Es una película que plantea temas muy serios como la soledad extrema, la represión de los deseos, los secretos guardados que hacen estragos en el presente, la discriminación, la homofobia, pero en un envase distinto. Los elementos fantásticos acentúan las historias y las situaciones, la estética es fastuosa, el entorno de paisajes alpinos de cuentos de hadas. La talentosa directora Léa Mysius que escribió el guión con Paul Guilhaume no le teme a una elaboración intrincada que encaja en lo importante y deja para discutir a los espectadores cuando termina el film. No vacila en resolver las historias con viajes temporales y el descubrimiento de una niña sobre la verdadera historia de su madre, a la que adora y defiende con sus mejores armas. Pero sobre todo eso está la realización de Mysius con la utilización de color y la música para cada situación para cada estado de ánimo, para atraparnos es una verdadera experiencia sensorial y seductora. Cuenta además con el trabajo avasallante de Adele Exarchopoulos y el descubrimiento de la magnífica Sally Dramé. No es una película perfecta, tiene algunas historias laterales que nos hubiese gustado conocer, pero es una película que querrán ver más de una vez. Por ahora en cines y después en Mubi.
Jonathan Perel y una nueva mirada sobre las secuelas de la dictadura y las consecuencias que cayeron en nuestras vidas. Esta vez con el escritor Felix Bruzzone, hijo de desaparecidos, que en el 2006 se instaló cerca de Campo de Mayo. Tiempo después descubrió que su madre desapareció en ese lugar, en una instalación apodada “el campito” de la que solo quedan los cimientos. Sobre esto el escritor creo su novela e inspiró una obra de teatro. Pero aquí lo que muestra Perel, pegado a las carreras contiguas del protagonista es captar esa necesidad de recuperación de memoria, de percibir girones de un pasado que intentó ocultarse, de apropiarse de alguna manera de los escenarios del terrorismo de estado, buscando un eco casi inasible. De correr a la par de la memoria viva, de detalles y terribles hechos, de indicios y verdades comprobadas. De intentar pisar, retener, comprobar los rumores de tanta vida sesgada.
Una muestra de cómo un material realizado durante la pandemia del covid puede derivar en un hecho artístico distinto, a los muchos documentales que hemos visto después de una experiencia tan espantosa. Jeff Zorilla filma obsesivamente escenas de su vida, como un registro compulsivo y salvador, pero este material se transforma. No solo es una reflexión sobre experiencias, miedos, inseguridades, incógnitas acuciantes, apuntes críticos y certeros. Todo el material muta hacia el collage, la superposición, la yuxtaposición, la utilización particular del color, las luces sino que persigue y consigue texturas similares al material de 16 mm. Un trabajo interesante, distinto, un documento y una real creación.
Un punto de partida que abre hacia el terror a personajes ligados a la infancia y a la dulzura. Un desafío que nació rápidamente cuando se liberaron, en enero del 2022, los derechos del clásico de Alan Alexander Milne, que tuvo muchas adaptaciones de Disney. El director, guionista y productor Frake-Watefield se apuró con el negocio, pergeñó un argumento cuadrado que no explotó ninguna posibilidad de ir del cuento infantil al terror y se concentró con un presupuesto mínimo a armar esta peli que puede convertirse en fenómeno. No por sus cualidades sino porque dicen que con 100.000 dólares la hizo y ya recaudo casi cuatro millones verdes. Cierto o no ese será su único mérito. Para los amantes del terror una película olvidable: Un chico abandona en el bosque a sus peluches, entonces Pooh y Piglet, con hambre y frío se comen a Igor y se transforman en entes del mal. Dos humanos con mascaras que matan con ahínco y poca originalidad para el destripe y la sangre, sin una pizca de originalidad.
