La opresión es física, literal: hay un corset que aplasta los senos y los lastima, no importa cuántos años lleve Albert escondiendo sus curvas. Un simple escozor, un hormigueo azaroso alcanzan para desear incendiar esa jaula que impide dominar la propia piel. No es digno, no es posible acostumbrarse, y esto el film lo corrobora cuando apenas han transcurrido unos pocos minutos del relato. La ansiedad del cuerpo se adelanta a la razón, y es el instinto -con su oportuna lucidez- el encargado de exponer la verdad. Albert (Glenn Close) descubre que no es la única mujer en este mundo que se disfraza de hombre, y a partir de ahí el espectador se arma una idea tentativa de lo que podría ser el film: un sobrio retrato de época centrado en la amistad entre dos mujeres obligadas a travestirse para sobrevivir en la Irlanda del siglo XIX. No es que esperemos necesariamente el camino hacia la liberación, pero al menos sospechamos que la protagonista se hará cargo del desafío que implica cruzarse con el señor Page (una adorable Janet McTeer) y nos aprestamos a seguir a Albert en un proceso de autoconocimiento, quizás una evolución (por más dolorosa que sea). Pero la película pronto demuestra ser otra cosa. Un marasmo helado, desconcertante, por momentos impenetrable, como si la masilla brumosa que congela el rostro de Close se expandiera por toda la pantalla para obstruir cualquier filtración emotiva. (A continuación se cuentan detalles de la trama.) La primera sorpresa es ver que McTeer no padece su condición sino que se adaptó a ella y eligió casarse con una mujer. En el caso de Albert la lectura es más críptica: ella dice que decidió convertirse tras ser abusada por una patota, y porque se le presentó la oportunidad de trabajar de mozo, pero cuesta entender qué es lo que siente íntimamente. Lo único claro es que anhela independizarse y abrir una tabaquería, de allí que su entusiasmo se reduzca a ahorrar propinas y contar monedas con fruición. Todo lo demás es soledad, porque el personaje se revela absolutamente anulado para el deseo sexual. Algunas reseñas señalaron que Albert corteja a la doncella (Mia Wasikowska) porque se enamora, pero es evidente que no, que sólo la visualiza como pieza de su proyecto comercial, detrás del mostrador. A lo sumo, con cierto esfuerzo podría pensarse que Nobbs quiere proteger a la muchacha por puro reflejo maternal. Como sea, estamos ante un ser radicalmente alienado, ajeno a todo erotismo. En el intercambio de miradas y gestos con los otros personajes, el montaje se preocupa por coartarle a la protagonista toda reacción que sugiera un indicio de pasión. Ella observa con cuidado a los demás para aprender los ademanes básicos, las pautas de “normalidad”. Su mirada, sin embargo, es un baldío hace tiempo abandonado. Si lo que Rodrigo García buscaba era transmitir desde el estilo una sensación de entumecimiento afectivo, hay que reconocer que en parte logra su cometido. El problema de la narración es que no siempre consigue conservar ese tono delicado y concentrado que el drama reclama, y esto se debe esencialmente a ciertos personajes secundarios no del todo pulidos que aportan poco y tienden a anegar el paisaje (como el novio de la criada, demasiado maquiavélico). El aliento del relato parece extinguirse anticipadamente, como si el clímax y la resolución en realidad no importaran. Finalmente, recién cuando palpamos el efecto residual del film, empezamos a comprender: Albert hace mucho que dejó de respirar como ser humano. Es un fantasma. Su historia excede la cuestión de la identidad de género. Lo que estruja su pecho es un desierto existencial inconmensurable. Una película tristísima.
