Lo central en La casa de los conejos es la mirada a través de la cual se cuenta esta historia. La Historia es una narración hecha desde algún punto de vista. Incluso desde varios. El lugar desde donde se mira siempre existe, aunque se quiera disimular para ocultar intenciones o intereses. Laura, la niña desde cuya perspectiva vemos la historia de una célula revolucionaria durante los tiempos de represión militar, mira desde su pequeña estatura, pero también desde la infancia. Y desde allí habita ese mundo con la naturalidad y el compromiso que le permiten sus pocos años. La casa de los conejos fue una de las casas seguras donde vivieron y desarrollaron sus actividades militantes de una de las organizaciones político militares, nacidas en la resistencia contra las dictaduras argentinas. En esa casa nació Clara Anahí, hija de Diana Teruggi y nieta de Chicha Mariana, una de las fundadoras de Abuelas de Plaza de Mayo. Allí llegó con ocho años Laura, una niña que vivió el proceso de lucha de sus padres, conviviendo con armas, embutes, discusiones políticas y organización de operativos. Con su padre preso y su madre buscada por las fuerzas militares, Laura vivió en una realidad absolutamente extraña a las infancias tradicionales, pero totalmente naturalizada en su contexto. Valeria Selinger adapta la novela homónima de Laura Alcoba respetando el punto de vista de quien fuera esa niña, y logra un relato que desromantiza la infancia y esquiva también una mirada épica sobre la lucha de esos adultos. Simplemente asume esa realidad y fluye por ella con los recursos y las debilidades de una niña. “Mi padre y mi madre esconden ahí arriba periódicos y armas, pero yo no debo decir nada. La gente no sabe que a nosotros, sólo a nosotros, nos han forzado a entrar en guerra. No lo entenderían. No por el momento, al menos”, escribió Alcoba en la novela y Selinger lo cuenta así, con hechos concretos, sin juicios ni epopeyas. De vivir con sus padres a pasar un tiempo con sus abuelos, Laura va de a poco entrando en ese mundo de clandestinidad, cambios de nombre y abandono de toda relación con el mundo externo. Ella mira lo que va pasando, pregunta y vive con ello, sin más. Tomando la leche con pan y manteca mientras a su alrededor un grupo de adultos prepara las armas para un operativo militar. El logro de la película es que en esa mirada se condensan las nuestras. Aquel espectador que acepte mirar a través de los ojos de Laura podrá ir más allá de la mirada adulta, habitualmente cargada de prejuicios. El cine, como pocas artes, nos permite hacerlo. LA CASA DE LOS CONEJOS La casa de los conejos. Argentina/ Francia/ España, 2020. Dirección: Valeria Selinger. Intérpretes: Darío Grandinetti, Miguel Ángel Solá, Silvina Bosco, Patricio Aramburu, Paula Brasca, Federico Liss, Nahuel Viale, Guadalupe Docampo, Verónica Schneck y Mora Iramain Garcia. Distribuidora: Cine Tren. Duración: 94 minutos.
La relación entre el cine y el teatro, las formas de representación en las artes dramáticas y aquello que une y separa personajes y personas, actores y actuados, han sido puestas en escena muchas veces a través de distintos géneros. Esas tensiones, como aquella que existe entre lo real y la ficción, es territorio de reflexiones y de búsquedas estéticas. Treplev se inscribe en esa tradición y busca sumar, desde la perspectiva subjetiva de su autor, a esas búsquedas de un modo creativo. Dos hombres filman, casi compulsivamente, la gira de un elenco teatral argentino por distintas ciudades de Francia. Llevan una versión de “La Gaviota” de Anton Chejov. Allí Treplev, interpretado por Lautaro Delgado Tymruk –uno de los directores de la película- es un escritor enamorado de Nina; Perroud, co director de esta suerte de ficción basada en registros documentales, es el novio de “la actriz que hace de Nina”. ¿Hay acaso un duelo de cámaras y amoroso entre el joven cineasta Perroud y el de “el actor que hace de Treplev”? Esa es una de las hipótesis que despliega Delgado Tymruk a través de los textos personales que recorren la película, ya sean en su propia voz en off o en los muchos intertítulos. La película es una construcción realizada tiempo después de aquella gira, a partir de sumar aquellos materiales grabados durante el viaje. Aun cuando aquellos registros no estuvieron pensados en conjunto, la película busca el encuentro, el diálogo y la oposición entre los mismos. Las imágenes cobran sentido más en el recorrido que proponen los textos, que en su propia potencia. ¿Hay una imagen que tenga sentido por sí misma? Aun cuando explícitamente Delgado Tymruk decide rechazar el “experimento Kulechov” y asumir un método de organización más cercano al Godard de La Chinoise, lo cierto es que es en la edición que cualquier sentido aparecer y muchas lecturas, incluso la sugerida por los realizadores, es posible. De modo que no siempre aquello que es dicho (escrito) tiene una relación de mutua relación con lo construcción visual (imagen, montaje, tiempo o ritmo). Esta es la principal debilidad de la película: lo que es –o no es- o lo que cuenta Treplev (o el actor que hace de Treplev) aparece siempre como arbitrario, como guiado por una voz unidireccional y no por la tensión que se propone desde imágenes aplanadas, sin dolores, sin secretos, sin rincones donde alguna sorpresa o alguna mirada inquieta pueda intuirse. TREPLEV Treplev. Realización, Montaje y Dramaturgia: Lautaro Delgado Tymruk y Esteban Perroud. Guión: Lautaro Delgado Tymruk y Esteban Perroud. Actores y actrices de la obra: María Figueras, María Onetto, Lautaro Delgado Tymruk, Javier Rodríguez Cano, Pablo Finamore, Marta Lubos, Ana Garibaldi, Claudio Da Passano, Ernesto Claudio, Osmar Nuñez, Marcelo D´Andrea Dirección de Sonido: Ignacio Viano. Música original: Daniel Melingo. Producción ejecutiva: Christoph Behl y Pablo Robert.
