron que volver a integrarse al sueño americano después de haber atravesado semejante pesadilla. Quell sufre varias perturbaciones físicas y mentales, camina medio encorvado, se ríe cada dos palabras y es adicto a emborracharse con combustibles y otros líquidos nada saludables. Más que haber perdido todo en la guerra, parece haberse perdido a sí mismo y sentir una especie de tentación por el abismo que lo lleva a comportarse como un loco en un país que acaba de inventar la fórmula de la felicidad: el capitalismo consumista. El momento del encuentro entre Dodd y Quell se da en un barco no inocentemente llamado Alethia ("verdad", en griego, en el sentido de despertar y descubrir), pero es toda una sutil declaración de principios del director que la relación entre ambos se origine en el brebaje de Quell, lo que puede leerse como un comentario irónico sobre el rol de la drogas en la Cienciología. Mientras desarrolla esa relación en sus distintos avatares, Anderson no reduce sus personajes a caricaturas ni a un catálogo de trastornos psicopatológicos; tienen obsesiones, tienen síntomas, sin dudas, pero sus personalidades, tanto la de Dodd como la de Quell, desbordan esas limitaciones, se vuelven tan grandes (o tan pequeñas) como la vida misma, y por eso nunca terminan de conocerse. La manifiestación de esa insondable grandeza en la pantalla puede ser el primer plano de una planta de repollo, el desierto de Arizona atravesado por una moto o la estela espumeante de un barco en el océano. The Master se concentra en la etapa inicial de la Cienciología, a principios de la década de 1950, cuando aún no era una religión sino un método de superación personal llamado Dianética; de allí que se le dedique tanto tiempo, tal vez demasiado, a las sesiones de sanación a las que es sometido Quell y cuya eficacia resulta por lo menos dudosa. En un mundo donde se impone un fundamentalismo progresista que sólo distingue entre el blanco y el negro en cuestiones morales y políticas, es probable que se acuse a Anderson del pecado de omisión, por no denunciar los aspectos oscuros de lo que después se convertiría en una prueba definitiva de que no hay mejor negocio que una religión. Sin embargo es mucho más lo que la película gana en verdad humana con esa omisión de lo que pierde en verdad documental.
El poder de la deuda infinita Uno de los defectos que suelen tener las películas estadounidenses que denuncian la corrupción en su propio país es la solemnidad. Parece que estuvieran inflando el pecho para respirar hondo y lanzar un discurso moralista de tres horas. Broken City también hace foco en la corrupción -en este caso de la alcaidía y la policía de Nueva York-, pero se ahorra varios minutos de prédica progresista y políticamente correcta. El resultado es una narración tensa y a la vez muy clara, tanto en términos dramáticos como en la construcción de la trama. Y, precisamente, cuando el tema es el conflicto entre poderosos, la trama se vuelve fundamental, porque al ser un cruce de múltiples relaciones, el poder adquiere la forma de una red. Una red sensible como una telaraña, capaz de reaccionar ante la mínima perturbación de cualquiera de sus hilos. La diferencia entre humanos e insectos es la complejidad del ecosistema en el que viven. No mucho más. El policía Billy Taggart (Mark Wahlberg) experimenta en carne propia esa complejidad cuando se salva de ir a la cárcel -condenado por ejecutar al violador de su cuñada- gracias a la oportuna y nada bienintencionada intervención del alcalde de Nueva York (un magnífico Russell Crowe). Taggart debe abandonar la Policía, pero conserva la libertad y se transforma en detective privado para sobrevivir. De todos modos, el lazo que se establece entre ambos personajes es una especie de deuda infinita. Son como espejos enfrentados, uno se refleja en el otro, con la salvedad de que Taggart está en poder del alcalde. Siete años después, este vuelve a convocarlo para que descubra si su mujer (Catherine Zeta-Jones) tiene un amante. Lo que aparentemente es un trabajo como cualquier otro se convierte en un campo de tensiones en el que están involucrados el candidato rival del alcalde, el jefe de policía y un inversor interesado en quedarse con un barrio de la ciudad para construir un complejo de edificios. En esa encrucijada de ambiciones y en medio de una campaña política, Taggart tiene que enfrentarse no sólo a la verdad de quien lo manipula sino también a la verdad de su conciencia. Si bien todo está expresado en términos de pura acción (física o dramática), la película de Allen Hughes puede verse como una concentrada reflexión sobre las tragedias que se desatan cuando se quiebra la ley, ya sea por venganza o por avidez. Por supuesto, la gran respuesta de la mitología estadounidense a la tragedia es un acto de individualismo extremo, la idea de que es necesario que la conciencia se redima para que el tejido social vuelva a componerse. Y en ese sentido, Broken City no rompe las reglas establecidas.