En el futuro es la clase de película que se aprecia mucho más cuando pasan los días y uno comprueba que el experimento empieza a germinar en la percepción. El film abre con una larga secuencia en la que varias parejas se besan con fruición. Luego siguen imágenes de una casa vacía y se escucha una voz over de alguien que asegura ser un fantasma. A partir de ahí se suceden testimonios a cámara de personajes diversos que cuentan historias sin ligazón aparente entre ellas (tampoco son las personas que se besaban en el prólogo), aunque en general los temas se refieren el amor, el sexo y la ausencia. Predomina el blanco y negro, salvo en una secuencia que muestra una serie de “fotos de alcoba” pertenecientes a un coleccionista. Necesito diferenciar aquí el durante y el después de la proyección, sobre todo teniendo en cuenta que encaré esta película con la excelente impresión que me había producido Iraqi Short Films (presentada en el Bafici 2009), un film de montaje en el que Mauro Andrizzi imponía una notable coherencia al caótico material hallado en Internet. Por el contrario, En el futuro se desliza hacia una zona de arbitrariedad en donde el desfile de microficciones aisladas difumina la construcción de una idea o, incluso, de una emoción. Más allá del exquisito trabajo con las texturas, la composición y la fotografía, esta vez el director le destina un lugar central a la narración oral. Durante la proyección -y mientras recordaba el film Ten tiny love stories, del subestimado Rodrigo García- me sentí impelida a inferir cuál era la llave narrativa que enlazaba el desparejo conjunto, simplemente porque no quería apresurarme a juzgar la estructura como “caprichosa”. En ese primer contacto viví la película como si fuera un cuaderno de apuntes dispersos, en donde el juego de luces y sombras muchas veces salvaba la poca sustancia de algunos testimonios. Y ahora creo que aquí reside lo más atractivo de la propuesta, porque con el correr de los días muchas de esas escenas vaporosas volvieron a mí con insistencia, y esa llave que buscaba se tornó mucho más nítida. En varias de las historias narradas suele haber un tercero ausente pero fundamental, alguien que despertó celos, o fantasías, o preocupación, o sólo curiosidad. Sobre todo curiosidad. En esa pulsión no hay límite, no hay final real, cualquier otro fragmento podría seguir al último fotograma de la película, en un montaje inacabable lanzado hacia el futuro. Porque así funciona la mirada, con la urgencia por atrapar la imagen que no está, con la quemazón del voyeur que hoy se potencia aún más con esa Babel visual que es Internet. Claro que eso que tanto anhelamos jamás estará disponible en YouTube. Hace pocos días en este blog citábamos una iluminación de Benjamin: “Aquellas imágenes reveladas en el cuarto oscuro de la experiencia vivida son las más importantes que llegaremos a ver.” De eso se trata esta película.
Antes de que comenzara la primera proyección de Essential killing (Asesinato esencial) en el festival de Mar del Plata, uno de los programadores subió al escenario para presentarla y anunciar que su director, el polaco Jerzy Skolimowski, daría una conferencia de prensa al finalizar el film. El presentador también dijo algo así como que estábamos a punto de ver una obra que “no pretende ser una película política”, intención que luego reforzó el mismo realizador en su exposición, indicando que sólo quiso contar la historia de un hombre desesperado que debe convertirse en animal para sobrevivir. Esta insistencia en el supuesto carácter apolítico de Essential killing resulta inverosímil y sólo puede comprenderse desde una voluntad sardónica, la misma que sacude la película y nos baña con esquirlas desorbitadas, relegándonos al páramo del desconcierto. Porque la mera posibilidad de la supervivencia ya es una cuestión política, y el director sabe que no puede convencernos de lo contrario. Por eso sólo resta pensar que lo que la película propone es una excursión por el absurdo. Un absurdo al que le faltó radicalidad. El film abre con soberbios travellings que barren las montañas de un desierto. Un hombre apunta su bazuca y despedaza a un par de soldados yanquis. Es una secuencia impresionante. Un habitante de las cavernas con un arma moderna que vuela en pedacitos a los otros. Enseguida lo atrapan, lo torturan, lo humillan. Un día deben trasladarlo junto con otros detenidos a otra dependencia militar, lejos de los médanos y más cerca del frío. Entonces ocurre un accidente y el hombre se escapa, totalmente desprotegido en medio de un paisaje helado. El núcleo del film es el relato de esa huida. ¿Dónde está el personaje exactamente? Este enigma impone un aura de abstracción a la película, lo que se potencia con la decisión de enmudecer a Vincent Gallo y dejar que sea pura reacción física. El hombre tiene aspecto de