Una educación parisina trae una historia que ha sido contada y vivida por muchas generaciones: los intensos años de la juventud -en este caso de un sector particular de la pequeña burguesía francesa- donde todo cambia y todo se discute y la fascinación y la melancolía por aquello que nunca llegará, atraviesan los días, que se hacen noche y luego se hacen día. Aquí el realizador se reconoce como parte de una historia del cine francés de los últimos 50 años. Y por esa clara decisión narrativa a nadie sorprenderá, pero sin embargo no dejará de interpelar al afecto de los espectadores, como quien hace sonar una bella y nueva versión de una canción conocida y querida. Etienne va a París para estudiar cine. Deja en Lyon a su familia y su novia, todo eso que desde la capital se ve como una simple vida pueblerina. Lo que sigue a esa primera escena son tiempos intensos de discusiones sobre cine, poesía, política, deseos, convicciones y amores o desamores. Tiempos de conocer nuevos amigos y parejas, y rápidamente perderlos de vista y seguir construyendo -a tientas- las certezas sobre el mundo y la vida. La película cuenta esto de una manera sumamente honesta y cercana a los personajes. Si alguien durante el desarrollo imagina que hay dobles intenciones, críticas veladas, referencias intelectuales complicadas, olvídelo. La película cuenta el modo en que Etienne atraviesa esa educación parisina con los ojos bien abiertos, admirando lo que imagina de los demás, escuchando lo que dicen con cierta fascinación –especialmente al misterioso y arbitrario y polémico Mathías- y pensando el sentido que de aquello que lo llevó algún día a París a estudiar cine. Gran parte de la película pasa inmersas en las discusiones de los jóvenes Etienne, Valentina, Jean-Noël, Mathías y Annabelle, ya en el departamento compartido, ya las aulas de la facultad París 8 o en los bares. El director Jean-Paul Civeyrac decide utilizar una estilizada fotografía en blanco y negro y eso profundiza la referencia a gran parte del cine francés. Así aparecen Rohmer, Truffaut o Garrell mientras los jóvenes cineastas discuten sobre la posibilidad de contar la vida desde la honestidad de un solo plano. El maximalismo, los principios indeclinables, las posturas políticas, las certezas estéticas, todo está allí discutido; como estuvieron y están en cualquier juventud exuberante en habitaciones llenas de humo de cigarrillo, donde las miradas traen amores efímeros o eternos según a qué hora se crucen. Esa elección plástica de Civeyrac cuenta el estado personal de Etienne, alguien melancólico por lo que imagina que nunca será al mirarse en el espejo de los otros; pero también nos lleva de paseo por una París lejana de lo luminoso, de la gran ciudad que brilla. Es ruidosa y gris, casi burocrática. Una ciudad sin naturaleza. Etienne, y quienes pasan por su vida y quienes llegan a sus días, son parte de una historia ya contada muchas veces. Pero que, a pesar de los cambios de eras y tecnologías y tiempos e imaginarios, sigue ocurriendo cotidianamente. Y no está mal volver a contarla. UNA EDUCACIÓN PARISINA Mes Provinciales. Francia, 2018. Dirección: Jean-Paul Civeyrac. Guion: Jean-Paul Civeyrac. Fotografía: Pierre-Hubert Martin. Elenco: Andranic Manet, Diane Rouxel, Jenna Thiam, Gonzague Van Bervesseles. Duración: 137 minutos.
Hay documentales que se construyen a partir de una historia y en ella encuentran su estética. Hay otros que se construyen en el proceso de producción, convivencia y rodaje. Estos en general encuentran su forma en las miradas y las proximidades posibles de cada momento y, como todas pero más que otras, su vitalidad se despliega finalmente en la experiencia del encuentro con el espectador. El mundo aparece en ese momento y no antes. Fidel niño valiente, de Mario Verón, es una de estas películas, un trabajo que parece estar en proceso y que requiere del espectador para completar el tiempo, el espacio e incluso las voces. Este es el principal valor de la película de Mario Verón, que trae al mundo un pedazo ocultado de nuestro propio mundo. Fidel es un niño paraguayo, nacido y criado en zonas rurales, que viajó a Misiones con su hermano, quien es hábil criador de caballos para correr en las cuadreras. Fidel cabalga desde muy pequeño y es un buen jinete en las carreras. Ellos viven en el monte, en condiciones difíciles y de mucha escasez, pero cuidando con afecto a sus caballos que son, en definitiva, una de las formas de vida que encuentran para sobrevivir. Y más que eso también. La película no se agota en el relato de esas carencias. La notable cercanía entre la cámara y Fidel y Erico, hermano y narrador principal, es tal, que el espectador parece ubicado en el centro del cotidiano que incluye alegría, dolor, nostalgia y un profundo amor por los animales con los que conviven. Allí en el monte misionero cuidarán a un caballo apodado “El Che negrito”. Con él buscarán ganar unos pesos con los que buscan sobrevivir y ayudar a su madre, que los espera en su Paraguay natal. Fidel corre siempre vestido con la camiseta 10 de Maradona y los tres, Fidel, el Che y Diego son un mito poblado de invencibilidad. El espectador construye el espacio y la cronología, y lo hace tomando cada uno de los detalles de acuerdo a su propia percepción del mundo. No hay una temporalidad invariable ni una determinación geográfica o espacial explícita. Esta decisión del realizador permite mostrar así lo personal y lo político: en esa suerte de tierra de nadie los dueños nunca se ven, son grandes capitales globales que transforman el escenario natural, que implantan especies para la explotación forestal y que niegan la tierra y el uso colectivo de los recursos naturales a sus habitantes. De pobreza, amor, explotación, infancias de juegos y dolores, de tierras coloradas y pieles curtidas, de cuadreras, apuestas y festejos. De nostalgias y familias. Y de territorios ocultados por aquellos que prefieren que no sepamos nada sobre lo que ocurre en el monte profundo, y del mundo guaraní que no conoce demasiado de fronteras, porque la vida de sus mujeres y hombres se cuentan en las charlas nocturnas iluminadas a vela y puro cebo, en cualquier lugar donde estén. De todo eso puede hablar Fidel niño valiente, pero será cada espectador quien construirá ese mundo a partir de su propia percepción. FIDEL UN NIÑO VALIENTE Fidel un niño valiente. Argentina, 2021. Dirección: Mario Verón. Actores: Fidel Cantero, Érico Cantero, Enrique “Yuka” Caballero . Montaje: Javier Di Pasquo. Director de Fotografía: Pablo Bruzzone. Foto Fija: Bárbara Raiker. Cámara Mario Verón y Octavio Yain Romero. Músicos: Cuerdas: Orquesta Escuela de Berisso; Charango: José Piedra Núñez; Piano: Lucas Guinot; Acordeón: German Fratarcangelli; Vocal libre: Paz Balpreda; Guitarra: Héctor Trabuco González, Back. Grabación Musical: Sebastián Losada. Duración: 74 minutos.