En el país de las pesadillas Una manera expeditiva de definir Terror en Silent Hill 2 es calificarla como una versión siniestra de Alicia en el País de las Maravillas. Pero en este caso Alicia está a punto de cumplir 18 años y no confunde la realidad con los sueños sino con las pesadillas. Claro que el guión no se sostiene sobre la base de una clásica novela decimonónica sino en un videojuego que ya había sufrido un intento de adaptación a la fuerza, hace unos años, y que ahora parece haber consentido voluntariamente en transformarse en película. Si se tiene en cuenta que parte del elenco se repite y que hay varias alusiones al argumento de la anterior, se trata oficialmente de una continuación. Sin embargo, las diferencias estéticas son notables y no sólo porque esta última venga en formato 3D. Sin traicionar la linealidad episódica del videojuego (cuya lógica es avanzar de nivel en nivel), Terror en Silent Hill 2 consigue traducir un universo virtual arbitrario en un mundo inquietante donde la realidad no es única sino múltiple. Lo conflictivo es que en vez de convivir pacíficamente en dimensiones paralelas como en un modelo matemático, esas realidades se tocan entre sí y se invaden unas a otras. Nadie lo sabe mejor que Heather, quien es convocada desde uno de esos mundos a través de pesadillas y alucinaciones. Ella y su padre deben mudarse constantemente y cambiar de identidad para sobrevivir, pero llega en un momento en que Heather vuelve a Silent Hill forzada por las circunstancias. Lo mejor y lo peor de la película se concentra en esa ciudad que tiene la forma de un infierno cabalístico (hay símbolos y alusiones a Metatrón, el arcángel mediador entre Dios y el hombre de esa doctrina). Allí las imágenes se imponen en toda su potencia de extrañamiento: combinan una atmósfera posnuclear con una escenografía de feria de atrocidades y una colección de criaturas que parecen extraídas de un museo surrealista. Algunas escenas van a quedar en las retinas de los amantes del género. Por ejemplo: un ballet asesino de enfermeras sin rostro que se pone en marcha cuando detecta un movimiento. Ese y varios otros momentos compensan algunos diálogos demasiado explicativos y la insalvable dificultad de volver tangibles emociones reales en un universo fantástico.