musulmán y a la vez tiene un aire a Jesús, aunque también podría ser un norteamericano devenido talibán (atractiva hipótesis que circuló en algunas reseñas del film). Cuando todo amenaza con limitarse a la aventura de un Rambo post 9/11, la narración introduce desvíos que perforan el realismo, y a partir de determinado momento se sugieren posibles alucinaciones, como esos perros que le ladran al fugitivo pero no lo delatan (¿?), o esa madre nutritiva que se le cruza en plena nada. Pero hay algo todavía más extraño que se filtra en el relato desde que el protagonista es capturado: esos seudo flash-backs que lo muestran en otra vida, flotando entre rituales y esbozos de una mujer, con imágenes chillonas y una voz densa que reitera: “Todo sea por Alá”. Y no. Está claro que Alá no lo va a salvar. La fe religiosa queda explícitamente ridiculizada. De hecho, Skolimowski parece afirmar que no hay nada que pueda rescatar al sujeto si el mundo sigue girando en función de las guerras y los fundamentalismos. Mientras el hombre no supere este estadio tan esencialmente primitivo, la más elemental discusión política carecerá de cauce. Essential killing es una fábula nihilista que no termina de redondear sus motivaciones, como si no quisiera abandonar su refugio de “película seria” para lanzarse a un absurdo realmente desafiante. Skolimowski mencionó a Quentin Tarantino en la conferencia posterior a la proyección. Dicen que hay "pica" entre ellos desde que Essential killing compitió en el festival de Venecia, donde Taratino fue presidente del jurado que le otorgó el premio principal al nuevo film de Sofia Coppola, Somewhere, decisión polémica ya que ella fue pareja del director de Kill Bill. El polaco finalmente se vio compensado en Mar del Plata y se llevó el Astor de Oro. Pero no puedo dejar de imaginar qué delirante festín nos habría regalado Tarantino con la historia del talibán en fuga.
“¡Fuera, chancho, fuera!”, grita el hombre frente al cerdo y frente a su esposa, asustada como siempre. El chancho está pisoteando una pequeña huerta que luce abandonada. El hombre intenta ahuyentar al animal pero enseguida comprueba lo vano del esfuerzo. “Ya está, es así. Es el campo”, dice Santiago (Leonardo Sbaraglia) para tranquilizar a Eli (Dolores Fonzi). En esa escena nos reímos un poco porque sabemos que el personaje se refiere al campo desde el prejuicio, desde la mentalidad del sujeto de ciudad. Sin embargo, Santiago no exhibe la arrogancia del hombre civilizado que viene a lidiar con “la barbarie”. Al contrario, a él se lo ve disfrutar de esta nueva lógica a descubrir. El conflicto lo padece su mujer, que no puede evitar escuchar ecos ominosos en todo lo que la rodea. Recordarle a Eli que “el campo es así” implica pedirle, de alguna manera, que deje de sobreinterpretarlo todo y acepte las cosas como son. Simplemente así, distintas. Pero ella ya tiene una idea armada sobre ese espacio-otro y hace de esa idea su bastión, protegida por una cultura y una clase que le impide medir hasta qué punto su mirada es víctima de su inconsciente. Santiago y Eli vienen de Buenos Aires y se instalan en una casona aislada en algún lugar no especificado. Tienen una hija, Matilde, que aún no cumplió dos años pero ya entró en esa etapa de imperiosa curiosidad que exige la constante vigilancia del adulto. De a poco se advierte la crisis que el matrimonio arrastra desde hace un tiempo, y cada acercamiento se vive como un tenso examen para la reconstrucción de la pareja. Él es entusiasta y se dedica a refaccionar la desvencijada casa. Ella está sumida en una continua inquietud y no entiende qué están haciendo ahí. El campo es el relato de esa adaptación, un proceso complejo que Hernán Belón explora con sorprendente solidez narrativa. La película parte de una premisa seductora (el género) para llevarnos por senderos inesperados: amanece entre los muros del suspenso y se desliza delicadamente hacia una suerte de drama de iniciación en la madurez, en el que la protagonista deberá asumir sus temores más íntimos para empezar a leer los signos del entorno desde otra perspectiva, y hacerse cargo de las decisiones tomadas. El director aprovecha el prejuicio generalizado comentado en el párrafo anterior para sembrar peligro por todos lados y luego descolocarnos al transformar cada amenaza en un sutil extrañamiento, manipulando las inevitables prevenciones del propio espectador en torno de la inseguridad, la periferia, “los otros” (fue imposible olvidar el inicio de El tiempo del lobo, de Michael Haneke, pero el de Belón es otro planeta). Todos miramos desde algún centro, aunque ese centro sea tan solo una precaria convención. El campo invita a ensayar aquello que alguna vez sugirió Federico Fellini: abrirnos a las cosas, quitarnos del medio, dejar de empapar todo con nuestra persona. Y recordar que todo es efímero.