A veces, en el cine como en la vida, la intención es lo que vale. Pero no siempre. En el caso de Ojos de arena la loable pretensión de las guionistas Marcela Marcolini y Alejandra Marino, contar a través de una trama policial la relación entre la trata de mujeres para la explotación sexual y el secuestro de jóvenes y niñxs, no se concreta en la película, que apenas supera este ínfimo resumen. Carla es psicóloga y trabajaba en una fiscalía. En ese contexto se comprometió personalmente con el caso de una joven rescatada de una red de trata. Fue entonces cuando, mientras jugaba en una plaza, fue secuestrado su pequeño hijo Juan. Esa situación destrozó su matrimonio, atravesado por la culpa y el reproche. Luego de un tiempo ella y su ex pareja, Gustavo, encuentran una pista para seguir buscando al niño. Así llegarán al caserón de Inés y Horacio, una extraña pareja que también había perdido a su hija. Ella podría ser víctima de la misma red, y de la misma persona que había amenazado a Carla. En ese barrio, oh casualidad, se comunica con ellos, a través de una red social, una vidente que busca a su nieta. Ella los invita a su casa para compartir información. La trama policial se completa con las vinculaciones de Horacio con prostíbulos, un remisero que aparece cuando Carla anda por ahí caminando, muertes extrañas y sospechas barriales. La película se construye como un thriller sutil, sin violencias explícitas y con un conjunto de premisas basadas en partes iguales en realidades y arbitrariedades. Estas últimas permiten que las piezas encajen para que la trama avance. El trazo grueso en la construcción de los personajes, las formas de consumo de las clases medias, los vicios de los poderosos y el silencio de los testigos, son herramientas que el guion usa de forma casi recurrente. El contexto y la reconstrucción de la trama delictiva de los secuestros y explotación está presente en el relato, y esa intención inicial, sumada a la búsqueda de montarla en un relato policial que no priorice la violencia ni los excesos, son reconocibles en la película. Sin embargo, un guion que no profundiza en las relaciones del poder, ni en la construcción de los personajes, y que articula sus acciones definitorias mediante arbitrariedades, impide que aquella intención inicial se expanda, más allá del deseo manifiesto de sus realizadoras. OJOS DE ARENA Ojos de arena. Argentina, 2020. Dirección: Alejandra Marino. Guion: Marcela Marcolini y Alejandra Marino. Intérpretes: Paula Carruega, Ana Celentano, Joaquín Ferrucci, Victoria Carreras y Manuel Callau. Fotografía: Connie Martin. Música: Pablo Sala. Arte: Ana Julia Coquet. Producción: Jorge Rocca. Duración: 92 minutos.
Charlotte es una diva olvidada por el mundo del cine. Por las noticias que su amigo Lee le recorta cada mañana -con un método tan ridículo como obsesivo- se entera que el director con quien construyó su lugar en la historia del séptimo arte, llegará a filmar en Paraguay. Ellos viven en Buenos Aires, de modo que ella empuja a su amigo oriental a viajar hasta Asunción en un muy bien equipado motorhome, digno de su divismo. Una vez allá deberá encontrar al viejo cineasta a punto de retirarse, para convencerlo de que ella debía protagonizar su última obra. La película no es una tradicional road movie, pero si es una comedia de viaje. El viaje que es físico, a través de las rutas guaraníes, y en el tiempo, del pasado al presente; es una película que cuenta el antes y el después, que propone tener una mirada desde el presente sobre aquellos lugares del tiempo en el que fuimos más bellos. Simón Franco Boca de pozo (Tiempos menos modernos) propone una comedia que atraviesa el género con humor negro, el absurdo, la comedia de enredos tradicional y la comedia dramática, manteniendo siempre con una mirada empática con sus personajes: gentes perdidas en un mundo que no es como cada una sueña. Ni el de Charlotte ni el de quienes la acompañan. De allí que la película sea un viaje, una manera de salir de la quietud, correrse del lugar ganado en la historia del cine, escapar del encierro en un altillo oscuro, huir de la quietud en una barcaza sobre el río o romper con la inmóvil lógica de la publicidad. Charlotte, Lee, Elena y Ana necesitan subirse a algún motorhome para ir hacia otro lugar personal. Ni mejor ni peor, pero si absolutamente vital. Lo quieto y lo móvil, lo cerrado y lo abierto, lo oculto y lo luminoso, el antes y el después, esos son los pares que se relacionan dialécticamente en la película. A partir de esas oposiciones Franco sabe construir lo plástico, lo temporal y lo espacial. El viaje es una manera de romper con cada uno de los lugares donde Charlotte, y el resto de los personajes, parecían estancados. Una de las apuestas interesantes de Charlotte está en la elección de Ángela Molina, que es ella misma una diva, una actriz dueña de una presencia magnética con una importante historia en el cine. Lejos de estar en el olvido, Molina tiene esa potencia protagónica que Franco aprovecha. Ella es siempre el centro de la trama, mientras un grupo de muy interesantes personajes orbitan a su alrededor. Y si la actriz atrapa la mirada del espectador, el personaje lo captura afectivamente. Con Ángela Molina la película tiene la protagonista perfecta. Charlotte es una comedia sobre personajes, pero también sobre el cine y sobre Latinoamérica. Como el cine y como nuestra región, lo ficticio se hace real y el más absoluto realismo es a menudo un disparate. Simón Franco, entendiendo de qué se trata, saca buen rédito del inverosímil cotidiano suramericano como de los sueños imposibles de las Diosas de las pantallas. CHARLOTTE Charlotte. Paraguay / Argentina, 2020. Dirección: Simón Franco. Intérpretes: Angela Molina, Ignacio Huang, Lali Gonzalez, Fernás Mirás, Gerardo Romano, Belén Fretes, Nico García Hume. Duración: 79 minutos.