Es un film que tiene un envoltorio lujoso y un corazón oscuro. La producción del filme de Luciano Podcaminsky con cuatro autores de guión (Alex Kahanoff, Andrea Marra, Sebastián Rotstein y Silvina Ganger) primero parece apuntar a la descripción de un matrimonio de vida muy acomodada, con una residencia ostentosa, coche de alta gama y unas prontas vacaciones en una embarcación carísima. Todo apunta a pintarlos como gente de clase media que avanzó en sus negocios hacia una riqueza que los ocupa y preocupa. Mientras están en tierra ya se avecina el conflicto, él un adicto al trabajo, ella dueña de un restorán y sueños prontos a concretar que no se atreve a comentarle a quien es su marido por 25 años. Con una pareja de amigos se embarcan para pasarla bien y todo se pondrá al descubierto en un espacio donde no hay escape. Cuando la belleza del mar y los momentos idílicos se espesan, lo que parece una comedia dramática se encamina hacia las raíces del conflicto. El chanta que construye castillos en el aire al borde de la quiebra, un ser tan reconocible en nuestra sociedad, la mujer que postergó demasiado sus sueños. Frente a una tormenta real y metafórica tendrán que decidir si los une el amor o el espanto. Grandes trabajos de Leo Sbaraglia y Julieta Díaz en un argumento que por momentos vacila pero luego se encamina.
Aquí se habla de situación límite y de aceptación. Una solución entre fantástica y realista de qué hacer frente a un diagnóstico terminal. Se habla de un cáncer avanzado que pone a un ingeniero de vida metódica, costumbres tradicionales y rutinarias frente a un panorama aterrador. Qué hacer cuando el tiempo es muy corto y los problemas muchos por resolver. Frente a tal problemática el autor y director Martin Viaggio recurre a una construcción entre fantástica y delirante, donde personajes impensados acompañan a un hombre grande, de 65 años, a aprender, reparar, prestar atención, poner las cosas en orden. Con algo de “new age” y metáfora sobre toda una vida, el tono es amable y en algún punto reparador. La película se hizo en pandemia, en Mendoza, con actores del lugar y dos enormes intérpretes. Por un lado Noemí Frenkel sensible y talentosa. Pero el peso del film descansa en una conmovedora composición del gran Gustavo Garzón que lleva a su personaje hacia la emoción, el despojo, el aferrarse a la segunda oportunidad, con un trabajo minucioso. Garzón puede ser la imagen del desamparo, de la gradual comprensión. No hay ni una fisura ni un golpe bajo en su trabajo para el aplauso.
En esta sólida e interesantísima película policial francesa, desde el primer momento se habla de unas estadísticas de crímenes, del porcentaje que queda sin resolver y que lo que vamos a ver es un caso donde no se encontró al culpable. El director Dominik Moll, con guión donde el colaboró junto con Gilles Marchand, sobre una historia de Pauline Guéna, no renuncia nunca a las reglas del género, ni a la construcción sólida de un sostenido suspenso, pero su mira se amplia. Primero hacia el ambiente del grupo policial que investiga: los chistes, los comentarios apuntan casi siempre a un machismo acendrado, donde la pobre chica asesinada, también en los primeros minutos del film, pasa a ser examinada como una joven “fácil”, enamoradiza, se detallan sus costumbres sexuales. Es una sociedad donde se matan mujeres y se las terminan juzgando. Pero en esa investigación todos los sospechosos pueden ser culpables. Y es también la historia de una obsesión, el detective siente que este crimen lo persigue y persevera en cada detalle a través del tiempo, para dar con el culpable. La película también se detiene en historias personales y los problemas presupuestarios que impiden muchas veces que la causa avance. Un mundo bajo la mira, mientras tratamos de adivinar algún detalle que nos mantiene en vilo pero que apunta con talento y claridad a una sociedad donde la violencia casi siempre se ejerce sobre las mujeres. Grandes actores, entre ellos Bastien Bouillon, estuvo presente para la semana de cine Francés, en un film premiado con justeza por actuaciones, adaptación, sonido y dirección. Arrazó en la entrega de los César, máximo galardón francés. Es apasionante y desafiante. Entretiene con las mejores armas, no tiene dudas en internarse en lo profundo de la noche donde reina el crimen.