Toda la acción de esta película transcurre dentro de un comercio que vende telas para vestidos de fiesta. Hay una única escena en la que la cámara se aleja de ese espacio cerrado: cuando cruza momentáneamente la vereda para hacer un plano del frente del local y de su marquesina, en donde se lee el nombre de la sedería (“Kreal”) y su especialidad: novias, madrinas, 15 años. En ese plano general también comprobamos que los dos locales vecinos se dedican exactamente a lo mismo. La concentración geográfica por rubro es habitual en diversos lugares de Buenos Aires, algo que en el caso de Once se convierte en pura esencia, en una forma de ser, porque al caminar por esa zona los rollos de telas parecen cobrar vida propia, atiborrando con sus excesos las veredas ya de por sí muy transitadas. ¿Cómo hallar lo singular en este paisaje de repeticiones? De ingresar en los negocios se trata, para observar y escuchar. Y así como Daniel Burman intentó hace unos años capturar la mística del barrio en El abrazo partido, ahora los hermanos Diego y Pablo Levy regresan a Once para narrar la historia de esta sedería que pertenece a su padre. Los realizadores sabían perfectamente que no serían las tafetas o los encajes los que aportarían los colores brillantes: aquí los protagonistas del film son el patrón y sus cinco simpatiquísimos empleados, hombres que trabajan en un negocio visitado principalmente por mujeres, a quienes ellos aprendieron a convencer deslizando el piropo justo en el instante indicado. Gajes del oficio. Allí está el vendedor que fue jugador durante muchos años y logró curarse del vicio, aunque aún le queda el gustito por la lotería. O el que aconseja aferrarse a algún hobby para evitar que las ideas frustrantes nos devoren (“En vez de ir a un psicólogo, yo colecciono estampillas.”) O el que se confiesa fanático de Los Beatles, Modern Talking y Whitney Houston, mientras enumera todos los títulos en español de “Abbey Road”. (Ella entró por la ventana del baño, El martillo plateado de Maxwell… ¿cuánto hace que no escuchamos esos títulos increíbles pronunciados en nuestro idioma? Es la clase de magia que perdimos en las cosas más simples). También está el que cree con fervor en Dios, y el que probablemente sea uno de los grandes personajes de este Bafici: Andrés, el loco y voz cantante del grupo (“Si a este algún día lo agarran y lo encierran, no lo sueltan más”, advierte entre risas uno de sus compañeros). Es un recorte de detalles, apenas unos pocos trazos de biografías cuyas complejidades exceden las modestas ambiciones de este documental. Una intuición se afianza, sin embargo: estos señores son sabiamente conscientes de que ni ellos ni nosotros somos capaces de seguir adelante sin forjar de alguna manera una sintonía aparte, sólo nuestra, en nuestras cabezas. En los breves testimonios se resumen luchas de toda una vida, luchas contra ellos mismos, que continúan y persisten porque existe un ámbito que las contiene. Elías, Antonio, Pablo, Alberto, Ricardo y Andrés trabajan juntos desde hace décadas y sostienen un tipo de vínculo laboral y afectivo muy especial, de esos que no pueden encontrarse en la volatilidad económica de hoy. Por eso esta película, más allá de las anécdotas, habla de un mundo que ya no es. Habla de cosas como el respeto y la confianza. Especies en extinción, tal vez.