¿Tenemos los humanos algún órgano que nos permita percibir el tiempo? Tenemos vista, olfato, gusto, tacto, audición y sabemos cómo funcionan esos sentidos. Pero a pesar que podemos sentirlo, no podemos explicar cómo percibimos el tiempo. Y, más allá de los relojes, reconocemos que somos atravesados por el tiempo de una forma subjetiva. Drift nos habla del tiempo desde tres perspectivas: la del relato, las percepciones de las protagonistas y del propio espectador. El audiovisual es un tipo de producción artística en la cual el espacio y el tiempo son elementos constitutivos. Por supuesto que también se distinguen otros dispositivos como el sujeto, el montaje, el punto de vista, la voz humana, la construcción plástica y sonora. Pero el tiempo es una dimensión de la narrativa que siempre merece ser repensado, y mucho más en este momento de monocorde uniformidad audiovisual, impuesta por industrias y plataformas. Mientras los guionistas miden con regla el tiempo que ocurre entre una acción con la intención de mantener al público “atado” a la pantalla en cualquier serie de las miles que pronto olvidaremos, Drift es una película que obliga a pensar y percibir el tiempo. El tiempo es el relato. Es más que un dispositivo narrativo. Lo que se cuenta es la propia percepción del tiempo, un tiempo que transcurre más allá de que puedan o no ocurrir otras cosas; es el tiempo que ocurre mientras ocurre la vida. Narrativamente Drift cuenta muy poco sobre dos mujeres que comparten un tiempo en algún lugar de playa, en días fríos y otoñales; que se despiden mientras una de ellas deja su casa y sus cosas en algún lugar de Alemania, para partir en un viaje hacia otra ciudad y de la que tampoco sabremos mucho. Nunca nos serán dados datos precisos. Hay un acento argentino intuido en la forma que la viajera pronuncia Bariloche, pero no mucho más. Luego vendrá un largo viaje en el mar y en solitario. El tiempo en Drift es el tiempo de las nadas en la que se espera. Y si ese tiempo de las nadas es habitualmente dejado de lado en cualquier relato cotidiano (¿acaso alguien contaría el tiempo en blanco si se le pregunta qué hizo durante el día?) ese será el objeto central en Drift. Ni las mujeres conversando intrascendencias, ni el viaje en velero y el mar repetido, ni las ciudades ignotas o los recorridos casi surrealistas son lo principal. El agua en movimiento, una suerte de letanía narrativa, es la forma de reconstruir el tiempo y no ya del espacio. Visualmente ese mar es movimiento más que volumen; la monotonía vacua del sonido más que la dimensión. Allí, en el mismo momento de ser espectadores, compartimos con las protagonistas el tiempo de espera, el tiempo entre que pase algo y ocurra otra cosa, esas cosas que puedan ser “contadas”. ¿Qué se cuenta entonces cuando no se cuenta nada (si respetamos el formato monolítico del presente audiovisual)? Se cuenta una pregunta sobre la existencia y el tiempo. Sobre el deseo contenido, y sobre la potencia de lo que será. ¿Qué pasa en la película entre la despedida simple y la charla del reencuentro a través de una computadora? Lo importante en Drift no aquello que cuenta a través del dispositivo tradicional. Cuenta la vida, que está allí siempre en espera, siempre en clave de tiempo. Tal vez la única cosa cierta; tal vez la única cosa imperceptible. Porque la vida está atravesada por la variable del tiempo mucho más que por las variables del espacio. ¿Cuál es el órgano que percibe el tiempo? Como espectador de Drift, esa la pregunta que hace unos días me hago. Tal vez, y solo tal vez, esto sirva para interesarles en la ópera prima de esta realizadora alemana. DRIFT Drift. Alemania, 2017. Dirección y fotografía: Helena Wittmann. Intérpretes: Theresa George y Josefina Gill. Guion: Helena Wittmann y Theresa George. Música: Nika Son. Duración: 98 minutos.
EL SACRIFICIO CONSERVADOR 1. DE LO QUE SE VE EN LA PELICULA Chris Kyle, a quien se reconoce como el francotirador que más personas ha matado en la ocupación estadounidense a Irak, es el personaje central de esta nueva película de Clint Eastwood. Francotirador da cuenta del relato biográfico de Kyle, con centralidad en su infancia y su carrera militar. Ambas épocas de su vida están definidas por elementos que influyen en la construcción de su identidad: primero será la marca paterna ineludible (“hay tres clases de personas: las ovejas, los lobos y los perros pastores”, su mandato será convertirse en uno de estos, capaces de cuidar a los otros, los más débiles, de los ataques de los lobos), luego la identidad colectiva como Navy Seal, la fuerza de elite estadounidense capaz de soportar, proteger y dar apoyo a los marines en el frente. La película dedica la mayor parte de su metraje a contar sus incursiones en Irak como francotirador, poniendo esta cuestión en tensión con su matrimonio. El cual apenas esta comenzado cuando convocan a Chris a la primera misión. El choque entre el mandato y el deseo personal motoriza la trama. Pero lo no dicho funciona en Francotirador como un eje de lectura fundamental. Eastwood da cuenta del modo en que la situación de guerra “captura” a ese hombre, lo aísla, le impide salir del universo simbólico e imaginario que le impone aquella instancia de muerte permanente. Chris Kyle nació en Texas, estado tradicionalmente republicano y conservador del centro de los Estados Unidos. Su identidad –autodefinido y sostenido narrativamente por el realizador- es la del ciudadano estadounidense del interior profundo que asume que su subjetividad resume la mejor tradición nacional. Para Kyle ingresar a las fuerzas armadas es responder a la obligación legada por su padre. Su lugar es el de defender a aquellos que son más débiles. Es una elección nacida de la internalización de aquel mandato y de la certeza de que su Nación estaba siendo agredida. Así como fue correcto proteger con violencia a su hermano menor en la escuela, pues había sido golpeado por alguien que lo atacaba aprovechando su indefensión. Era necesario que él asumiera su lugar en el frente para proteger a los estadounidenses indefensos. No deja de ser significativo como se define esta situación de sociedad agredida. En primer lugar serán los ataques terroristas simultáneos concretados en Tanzania y Kenia, en 1988 y en segundo término el ataque a las torres gemelas en septiembre de 2011. Allí se consolida la construcción (propia) de la sociedad en peligro. Las películas de Eastwood tienen en general la intención de establecer un diálogo con el público estadounidense, incluso cuando toma posturas más críticas. Pero en esta película no solo dialoga con determinado público, sino que asume la posición de aquel imaginario ciudadano medio que pretende la recuperación de la identidad y el orgullo nacional. Francotirador funciona por momentos como una película de guerra tradicional (1), contada desde la subjetividad de un soldado que no puede procesar la violencia propia de la