La familia es lo primero La sola presencia de Bruce Willis metido en la piel del legendario John McClane basta para que una película de acción se mantega a flote hasta el final. Las cuatro entregas anteriores de Duro de matar lo confirman y la quinta no podía menos que refrendar esa certeza. Pero esta vez esa forma norteamericana de hacer justicia que encarna McClane -y que se autodefine como brutal e intuitiva- es contagiada por un sentimentalismo familiar un tanto empalagoso. Esas emociones se materializan en una especie de balbuceante reflexión sobre la paternidad, que si bien no ocupa más de 10 líneas de diálogo, empapa con su simbolismo todo el argumento. McClane tiene que ir a rescatar a su hijo de una prisión rusa, lo cual sirve de excusa a los guionistas para desempolvar varios prejuicios que tenían archivados desde la época de la Guerra Fría y aplicarlos al contexto político actual, reducido a un infierno de mafias enquistadas en el poder. El reduccionismo cumple la función de un acelerador en el cine: pasa rápido lo que no tiene importancia. El problema es que en este caso el ritmo sigue más el gráfico de un ataque de epilepsia que una progresión narrativa. En las primeras escenas en Moscú todo indica que el director se va tomar su tiempo para mostrarnos las cosas con cierta calma, diálogos extensos, cámara lentas, panorámicas de la ciudad. Pero de pronto, como si hubiera recibido una inyección de adrenalina, lanza una impresionante persecución que dura varios minutos y que deja exhausto no sólo a los protagonistas sino también a la trama que los contiene. ¿Que se puede esperar después de semejante exhibición de virtuosismo? La respuesta hay que buscarla en otra película, porque en esta no se les ocurre nada mejor que apelar al miedo a la bomba atómica, lo que equivale a poner un cartel de "clausurado por falta de ideas". Para colmo, el actor que encarna al hijo de McClane, Jai Courtney, parece haber ocupado en el gimnasio las horas que debía asistir a la escuela de actuación. Su carisma es inversamente proporcional a sus músculos, y al pobre de Bruce Willis no le queda otra opción que hablar con una pared. No importa si dice un chiste o si expresa una emoción, el rebote llega siempre sin efecto. Afortunadamente, varios tiroteos, algunas explosiones y una obligatoria vuelta de tuerca, que refuerza el concepto de que incluso entre los malos lo primero es la familia, hacen que la quinta entrga de Duro de matar no sea la autopsia de su propia leyenda.
Terror de bajo costo Cinco o seis historias al precio de una es una oferta seductora, pero como en toda liquidación, hay que resignarse a que algunos productos vengan fallados. Esta lógica de supermercado puede aplicarse a Las crónicas del miedo, cuyo título original, VHS, tiene al menos la honestidad de no postular una sensación obligatoria en una película de terror. Se trata de una pequeña vuelta de tuerca en un formato conocido como "metraje encontrado" (tipo El proyecto de la bruja Blair, Rec o Actividad paranormal): un video casero que a su vez incluye otros cinco videos caseros. Mediante ese procedimiento, un grupo de jóvenes cineastas estadounidenses (10 en total) se las arregla para dirigir los distintos segmentos que componen la película. El resultado podría ser una prueba terminante contra la creación colectiva si la creación individual no proporcionara una cantidad aún mayor de ejemplares adversos. Lo cierto es que salvo el último de los segmentos, todos los demás exhiben más defectos de lo que una supuesta filmación amateur justificaría. La historia marco, la que engloba a las demás, es la de una banda de delincuentes menores que entran de noche a una casa a robar un VHS por el que recibirán una buena suma de dinero. La primera sorpresa desagradable: el viejo dueño de casa está muerto, tirado en un sillón, frente a varios monitores encendidos. Mientras se filman a sí mismos, los delincuentes se turnan frente a esos monitores para ver cuál de los tapes es el correcto. Así ven los otros videos. El primero es una más desordenada que aterradora combinación de patoterismo sexual y vampirismo. El segundo narra un apacible viaje de novios que se vuelve aburrido mucho antes de convertirse en un complot sangriento. El tercero (el peor) calca el principio, el desarrollo y el final de una excursión adolescente a un lago maldito. La cuarta (la más original) reproduce una comunicación a través de Skype entre una chica asediada por un fantasma y su novio médico, pésimamente interpretado por un actor de bajo presupuesto o quizás por el conocido de alguien de la producción. El quinto (el mejor) cuenta el escalofriante episodio de un grupo de amigos que asiste a una fiesta de disfraces en una casa embrujada. No deja de ser un detalle curioso que el cadáver del viejo dueño de casa desaparezca del sillón frente a los monitores justo antes del cuarto y quinto segmentos, como si enviara un mensaje cifrado a los espectadores para advertirles: resucito ahora que viene lo mejor.