Ellos pulen la imagen. Hacen marketing político. Venden un porte, un concepto. El film acaba antes de que se celebren los comicios porque en el fondo ya no importa el acto electoral en sí, sólo la previa, las encuestas y los impactos mediáticos capaces de orientar las tendencias. (Ningún voto es realmente libre desde que nos gobiernan las encuestas. Habría que repensar todo el sistema, pero eso no es algo que podamos resolver acá). Es una cuestión de imagen, decíamos, y en Secretos de Estado (The Ides of March) abundan las reproducciones de Mike Morris (George Clooney). En la televisión, en las revistas, en los afiches, en el espejo, los íconos rebotan en un caleidoscopio en el que cada gesto se adivina ultra ensayado. La película sabe que se dirige a un espectador escéptico que ya no confía en las estampitas de campaña ni en los discursos de los candidatos, de allí que necesite anclar su apuesta en la palabra de un convencido: el joven (Stephen/Ryan Gosling) que sí dice creer en el proyecto del político. Deberíamos, supuestamente, sentir el conflicto moral a través de él. Pero una cosa es la ficción de la política y otra cosa es la ficción de la película. La segunda debe ser lo suficientemente sólida como para hacer mella en la primera y motivar una dialéctica, por eso resulta increíble que un film que quiere cuestionar la fabricación de caretas sea tan descuidado al construir la presencia de sus protagonistas frente al espectador. No hay manera de justificar la “sorpresa” que esconde el personaje de la becaria (Molly/Evan Rachel Wood). Al ver el film por segunda vez uno intenta hallar indicios de la joven ingenua que luego nos quieren vender, pero no hay fisura alguna en su aplomado temple. Desde que irrumpe en escena, Molly sabe cuál es su lugar y a dónde quiere llegar. Tiene un andar decidido, lleva los cafés para todo el equipo y toca el hombro de algún colega cuando le conviene. Y de repente nos anuncian que está embarazada. Y encima cuando está en la clínica esperando el aborto, Molly dice “I hate this shit” (Odio esta mierda), y suena como si estuviera acostumbrada a ese trámite (¡¿?!). Molly es un personaje de plastilina que el guión deforma con llamativa torpeza. Junto a ella hay otras dos mujeres con relativa incidencia en la trama: la periodista cínica y extorsionadora que al final será castigada con la indiferencia, y la mujer del político que sólo aparece para incitar al líder a que ceda en sus principios. Por último, otra joven y bella pasante cerrará el film sugiriendo un eterno retorno al ciclo del abuso masculino/necia sumisión femenina. Algo aquí huele a rancio, un vaho que se vuelve casi infantil frente al insuperable affaire Clinton-Lewinsky. También huele a misoginia. Con esto no quiero decir que haya que negar el tema de la manipulación sexual. El problema con el “giro de la becaria” es que termina devorando toda la tensión, opacando otras dimensiones más ricas del escenario dramático. Como bien señala Manuel Trancón en la revista El Amante, The Ides of March “parece menos una película que su propio prólogo”, porque da la impresión de dejarnos apenas en la puerta de otras puntas más arriesgadas por explorar. A diferencia de El estudiante (comparación ineludible), en donde todo se limita a la rosca en sí misma, en el film de Clooney sí se enuncian ideas y deseos políticos. También prolifera el chantaje, el camaleonismo y la ambición trepadora, pero al menos aquí asoma un candidato con un programa y con presiones diversas como para elevar por ese lado el nivel de la discusión. Más allá de algunos diálogos disfrutables y certeros (el vínculo Gosling/Seymour-Hoffman es lo mejor del film), a la larga todo se ciñe a la superficie: evitar el estigma sobre el traje mojigato. Ésa parece ser la carta de defunción de un político, mientras que la deriva más patética que puede tocarle a un consultor en desgracia sería asistir las necesidades eróticas de los ex presidentes. Simplificador, el relato se escapa antes de pisar el fango concreto en donde son otro tipo de manchas las verdaderamente daniñas. La mirada a cámara final de un Gosling angustiado viene a confirmar el viejo cuento: la política es sucia. Esto es lo que hay. Si algún espectador aún cree en ese joven del comienzo que aseguraba tener ideales, podrá concluir que al menos él resistirá “desde adentro” y que quizás algo bueno se consiga en el camino. En cada esquina brota la mugre, así que por ahora no tenemos más alternativa que elegir el mal menor. ¿Pero es ésa realmente la única opción que nos queda?