situación de guerra, como tampoco puede superar la neurosis que le causa la certeza de su propia condición de hombre capaz de matar otros hombres sin la menor culpa. Podría incluso pensarse como parte de un conjunto de miradas críticas a la situación de guerra. Pero no lo es. En tal caso es un discurso sobre el sacrificio, y hay un sentido trágico que hasta acá no había pensado, -escribir es siempre ir en busca de y no clausurar sentidos (2)- al que el joven Kyle se ve compelido en función de su obligación. El comienzo de la película propone un juego de miradas, posiciones relativas y continuidades, interesante para pensar el discurso del realizador. Kyle en su primera decisión real de matar o no matar a alguien tiene a un niño iraquí en la mira. Debe decidir si lo mata o no. Todavía no sabemos nada de él. El tiempo se estira. El niño parece ser una amenaza real para los marines (que son los que en realidad están siendo un peligro para el niño, su familia y toda su ciudad), de allí se produce un pasaje vía flashback a la infancia del propio protagonista. Ese vínculo entre una niñez y la otra organiza jerárquicamente la vida. Mientras el nene árabe esta en la mira, el niño que fue Kyle apunta con su rifle. Mientras uno está dispuesto a matar a un grupo de “indefensos” soldados estadounidenses, el otro está cazando un ciervo con su padre. Uno es enviado a matar personas por su propia madre, mientras que el otro está aprendiendo a cazar con su padre, reproduciendo una tradición familiar. La madre iraquí manda a su hijo a matar personas, sin importarle si él mismo puede ser asesinado. El padre estadounidense enseña con cuidado y atención como practicar la caza deportiva. Los niños son niños, pero sus padres no. He aquí la cuestión. Uno fue criado para matar, el otro para defender. Uno mata para imponer el terror, el otro para proteger a los suyos. ¿Tiene la película alguna mirada crítica sobre la acción del ejército estadounidense que está invadiendo el pueblo de esa mujer y ese niño, que mataron a sus padres, tíos, abuelos, vecinos, amigos? No. La maldad está naturalizada. Unos tienen nombres y otros no. Unos tienen familias a las que aman y otros tienen familias a las que, en el mejor de los casos, no protegen adecuadamente. El enfrentamiento carece de mirada histórica. Es puro presente y como tal, puesto en el terreno de lo esencial. Son enemigos en un presente continuo, en el que va desde que aquel niño supo que tenía que defender a los suyos, incluso utilizando la violencia, hasta el mismo momento en el que decide apretar el gatillo. Este esencialismo en la condición de los unos y los otros organiza los sentidos en el universo de la película. Pero además sostiene la idea de que no debe perderse de vista que el conflicto sigue en ese presente continuo. El final, en el que Eastwood oblitera la escena de la muerte de Kyle y reconstruye con imágenes de archivo y escenas filmadas el recorrido de su féretro por caminos y pueblos estadounidenses vitoreado por las personas reales del interior profundo del país, remite a la idea de la continuidad patriótica de la lucha. 2. DEL SACRIFICIO Hay en algunas películas de Clint Eastwood una lógica sacrificial. El sacrificio siempre debe ser pensado como una instancia de un orden mítico, cuando no religioso, por la cual se entrega una ofrenda a cambio de favores divinos o de transformación simbólica de la vida comunitaria. Un gran acto sacrificial de Eastwood, asumido en propia persona, es el final de Gran Torino, película filmada durante el año 2008. Pero también hay un gran sacrificio en la vida de Chris Kyle. No solo por lo que supone su decisión personal al asumir la misión y dejar de lado todo deseo o conflicto personal, sino al aceptar el destino final que lo hará encontrar con la bala que lo asesinará. No hay mención alguna al destino trágico, sin embargo la construcción de la escena por parte de Eastwood habla de la sensación de que llegó el momento final y Kyle marcha al mismo de un modo sumiso. Las sencillas palabras a su hijo, legando el mandato que a su vez había recibido de su padre y la sensación de despedida son suficientes. El francotirador Kyle va en coche rumbo a la muerte. Mientras el sacrificio de Gran Torino era un gesto que promovía una sociedad abierta, la búsqueda de los valores de tolerancia y encuentro de las culturas migrantes, que durante muchos años efectivamente formaban parte del ideario del “gran sueño americano”, el sacrificio de Kyle reinstala el sueño de la patria invencible, de la identidad blanca y cristiana, de la familia, la tradición y la bandera por encima de todo. Mientras Gran Torino proponía un sacrificio por una sociedad moderna, el de Francotirador es un sacrificio conservador. Dado que los ataques en los que se funda el origen del conflicto es anterior a ambas películas, la pregunta es en tal caso, ¿qué pasó entre Gran Torino y Francotirdor que modificó sustancialmente la poética del realizador? Ocurrió la crisis más importante del sistema capitalista estadounidense (septiembre de 2008) desde la gran depresión. Ocurrió que los puestos de trabajo escasearon, que hubo desalojos a montones, que el gobierno (que a partir de enero de 2009 fue presidido por un negro) no supo recuperar el estado de bienestar, que la concentración económica aumentó y que, especialmente en ese interior del país que retrata Eastwood, la vida del ciudadano medio dejó de estar garantizada en materia de consumo, salud y educación, como lo suponía años antes. Las grandes crisis económicas siempre han disparado movimientos conservadores, religiosos, xenófobos, a lo largo del tiempo y los países. He aquí un punto central para pensar como lo trágico recupera, en la función del mandato y de lo inevitable, la función de dar sentido a la Historia. El discurso de Francotirador no es sobre el pasado, es una construcción de sentido para el presente y el futuro. Mi gran amigo, y excelente crítico Javier Luzi, mencionó en una charla –él ha hecho una lectura diferente de la mía- el modo en que se muestra la bandera estadounidense. Y observó con precisión que a lo largo del filme se la ve siempre en los funerales de los soldados caídos, siempre en el gesto de ser doblada y enterrada junto a los féretros. Sin embargo, en la escena final, la despedida del cuerpo del soldado sacrificado, las banderas recuperan su lugar. Están en manos de miles de habitantes que lo vitorean, haciendo flamear la insignia de las barras y estrellas. He ahí el sentido del sacrificio, recuperar la patria, recuperar la identidad perdida, el orgullo nacional, la vitalidad guerrera cuando alguien los agrede. Francotirador puede ser vista como un entretenimiento. Discutiría también ese aspecto. Salvo la magnífica escena de guerra final, en la cual el huracán de nieve tiene una interesante lectura religiosa (en la que por delicadeza con el lector no me voy a meter), el resto de la película es más que convencional. Eastwood