Quienes hayan visto la última entrega de los Oscar se sorprendieron con un oso de peluche gigantesco merodeaba la sala. El estreno de “Cocaine Bear”, con este título lavado entre nosotros, viene rápidamente a ilustrarnos. La película dirigida por Elizabeth Banks con guión de Jimmy Warren acude a un hecho real como inspiración y luego se interna en un humor negrísimo, con mucha sangre, cuerpos atacados y desmembrados, situaciones ridículas y violentas en alegre montón. Un ex policía dedicado al narcotráfico transporta una cantidad infernal de cocaína. Cuando falla su transporte tira paquetes en un parque nacional y se arroja en un paracaídas que nunca se abre y muere. Ese hecho real tiene condimentos especiales en el film como que un oso de impresionantes dimensiones consume muchísima droga y se transforma en un depredador imparable. Un animal generado por CGI a cuyo alrededor pasa de todo: niños en excursión, una pareja que planea su boda mientras acampan, una guardaparque (la genial Margo Martindale) odiada por un trío de maleantes, una madre ( la protagonista Kery Russell), un investigador que sigue la pista narco desde hace años, y varios personajes más entre los que aparece Ray Liotta en su último papel. El delirio de las situaciones, con la sangre derramada, situaciones muy bien resueltas y todas ridículas, mucho gore, brazos, piernas y cabezas revoleados conforman este entretenimiento, por momentos repetitivo, pero sin mayores pretensiones que entretener.
Para los seguidores de la saga, que son multitud, esta cuarta entrega es más grande, más audaz, más larga, tiene más malos y casi se reduce a la acción pura. Detalles que puede verse como halagos o criticas según el ojo de quien lo lea. Para los seguidores un plato fuerte, para los que recién llegan, deberán informarse un poco de la leyenda que construye y sus ingredientes. Básicamente John Wick es un asesino a sueldo, que quiere zafar y no puede de una organización delictiva y poderosa y que hace su trabajo de manera casi infalible, un condenado a triunfar. Pero además está el protagonista perfecto que es Keanu Reeves con su propia construcción legendaria, su personalidad, elegancia y esa carga de rufián melancólico que despanzurra enemigos pero tiene dimensión trágica. La película tiene a favor muchas cosas: escenas coreografiadas de acción absolutamente increíbles, que incluyen todo tipo de armas, autos a máxima velocidad, mezcla de autos con lucha callejera, laberintos con cientos de perseguidores. Y aprovecha maravillosamente los escenarios de Berlín y Paris. Algunas escenas son asombrosas como una pelea en un club nocturno gigantesco donde la acción transcurre entre bailarines que apenas notan los enfrentamientos. O una desarrollada en el Arco de Triunfo con movimientos y cantidad de asesinos. Claro que el l{imite de la exageración está ahí, a tal punto que provoca risas una larga escena en las escaleras de la Sacre Coeur, donde Revees es lanzado hacia abajo tantas veces que produce el efecto contrario de la tensión. Los actores que lo acompañan son imprescindibles: Horoyuki Sananda, Lawrence Fishburne, Bill Skarsgard ( un villano a la altura), Ian McShane, Lance Reddick ( falleció recientemente) La película es larga y no da respiro, casi no tiene humor aunque causa sensación una perra letal que se roba cámaras. Pero se deja para el final una escena que vale la pena, con emoción y sorpresa.
El dramaturgo y director Florian Zeller continúa con su trilogía sobre la salud mental. Pero así como en “El padre” existían escenas estremecedoras pero cohabitaban con un humor que permitían cierto escape al drama, aquí en el tema de la depresión profunda de un adolescente, eso no ocurre. Se repite el efecto demoledor en la estructura familiar cuando un miembro padece un mal casi sin remedio. En este caso un hombre divorciado, en la cumbre de su carrera profesional, casado por segunda vez, con un bebe recién nacido, debe afrontar lo que le ocurre a su hijo adolescente. Primero con la ilusión de ayudarlo fácilmente, y luego con un terrible camino de recuerdos que le hacen transitar dolores y recuerdos que permanecía tapados con tanto éxito laboral. Aunque no se lleva el título el mejor personaje por su complejidad y el talento que despliega Hugh Jackman es el más rico y conmovedor. Interpretar el derrumbe de un mundo perfecto- codearse con el poder, el amor por su joven mujer y pequeño niño, su aparente optimismo a toda prueba, es disfrutable. Con un personaje con pocos matices el joven Zen McGrath no le saca provecho a su rol, un chico desenganchado de la realidad y alejado de la emoción. Anthony Hopkins, encarna a un ser brutal y brilla en su pequeña interversion como lo hacen los grandes.