Hay una escena de Los Muppets que regresa con insistencia a mi cabeza. Un chirrido. Llega antes por los oídos que por los ojos. Es el momento en el cual Gary, Mary, Walter y René inician la búsqueda de los Muppets. Están en el auto y el robot que oficia de chofer propone localizar a los personajes mediante su módem. Ahí se escucha el típico sonido de la conexión por dial-up: primero el marcado de los dígitos y luego ese ruido estrambótico y agudo que hoy resulta insoportable, tanto que los protagonistas del film se tapan los oídos deseando que el martirio se acabe. El gag funciona, es breve y prácticamente anecdótico dentro del conjunto del relato. Pero nada se le escapa al guión de Jason Segel y Nicholas Stoller. La escena es otro comentario sobre uno de los temas de film: el paso del tiempo (lo que fuimos, y lo que decidimos hacer con el tiempo que nos queda). Pensar que hace unos diez años el dial-up aún representaba la puerta hacia una aventura fascinante: Internet, el nuevo mundo. Ansiábamos ese chirrido revolucionario. Aunque el dial-up aún exista como posibilidad, sabemos que ha perdido terreno y el chiste del film nos confirma que todos ya estamos habituados a otra lógica. Me pregunto si no será que nos adaptamos con excesiva facilidad a lo nuevo (lo cómodo), al punto tal de parecer ingratos, de no poder reconocer aquello que nos cambió la vida apenas unos años atrás. Será que no vivimos los avances tecnología en su verdadera dimensión emancipadora sino como un mero imperativo de consumo por el cual todo se vuelve una carrera de descartes y remplazos. Y eso que Los Muppets no es una película nostálgica. No postula que el pasado fue mejor. Tal vez, simplemente, nos plantea si no nos hemos acostumbrados a olvidarnos demasiado pronto de ciertas cuestiones fundamentales.
En una notable escena de Milk (Gus Van Sant, 2008), el protagonista les pide a todos sus seguidores que admitan públicamente su condición sexual. “Debemos abandonar el gueto”, ruega Milk a aquellos que se niegan a salir del clóset. Algunos aducen que puede ser peligroso, otros reclaman su derecho a la privacidad, pero el político sabe que asumir esa verdad es la única forma de ganar poder. “En este momento, en esta hora, la privacidad es nuestra enemiga”, dice Harvey, recordando lo que señalaba Hannah Arendt al estudiar las revoluciones modernas: si se quieren conquistar nuevos derechos civiles, será necesario sacar a la luz las angustias más íntimas. Atravesar la vergüenza. Desnaturalizar la humillación. De eso se trata esencialmente The Help, y en la exploración de ese doloroso proceso reside el punto fuerte de la película. Así comienza el film, con una empleada doméstica (Viola Davis) que decide exponer su historia de vida, con todos los riesgos que eso implica en plenos años sesenta, en el estado de Mississippi, donde reina la segregación racial, el terror del Ku Klux Klan y esa esperanza llamada Martin Luther King. The Help podría haber resultado mucho mejor si no estuviera a cada paso coartada por el didactismo tan propio del cine mainstream aspirante al Oscar y al mensaje constructivo (que debe ser bien nítido, aunque eso excluya los matices). En el diseño de personajes abundan los brochazos y ciertas situaciones pueden lucir exageradas, pero no creo que esto sea lo más grave, pues el relato no nos deja olvidar que las actitudes más inverosímiles eran parte integral de la “legalidad” de la época. La caricatura también es una forma de crítica, y en este sentido me parece lograda la interpretación de Jessica Chastain como la villana de la alta sociedad. Hay una escena en donde su personaje pronuncia un discurso frente a la agrupación de mujeres que lidera. Observen la pared a su lado, con un empapelado de flores. Allí cuelga un cuadro que también tiene flores, casi idénticas a las de la pared. Es tan solo un detalle de decorado capaz de delatar al personaje en su chatura, en su real falta de distinción. Pero la película está muy lejos de honrar el arte de los pequeños indicios. Por el contrario, el verdadero problema del film es la insistencia, la compulsión a hacer un doble o triple nudo sobre hechos que ya estaban claros para el espectador. Ejemplo: Chastain fomenta un proyecto destinado a construir baños separados para el personal de servicio, y entonces le pide a su amiga periodista (Emma Stone) que publique la noticia en el diario del pueblo. Stone no lo hace, Chastain se lo pide por segunda vez, y