sigue siendo una cabeza central para entender la sociedad estadounidense. Allí está nuevamente, esta vez no en cuerpo pero si en alma. Por Daniel Cholakian @d_cholakian _________________________________________________ (1) (Lector, puede obviar esta cita sin que ello vaya en desmedro de conocer mi opinión sobre la película) Uso intencionalmente la palabra “tradicional” y no la palabra “clásico”, que ha sido muy meneada en estos días respecto de Francotirador y el cine de Eastwood en general. Se habla del realizador como un maestro en términos del clasicismo, como si ello solo fuera un calificativo omnicomprensivo de las formas cinematográficas y cerrara cualquier discusión desde lo formal a ciertas lecturas de la película. Atravesada por una concepción al menos discutible, la idea de clasicismo en el cine se consolida alrededor de nociones teóricas producidas en el momento de apogeo del capitalismo occidental (los 30 años posteriores al final de la segunda guerra mundial) y sin dudas arraiga en esa concepción la mirada dominante de ese tiempo. Valga una aclaración, la aparición de la idea de lo clásico en el cine abreva tanto en teóricos de la izquierda como a quienes provienen de las tradiciones más conservadoras. La modernidad positivista se basa en el sujeto conocedor y de la existencia de una realidad, que es aquella percibida por el hombre en determinadas condiciones. El clasicismo cinematográfico tiene que ver con la capacidad de reproducir como la percepción de un sujeto parado sobre sus pies en relación con el espacio y el tiempo. Tiempo y espacio unidimensionales son reconstruidos por los dispositivos técnicos y narrativos (encuadre, fotografía, sonido, montaje). A ello se suma también la centralidad de la novela burguesa como forma narrativa. El cine clásico responde a la estructura novelística moderna. El melodrama es una de las formas específicas del relato clásico, generalmente visitada por Eastwood, como también en esta película. Agreguemos que una idea que proviene de las artes plásticas interesante para pensar el clasicismo en el cine, y que se vincula con el modo de percibir referido, tiene que ver con las formas cerradas y las formas abiertas. El sujeto, el espacio y el tiempo en el cine clásico están asociados a las formas cerradas. Claramente limitados, identificados respecto del otro y del entorno, los personajes clásicos refieren a este tipo de conformación. Lo abierto, aquello donde sujeto y contexto y sujetos entre sí no se distinguen plenamente, o donde el tiempo es líquido y no se desarrolla linealmente, pertenece a otro tipo de registros. Pero por otra parte existe –y en este sentido las confusiones son muchas- un modelo de narración industrial que se sostiene en el modelo de narración clásica, pero que no es necesariamente equivalente. ¿Es Francotirador una muestra del cine clásico? ¿Es esto per se una cualidad? No, definitivamente no es una cualidad. Es apenas una elección estética que permite claramente definir algunas cosas. En este caso es un modo de presentar la centralidad del hombre, de la realidad a partir de su propia percepción (realidad que es vista en este caso a través de la mira de un fusil) y de la voluntad del sujeto como organizador de la historia. Y el hombre que este modelo supone, no es cualquier hombre, sino el burgués moderno occidental, aquel sujeto principal de la modernidad. La decisión por el clasicismo es también una forma de reafirmar cual es el sujeto de la historia para Clint Eastwood, por lo tanto, más allá de ser coherente con su trayectoria, esta cuestión estética implica una elección ideológica. Uso palabras de Marcos Vieytes en su reciente libro “Subjetiva de nadie” para plantear una duda. Vieytes habla del clasicismo de John Ford y dice: “la fluidez narrativa clásica era, en ojos de autores como Ford, una estrategia para capturar, mantener y dirigir la atención hacia la dimensión simbólica de la imagen, no entendida como recipiente de clichés visuales con significado determinado a priori, sino como interacción entre lo que filmado es en tanto objeto físico y lo que puede representar en tanto signo”. Asumiendo este punto de vista, podemos decir que Eastwood logra lo mismo y como Ford, según Vieytes, tiene fe “en la conservación de ciertas tradiciones como garantía de la cohesión cultural comunitaria”. Vieytes aporta además para una discusión que excede el marco de esta crítica, una interesante perspectiva a propósito de la relación entre el relato mítico-religioso, el orden de lo divino, que no eclesial, el orden del sistema hombre, naturaleza, mundo y el llamado cine clásico. (2) El sentido trágico estaría dado por la tríada entre el mandato del padre, la religión que funciona como un deber ser más allá de la fe y la agresión externa que obliga a Kyle a convertirse en el agente –y vuelvo a tomar a Vieytes- de la acción. El “destino” de Kyle está organizado a partir de esa triada y él reconoce la imposibilidad de elección. Arriesgo a pensar que parte de la tensión dramática es la intuición de su destino sacrifcial que claramente decide aceptar. Su sacrificio es, sin dudas, el final inevitable de ese destino trágico.
CUATRO AMIGOS Y UNA TRAICIÓN (En esta nota se revelarán algunos aspectos del desenlace de la película. Teniendo en cuenta la cantidad de lectores de la novela que le da origen y los lugares comunes que la sustentan y la recorren, es realmente poco importante que se cuente el final de la historia). Papeles en el viento[i] sirve como excusa para intentar, sin llegar a proponer un ensayo, hacer distinciones entre tres conceptos interesantes. Es probable que se utilicen indistintamente para hablar de esta película, pero no son en absoluto equivalentes. El primero es el de cultura popular (o cine popular, si quieren aplicarlo al caso). La cultura popular es una expresión o creación en la cual el punto de vista que se asume en la construcción del hecho es la de los sectores populares, o específicamente oprimidos. Las fiestas populares que implican las tradiciones de los pueblos no mercantilizadas, el neorrealismo italiano, las letras de lo mejor del folklore o el tango, la novelística de Roberto Arlt, los cuentos de Horacio Quiroga o el cine de Leonardo Favio son hechos que nos hablan de la cultura popular. El segundo de los conceptos es el de espectáculo masivo, que supone la construcción de un hecho cultural / artístico formateado de acuerdo a los requerimientos de un modelo de circulación de obras dentro de un mercado donde la producción es cada día más indiferenciada, más estereotipada y más marcada por una oferta unidimensional, dirigida a convocar a gran parte de espectadores que son consumidores pasivos. El tercer concepto es el de cultura de masas. En este caso hablamos de fenómenos que implican la participación de las masas en el hecho cultural, no exclusivamente como productores directos, si como partícipes necesarios para otorgar