Stone finalmente publica una nota tergiversando satíricamente el texto original. Mientras lo escribe, la periodista toma una fotografía de ella junto a su amiga de toda la vida, y lo tira a la basura. Para que no queden dudas de lo que se quiere significar. La narración se somete a la vieja norma del guión clásico de Hollywood que sugería aludir al menos tres veces al conflicto central. Pero The Help reitera las explicaciones continuamente: cada gesto, cada réplica, cada lección resulta potenciada al cubo al punto de perder impacto. Incluso el anticipado acto de venganza de la criada pastelera (Octavia Spencer) termina disolviendo su gracia al ser exprimido una y otra vez hasta secarse. De todas maneras, si uno se permite esquivar las evidentes convenciones, The Help tiene espacio para la emoción genuina. El film hace sentir el enorme miedo que agobia a las víctimas del racismo. El relato lo respeta y sabe poner en su justa dimensión el desgarro que representa confesar el oprobio. Emma Stone comienza a idear el libro gracias a la venia de una editora (¿se acuerdan de Mary Steenburgen?) que tiene un papel breve pero fundamental. “Vas a necesitar al menos una docena de domésticas para el libro”, le exige a la protagonista, una orden que cae mal porque parece apelar antes a lo comercial que a lo humano (así es la jerarquía del periodismo: primero el número, la encuesta vistosa, después la relevancia social). Pero el requisito de sumar más testimonios resulta ser la clave de la evolución. La voz se torna colectiva. Y es muy interesante acompañar el trayecto que va del anonimato al inevitable reconocimiento. Aunque las sirvientas no aparezcan con sus nombres verdaderos en el libro, en el fondo todos en el pueblo saben quién es cada una de ellas. De allí todas las firmas estampadas en el libro, porque junto a estas mujeres están todos los nombres de la raza que quiere decir basta. Porque para la lucha política también es necesario ser individuo. Marcar la diferencia. Y salir a la calle, la propia calle, con dignidad. Como lo hace Harvey Milk en la hoy emblemática calle Castro de San Francisco. Como lo hace Viola Davis en el hermoso final de The Help.
Agua y sal, segundo largometraje de Alejo Taube, aborda el tema del doble. Sí, está permitido pensar en Borges, en Cortázar, en la Véronica kieslowskiana, e incluso en dos películas argentinas recientes con llamativos puntos en común con la aquí comentada: El otro, de Ariel Rotter (las dudas ante la paternidad; el anhelo de una realidad alternativa) y Las vidas posibles, de Sandra Gugliotta (una desaparición repentina; el mismo actor para dos personajes). En film comienza cuando Javier (Rafael Spregelburd) confiesa -desde una voz over- que a veces le gustaría llevar otra vida, aun teniendo ya lo que cualquiera soñaría: una buena posición económica y una bella mujer a quien amar. Mientras él y su esposa se sacan fotos en el puerto de Mar del Plata, la imagen se concentra en otro sujeto (el mismo Spregelburd, con barba espesa) que está descargando cajas en un barco. De allí en más el relato sigue el conflicto de ese otro hombre, apodado “Biguá”, acostumbrado al mar y ahora perturbado porque su novia adolescente está embarazada. Lo mejor de Agua y sal reside en esta primera parte, cuando se describe la melancolía de Biguá, la familia de su chica, la rutina en el barco pesquero, hasta que un enroque narrativo nos reubica en la historia del primer personaje. Si bien hay suficiente ambigüedad como para debatir si todo es producto de la imaginación, o de la pura casualidad, o de la simple magia de la ficción, estas disquisiciones no despiertan la curiosidad esperada, porque hay algo anterior que falla en el film, sobre todo en la conexión emotiva con los personajes. Probablemente se deba a que las comparaciones con otros autores y obras similares contaminan a cada paso la percepción, o a que el relato no logra entibiar su rigidez programática, su barniz “cerebral”. En lo personal me parece que el director perdió con el cambio de registro, que del realismo urgente y vigoroso de su estimable film debut, Una de dos (2004), pasó a una contemplación distanciada y prolija en exceso, en donde la reflexión sobre lo social irrumpe de forma necesaria pero al mismo tiempo desvaída. Porque acá lo interesante era la dialéctica que se podía haber jugado entre las conciencias del empresario y del pescador, una idea inquietante que el film no consigue aprovechar.
Amanece. Una mujer remolonea en la cama acompañada por sus dos perros, en medio de una habitación desordenada y fría. Por unos segundos me asalta la impresión de estar en un espacio levemente inclinado, como si el personaje se estuviera despertando dentro de un barco encallado en un médano. Tal vez sea un efecto deliberado de la cámara, o quizás sea solo mi propio deseo de romantizar un poquito la historia de Nati en Cabo Polonio, imaginándola como una aventurera que ha transformado en hogar algún buque abandonado hace siglos. Pero se trata simplemente de una casita sobre la playa, un desvalido refugio sin luz ni gas ni agua corriente. Allí Nati cada mañana desayuna su dosis de tabaco, pastillas y Coca-cola. Allí, cree ella, será capaz algún día de encontrar su tierra firme. Pero a pesar de la esperanza enunciada, nunca se disipa en el film la certeza de la pendiente, el siempre acechante desequilibrio. ¿Es que acaso existe en un equivalente al “nivel del mar” en nuestra psiquis? Herida por la tragedia, la montevideana Natalia Martínez narra su experiencia vital en este pueblo de la costa uruguaya que cada verano recibe a unos tres mil turistas, si bien sus habitantes no son más de sesenta, de los cuales muchos podrían entrar en la categoría de “pacientes”, en palabras de la protagonista. A lo largo de un año, los realizadores argentinos Daiana Rosenfeld y Aníbal Garisto se dedicaron a capturar fragmentos de la rutina de la joven y de otros residentes del lugar, trabajo cristalizado en este documental que combina ciertos códigos clásicos (el testimonio a cámara inicial) con otros más próximos al ensayo antropológico y contemplativo. Es la clase de proyecto que depende mucho del abanico de apuntes recogidos, y en este caso esos apuntes no resultan lo suficientemente llamativos u organizados como para sostener la ambición de la película. Más allá del innegable atractivo geográfico, el film no termina de decidir el camino a seguir, ya que por momentos parece un diario íntimo del personaje principal, y en otros pretende ser un fresco del pueblo entero, un doble abordaje que podría funcionar muy bien si el relato supiera cómo amalgamarlo. La película, sin embargo, no profundiza en la comunidad ni en su funcionamiento y se limita a mostrar unas pocas personalidades pintorescas, convirtiendo el bienestar psicológico en una cuestión meramente individual y voluntarista. Como señalaba al principio, una vez que advertimos la situación concreta de Nati se nos diluye el barniz romántico y no se recupera más. Pero el film tira de esa cuerda (hasta forzarla, incluso): quiere extraer cierta belleza bohemia allí donde no hay otra cosa que una llana precariedad. Quiere que veamos a estos sujetos como aguerridos “freaks” que un día supuestamente optaron por una forma de vida alternativa, y ahí es cuando nos sentimos incómodos, porque nos preguntarnos cuántas de estas personas tuvieron realmente la posibilidad de elegir. El Polonio produce sensaciones enredadas que podrían resumirse en la escena de la ballena varada que aparece hacia el final: podemos quedarnos con el costado fascinante de esa imagen extraordinaria, casi surrealista, que nos recuerda el cierre de La dolce vita, o podemos detenernos unos segundos más para comprobar que estamos a un ser indefenso fuera de su hábitat, solo y totalmente desesperado.