entidad al mismo. Este es el concepto más complejo, pues sin dudas puede intersectarse tanto con formas de la cultura popular como con muchos fenómenos del espectáculo masivo. Entre estos cruces se encuentran habitualmente tanto el cine como el fútbol. A partir de estas definiciones entendemos que Papeles en el viento no es cine popular, sino un ejemplo concreto de un espectáculo masivo, preformateado, entregado al espectador como un devenir previsible, moralizante, libre de toda angustia y duda sobre los hechos, las motivaciones y la integridad de sus personajes. Un relato digerido que libera al espectador de todo trabajo de interpretación o de operación de pensamiento. Un cine que responde, de pe a pa, todos los mandatos del peor cine industrial, cuando no del peor modelo de novelística televisiva. Y para legitimar su falsa naturaleza popular utiliza al futbol como telón de fondo de una historia contada una y mil veces de la misma manera. La historia es un relato de amistad masculina y barrial. Tópicos que permiten caer no solo en lugares comunes, que Taratuto – Sacheri recorren a montones, sino también en un discurso misógino y ramplón del cual la dupla autoral hace gala sin ningún tipo de pudor. Tras la muerte de el Mono, su hermano y dos amigos de toda la vida se proponen hacerse cargo de garantizar el buen pasar de su hija, Guadalupe. Para ello apelan al único capital que el Mono dejó como resultado de una indemnización: un mediocre jugador de futbol que compró suponiendo que tendría un venturoso futuro en su carrera, pero que al momento de su muerte, apenas si jugaba en un modesto club de la liga de provincias. O sea, un jugador cuyo valor de mercado es prácticamente nulo. Lo que el trío de amigos deberá lograr es vender a la antigua joven promesa en una cifra que les permita garantizar el buen pasar de la niña, ahora huérfana de padre. Pero el buen resultado económico de la gestión será el modo en el que “comprarán” el derecho a compartir el tiempo familiar con la niña, a quien la mezquina madre no les permite ver (y mucho menos llevar a la cancha). Formalmente la película no solo que no tiene búsqueda alguna (resulta especialmente notable en la escena en la cual los tres amigos desmantelan la habitación donde vivía el mono. La misma carece de toda idea dramática y espacial, reduciendo el diálogo a planos cortos), sino que además claramente sostiene con la imagen lo que desarrollaremos más adelante: el fútbol es un gran ausente, aun cuando haya pelotas, canchas y gentes de pantalones cortos que las patean. La notable incapacidad de contar la pasión, el juego y la tensión espacial que supone el deporte, es el sostén formal de la propuesta narrativa, una simple comedia romántica, contada con planos y diálogos televisivos. En el camino hay dos claves para reconstruir el pensamiento que sostiene el relato: el primero es el rol de la ex mujer del Mono (ellos estaban separados al momento de su muerte). Soberbia, injusta, detestable, es el paradigma de la ingratitud y el egoísmo. Además si analizamos lo no dicho en la película, carece –o peor aún está impedida por su propia condición de mujer- de hacerse cargo por si del futuro de su propia hija. Serán solamente estos “tíos”, obviamente hombres con códigos de barrio, de futbol y de misoginia, quienes deberán no solo garantizar el futuro, sino decidir sobre cuestiones tales como la educación de la niña. El segundo hecho clave está en la mutación que la relación pasional por el futbol, anclada en una idea romántica e idealizada del hincha originario, se convierte sin tensión ni mirada crítica, en una relación mercantil, donde el jugador deja de ser objeto de deseo del hincha para convertirse en un bien de cambio capaz de motorizar una cadena de negocios. Ese desplazamiento del hincha romántico al mercantil propietario de un jugador de futbol, aparece naturalizado dentro del marco de fanatismo genuino. Podría pensarse, con cierta libertad, que esta es la misma parábola que va del realizador idealista de cine al realizador de un producto masivo acondicionado a las demandas de la circulación del negocio del espectáculo. Quizás estemos en presencia de un extraño encuentro entre el decir y el hacer entre el personaje y el realizador. Pero el punto central donde se pone en juego la ideología presente en la película está en lo que llamamos la traición del deseo. Es claro el discurso del Mono a sus amigos. Les ruega que a su muerte sean quienes lleven a cabo su legado: transferirle a su hija su pasión por Independiente, por su historia, por sus colores, por su mística (que cada hincha atesora como algo personal y que se transfiere en un ritual que requiere una participación concreta y corporal, ir a la cancha). Ese deseo, no es el que se proponen llevar a cabo el trío de legatarios. Aun cuando ellos, en una impostada puesta en escena llevan a la niña a la cancha, lo que pretenden hacer con la recuperación del valor de mercado del intrascendente Pittilanga, es garantizar a la niña una buena escuela privada que puedan pagar con el monto obtenido y “comprar” el derecho a verla. La traición está allí. Mientras el padre quería legar un capital simbólico, romántico e idealizado, lo que los “tíos” transfieren es el sueño material de la clase media urbana, libre de toda huella del mandato del padre muerto. Es en este punto donde se puede observar el punto de vista del par de narradores. Ellos asumen como propio el lugar del sueño del poder: vender a Pittilanga por más que lo que vale “estafando” a un grupo de millonarios árabes, para con eso garantizar a la niña la educación privada de más alto nivel. Cualquier intento de definir esto como cine popular es conceptualmente una aberración. Esta traición al deseo del Mono, el desplazamiento del lugar del hincha al del empresario y la negación del lugar de la madre, son las tres vías esenciales para entender la ideología que sostiene Papeles en el viento, una película que como el futbol del presente y la abrumadora mayoría del cine que circula en las salas comerciales, es el producto estándar de un espectáculo masivo que lejos están, uno y otro, del deporte y del arte. Por Daniel Cholakian @d_cholakian ________________________ [i] Para anticiparme a lecturas erradas declaro: 1) Me gusta mucho el futbol y he sido asiduo concurrente a las canchas durante gran parte de mi vida. Y he sido un interesante jugador amateur. 2) Soy hincha de Independiente y he visto en la cancha a casi todas las glorias que nombran los protagonistas de la película. Cuento en mi propia mitología personal haber estado en la cancha una helada noche de 1976 en que Bochini hizo el mejor gol de la historia –sí, mejor aún que el del Diego- en el que eludió a 9 jugadores y definió con un caño al arquero. Al día siguiente el relato emocionado de esa jugada inolvidable fue el texto de la prueba de biología para la que, obviamente, no había estudiado por ir a la cancha.
GODARD: UN IMPRESIONISTA DEL SIGLO XXI Nota I: Suele pedirse que las críticas tengan puntaje. Son criterios de edición inútiles, odiosos y que hablan del modo en que algunos editores –que impusieron y sostienen la práctica- subestiman al lector, a quien juzgan como un inútil que solo mira las estrellitas. ¿Cuántos puntos le pondrían a “Sin pan y sin trabajo” o a “Claude Monet y su esposa sobre la barca atelier” o a “Canción de Alicia en el país” o “Tonada del viejo amor” o “Yuyo verde”? La primordial sospecha de este cronista es que ponerle 10 a esta película podría ser también una falsedad. Podría ser –y no digo que no lo sea- un modo de dejar ver que he sido capaz de entender y pensar esta película. Una sutil arrogancia. Por eso lo explico: el diez no habla de perfecciones, habla de lo imprescindible que es “Adiós al lenguaje” para quien está interesado en pensar desde el cine, para pensar la historia y el presente del cine, para pensar el arte. Para asumir el abismo de la incertidumbre que provoca cualquier verdadera obra de arte. Nota II: La nota podría haber tenido otros títulos, son todos válidos. Elegí el tercero o cuarto que se me ocurrio solo porque me pareció que sonaba bien. Nota III: quien pretende una película narrativa, que le resulte fácil de “entender” y en la cual pasen cosas tales como presentación, nudo, desarrollo y desenlace, puede evitar “Adiós al lenguaje”. Como debería hacerlo con la gran parte de la obra de Picasso, con “La hija de la lágrima” de Charly García o con la maravillosa prosa de Clarice Lispector. Nota IV: Si pueden decidir, vean la película en 3D. Gran parte de su poder revolucionario reside en el uso que hace Godard de ese formato. UNO. En uno de los más tradicionales textos teóricos del cine moderno Pier Paolo Pasolini decía: “…De una serie de planos-secuencia que reproducirían las cosas y las acciones reales de aquel momento, contemporáneamente vistas desde diferentes ángulos visuales: es decir, a través de una serie de tomas subjetivas. Por lo tanto, la toma subjetiva es el máximo límite realista de toda técnica audiovisual. No se puede concebir ver y oír la realidad en su transcurrir más que desde un solo ángulo visual: y este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto es un sujeto de carne y hueso. Ahora bien, la realidad vista y oída en su acaecer siempre es el tiempo presente. El tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine –es decir, como una toma subjetiva infinita-, es, por consiguiente, el presente. El cine, por lo tanto, reproduce el presente.” Me interesa rescatar a partir de este párrafo dos ideas centrales que organizan el texto. El punto de vista –que habla específicamente de la subjetividad, del sujeto que mira- y el tiempo. El espacio es organizado por la mirada humana y el tiempo es un decurso normalizado por la vida en el momento en que las cosas suceden. La modernidad occidental se concibe, entre otras claves, desde la subjetividad, el hombre como creador de la realidad –y la verdad-, como organizador del universo luego de la desaparición de Dios y el tiempo como una línea, como una dimensión continua, con la clara separación del pasado, el presente y el futuro. Tal vez la clave de la modernidad sea justamente el presente, como un momento diferenciado, propio, escindido del pasado. El cine es sin dudas uno de los espacios privilegiados de la modernidad. Pasolini, intelectual moderno, creía en la verdad y el cine como posibilidad de reconstrucción de esa verdad a partir de la mirada del hombre y la organización del tiempo. Como en Vertov, el montaje es el dispositivo por el cual la verdad se devela, organizando la mirada del hombre y el tiempo –siempre presente-. A partir de esto intento pensar un plano de “Adiós al lenguaje” que propone destruir esta idea, a la que Godard también adscribía 50 años atrás. Para ello el realizador nos trae al mundo del 3D, porque el uso de esta herramienta técnica adquiere en la película un valor nunca visto hasta ahora. Una imagen de un hombre y una mujer que dialogan. La imagen, gracias a los anteojos apropiados, es difícil de ajustarse a la visión humana. Pero se comprende o al menos se intuye. Ellos dialogan. La imagen irrita. Si el espectador se tapa un ojo, verá a uno de los personajes claramente, si se tapa el otro ojo, verá al personaje que completa el cuadro. Lo que está viendo con sus dos ojos es una imagen compleja que superpone dos puntos de vista –de los que habla Pasolini- y probablemente dos tiempos subjetivos. Godard nos lleva a asumir simultáneamente dos puntos de vista. Y el resultado es una imagen incómoda, que claramente no sabemos leer. Al menos hasta ahora. DOS. Gran parte de la primera obra de Godard recupera la potencia disruptiva de las estructuras narrativas clásicas. Godard entendía desde aquella modernidad, que aun creía en el destino inexorable revolucionario, en el paradigma que otorgaba centralidad al hombre, con su capacidad de observar la realidad y ser sujeto transformador. Todo ello articula con las formas de la narratividad clásica en el cine. El cine clásico aparece nuevamente en “Adiós al lenguaje” pero ahora como parte de un discurso vacío, como un conjunto de operaciones del habla que están significadas por un aparato productor de sentido que las antecede. Cualquier imagen significa ya lo mismo, sin importar ninguna de las operaciones de reconstrucción de la realidad. De este modo, al repensar el relato clásico a partir del vacío de sentido o, peor aún, de una (pre)significación que porta como un estigma, no hace sino presentar desde otro lugar eso mismo que quebraba con la potencia del plano citado anteriormente: La modernidad ha fracasado. La racionalidad, el pensamiento, la idea de la voluntad transformadora, los lenguajes, todo ello nos ha dejado en un lugar donde solo quedan las guerras. Las guerras son el gesto más puro de la modernidad y la prueba más patente de su fracaso y del vacío. Si nos quedamos sin guerras ¿qué hacemos con los cuerpos? Uno de los problemas es reponer el sentido a los cuerpos, a la imagen, al hombre fuera de este momento de la historia. Los cuerpos del cine clásico han perdido ya toda su potencia y son cuerpos vacíos de sentido, son cuerpos ahistóricos. TRES. La mirada humana ha perdido la capacidad de ver, hay que aprender a mirar nuevamente. ¿Será la mirada del perro la mirada de futuro, en un extraño sueño de retorno al estado de naturaleza? ¿O será acaso la mirada de la nueva tecnología, esta que nos invita a mirar los tiempos y lugares superpuestos y esforzarnos a aprender a mirar nuevamente? Como la imagen, el sonido se solapa. La palabra muta en excremento, la voz en el ruido mismo de un pedo y el cuerpo se deserotiza. Las voces se pisan, se juntan, se besan, interfieren. Escuchar dentro del ruido de esas palabras es encontrar nuevos sentidos. Que las palabras adquieran otra dimensión (otros planos sonoros, otros volúmenes, otros tiempos). Eso propone Godard haciendo cine. Y lo hace con los mismos recursos de los que dispone cualquier cineasta. La voz debe adquirir un nuevo valor, pero también debe hacerlo la escucha. La percepción del mundo material a través de los sentidos es parte de la base del positivísimo. El valor de lo empírico sostiene a la verdad. Transformar la realidad solo es posible después de conocerla. El hombre es el único que puede conocer, porque cuenta con la razón como herramienta. Godard arremete contra este conjunto de afirmaciones que –simplificadas- sostuvieron la modernidad capitalista. El hombre ya no conoce. Tal vez nunca lo ha hecho. ¿Qué nos queda por hacer? Cuanto menos, desmontar la mitología que ha sostenido este proceso histórico, que por el momento parece inmutable. Ya no es “Razón y revolución”. Al menos en los mismos términos en los cuales el propio Godard creía 50 años atrás. CUATRO. Adiós al lenguaje es una apelación, además de un título. Es una propuesta de búsqueda, no es una conclusión. La mirada, la palabra, el tiempo y el espacio deben ser quebrados, porque son el sustento de una modernidad que ha fracasado. Godard no nos impone el vacío de la posmodernidad, sino que nos enfrenta al fracaso de nuestro proyecto de modernidad y obviamente propone movimientos, gestos, lugares en los que plantear la disputa. Todo en una película cargada de belleza, desconcierto, desacoples y citas literarias, que funcionan como guías para la desorientación intelectual. Por Daniel Cholakian @d_cholakian